32.

Gotemburgo, 1958.

El día en que su vida tocó el fondo más recóndito fue un martes. Un martes frío, gris y nublado de noviembre que quedaría por siempre grabado en su memoria. Aunque, en realidad, no era capaz de recordar detalles. Sólo que unos amigos de su padre vinieron a su casa a contarle que su madre había hecho algo horrible y que ella debía irse con la señora de Asuntos Sociales. Sus rostros desvelaban los remordimientos que sentían por no llevársela a su casa ellos mismos ni un par de días siquiera. Así pues, a falta de familiares, tuvo que hacer una maleta con lo imprescindible y acompañar a la asistente social que fue a recogerla.

Los años siguientes los recordaba sólo en sueños. No como pesadillas; en realidad, no tenía grandes quejas contra las tres casas de acogida en las que vivió antes de cumplir los dieciocho años. Pero le dejaron la demoledora sensación de no haber significado nada para nadie, salvo como bicho raro, que era en lo que una se convertía si tenía catorce años, estaba obscenamente gorda y era hija de una asesina. Sus distintos padrinos no mostraron ni ganas ni fuerzas para molestarse en conocer a la niña que les encomendaban las autoridades. En cambio, sí que disfrutaban hablando de su madre cuando sus amigos y conocidos los visitaban para observarla llenos de curiosidad. Ella los odiaba.

Y más que a nadie odiaba a su madre. La odiaba por haberla abandonado. La odiaba porque, comparada con un hombre, Mary significaba tan poco para su madre que ésta estuvo dispuesta a sacrificarlo todo por él y nada por su hija. Cuando pensaba en lo que ella misma había sacrificado por su madre, la humillación le resultaba aún mayor. La había utilizado, ahora lo comprendía. A los catorce años comprendió también algo que debería haber entendido hacía mucho tiempo: que su madre jamás la quiso. Ella siempre intentó convencerse a sí misma de que le decía la verdad, de que lo hacía todo porque la quería. Los golpes, el sótano y las cucharadas de Humildad. Pero no era cierto. Su madre disfrutaba maltratándola, la despreciaba y se burlaba de ella a sus espaldas.

De ahí que Mary optase por llevarse de casa una sola cosa. Le permitieron recorrer su hogar durante una hora para que pudiera elegir unos cuantos objetos. El resto lo venderían, igual que el apartamento. Ella se paseó por las habitaciones evocando un recuerdo tras otro: su padre en el sillón con las gafas en la punta de la nariz, inmerso en la lectura del periódico; su madre ante el tocador, arreglándose para una fiesta; ella misma, escurriéndose a hurtadillas en la cocina para ver si encontraba algo comestible. Todas aquellas imágenes se abalanzaron sobre Mary como las de un caleidoscopio desquiciado mientras sentía que se le descomponía el estómago. Un segundo más tarde, corría al baño a vomitar una pasta maloliente y pringosa cuyo olor agrio hizo que se le saltaran las lágrimas. Moqueando y sollozando, se secó la boca con el reverso de la mano, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared, metió la cabeza entre las rodillas y lloró en silencio.

Cuando salió del apartamento, no llevaba consigo más que un objeto: una caja de madera de color azul llena de Humildad.


* * *

Nadie puso objeciones a que se tomase un día libre. Aina incluso comentó entre dientes que ya era hora antes de cancelar todas sus citas para aquel día.

Niclas gateaba por el suelo persiguiendo a Albin, que corría como un cohete entre los juguetes que había en el suelo, aún con el pijama pese a que eran más de las doce. Pero no tenía importancia. Aquel día se lo tomarían así. Además, él también llevaba aún la camiseta y los pantalones de deporte con los que había dormido. Albin reía con todas sus ganas, como no lo había oído reír nunca antes, lo que lo animó a gatear más rápido y a juguetear más aún.

Sintió una punzada en el corazón al caer en la cuenta de que no tenía ningún recuerdo de sí mismo a gatas detrás de Sara como ahora con Albin. Entonces estaba tan ocupado… Tan imbuido de su propia importancia y de la de todo cuanto quería hacer y lograr… De los juegos y las tonterías, se decía con cierta soberbia, ya se encargaba bien Charlotte; pero, por primera vez, se preguntaba si no fue él quien salió perdiendo. De repente, tomó conciencia de algo que lo hizo pararse en seco y contener la respiración: no sabía cuál era el juego favorito de Sara, ni qué programa infantil le gustaba ver o si prefería pintar con tiza roja o azul, ni qué asignatura era su preferida en la escuela, ni qué libro quería que Charlotte le leyese por las noches. No sabía nada esencial sobre su propia hija. Nada en absoluto. A juzgar por lo poco que sabía de ella, podría haber sido la hija del vecino. Lo único que creía conocer era su carácter difícil, obstinado y agresivo. Le hacía daño a su hermano, rompía las cosas y les pegaba a los compañeros del colegio. Pero nada de eso era Sara, eso eran sólo algunas cosas de las que hacía.

Se acurrucó en el suelo, destrozado por el dolor. Ahora era demasiado tarde para aprender a conocerla. Ya no estaba.

Albin pareció notar que algo no iba bien. El pequeño interrumpió su griterío, se arrastró junto a Niclas y se acurrucó a su lado como la cría de un animal. Y allí se quedaron un rato, el uno junto al otro.

Unos minutos más tarde llamaron a la puerta. Niclas se sobresaltó y Albin miró inquieto a su alrededor.

– No pasa nada -lo tranquilizó Niclas-. Será un señor o una señora que viene a preguntar algo.

Lo cogió en brazos y fue a abrir. Era Patrik Hedström, acompañado de un grupo de hombres a los que no conocía.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Niclas en tono cansino.

– Tenemos una orden de registro -dijo Patrik tendiéndole el documento.

– ¡Si ya han registrado la casa una vez! -le recordó Niclas mientras ojeaba la orden. En la mitad de la lectura, se detuvo y miró a Patrik con los ojos desorbitados-. ¿Qué es esto? ¿Intento de asesinato de Stig Florin? Estarán de broma, ¿no?

Pero Patrik no se reía.

– Lo siento. Está siendo tratado de envenenamiento por arsénico. Ha sido un milagro que sobreviviera a esta noche.

– ¿Envenenamiento por arsénico? -repitió Niclas con expresión bobalicona-. Pero ¿cómo…?

Seguía sin comprender de qué le hablaban y sin moverse del vano de la puerta.

– Eso es lo que pensamos averiguar, así que, por favor, déjenos entrar…

Niclas se hizo a un lado sin articular palabra. Los hombres que acompañaban a Patrik tomaron sus maletines y sus equipos, y entraron con gesto sereno.

Patrik se quedó con Niclas en el vestíbulo, como dudando, antes de volver a tomar la palabra:

– También hemos obtenido la licencia para abrir la tumba de Lennart. Supongo que ya habrán empezado con ello.

Niclas estaba atónito. Aquello se le antojaba demasiado irreal como para comprenderlo.

– ¿Por qué…? ¿Qué…, quién…? -balbució.

– Aún no podemos dar cuenta de todos los detalles, pero tenemos razones de peso para creer que él también fue envenenado con arsénico. Aunque no tuvo la misma suerte que Stig -añadió Patrik con gesto compungido-. En fin, ahora será mejor que se mantenga apartado para que los chicos puedan hacer su trabajo.

Patrik no aguardó la respuesta y entró sin más.

Sin saber qué hacer, Niclas se fue a la cocina y se sentó con Albin aún en brazos. Lo puso en la trona y lo sobornó con una galleta para que estuviese entretenido. En su mente atribulada, todo eran preguntas.


Martin tiritaba al gélido viento otoñal. La cazadora del uniforme no era protección suficiente contra las aceradas ráfagas que cruzaban el cementerio y, además, al poco de que llegaran, empezó a llover.

Aquella empresa le producía náuseas. Él, que ni siquiera había asistido a un entierro, tenía que presenciar cómo sacaban un ataúd del fondo de la tierra, en lugar de ver cómo lo enterraban. Era tan raro como ver una película al revés. Comprendía por qué Patrik le pidió que fuese en esta ocasión. Él ya había asistido a una exhumación hacía tan sólo un par de meses, y seguro que con una vez era más que suficiente. Como confirmación de sus reflexiones, uno de los enterradores, dirigiéndose a él, masculló:

– Debe de haberse convertido en un deporte para la gente de la comisaría: a ver a cuántos señores somos capaces de desenterrar en el menor tiempo posible.

Martin no replicó, pero pensó que más les valía no presentarle al fiscal una solicitud similar en mucho tiempo.

Torbjörn Ruud se colocó a su lado. Él tampoco pudo contenerse:

– Bueno, pues a este paso, en Fjällbacka tendrán que empezar a ponerles una goma a los ataúdes en lugar de cerradura; quiero decir que así podrán ir abriéndolos según necesidad.

Martin no pudo por menos de sonreír pese a lo inapropiado del momento y, cuando sonó el teléfono de Ruud, ambos luchaban por contener la risa.

– Sí, aquí Ruud.

Escuchó con atención, colgó y le dijo a Martin:

– Han entrado en la casa de los Florin. Hemos dividido el equipo, tres hombres allí y dos aquí. Luego ya veremos si hemos de rehacer los grupos.

– ¿Qué es lo que vais a hacer? Quiero decir, directamente después de la exhumación -preguntó Martin con interés.

– No mucho. Por ahora, sólo controlar que el traslado se produce con la menor contaminación posible, pero también tomaremos muestras de la tierra. De todos modos, lo más importante es llevar el cadáver al forense para que pueda empezar enseguida. En cuanto haya salido el ataúd, nos iremos a casa de los Florin para ayudarles con el registro. Y supongo que tú harás lo mismo, ¿no?

Martin asintió.

– Sí, eso es lo que pensaba hacer. -Guardó silencio un minuto-. ¡Menudo lío descomunal ha resultado ser este caso!

Torbjorn Ruud asintió:

– Y que lo digas.

Agotados los temas de conversación, se mantuvieron callados a la espera de que los hombres terminasen de cavar. Unos minutos después, atisbaron la tapadera del féretro. Lennart Klinga había vuelto a la tierra.


Le dolía todo el cuerpo. Veía figuras borrosas que transitaban a su alrededor para luego desaparecer. Stig intentó abrir la boca para decir algo, pero ninguna parte de su cuerpo parecía dispuesta a obedecer. Se sentía como si hubiese perdido un asalto con Tyson. De pronto, se preguntó si estaba muerto. No era posible sentirse así y estar vivo.

La idea lo llenó de pánico e hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para producir un sonido con sus cuerdas vocales. En algún lugar lejano, muy lejano, creyó oír un gruñido que tal vez fuese su voz.

Y lo era. Una de las figuras borrosas se le acercó, adquiriendo un contorno cada vez más definido. Un rostro amable de mujer apareció en su campo de visión y Stig entrecerró los ojos para enfocar mejor.

– ¿Dónde? -logró articular con la esperanza de que la mujer comprendiese a qué se refería, como así fue.

– Está en el hospital de Uddevalla, Stig. Lleva aquí desde ayer.

– ¿Vivo? -preguntó con un nuevo esfuerzo.

– Sí, está vivo -sonrió la enfermera de cara redonda y despejada-. Pero ha faltado poco. De todos modos, lo peor ha pasado ya.

De haber podido, se habría echado a reír. «Lo peor ha pasado ya», sí, sí, para ella era fácil decirlo. Ella no sentía el fuego en cada fibra de su cuerpo y el dolor que lo horadaba hasta el esqueleto. Pero al parecer, aún vivía. Con sumo esfuerzo, volvió a mover los labios.

– ¿Esposa?

No consiguió pronunciar su nombre. Le pareció ver una expresión extraña en el rostro de la enfermera, pero se le borró enseguida. Seguramente sería el dolor, que le jugaba malas pasadas.

– Ahora tiene que descansar -le recomendó-. En su momento, podrá recibir visitas.

Stig se conformó con aquella respuesta. El cansancio se adueñó de su cuerpo y él se dejó llevar sin oponer resistencia. No estaba muerto, eso era lo principal. Estaba en el hospital, pero no estaba muerto.


Fueron inspeccionando la casa muy despacio. No podían correr el riesgo de pasar por alto nada, aunque les llevase todo el día. Cuando terminaran, parecería que por allí hubiese pasado un tornado, pero Patrik sabía qué buscaban y estaba seguro de que estaría en algún lugar. No pensaba marcharse hasta haber dado con ello.

– ¿Qué tal va eso?

Se dio la vuelta al oír la voz de Martin en la entrada.

– Vamos por la mitad del sótano, más o menos. Nada por ahora. ¿Y vosotros?

– Pues el ataúd está en camino. Vaya una experiencia surrealista, por cierto.

– Sí, ten por seguro que la escena se te aparecerá tarde o temprano en alguna pesadilla. Yo he tenido un par de ellas con manos de esqueleto que salían del féretro y cosas así.

– ¡Déjalo, anda! -le rogó Martin con una mueca-. ¿Aún no habéis encontrado nada? -le dijo entre preguntando y constatando, a modo de subterfugio para ahuyentar las imágenes que Patrik acababa de evocarle.

– No, nada -respondió Patrik frustrado-. Pero tiene que estar aquí, lo presiento.

– Yo siempre he pensado que tenías un marcado rasgo femenino, así que será eso, intuición femenina -le dijo Martin sonriente.

– Anda, ve a hacer algo de provecho en lugar de dedicarte a insultar mi masculinidad.

Martin le tomó la palabra y fue a buscar un rincón en el que escudriñar.

Patrik se quedó con la sonrisa pintada en el rostro, pero se le borró tan pronto como evocó la imagen del cuerpecito de Maja en las manos de un asesino, y se encolerizó.

Dos horas después empezó a desanimarse. Ya habían registrado toda la planta baja y el sótano, y seguían sin encontrar nada. En cambio, constataron que Lilian era un ama de casa especialmente celosa con la limpieza. Tenían, eso sí, un montón de recipientes que entregar en el laboratorio para que los analizaran. ¿Y si, pese a todo, se equivocaba? Pero recordó el contenido de la cinta de vídeo que había estado viendo una y otra vez la noche anterior y recobró la confianza. No estaba en un error. No podía estarlo. Se hallaba allí. La cuestión era dónde.

– ¿Seguimos por la planta de arriba? -preguntó Martin señalando la escalera.

– Sí, será lo mejor. No creo que se nos haya escapado nada aquí abajo. Lo hemos revisado milímetro a milímetro.

Subieron todos juntos como un pelotón. Niclas había salido de paseo con Albin, de modo que podían trabajar sin ser molestados.

– Yo empezaré por la habitación de Lilian -dijo Patrik.

Entró en el dormitorio que había a la derecha de la escalera y miró a su alrededor. Estaba tan limpio como el resto de la casa y la cama estaba hecha con tal perfección que habría superado la revisión del ejército. Por lo demás, se trataba de una habitación muy femenina. Stig no debía de sentirse muy cómodo allí antes de mudarse. Las cortinas y la colcha tenían volantes y tanto la mesita de noche como el secreter estaban cubiertos con paños de encaje. Había figurillas de porcelana por todas partes y las paredes estaban recubiertas de ángeles de cerámica y de cuadros, también con motivos angelicales. El color dominante era el rosa. Era un ambiente tan pasteloso que Patrik casi sintió náuseas. Le parecía más bien una habitación de la casa de muñecas de una niña pequeña. Una niña de cinco años decoraría así el dormitorio de su madre si le dieran rienda suelta y nadie se lo impidiera.

– ¡Uf! -exclamó Martin cuando asomó la cabeza-. Es como si un flamenco hubiese vomitado aquí dentro.

– Sí, este dormitorio no es buen candidato para salir en la revista Nuevo estilo.

– En tal caso, sería como una imagen previa a la renovación total… -opinó Martin-. En fin, ¿quieres que te ayude con ella? Parece que hay mucho que revisar.

– Sí, por Dios, no quisiera estar aquí más tiempo del necesario.

Empezaron cada uno por un rincón. Patrik se sentó en el suelo para poder inspeccionar mejor la mesilla de noche y Martin abordó la hilera de armarios que cubría toda una pared.

Trabajaban en silencio. La espalda de Martin crujió cuando se agachó en busca de unas cajas de zapatos que había en la última balda de uno de los armarios. Las dejó sobre la cama y se quedó un rato de pie, masajeándose la columna. Tanto traslado de cajas y muebles durante la mudanza había dejado huella en su espalda, y empezó a pensar que tal vez debiera visitar al quiropráctico.

– ¿Qué es eso? -preguntó Patrik alzando la vista.

– Unas cajas de zapatos.

Le quitó la tapadera a la primera de las cajas, examinó el contenido con cuidado y lo volvió a dejar en su lugar antes de taparla

– Un montón de fotografías antiguas, nada más.

Destapó la siguiente y sacó una pequeña caja de madera pintada de azul. La tapadera se había atascado, así que tuvo que tirar con fuerza para quitarla. Al oír su exclamación, Patrik volvió a mirar.

– ¡Bingo!

Patrik sonrió:

– ¡Bingo! -exclamó en tono triunfante.


Charlotte llevaba un buen rato pasando una y otra vez delante del expendedor de caramelos. Y al fin capituló. ¿Cuándo iba a permitirse una un poco de chocolate si no en un momento como aquél?

Introdujo las monedas por la ranura y apretó el botón que haría caer una chocolatina Snickers. Una de las grandes, por si acaso.

Sopesó la posibilidad de engullirla antes de volver, pero sabía que le sentaría mal si se la comía demasiado deprisa. Así que se contuvo y entró en la sala de espera, donde la aguardaba Lilian. Y en efecto, los ojos de su madre recalaron enseguida en la chocolatina que llevaba en la mano antes de dedicarle a Charlotte una mirada acusadora.

– ¿Sabes cuántas calorías tiene una de ésas? Tendrías que perder peso, no ganarlo, y ese trocito de chocolate se asentará en tus posaderas de inmediato. Ahora que por fin has perdido unos kilos…

Charlotte dejó escapar un suspiro. Llevaba toda la vida oyendo la misma cantinela. Lilian nunca permitió que hubiese dulces en casa. Ella misma se contenía siempre y nunca, nunca pesó un gramo de más. Pero quizá por eso era tan tentador, y Charlotte se dedicaba a comer a escondidas. Rebuscaba monedas sueltas en los bolsillos de sus padres. Luego se iba sin decir nada al quiosco del centro para comprar bolas de chocolate y gominolas, y las devoraba con fruición de regreso a casa. De ahí que tuviese sobrepeso ya en primaria. Lilian se ponía furiosa. A veces obligaba a Charlotte a desnudarse, la colocaba ante el espejo y le pellizcaba los michelines sin piedad.

– ¡Mira! ¡Pareces un cerdo! ¿De verdad quieres parecer un cerdo, eh? ¿Es eso lo que quieres?

En esos momentos, Charlotte la odiaba. Además, Lilian sólo se atrevía a comportarse así cuando Lennart no estaba en casa. Él jamás lo habría consentido. Su padre era su seguridad. Cuando murió, ella ya era adulta, pero sin él se sentía como una niña indefensa.

Observó a su madre, que estaba en el asiento de enfrente. Como de costumbre, su cuidado aspecto contrastaba con el suyo, que no tenía con qué cambiarse. Lilian, en cambio, había tomado la precaución de llevarse una pequeña maleta de fin de semana y pudo mudarse de ropa y retocar su maquillaje.

Con un gesto retador, Charlotte se metió el último trozo de la gran chocolatina en la boca sin hacer caso de las miradas displicentes de Lilian. ¿Cómo podía pensar en los hábitos alimentarios de su hija cuando la vida de Stig pendía de un hilo? Su madre no dejaba de asombrarla nunca. Claro que, teniendo en cuenta cómo era la abuela, quizá no fuese tan extraño.

– ¿Por qué no podemos entrar a verlo? -preguntó Lilian exasperada-. No lo entiendo. ¿Cómo pueden impedir las visitas de los familiares?

– Seguro que tienen sus razones -intentó calmarla Charlotte, aunque recordó la curiosa expresión del médico cuando fue a preguntar-. Me imagino que no haríamos más que estorbar.

Lilian resopló airada, se levantó de la silla y empezó a caminar de un lado a otro.

Charlotte suspiró. Se esforzaba por conservar la compasión que había sentido por su madre la noche anterior, pero ella se lo ponía tan difícil… Sacó el móvil del bolso para comprobar que estuviese encendido. Le resultaba un tanto extraño que Niclas no la hubiese llamado. La pantalla estaba apagada y comprendió que no tenía batería. Mierda. Se levantó para llamar desde un teléfono público que había en el pasillo, pero estuvo a punto de estrellarse contra dos hombres que venían en sentido contrario. Sorprendida, vio que eran Patrik Hedström y su pelirrojo colega. Bastante serios, miraban al interior de la sala de espera.

– ¡Hola! ¿Qué hacen ustedes aquí? -preguntó antes de caer en la cuenta-. ¿Han descubierto algo? ¿Algo sobre Sara? Seguro que es eso, ¿verdad? ¿Qué…?

Miraba ansiosa e inquieta a uno y a otro, pero sin obtener respuesta. Finalmente, Patrik le contestó:

– Por ahora no tenemos nada concreto que decirle sobre Sara.

– Pero, entonces, ¿por qué…? -inquirió desconcertada, sin concluir la frase.

Tras otro silencio, Patrik volvió a tomar la palabra:

– Hemos venido porque necesitamos hablar con su madre.

Charlotte se quedó perpleja, pero se hizo a un lado cuando ellos le indicaron que querían entrar en la sala de espera. Como a través de una ligera bruma, vio que los demás familiares que aguardaban allí contemplaban tensos la representación: los policías se acercaron y se colocaron delante de Lilian que, de brazos cruzados, los miró enarcando una ceja.

– Queremos que nos acompañe.

– No puedo, como comprenderá -dijo Lilian retadora-. Mi marido está moribundo y no puedo abandonarlo -explicó con un zapatazo para subrayar su postura, aunque no pareció impresionar a ninguno de los policías.

– Stig sobrevivirá y, por desgracia, usted no tiene otra opción; sólo se lo pediré amablemente una vez -le advirtió Patrik.

Charlotte no daba crédito. Debía de tratarse de un error enorme. Si Niclas estuviese allí…, él habría sabido tranquilizarlos a todos y resolver el asunto en un momento. Ella se sentía impotente. La situación le resultaba simplemente absurda.

– Pero ¿qué pasa? -bufó Lilian antes de repetir en voz alta lo que Charlotte acababa de pensar-. Debe de tratarse de un error.

– Esta mañana hemos desenterrado a Lennart. Los forenses están extrayendo muestras de su cuerpo para analizarlas, las mismas que le están extrayendo a Stig. Además, hemos llevado a cabo otro registro en su casa hoy mismo y hemos… -Patrik se dio la vuelta para mirar a Charlotte, pero enseguida dirigió de nuevo la vista a Lilian-, hemos encontrado algunas cosas. Podemos discutir el asunto aquí mismo, si lo desea, en presencia de su hija, o en la comisaría.

Habló sin rastro alguno de sentimientos en la voz, pero sus ojos denotaban una frialdad de la que Lilian nunca lo habría creído capaz.

Las miradas de Lilian y de Charlotte se cruzaron un segundo. Charlotte no comprendía nada de lo que decía Patrik. Un extraño destello fugaz en los ojos de su madre vino a incrementar su desconcierto y se estremeció con un frío repentino. Algo pasaba, no cabía duda.

– Pero mi padre padecía el síndrome de Guillain-Barré. Murió de una enfermedad neurológica -le dijo a Patrik, explicando y preguntando a un tiempo.

Patrik no respondió. Llegado el momento, Charlotte averiguaría algo que habría preferido no saber jamás.

Lilian apartó la vista de su hija y, como si hubiese tomado una decisión, le dijo a Patrik con total serenidad:

– Iré con ustedes.

Y allí se quedó Charlotte, sin saber qué hacer, preguntándose si debía quedarse o acompañar a su madre. Finalmente su indecisión decidió por ella y los vio alejarse por el pasillo.

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