30.

Gotemburgo, 1958.

La decepción la devoraba por dentro. Nada había salido según sus proyectos. No sólo ya no tenía a Áke, sino que, además, ni siquiera disfrutaba de los escasos ratos de confianza y ternura por parte de su madre. Antes al contrario, apenas la veía, ya fuera porque iba a salir para ver a Per-Erik o porque iba a alguna fiesta. Además, su madre parecía haber abandonado todo interés por controlar su silueta y ahora podía comer a placer de cuanto había en casa, con lo que su anterior exceso de peso se disparó aumentando sin remedio. A veces, cuando se miraba en el espejo, sólo veía al monstruo que tanto tiempo llevaba creciendo en su interior. Un monstruo voraz, seboso, asqueroso, siempre envuelto en un asfixiante olor a sudor. Su madre ni siquiera se molestaba en disimular la repugnancia que le suscitaba y, en una ocasión, llegó a taparse la nariz abiertamente al pasar delante de ella. Aún sentía la herida de la humillación.

No era eso lo que le había prometido. Per-Erik sería mucho mejor padre que Áke, su madre sería feliz y por fin podrían vivir como una verdadera familia. El monstruo desaparecería y ella no tendría que volver al sótano ni a paladear en su boca ese odioso regusto seco, vomitivo, polvoriento.

Traicionada, así se sentía. Traicionada. Intentó preguntarle a su madre cuándo se cumplirían sus promesas, pero ella le respondía con airadas evasivas. Si insistía, la encerraba en el sótano después de alimentarla con un poco de Humildad. Ella sollozaba amargamente un llanto hecho de más decepción de la que era capaz de administrar.

Allí sentada en la penumbra, sentía crecer al monstruo. A él le gustaba el sabor reseco de su boca. El monstruo se alimentaba y crecía complacido.


* * *

La puerta se cerró pesadamente a su espalda. Con paso cansino, Patrik entró en el vestíbulo y se quitó la cazadora, que dejó caer al suelo. Estaba demasiado agotado para agacharse a recogerla y colgarla.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Erica inquieta desde la sala de estar-. ¿Has averiguado algo más?

Al ver la expresión de Erica, sintió un punto de remordimiento por no haberse quedado en casa con ella y con Maja. Se dijo que debía de tener un aspecto ruinoso. Claro que llamó de vez en cuando durante el día, pero el caos reinante en la comisaría después de lo ocurrido impregnó las conversaciones, que fueron breves y dominadas por el estrés. En cuanto Erica le aseguraba que en casa todo iba bien, le colgaba casi sin más.

Se acercó despacio a ella, que, como de costumbre, estaba sentada medio a oscuras, viendo la tele con Maja en brazos.

– Perdona que haya sido tan brusco al teléfono -le dijo pasándose las manos por la cara con gesto exhausto.

– ¿Ha pasado algo?

Patrik se desplomó en el sofá, incapaz de responder.

– Sí -dijo al cabo de un rato-. A Ernst se le ocurrió, por iniciativa propia, llevarse a Morgan Wiberg para interrogarlo. Y consiguió estresar al pobre muchacho hasta tal punto que se escapó por una ventana y echó a correr hacia la carretera. Un coche lo atropello.

– ¡Qué espanto! -exclamó Erica-. ¿Y qué le ha pasado?

– Ha muerto.

Erica se quedó sin respiración. Maja, que estaba dormida, lloriqueó un poco, pero enseguida volvió a recobrar la calma del sueño.

– Ha sido tan jodido que no puedes ni imaginártelo -continuó Patrik con la cabeza apoyada en el respaldo y la mirada clavada en el techo-. Aún estaba tendido en la carretera cuando apareció Monica y lo vio. Llegó corriendo a su lado antes de que pudiéramos detenerla, le cogió la cabeza y empezó a mecerlo y a aullar de un modo casi animal. Tuvimos que arrancarla de allí literalmente. ¡Qué mierda, qué cosa más espantosa!

– ¿Y Ernst? -preguntó Erica-. ¿Qué ha pasado con él?

– Pues, por primera vez en mi vida, creo que lo pagará caro. Jamás he visto a Mellberg tan cabreado. Lo mandó a casa en el acto y, la verdad, después de esto, no creo que vuelva; lo cual sería una buena obra.

– ¿Lo sabe Kaj?

– Sí, ésa es otra. Precisamente, Martin y yo estábamos interrogándolo cuando se produjo el accidente. Tuvimos que salir corriendo y dejarlo a medias. Si hubiese ocurrido unos minutos más tarde, habríamos conseguido que hablase. Ahora nos acusa de la muerte de Morgan y, en cierto modo, tiene razón. Mañana tenían que venir unos colegas de Gotemburgo para interrogar a Kaj, pero ahora habrá que aplazarlo indefinidamente. El abogado de Kaj ha cancelado todos los interrogatorios hasta nueva orden, dadas las circunstancias.

– Es decir, seguís sin saber si está involucrado en el asesinato de Sara ni en… lo que sucedió ayer.

– Exacto -respondió Patrik extenuado-. Lo único seguro es que Kaj no pudo sacar a Maja del carrito, pues lo teníamos arrestado. Por cierto, ¿se ha pasado Dan por aquí? -le preguntó acariciando a su hija, a la que había cogido en brazos con cuidado de no despertarla.

– Sí, desde luego. Ha sido un buen perro guardián -lo tranquilizó Erica con una sonrisa superficial que no llegó a reflejarse en sus ojos-. Al final casi tuve que echarlo. No hace ni media hora que se marchó. No me sorprendería que se hubiese acostado en el jardín, en un saco de dormir.

Patrik se echó a reír.

– Sí, a mí tampoco me sorprendería. En cualquier caso, le debo un favor. Es un alivio saber que no habéis estado solas hoy.

– Mira, estaba a punto de subir a acostarme con Maja, pero si quieres, podemos quedarnos un rato.

– No te lo tomes a mal, pero preferiría estar un rato a solas -respondió Patrik-. Me he traído algo de trabajo y luego quizá me quede viendo la tele para desconectar.

– Haz lo que te apetezca -le dijo Erica antes de levantarse, darle un beso en los labios y coger a Maja.

– Por cierto, ¿qué tal os ha ido hoy a vosotras dos? -le preguntó a Erica, que ya subía la escalera.

– Bien -aseguró ella. Pero Patrik apreció un timbre muy singular en su voz-. Hoy no ha dormido en mi regazo en absoluto, sólo en el cochecito. Y sin llorar más de veinte minutos. De hecho, la última vez, sólo cinco.

– Estupendo -respondió Patrik-. Parece que empiezas a controlar la situación.

– Sí, joder, es un milagro que funcione -convino Erica entre risas. Pero volvió a adoptar un gesto grave y añadió-: Aunque ahora sólo duerme dentro. Nunca más tendré valor para dejarla durmiendo fuera.

– Perdona mi comportamiento tan… idiota de la otra noche -se disculpó Patrik.

No quería correr el riesgo de decir otra inconveniencia, así que procuraba elegir bien las palabras, incluso para disculparse.

– No importa. Es que estoy hipersensible, pero creo que ahora eso ha cambiado. El pánico de creerla desaparecida ha tenido un efecto positivo: me siento agradecida por cada minuto que puedo pasar con ella.

– Sí, entiendo lo que quieres decir -convino Patrik despidiéndose con un gesto mientras ella seguía escaleras arriba.

Bajó por completo el volumen del televisor, sacó el reproductor de casetes, rebobinó y pulsó el botón para escuchar la grabación. Ya había oído varias veces en la comisaría los escasos minutos del supuesto interrogatorio de Ernst a Morgan. No decían mucho, pero había algo a lo que Patrik no dejaba de darle vueltas, algo que no era capaz de identificar.

Después de escucharlo tres veces, se dio por vencido. Dejó el reproductor sobre la mesa y fue a la cocina. Tras unos minutos de maniobra, volvió a la sala de estar con un chocolate caliente y tres rebanadas de pan Skogaholm con queso y huevas. Subió el volumen del televisor y puso el canal Discovery, donde daban el programa Crime Night. Ponerse a ver reconstrucciones de crímenes reales tal vez fuese una manera de desconectar un tanto extraña para un policía, pero a él lo serenaba: siempre terminaban resolviendo los casos.

Mientras veía el programa, empezó a forjarse en su mente una idea cuya naturaleza pertenecía por completo al ámbito de su vida privada. Una idea extremadamente agradable y vivificante que, de forma terminante y eficaz, apartó de su pensamiento toda reflexión sobre crímenes y muerte. Patrik sonrió en la semipenumbra. Debería ir de tiendas.


La luz en la celda era chillona e implacable. Sentía como si le traspasara todos los miembros, todos los intersticios de su cuerpo. Intentaba esconderse tapándose la cabeza con los brazos, pero seguía sintiendo su agudeza en la nuca.

En tan sólo unos días, su mundo se había derrumbado. Bien mirado, tal vez fuese una ingenuidad, pero él se sentía tan seguro, tan inalcanzable. Formaba parte de una comunidad que parecía estar por encima del mundo normal y corriente. Ellos no eran como los demás. Eran mejores. Más cultos que los demás. Lo que el entorno no atinaba a comprender era que todo consistía en amor, sólo amor. El sexo representaba una mínima parte del asunto. La mejor manera de describirlo era, según él, sensualidad. La piel joven era tan limpia, tan nueva. Los sentidos de los niños eran inocentes, no estaban manchados de sucios pensamientos como tarde o temprano lo estaban los de los adultos. Y lo que ellos hacían era ayudar a esos jóvenes a desarrollarse de modo que lograran alcanzar todo su potencial. Les ayudaban a comprender lo que era el amor. El sexo era la herramienta, no el objetivo en sí. El objetivo era conseguir la univocidad, la unión de las almas. Una unión entre joven y viejo, hermosa por su pureza.

Pero nadie lo comprendería. Ya habían hablado de ello en numerosas ocasiones en el foro de Internet. De cómo la necedad y la estrechez de miras de los demás los incapacitaba para intentar comprender siquiera algo que para ellos era tan evidente. Antes al contrario, siempre andaban ansiosos de colgarle un sucio cartel a cuanto hacían, pese a que así también ensuciaban a los niños.

En tales condiciones, comprendía que Sebastian hubiese optado por lo que hizo. Sebastian sabía que nadie iba a comprender nada, que en lo sucesivo lo mirarían con odio y con desprecio. Lo que Kaj no podía comprender, no obstante, era que lo hubiese acusado como lo hizo en su último mensaje al mundo. Se sentía herido. Él llegó a creer que habían alcanzado una auténtica compenetración en sus encuentros y que el alma de Sebastian, tras la primera oposición que siempre debía ser vencida, abrazó por fin la suya voluntariamente. Lo físico era algo subsidiario. La verdadera compensación consistía en la sensación de haber bebido directamente del manantial de la juventud. ¿Acaso Sebastian no lo comprendió realmente? ¿Acaso estuvo fingiendo todo el tiempo? ¿O serían las normas sociales las que lo abocaron a negar su afinidad en la última carta? Le dolía saber que nunca lo averiguaría.

Sobre lo otro, procuraba no pensar. Desde que le habían anunciado la muerte de Morgan, se esforzó por apartar de su mente todo recuerdo de su hijo. Era como si su cerebro no quisiera admitir la cruel verdad, pero la inmisericorde luz de la celda lo obligaba a evocar imágenes cuya manifestación él se empeñaba en anular. Pese a todo, una idea se forjó malintencionada en su mente, la idea de que aquél era el castigo. Pero pronto lo desechó. Él no había hecho nada malo. A lo largo de los años, llegó a amar verdaderamente a algunos de los niños. Y ellos lo amaban a él. Así era y así debía ser. La otra opción resultaba demasiado tremenda para que pudiera imaginarla siquiera. Aquello tenía que ser amor.

Sabía que no había sido muy buen padre para Morgan. Todo era tan complicado… Ya desde el principio su hijo resultaba difícil de amar y, en muchas ocasiones, sintió admiración por Monica porque ella era capaz de aceptarlo, de amar a aquel niño arisco y raro que era el hijo de ambos. Otro pensamiento cruzó su mente. ¿Y si ahora se empeñaban en demostrar que él había tocado a Morgan? La sola idea lo indignó. Morgan era su hijo, su propia carne y su propia sangre. Sabía que lo dirían, aunque no sería más que otra prueba de su cerrazón y su mezquindad. No era lo mismo, en absoluto. El amor entre padre e hijo y el amor entre él y los demás niños eran niveles totalmente distintos.

Sin embargo, él amaba a Morgan. Sabía que Monica no lo creía, pero era la verdad. Sólo que no sabía cómo llegar a él. Todos sus intentos se estrellaron contra el rechazo y alguna vez se preguntó si Monica habría arruinado sus esfuerzos de un modo sutil, como si quisiera a Morgan sólo para ella, como si quisiera ser la única depositaría de su confianza. Kaj quedó fuera pues, pese a que ella lo recriminaba y lo acusaba de no implicarse con su hijo, él sabía que, secretamente, las cosas iban tal y como ella deseaba. Y ahora ya era demasiado tarde para cambiarlas.

Bajo la luz estentórea de los tubos fluorescentes, se tumbó en el suelo y se encogió en posición fetal.


Los forenses de la televisión habían resuelto tres casos en cuarenta y cinco minutos. Hacían que pareciera demasiado fácil, pero Patrik sabía que no era cierto. En cualquier caso, esperaba que Pedersen lo llamase al día siguiente con la información sobre la ceniza en la ropa de Liam y de Maja.

Presentaron un nuevo caso en el programa. Patrik miraba abstraído y, como ya sentía que el sueño se apoderaba de él, se enderezó en el sofá dispuesto a prestar atención. Era un caso ocurrido en Estados Unidos, ya antiguo, pero las circunstancias resultaban tan familiares como inquietantes. Se apresuró a grabarlo en el vídeo con la esperanza de no estar haciéndolo encima del último capítulo de alguna de las series de Erica. De ser así, peligraba la unidad familiar. En tales situaciones, la mujer a la que quería y con la que compartía su vida lo amenazaba cuando menos con clavarle unas tijeras oxidadas.

El forense responsable de los análisis estuvo hablando largo y tendido. Mostró diagramas e imágenes destinados a explicar el desarrollo con toda la claridad posible. A Patrik no le costó ningún trabajo seguir sus aclaraciones. Un presentimiento empezó a cobrar forma en su mente y, de vez en cuando, comprobaba que, en efecto, el programa se estaba grabando, pues necesitaría verlo un par de veces más.

Después de haberlo revisado hasta tres veces, estaba segurísimo. Pero necesitaba que le ayudasen a refrescar la memoria. Presa de gran excitación y consciente de la urgencia del asunto, subió al dormitorio. Erica estaba en la cama con Maja a su lado, de lo que dedujo que la pequeña recibía así cierta compensación por haberse portado tan bien durmiendo en el carrito durante el día.

– Erica -le susurró zarandeándola ligeramente.

Lo aterraba la idea de despertar a Maja, pero tenía que hablar con Erica.

– Mmmm… -fue la respuesta de la mujer, que no hizo el menor amago de movimiento.

– Erica, despierta.

Esta vez sí obtuvo respuesta. Ella se estremeció, miró desconcertada a su alrededor y dijo:

– ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Se ha despertado la niña? ¿Está llorando? Voy a buscarla.

Erica se sentó en la cama y se disponía a levantarse.

– No, no -la contuvo Patrik sentándola de nuevo-. Shhh, Maja duerme como un tronco -aseguró señalando a la pequeña que se movía inquieta a su lado.

– Entonces, ¿por qué me despiertas? -le preguntó Erica enojada-. Si también la despiertas a ella, te mato.

– Tengo que preguntarte algo que no puede esperar.

Le explicó rápidamente lo que acababa de saber y le hizo la pregunta en cuestión. Tras un instante de silencio desconcertado por parte de Erica, ella le dio la respuesta que le pedía. Él le recomendó que volviera a dormirse, la besó en la mejilla y bajó corriendo a la sala de estar. Una vez allí, marcó un número que acababa de buscar en la guía telefónica. Cada minuto que pasara podía ser decisivo.

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