28.

Gotemburgo, 1957.

Mary no sentía nada bajo la lluvia torrencial. Ni odio ni alegría. Tan solo un gélido vacío que colmaba todo su cuerpo, desde la capa más superficial de su piel hasta los huesos de su esqueleto.

Su madre sollozaba a su lado. Estaba más elegante que de costumbre. El negro del luto le sentaba bien. Todos repararon en la belleza que le añadía el dramatismo. Con mano trémula, dejó caer una rosa roja sobre el ataúd de su difunto esposo y, acto seguido, se arrojo en brazos de Per-Erik. Detrás de ellos estaba su esposa, con el dolor plasmado en su rostro vulgar, pues ignoraba cuántas veces se había acostado su marido con la mujer que en ese momento le empapaba el abrigo de lágrimas.

Mary observaba dolida a su madre pues habría deseado que buscase consuelo en su regazo. Una vez más, se veía excluida. Una vez más, despreciada. Las dudas la asediaban como fieras, pero se obligo a domeñarlas. No podía empezar a cuestionarlo todo, eso la hundiría.

La lluvia le helaba las mejillas, pero su rostro permanecía imperturbable. Algo reacia, recorrió los pocos pasos que la separaban del hoyo e intentó obligarse a arrojar la rosa que llevaba en la mano. El monstruo se revolvió ligeramente en su interior, apremiándola, animándola a levantar el brazo y sostener la rosa sobre el féretro sin decir nada. Éste relucía negro en el fondo del hoyo. Después, vio a cámara lenta cómo sus dedos soltaban el tallo lleno de espinas, y la rosa, con una lentitud insoportable, cayó sobre la dura superficie del ataúd. Creyó oír el eco del golpe de la flor contra la madera, pero nadie reaccionó, de lo que dedujo que el ruido resonó sólo en su cabeza.

Allí permaneció durante unos minutos, que a ella se le hicieron eternos, hasta que noto un leve roce en el brazo. La mujer de Per-Erik le advertía, con una cálida sonrisa, que ya podían marcharse. Delante de ellas iba el resto del cortejo fúnebre, con Agnes y Per-Erik en cabeza. Él le rodeaba los hombros con el brazo sobre el que ella se apoyaba al caminar.

Mary miraba de reojo a la mujer que tenía a su lado preguntándose con sorna cómo podía ser tan ciega y tan ingenua para no ver el aura de tensión sexual que envolvía a la pareja. Mary sólo tenía trece años, pero lo veía tan claro como la lluvia que los empapaba a todos. En fin, aquella mujer necia no tardaría en conocer la verdad.

A veces se sentía mucho mayor de la edad que tenía. Observaba la necedad de la gente con un desprecio muy superior al esperado en una adolescente pero, claro, ella había tenido una maestra excelente. Su madre le había enseñado cuanto sabía sobre el ser humano, cada uno iba a lo suyo, cada uno debía procurarse lo que quería en la vida sin permitir que nada se interpusiese, le repetía. Y Mary había sido una alumna excelente. Ahora se sentía madura y preparada para que su madre la tratase con el respeto que merecía. Al fin y al cabo, Mary le había demostrado de sobra cuánto daba de sí su amor por ella ¿Acaso no había hecho el mayor de los sacrificios? Ahora le devolvería ese amor con creces, estaba segura de ello. Jamás tendría que regresar a las tinieblas del sótano para ver crecer al monstruo.

Por el rabillo del ojo, vio que la mujer de Per-Erik la observaba con gesto preocupado. Entonces cayó en la cuenta de que iba sonriendo y se puso seria enseguida. Era importante guardar las apariencias. Su madre siempre se lo recordaba. Y su madre siempre tenía razón.


* * *

El aullido de las sirenas se oía muy a lo lejos. Quería levantarse y protestar, exigir que la ambulancia diese la vuelta y lo llevase de regreso a casa, pero sus miembros se negaban a obedecer y, cuando intentaba hablar, su garganta sólo profería un sonido sibilante que se escapaba entre sus labios. Entreveía sobre su cabeza la expresión angustiada de Lilian.

– Shhh, no intentes hablar, resérvate la energía. Pronto estaremos en Uddevalla.

Contra su voluntad, se vio obligado a abandonar toda tentativa de resistencia En realidad no tenía fuerzas para ello. El dolor seguía allí, más agudo que nunca

¡Todo fue tan rápido! Por la mañana se sentía bastante bien e incluso se animó a comer un poco. Al cabo de un rato, el dolor empezó a agudizarse hasta llegar a ser insoportable. Cuando Lilian subió con el té de la mañana, Stig ya no podía ni hablar y a ella se le cayó la bandeja al suelo, tal fue la impresión que se llevó al verlo. Después empezó el espectáculo. El ruido de sirenas, pisadas en la escalera, manos que, con mucho mimo, lo trasladaban a una camilla y lo metían en la ambulancia… Y luego el recorrido a toda velocidad, del que él sólo tenía un vago recuerdo.

El temor a ir a parar al hospital era incluso peor que el dolor que sentía. Una y otra vez evocaba la imagen de su padre ingresado y tumbado en la cama, débil y demacrado, tan distinto del hombre vivaz y alegre que solía levantarlo por los aires cuando él era pequeño y que peleaba con él en broma y amorosamente cuando se hizo un poco mayor. Ahora, Stig sabía que iba a morir. Si lo dejaban en el hospital, sería sólo cuestión de tiempo.

Quería levantar el brazo y acariciar la mejilla de Lilian. Pasaban juntos tan poco tiempo. Claro que habían tenido sus discusiones e incluso alguna verdadera mala racha. Entonces llegó a pensar que debían ir cada uno por su lado. Pero siempre lograron encontrarse de nuevo. Ahora, Lilian tendría que hallar a otro hombre con el que envejecer.

También echaría de menos a Charlotte y a los niños. Al niño, se corrigió sintiendo enseguida un intenso dolor en el corazón, un dolor distinto del físico. Por cierto, aquello era lo único positivo que veía en la situación. Él creía firmemente en la vida más allá de la muerte, un lugar mejor, y tal vez se encontrase allí con la pequeña y pudiese saber por ella qué le había ocurrido aquella mañana.

Sintió la mano de Lilian en su mejilla. La pérdida de conciencia empezaba a disolver la realidad y, lleno de gratitud, cerró los ojos. Al menos, sería un alivio no seguir sintiendo aquel dolor.


El viento le azotaba el rostro mientras se dirigía a la cabaña de Morgan. El entusiasmo de Ernst se había atenuado ligeramente por el camino, pero ahora sentía que volvía a despertar. Vio en el umbral de la puerta entreabierta el rostro delgado de Morgan que, en su habitual tono inexpresivo, le preguntó.

– ¿Qué quiere?

Aquella pregunta tan directa desconcertó a Ernst. Necesitó un instante para reagrupar sus ideas antes de contestar.

– Va a venir conmigo a la comisaría.

– ¿Por qué? -quiso saber Morgan.

Ernst empezaba a irritarse ¡Qué tipo más extraño!

– Porque tenemos que hablar de ciertos asuntos.

– Ustedes se han llevado mis ordenadores. Ya no tengo mis ordenadores. Se los han llevado -repetía Morgan una y otra vez.

El policía atisbó ahí una posibilidad.

– Exacto, por eso tiene que venir. Para recuperar los ordenadores. Ya hemos terminado con ellos, ¿comprende?

Ernst estaba increíblemente satisfecho de su idea.

– ¿Y por qué no los traen igual que se los llevaron de aquí?

– ¿Quiere recuperar los ordenadores o no? -estalló Ernst, cuya paciencia empezaba ya a agotarse de verdad.

Tras un minuto de vacilación y de negociación interior, la expectativa de recuperar los ordenadores prevaleció sobre su recelo a adentrarse en territorio desconocido.

– Iré con usted. Así podré recuperar mis ordenadores.

– Bien, buen chico -respondió Ernst sonriendo para sus adentros mientras Morgan iba a buscar su cazadora.

Guardaron silencio todo el camino hasta la comisaría. Morgan no dejó de mirar por la ventanilla. Ernst tampoco vio necesidad de conversar con él y prefirió ahorrar fuerzas para el interrogatorio. Entonces se encargaría de conseguir que aquel chalado hablase por los codos.

Una vez en su destino, quedaba un pequeño e insignificante dilema: ¿cómo hacer entrar al futuro interrogado sin que nadie descubriese sus pretensiones? Tal circunstancia echaría por tierra su brillante plan, algo que debía evitar a toda costa. Finalmente, se le ocurrió una solución infalible. Llamó a la recepción desde su móvil y, cambiando la voz, le dijo a Annika que tenía un paquete listo para enviar y que debía recogerlo en el mostrador de la entrada trasera. Después, aguardó unos segundos sin soltar a Morgan y entró cauteloso y conteniendo la respiración, con la esperanza de que Annika hubiese acudido enseguida al otro extremo del edificio. Funcionó. La recepcionista no estaba en su puesto. Rápidamente, dejó atrás la recepción tirando de Morgan y lo metió a empellones en la sala de interrogatorios más próxima. Cerró la puerta, echó la llave y se permitió una leve sonrisa triunfal antes de decirle a Morgan que se sentase. Alguien había dejado una ventana entreabierta para ventilar la habitación y la hoja golpeteaba sacudida por el viento. Ernst pasó por alto el ruido. Quería empezar sin más preámbulo, antes de que alguien llegase y los viese por casualidad.

– Bueno, amiguito, ya estamos aquí.

Ernst puso en marcha la grabadora con gran ceremonia.

Morgan empezaba a mirar inquieto a su alrededor. Algo le decía que la cosa no iba bien.

– Usted no es mi amigo -observó el joven como una constatación objetiva-. Usted y yo no nos conocemos, así que ¿cómo vamos a ser amigos? Los amigos se conocen mutuamente. -Tras unos segundos de silencio, prosiguió-: Yo venía a recoger mis ordenadores. Vine para eso. Me dijo que ya habían terminado con ellos.

– Sí, claro que fue eso lo que le dije -repuso Ernst con una sonrisa burlona-. Pero verá, resulta que le mentí. Y tiene razón, no soy su amigo. En estos momentos, soy su peor enemigo.

Quizá un tanto dramático, pero Ernst se sintió cruelmente complacido con aquella respuesta. Creía haberla oído una vez en una película.

– No quiero seguir aquí por más tiempo -aseguró Morgan mirando hacia la puerta-. Quiero recuperar mis ordenadores e irme a casa.

– Olvídelo. Tardará mucho tiempo en volver a ver su casa.

¡Joder, qué bueno era!, se decía. En realidad, debería dedicarse a escribir guiones de películas de acción americanas. Más que ufano, continuó:

– Verá, nosotros ya sabemos que fue usted quien se cargó a la niña. Encontramos la cazadora en su cabaña y conocemos un montón de detalles técnicos que revelan que la mató.

Aquella última afirmación era totalmente falsa, pero Morgan no lo sabía. Y en aquel juego no había reglas.

– Yo no la maté, aunque a veces habría querido hacerlo -añadió Morgan en su tono monocorde.

Ernst sintió cómo le saltaba el corazón en el pecho. ¡Aquello iba mejor de lo que él se figuraba!

– De nada le servirá andarse con ésas. Tenemos otras pruebas de tipo técnico, ya le digo, y la cazadora, y no necesitamos más. Pero, claro, sería mejor para usted si nos contase cómo lo hizo. Entonces puede que no tenga que pasarse toda la vida en la cárcel. Y allí no podrá utilizar sus dichosos ordenadores.

Ahora sí que logró conmover a aquel idiota. Parecía que el pánico empezaba a arraigar en él. Pronto estaría listo para confesar, pero para mejorar aún más su posición, decidió utilizar un truco que había visto en Policías de Nueva York y en las demás series policíacas norteamericanas que nunca se perdía. Lo dejaría sudando tinta a solas un rato. Si le daba la oportunidad de meditar unos minutos sobre su situación, confesaría antes de lo previsto.

– Voy a mear. Luego seguimos.

Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Morgan empezó entonces a hablar en tono suplicante:

– Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí. Vaya a buscar a mi madre, quiero hablar con mi madre. Mi madre puede explicarlo todo, por favor…

Ernst cerró la puerta a toda prisa para que no se oyese el parloteo de aquel chiflado en el pasillo. No había dado ni dos pasos cuando Annika lo vio y lo miró con suspicacia

– ¿Qué hacías ahí dentro?

– Nada, comprobar una cosa. Creí que me había dejado la cartera en una de las salas de interrogatorios.

La joven no pareció muy convencida, pero no insistió. Un segundo después, gritó mirando por la ventana

– ¡Pero qué demonios…!

– ¿Qué pasa? -preguntó Ernst, que empezaba a sentirse nervioso.

– ¡Un tío que acaba de saltar por la ventana y ahora corre como un rayo hacia la carretera!

– ¡Mierda! -exclamó Ernst.

Estuvo a punto de fracturarse el hombro al lanzarse contra la primera de las puertas. Con las prisas, olvidó que siempre estaba cerrada.

– ¡Ábrela, joder! -le gritó a Annika.

Ella obedeció aterrorizada. El policía abrió la siguiente puerta de golpe y echó a correr detrás de Morgan. Éste miró hacia atrás y corrió con más ahínco. Entonces, Ernst vio con horror un minibús negro que se acercaba a una velocidad muy superior a la permitida.

– ¡Nooooo! -gritó presa del pánico.

Después, se oyó el choque y todo quedó en silencio.


Martin se preguntaba cuál sería el asunto tan perentorio que Niclas y Charlotte tenían que contarle a Patrik. Esperaba que fuese algo que les diese argumentos para retirar a Niclas de la lista de sospechosos. La idea de que el padre de la niña fuese el autor del crimen le resultaba espantosa.

No entendía la actitud de Niclas. Los partes de Albin eran tan incriminatorios… Y el padre no había logrado convencerlo de que no fue él quien le causó las lesiones al pequeño. Aun así, algo no encajaba. Desde luego, era un sujeto bastante complejo. Al hablar con él cara a cara, daba la impresión de ser un hombre estable y seguro, pero su vida privada era un verdadero desaguisado. Aunque Martin nunca fue un ángel durante su alegre vida de soltero, ahora que tenía pareja no podía comprender que nadie engañase a su esposa de aquel modo. ¿Qué le decía cuando llegaba a casa después de haber estado con Jeanette? ¿Cómo conseguía que el tono de voz fuese natural, cómo era capaz de mirarla a los ojos después de haber estado revolcándose en la cama con su amante hacía tan sólo unas horas? A Martin no le entraba en la cabeza.

Niclas había dado muestras de un temperamento difícil de prever en alguien como él. El propio Martin lo había visto en el brillo de sus ojos aquel mismo día, cuando se presentó en casa de su padre. Parecía dispuesto a matarlo y, de no haber aparecido el policía, Dios sabe qué habría ocurrido.

Y aun así, a pesar de lo paradójico de su carácter, Martin no lo creía capaz de ahogar a su hija conscientemente. Además, ¿cuál habría sido su móvil?

Los pasos presurosos de Charlotte y de Niclas por el pasillo vinieron a interrumpir su razonamiento. Lleno de curiosidad, se preguntó adónde irían con tanta prisa.

Patrik apareció en el umbral de su puerta y Martin enarcó una ceja presa de la expectación.

– Era Sara quien maltrataba a Albin -reveló Patrik al tiempo que se sentaba en la silla.

Aquélla era la última explicación que Martin habría imaginado

– ¿Y cómo sabemos que es verdad? -le preguntó-. ¿No puede tratarse de una tentativa de eliminar las sospechas que pesan sobre Niclas?

– Sí, claro que podría ser -admitió Patrik en tono cansado-. Pero creo que dicen la verdad. Claro que debemos comprobarlo, me han proporcionado los nombres y los números de teléfono de las personas con las que podemos ponernos en contacto. Además, la coartada de Niclas va a resultar auténtica después de todo. Según él, Jeanette mintió al negar que estuviese con ella aquella mañana sólo para vengarse, porque él había puesto fin a la relación. Y sobre ese punto, también me inclino a creer su palabra, aunque, claro está, debemos mantener una seria charla con Jeanette.

– ¡Menuda…! -comenzó Martin.

No tuvo que terminar la frase, pues Patrik asintió corroborando su opinión.

– Sí, el ser humano no está mostrando su mejor cara a lo largo de esta investigación -dijo meneando la cabeza con abatimiento-. Y a propósito, ¿empezamos con el famoso interrogatorio?

Martin asintió, tomó su bloc y se levantó para acompañar a Patrik, que ya salía por la puerta. Sin que éste se volviese, le preguntó:

– Por cierto, ¿hay noticias de Pedersen? Por lo de la ceniza que había en el jersey del bebé, quiero decir.

– No -respondió Patrik sin mirarlo-. Pero deberían darle un buen empujón al asunto y analizar el jersey y el buzo de Maja cuanto antes. Apuesto lo que quieras a que comprobarán que la ceniza tiene la misma procedencia.

– Que no sabemos cuál es -observó Martin.

– Exacto, que no sabemos cuál es.


Entraron en la sala de interrogatorios y se sentaron frente a Kaj. Al principio nadie dijo una palabra y Patrik hojeaba tranquilamente sus notas. Vio con satisfacción que Kaj se retorcía las manos y que le sudaba la cara. Bien, eso era señal de que estaba nervioso y les facilitaría la tarea. Patrik estaba bastante tranquilo, teniendo en cuenta todo lo que habían sacado en limpio después del registro domiciliario. Si encontrasen pruebas así en todos los casos, la vida sería mucho más fácil.

Enseguida le cambió el humor. Entre los folios que hojeaba apareció una copia de la carta del chico que le recordó súbitamente por qué estaban allí y quién era el hombre que tenían enfrente. Patrik cruzó las manos con gesto resuelto. Observó a Kaj, que miraba nervioso a su alrededor.

– En realidad, no necesitamos hablar con usted. Después del registro, tenemos suficientes pruebas como para encerrarle por mucho, mucho tiempo. Pero queremos brindarle una oportunidad para que dé su versión de los hechos. Porque nosotros somos así, tíos legales.

– No sé de qué hablan -dijo Kaj con voz trémula-. Esto es una injusticia. Yo soy inocente.

Patrik asintió como haciéndose eco de sus palabras.

– ¿Sabe? Me gustaría creerle. Y tal vez lo haría si no fuera por esto.

Patrik sacó unas fotografías de su gruesa carpeta y se las mostró a Kaj. Con satisfacción, comprobó que el interrogado palidecía antes de ruborizarse por completo. Luego, miró a Patrik desconcertado.

– Ya le dije que nuestros informáticos son muy buenos, ¿no? Y también que las cosas no desaparecen sólo porque le dé al botón de borrar. Ha sido muy concienzudo limpiando el ordenador de forma periódica, pero no lo bastante habilidoso. Hemos recuperado todo lo que ha ido descargándose para compartir con sus amigos pederastas: fotografías, correos electrónicos, archivos de vídeo… Todo, de lo primero a lo último.

Kaj abría y cerraba la boca visiblemente confuso. Daba la sensación de que quería articular algo, pero las palabras se empeñaban en morir en su garganta.

– Parece que no tiene mucho que decir, ¿verdad? Por cierto, mañana vienen dos colegas de Gotemburgo que también quieren hablar con usted. Nuestros hallazgos les resultan muy interesantes.

Kaj guardaba silencio, de modo que Patrik continuó, resuelto a alterarlo como fuese. Odiaba a aquel hombre, odiaba todo lo que representaba y cuanto había hecho. Pero no lo dejó traslucir. Tranquilo y en tono sereno, siguió hablando con él como si estuviesen charlando sobre el tiempo y no sobre abuso de menores. Por un instante, consideró la posibilidad de mencionar ya el hallazgo de la cazadora de Sara, pero finalmente decidió esperar un poco más. De modo que se inclinó ligeramente sobre la mesa, miró a Kaj a los ojos y le dijo:

– ¿Ustedes piensan alguna vez en sus víctimas? ¿Les dedican un solo pensamiento o están demasiado ocupados en satisfacer sus necesidades?

Patrik no esperaba ninguna respuesta y Kaj tampoco se la dio. Ante su silencio, prosiguió:

– ¿Tiene idea de lo que ocurre en el interior de un muchacho que se las ve con alguien como usted? ¿Se figura siquiera todo lo que destruye, todo lo que le roba?

Un leve estremecimiento de su rostro le indicó que Kaj lo escuchaba. Sin apartar la mirada de su semblante, Patrik sacó uno de los folios del montón y lo empujó despacio hasta ponerlo delante de Kaj. Al principio, éste se negó a mirar, pero luego fue bajando la vista despacio y empezó a leer. Con la incredulidad pintada en el rostro, sus ojos volvieron a mirar a Patrik, que asintió con amargura.

– Sí, es exactamente lo que parece, la carta de un suicida. Sebastian Rydén se quitó la vida esta mañana. Su padre se lo encontró ahorcado en el garaje. Yo estuve presente cuando bajaron su cadáver.

– Miente.

La mano de Kaj temblaba levemente al sujetar la carta. Pero Patrik se dio cuenta de que sabía que no era falso.

– ¿No le quitaría un peso de encima dejar de mentir? -preguntó quedamente-. Seguro que se preocupaba por Sebastian, no me cabe la menor duda, así que al menos hágalo por él. Ya ha visto lo que pide en la carta. Él quiere que termine todo esto. Y usted puede ponerle fin.

Dijo aquellas palabras en un tono de aparente amabilidad. Patrik miró de soslayo a Martin, que estaba listo, bolígrafo en mano. Claro que la grabadora zumbaba sin cesar como un abejorro, pero Martin tenía la costumbre de tomar sus propias notas.

Kaj pasó la mano por la carta y abrió la boca para decir algo. Martin levantó el bolígrafo, listo para escribir.

Y justo en ese momento, Annika abrió la puerta.

– ¡Ha ocurrido un accidente ahí fuera! ¡Rápido!

Acto seguido, la joven echó a correr por el pasillo y, tras un segundo de turbación, Patrik y Martin fueron tras ella.

En el último instante, Patrik se acordó de cerrar con llave la puerta de la sala donde dejaban a Kaj. Ya lo retomarían más tarde. Esperaba no haber perdido definitivamente la oportunidad.


Debía admitir que lo embargaba cierta preocupación. Sólo habían pasado un par de días, pero él no sentía que hubiesen establecido el típico contacto entre padre e hijo. Claro, quizá debiera tener paciencia, pero la verdad era que no se sentía tan apreciado como creía merecer. No gozaba ni del respeto debido a un progenitor, ni del amor filial incondicional del que hablaban todos los padres, quizá mezclado con cierto temor saludable. El chico parecía más bien indiferente. Se pasaba los días tumbado en el sofá de Mellberg, comiendo cantidades ingentes de patatas fritas y jugando con el videojuego. Mellberg no comprendía a quién había salido para ser tan perezoso. A su madre, seguramente. Él, por su parte, se recordaba a sí mismo a esa edad como una fuente inagotable de energía. Bien era verdad que, por más que lo intentase, no se acordaba de ninguno de los éxitos deportivos que estaba seguro de haber cosechado; de hecho, no era capaz de evocar un solo recuerdo de su juventud en ningún contexto deportivo, pero se lo atribuía al fallo de la memoria y al paso del tiempo. Él se recordaba a sí mismo, desde luego, como un joven musculoso y activo.

Miró el reloj. Era muy temprano. Tamborileó con los dedos sobre la mesa. Tal vez debería marcharse a casa y compartir su tiempo con Simon sin prisas. Estaba convencido de que a él le gustaría. Bien mirado, se decía, la actitud de su hijo se debía sólo a su timidez y, en su fuero interno, estaba deseando que su padre viniese a sacarlo de su cascarón después de una ausencia de tantos años. Naturalmente, eso era lo que le ocurría. Mellberg lanzó un suspiro de alivio. Suerte que él sabía de adolescentes pues, de lo contrario, a aquellas alturas ya habría abandonado y habría dejado que el chico continuase tirado en el sofá y se sintiese miserable. Simon no tardaría en comprender lo afortunado que era con el padre que le había tocado en suerte.

Lleno de confianza, se puso la cazadora mientras pensaba en qué tipo de actividad paterno-filial sería más adecuada. Por raro que pareciese, aquel pueblucho dejado de la mano de Dios no tenía mucho que ofrecer a dos hombres de verdad. Si hubiesen estado en Gotemburgo, habría podido llevar a su hijo a su primera visita a un club de streaptease o haberle enseñado a jugar a la ruleta, pero allí no sabía muy bien qué hacer con él. En fin, algo se le ocurriría.

Al pasar ante el despacho de Hedström, pensó en lo desagradable que era lo que había ocurrido con su pequeña. Una prueba más, se dijo, de lo impredecible que era todo y de que más valía disfrutar de los hijos mientras se tenía ocasión. Precisamente por eso, nadie podría reprocharle que hoy se marchase tan temprano.

Se encaminó a la recepción silbando una cancioncilla, pero se paró en seco al ver las puertas abiertas y a sus hombres corriendo en dirección a la salida. Allí pasaba algo y, como de costumbre, nadie se había molestado en informarlo.

– ¿Qué pasa? -le gritó a Gösta, que, por ser más lento que los demás, iba el último.

– Han atropellado a alguien enfrente de la comisaría.

– ¡Joder! -exclamó Mellberg antes de echar a correr como los otros, aunque en la medida de sus posibilidades.

Justo al otro lado de la puerta, se detuvo. Había un gran minibús de color negro aparcado y alguien, probablemente el conductor, deambulaba sin destino de un lado para otro con las manos en la cabeza. El airbag del volante había saltado y el hombre no parecía estar herido, aunque sí muy alterado. Delante del radiador del vehículo yacía un bulto, en medio de la carretera, y junto a él se habían arrodillado Patrik y Annika. Martin intentaba tranquilizar al conductor. Ernst se encontraba un poco apartado, con los largos brazos caídos, exánimes, y blanco como el papel. Gösta echó a andar en dirección al colega y Mellberg vio cómo los dos policías intercambiaban unas frases en voz baja. La expresión de alarma de Gösta preocupó bastante al comisario, que experimentó una desagradable sensación de desasosiego en el estómago

– ¿Ha llamado alguien a la ambulancia? -preguntó Mellberg.

Annika le respondió afirmativamente. Nervioso y sin saber qué hacer exactamente, se acercó a Ernst y a Gösta.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió-. ¿Alguno de vosotros lo sabe?

El ominoso silencio que ambos guardaron lo hizo sospechar que tal vez no le gustase demasiado la respuesta. Vio que Ernst parpadeaba nervioso y Mellberg clavó la mirada en él

– Bien, ¿vais a contestar o tendré que sacaros las palabras con fórceps?

– Ha sido un accidente -respondió Ernst con voz lastimera

– ¿Podrías facilitarme algunos detalles sobre el «accidente»? -insistió Mellberg, sin apartar la vista de su subordinado.

– Sólo quería hacerle unas preguntas y se le fue la olla. Ese chico está como un cencerro, ¿qué iba a hacer yo?

Ernst alzó el tono de voz con agresividad en un intento desesperado por tomar el control de una situación que, de forma tan repentina, se le había escapado de las manos.

La agorera sensación que Mellberg experimentaba en el estómago crecía sin cesar. Miró el cuerpo tendido en la calzada, pero el rostro quedaba oculto tras la figura de Patrik y no pudo ver si se trataba de alguien a quien él conociese.

– ¿Quién es el que está debajo del radiador del vehículo, Ernst? ¿Tendrías la amabilidad de decírmelo?

Mellberg preguntó susurrando, casi escupiendo las palabras, lo que convenció a Ernst del lío en que se había metido. El policía respiró hondo y dijo quedamente:

– Morgan. Morgan Wiberg.

– ¿Qué demonios estás diciendo? -vociferó Mellberg fieramente.

Ernst y Gösta se echaron hacia atrás, y Patrik y Annika se volvieron a mirarlos.

– ¿Sabías tú algo de esto, Hedström? -quiso saber el comisario.

Patrik negó abatido.

– No, yo no di orden de que trajesen a Morgan para interrogarlo.

– O sea…, que pensabas lucirte un poco -concluyó Mellberg mirando a Ernst y hablándole de nuevo con una calma insidiosa.

– Como dijo que deberíamos investigar primero al idiota… Y a diferencia de ése -apuntó Ernst señalando a Patrik-, yo tengo confianza en usted y presto atención a lo que dice.

En condiciones normales, la adulación habría sido el camino perfecto, pero, en esta ocasión, Lundgren se había extralimitado hasta tal punto que ni siquiera las lisonjas conseguirían que Mellberg adoptase una actitud positiva.

– ¿Acaso yo dije literalmente que había que ir a arrestar a Morgan, eh? ¿Dije yo tal cosa?

Ernst pareció dudar un instante, antes de responder en un susurro:

– No.

– ¡Pues entonces! -tronó Mellberg-. ¿Y dónde coño está la maldita ambulancia? ¿Se habrán parado a tomar café por el camino?

El comisario jefe se sentía estallar de frustración, estado que no mejoró cuando Hedström dijo:

– No creo que tengan que darse mucha prisa. Desde que nosotros llegamos, no respira. Lo más probable es que muriese en el acto.

Mellberg cerró los ojos. Toda su carrera futura se esfumaba sin remedio. Todos sus años de esfuerzo, quizá no con el trabajo policial diario, pero sí con el arte de navegar con rumbo cierto en la jungla política, de mantenerse a bien con aquellos que tenían influencia y de patear a quienes podían interponerse en su camino. Todo aquello carecía ahora de sentido por culpa de un policía palurdo e imbécil.

Muy despacio, se volvió de nuevo a Ernst y, con toda la frialdad de que fue capaz, le dijo:

– Quedas suspendido y a la espera de una investigación interna. Yo en tu lugar no abrigaría muchas esperanzas de volver.

– Pero… -balbució Ernst, como preparándose para protestar.

Sin embargo, Mellberg detuvo su discurso advirtiéndole con el dedo muy cerca de su cara.

– ¡Shhh! -fue lo único que dijo.

Ernst supo enseguida que había perdido la partida. Allí no tenía nada que hacer.

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