Capítulo 10. El desembarco de los negros

En cuanto el “Garona quedó anclado y sus velas recogidas y envueltas en lona encerada, el capitán bajó a su cabina, escribió una carta e hizo llamar al oficial.

-Escúcheme –le dijo al confiársela-. Tome ocho hombres y trasládese en una lancha a Santiago; pregunte allí por los hermanos Smaller, dos ricos plantadores, entrégueles el escrito y una vez obtenida su respuesta, regrese inmediatamente.

Volvió a cubierta y se dirigió a proa a preparar el viaje. Acababa de dar las órdenes del caso, cuando se sintió golpear el hombro. Al volverse no pudo contener un gesto de impaciencia: el segundo estaba allí sonriéndole irónicamente.

-¡Qué es lo que desea, señor? –le preguntó un tanto frío.

-Saber adónde va usted.

-A tierra.

-¿Verdad? ¿Y a hacer qué?

-A llevar una carta.

-Está bien; vaya no más.

El lugarteniente se quedó con los dientes apretados y la expresión sombría. Lista la chalupa, el oficial se instaló en ella e impulsada por ocho remos se alejó velozmente con la proa apuntando hacia Santiago. A bordo, en tanto, el capitán hacía dividir a los esclavos en grupos para que fueran llevados a tierra en cuanto llegasen los compradores. Con una consideración absolutamente desconocida entre los negreros, trató de unir las mujeres con sus maridos y a los padres con los hijos; hizo quitar las cadenas a los que la habían llevado durante tanto tiempo y mandó descender al agua todas las lanchas.

Transcurrió el día entero y la noche sin que el oficial hubiese regresado, cosa que mantenía un poco impacientes al capitán y a la tripulación, bien que el primero conociese las dificultades con que aquél había tropezado para dar con los dos plantadores. Pero al amanecer, el marinero de guardia señaló embarcación a la vista y un cuarto de hora después Ravinet estaba a bordo y entregaba una carta al comandante.

-Veamos lo que dicen –murmuró éste rompiendo el sobre, y leyó para sí:


“Querido capitán:

Tenga listos trescientos esclavos para los hermanos Charmel. Cotización en alza. Mañana a la noche las señales.

Adiós.


Henry Smaller.”


-¡Magnífico! –exclamó refregándose las manos.

-¿Piden muchos esclavos? –preguntó presuroso el oficial.

-Trescientos y los precios han subido… ¿Cómo se las arregló para encontrar a los hermanos Smaller?

-La cosa no ha sido fácil y antes de dar con ellos tuve que recorrer casi toda la ciudad. Viven en una mansión de una belleza maravillosa, atendida por un ejército de siervos negros y rojos.

-¿Lo acogieron bien?

-Pasé un día delicioso, capitán.

-Esta noche, más o menos a las once, veremos las señales, o tal vez después de medianoche.

-¿Pagarán mucho por los esclavos?

-Depende de la concurrencia; cuando escasean los negreros, se pagan mejores precios. Hoy que el tráfico es reducido, el valor ha subido notablemente: un hombre robusto vale mil dólares; una mujer, de seiscientos a mil y aún más, según su belleza y complexión; un adolescente de doce a veinte años, se cotiza entre doscientos y quinientos, y un niño, cincuenta o cien.

-Entonces de los quinientos que llevamos podrá sacar una suma enorme.

-Sí; sólo de los doscientos negros, que son vigorosísimos, pienso obtener doscientos mil dólares.

-¡Diablo! –exclamó asombrado el oficial-. ¿Y luego?

-La trata es muy provechosa, pero como usted ha podido comprobar, ofrece no pocos peligros. El precio de las mujeres puede calcularse, término medio, en ochocientos dólares y los niños, entre lactantes y jovencitos, habrán de producir en conjunto alrededor de veinte mil.

-¡Es una tentadora cantidad de dinero! –dijo Ravinet maravillado-. De ese modo, con dos viajes un negrero se hace rico.

-No siempre, porque los cruceros, que tratar de impedir el tráfico, a veces producen daños que se tragan todas las ganancias. Además, una parte hay que dividirla con la tripulación.

-¿Y en qué proporción, capitán?

-A “grosso modo”, del producto de esta carga yo retendré unos trescientos mil dólares, al segundo le corresponderán treinta mil y al tercer oficial quince mil…

-¡Quince mil dólares a mí! –lo interrumpió Ravinet pasmado.

-¿Qué? ¿Le parecen poco?

-¡Al contrario, capitán! ¡Demasiado! ¿Y a la tripulación?

-Recibirá treinta mil.

-¡Sapristi! ¡Es un lindo regalo para nuestros marineros!

-Hay que tener en cuenta los riesgos que han corrido, de manera que viene a ser una compensación bien merecida.

El día transcurrió sin novedades y con un mar tan tranquilo que el “Garona” parecía estar en pana, pues se dejaba llevar por el flujo y reflujo. Los hombres de a bordo, salvo los que montaban la guardia en el entrepuente, se la pasaban bromeando y contándose historietas. Para tener a los esclavos de buen humor, dispuso el capitán que se les diese doble ración y también un barril de aguardiente. Innecesario es decir si los negros lo aprovecharían: todos se pusieron un poco achispados y para alegrarlos más, hizo que les repartiesen algunos instrumentos y les dio permiso para que se divirtieran a su gusto.

En un instante todo el entrepuente se pobló de parejas danzantes y la “bambula”, un baile muy en uso a lo largo de la costa de Guinea, hizo furor. Los esclavos saltaban, chillaban, pirueteaban, lanzaban alaridos, se empujaban y chocaban unos con otros, mientras los músicos se agitaban y contorsionaban como obsesos. Pero una parte, especialmente mujeres, se quedó acurrucada en los dos extremos de la cuadra mirando con tristeza y conmiseración a sus compañeros y pensando que dentro de pocas horas estarían bajo la férula de otros y acaso más crueles patrones. A la caída de la tarde el comandante puso fin a la fiesta y mandó acercar el barco a la playa, deteniéndolo frente a una colina, en lo alto de la cual debían aparecer las señales.

Cayó la noche, una de esas hermosas noches de América que se ven en los trópicos. La luna iluminaba una enorme extensión de mar y tierra; las estrellas titilaban por millones, perdidas en las profundidades de la bóveda celeste; el silencio reinaba sobre la naturaleza dormida; una ligera brisa que transportaba en sus alas los balsámicos perfumes de las plantas, soplaba de tanto en tanto y plegaba la plácida superficie del océano; las peñas y los boscajes de la vasta isla bañados por la luz pálida, destacaban sus contornos y sus manchas sobre el azul opaco del horizonte, mientras las tupidas selvas, más distantes, se veían envueltas en una misteriosa penumbra.

La tripulación callada concentraba toda su atención en la colina, de la que no apartaba los ojos desde hacía dos horas; pero la señal no aparecía. Ya empezaba a impacientarse, cuando un grito sonoro hendió el aire y a poco algunas sombras se movieron en la cima.

-¡Son ellos! –anunció Solilach.

Brilló una chispa y al instante una llama viva iluminó durante varios minutos la hierba.

-¡Es la señal! –exclamaron en coro los marineros.

El comandante bajó a su cabina, tomó un espejo y regresó al puente; lo colocó de manera que reflejase la luz lunar y proyectó ésta a la colina. De allí respondieron enseguida por medio del mismo procedimiento y se vio a las sombras descender por sus flancos y dirigirse a la playa.

-Podemos desembarcar sin peligro de ser sorprendidos por ningún crucero –tradujo el capitán-. Han señalado que la costa está libre.

-¡Ya están aquí! ¡Ya llegaron! –gritó la gente de a bordo.

Un cuerpo negruzco, que luego tomó las formas de una canoa, se había separado de la costa y se acercaba rápidamente al velero; se veía el agua espumar y se oía el rumor lento y mesurado de los remos. Llevaba a dos blancos y ocho negros y cuando estuvo junto a la escala del barco uno de los primeros se informó:

-¿El capitán Solilach?

-Soy yo, señores Charmel –contestó el requerido.

Los tres hombres se saludaron cordialmente e invitados a pasar a la cabina principal, luego de abierta una botella de “arak” y llenadas tres grandes copas, uno de los recién llegados preguntó:

-¿Cuántos esclavos ha cargado, capitán?

-Quinientos –contestó éste.

-Para nuestras plantaciones necesitamos trescientos: cien hombres, cien mujeres y cien menores.

-Pueden pasar a elegirlos.

El terceto se dirigió al entrepuente y los compradores se acercaron a los negros para examinarlos minuciosamente. Los palpaban y les hacían ejecutar diversos movimientos para juzgar sus formas y agilidad. Después de revisados los lotes de carne humana apartaron la cantidad deseada de acuerdo con el pedido que le hiciera el capitán, esto es, sin separar a las parejas ni a los padres de los hijos, y esto no tanto por humanitarismo, como porque les resultaba más conveniente. No obstante, el más joven de los hermanos Charmel, un tanto picado, opinó:

-Me parece que no vale la pena tomarse tan a pecho estas caras de carbón. En verdad, capitán, no parece usted muy indicado para este oficio.

-Esto a usted no le concierne –replicó Solilach con un gesto de impaciencia.

-Vamos a su cabina para cerrar el negocio –intervino el cubano de mayor edad.

Volvieron a la habitación del comandante y cuando estuvieron en ella éste preguntó en forma breve:

-¿Cuánto?

-Novecientos dólares por cada varón adulto –ofreció el hermano mayor.

-Pretendo mil; es lo que se está pagando en Jamaica.

-Sea; no vamos a disputar por algunos miserables dólares. Por las mujeres pagaré ochocientos.

-¿Y por los pequeños?

-Ciento cincuenta.

-No los cederé por menos de doscientos.

-Conforme. ¿Cómo desea ser pagado, en oro o en letras bancarias?

-Prefiero el oro –dijo el capitán.

Los compradores se pusieron de pie y se encaminaron al puente seguidos de Solilach; allí emitieron un silbido y al instante cuatro negros abandonaron la canoa llevando dos pesados sacos llenos de monedas de oro que depositaron en la cabina. Media hora después el comandante encerraba en un cofre de hierro el precio de la venta y ordenaba a los marineros que comenzaran a desembarcar la mercancía.

Las seis lanchas de a bordo fueron cargadas de negros y dotada cada una de media docena de hombres armados que los entregaban en la playa a los agentes de los hermanos Charmel. Una vez terminada la operación, éstos estrecharon la mano al capitán, le adelantaron que al día siguiente recibiría la visita de otro interesado, ocuparon su canoa y regresaron a tierra.

-¿Salió bien el negocio, capitán? –preguntó el oficial cuando los cubanos se habían ido.

-Embolsé doscientos mil dólares –le confió Solilach del mejor humor.

-¿Y qué hará con los demás esclavos?

-Mañana vendrá a verlos un brasileño… ¡Buenas noches, Ravinet! Me voy a dormir.

Al otro día, hacia la medianoche, se repitieron las señales y poco después subía al “Garona” un hombre de edad más bien avanzada que había llegado en una chalupa. Era el plantador del que habían hablado los hermanos Charmel, el cual saludó cortésmente al comandante y sin más preámbulos inició el trato, que se cerró satisfactoriamente luego de salvadas algunas diferencias en el precio. Adquirió todo el lote de negros en ciento sesenta mil dólares, desembolsó la suma y aquellos fueron transportados sin inconveniente a la costa.

Temprano en la mañana siguiente, el capitán reunió a todo el personal sobre cubierta, se hizo acompañar por diez marineros a su cabina y volvió conduciendo cierto número de bolsitas más o menos iguales.

-¡Oro! –exclamaron en coro los convocados mirándolas con codicia.

Un murmullo confuso de expectación y contento acogió sus palabras y todos los ojos volvieron a posarse en los saquitos amontonados a los pies del comandante.

-¡Capitán Solilach, trescientos mil dólares! –proclamó él mismo y giró una mirada en torno para ver el efecto producido.

Nadie pestañó, señal que oficiales y tropa estaban conformes con la parte que se atribuía el capitán.

-¡Lugarteniente Parry, treinta mil!

Un fulgor de júbilo salvaje brilló en las pupilas del interesado, quien se precipitó hacia la bolsita que le tendía el jefe y teniéndola bien apretada corrió a guardarla en su cabina seguido por las miradas ávidas de los tripulantes.

-¡Oficial Ravinet, quince mil!

El nombrado dio un salto y tomó el saquito que el capitán sonriente puso en sus manos. A continuación fue llamando uno a uno a todos los marineros y a cada cual se le entregó una participación de trescientos dólares. Cuando hubo concluido con el último, Solilach pegó un puntapié a la silla en que había estado sentado y exclamó con acento satisfecho:

-¡Otro viaje como éste y basta!

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