Estas palabras produjeron en el capitán Solilach un sentimiento de inquietud que disimuló para no impresionar a su gente. Con voz en apariencia tranquila expresó:
-Dentro de tres horas estaremos preparados para recibirlo.
La tripulación formó en línea para que el comandante impartiese las órdenes pertinentes. Éste dispuso como primera providencia que se desplegasen todas las velas posibles, y cuando los hombres destinados a esa operación marcharon a cumplirla, comandó con voz potente:
-¡Cañoneros, a vuestros puestos!
Veinte marineros robustos se colocaron al lado de las piezas mientras los ayudantes lo hacían junto a las pilas de balas.
-¡Fusileros, a la banda de babor!
Hombres armados de carabinas, pistolas y hachas de combate, tomaron posición a lo largo del costado izquierdo del barco. Los diez que quedaron fueron distribuidos en las brazas de las velas, encargados de la maniobra durante el combate y el ajuste de los cables y aparejos dañados por la metralla enemiga. Sobre el puente se situaron en lugares estratégicos, barriles de pólvora, pirámides de balas y ringleras de granadas para arrojar a mano.
Terminados los preparativos, el capitán y su segundo endosaron dos corazas de piel de búfalo de una espesor capaz de repararlos, si no de las balas de fusil, por lo menos de las de pistola; cubrieron sus cabezas con cascos de acero, parecidos a los que usaban los lansquenetes, y colgaron de la cintura largos sables de abordaje. Ambos se instalaron en el puente de mando, el primero con el megáfono en la mano. El oficial fue destinado al lado del piloto para vigilar ese puesto tan importante.
El “Cape-Town”, en tanto, acortaba la distancia que lo separaba del “Garona” a pesar de ser éste uno de los mejores veleros del Atlántico. Esto no preocupaba al capitán Solilach, que conocía bien las bondades de su barco y tenía una confianza ciega en su gente, tan habituada a navegar como a combatir. Es verdad que el crucero contaba con mayor cantidad de tropa, pero a eso sus muchachos no le daban importancia, pues poseían un ánimo resuelto y muchas veces se habían batido con adversarios muy superiores en número. Además, el “Garona” tenía dos cañones más y tal circunstancia venía a restablecer el equilibrio. Con todo, cuando entre las dos naves sólo mediaba una distancia de tres millas, Solilach decidió tratar de esquivar el encuentro utilizando todos los recursos que tenía a su disposición. Con el silbato llamó la atención de los marineros encargados de la maniobra y les gritó:
-¡Desplieguen las bonetas, altas y bajas!
Pocos minutos después las velas suplementarias se hinchaban al viento y el “Garona” aumentaba velocidad y parecía ganar terreno al crucero. En eso, el segundo, que no perdía a aquél de vista, lanzó una imprecación.
-¿Qué le pasa? –preguntó el comandante.
-¡Que esos canallas nos están imitando! ¡Observe cómo los del otro buque están realizando la misma operación!
-Decididamente su capitán desea alcanzarnos a cualquier precio.
-Y lo conseguirá, señor. Después del “Orient”, el “Cape-Town” es el más ligero de los cruceros que vigilan el Atlántico.
-Tendremos que estar listos para el abordaje, entonces. Tenemos la ventaja de poseer piezas de mayor calibre pero el inconveniente, en cambio, de hallarnos a sotavento.
-¿Cree usted que el estar a barlovento comporta una supremacía?
-Sí, porque se puede elegir el momento y la distancia para el ataque; la quilla está más hundida y ofrece menor blanco y el humo de la pólvora no incomoda tanto. Hay que abandonar toda esperanza de fuga y prepararse a… -se interrumpió y dándose una palmada en la frente exclamó alborozado-: ¡Pero, me olvidaba…!
-¿Qué cosa, capitán? –preguntó el segundo.
En lugar de contestar, éste se volvió a los marineros.
-¿No tenemos a bordo algunos barriles de alcohol? –preguntó.
-Sí, nos quedan dos –informó uno de aquéllos.
-Transpórtenlos en seguida a cubierta.
Solilach abandonó el puente de mando y en cuanto trajeron los barriles los hizo atar a dos poleas y suspender a la altura del pico de la cangreja de popa. Luego instruyó a los encargados de maniobra:
-Cuando los ingleses nos aborden, mientras nosotros rechazamos el ataque, ustedes empujan los barriles al barco enemigo, los abren y pegan fuego al líquido. En cuanto se corran las llamas, nos avisan.
-¿La señal? –preguntó uno de los hombres.
-“Ramba” –indicó el capitán.
-¡Bravo! –exclamó el lugarteniente con entusiasmo feroz-. ¡Veremos a ese maldito “Cape-Town” convertido en una pira!
En eso se oyó un ronco fragor y Solilach preguntó a su segundo qué podía ser aquello.
-En el crucero están redoblando los tambores.
-Aprestémonos entonces a resistir el abordaje.
El barco enemigo sólo se hallaba a seiscientos metros del “Garona”, y desde éste podía verse a los ingleses ubicados a lo largo de la borda y listos para la arremetida. Pasaron pocos instantes y luego se vio una nube blanca coronar la proa del “brick”. Sonaron dos detonaciones y dos balas fueron a quebrar la verga del palo mayor del barco negrero.
-¡Ánimo, muchachos! –gritó el comandante con voz estentórea-. ¡Apunten justo y golpeen fuerte…! ¡Fuego!
Los dos cañones de popa tronaron al mismo tiempo y tras algunos segundos un alarido de dolor se elevó del crucero: seis hombres que se hallaban junto al palo de trinquete habían sido masacrados por un proyectil. Del “Garona” se elevó un clamoroso ¡hurra!
La carrera prosiguió algunos minutos más; la proa del “brick” fulguró de nuevo y otros mensajeros de muerte llegaron al velero agujereándole las velas y destruyéndole parte de la banda izquierda. Solilach, bramando de furor, se precipitó donde estaban sus artilleros.
-¡Maldición! –gritaba-. ¡Fuego! ¡Fuego!
Las piezas de babor dispararon con horrible estruendo contra el navío enemigo. Una parte de su castillo de proa voló en astillas y los pedazos de dos o tres vergas quebradas cayeron sobre el puente mientras la fusilería entraba en acción. Los tiros de cañón, los silbidos de las balas, las imprecaciones, los lamentos de los heridos, las voces de mando, producían un estruendo infernal. El “Cape-Town”, envuelto en humo, lanzando llamas, se hallaba a pocos metros del “Garona”. De pie en medio de las baterías, el capitán Solilach comandó:
-¡Metralla!
Todas las bocas de fuego que miraban al crucero dispararon al mismo tiempo contra su estructura mientras la mosquetería lanzaba una tempestad de plomo sobre el puente, las velas y los hombres apostados en las cofas. De repente de produjo el choque formidable de las dos embarcaciones que los amortiguadores de cáñamo trenzado apenas pudieron atenuar; de una y otra parte fueron arrojados los garfios de abordaje, y el “Cape-Town” y el “Garona” se encontraron sólidamente enganchados.
Los negreros, sin perder un instante, invadieron el campo adversario. Solilach, con el sable en la diestra y la pistola en la izquierda, avistó al capitán inglés y le abrió la garganta de un formidable tajo, después de lo cual se precipitó como un león furioso al medio de la marinería enemiga, seguido de sus hombres. La lucha se volvió feroz; ambas fuerzas combatientes se acometían a tiros y cuchilladas y se tiraban granadas de mano que producían estragos. Los ingleses, más numerosos, hacían esfuerzos violentos para expulsar a los del velero, pero éstos se sostenían firmemente y con el capitán y el segundo a la cabeza peleaban con todo denuedo. Los gavieros de maniobra del “Garona”, viendo la popa del “brick” un tanto libre, creyeron llegado el momento de poner en práctica las instrucciones de su comandante. Hicieron oscilar los barriles que colgaban de las poleas, los dejaron caer, y deslizándose por las cuerdas, con varios golpes de hacha los desfondaron. El alcohol corrió por la popa, ganó la escotilla y se filtró por la cala. Le prendieron fuego y un instante después una nube de humo denso proveniente del interior fue a mezclarse con el blancuzco de los cañones.
-¡”Ramba”! –aullaron los gavieros.
Al oír la señal, los del velero, batiéndose en retirada, empezaron a dejar el crucero y agarrados a las escalas de cuerda y a las jarcias, se pusieron en salvo a bordo de su barco. El último en hacerlo fue el capitán. Los ingleses, entonces, quisieron a su vez lanzarse al abordaje, pero en tanto una parte de los negreros cortaban a hachazos los garfios de sujeción, la otra los acribillaba a tiros. El “Garona”, obediente al timón y empujado por el viento, se iba apartando lentamente y los cañones reiniciaban su mortal concierto. Ignorantes los británicos del peligro que los amenazaba, hacían tronar sin pausa a sus bocas de fuego y los encargados de la maniobra trabajaban con afán en las velas para ver de abordar otra vez a la nave enemiga.
De pronto gritos de terror llenaron el espacio. Los tripulantes del “brick” habían advertido el incendio en el vientre de la nave y, presos de pánico, abandonaban las baterías y los fusiles y se precipitaban a las bombas. Los del barco negrero continuaron cañoneándolos: cayó el palo mayor, partido bajo la cofa; el bauprés, también despedazado, se hundió en el mar; el puente se cubrió de jirones de velas y cuerdas y la tripulación caía diezmada por la metralla. Fue entonces que el capitán Solilach, sintiendo piedad por aquellos desgraciados, ordenó:
-¡Basta! ¡Cesen el fuego!
Pero los artilleros, azuzados por el segundo, fingieron no haberlo oído y siguieron tirando con mayor rapidez.
-¡Basta, he dicho! –les gritó el comandante con voz imperiosa.
-Déjelos que exterminen a esa canalla –medió el lugarteniente, que estaba manejando una pieza.
-¿Pero no ve que ha sucumbido la mayor parte? –aulló el superior aferrándole del brazo-. ¡He ordenado el cese del fuego!
Los cañoneros obedecieron, aunque de mala gana. Del barco enemigo se desprendía una nube negra y densa y de entre ella, poco después, una enorme llamarada vino a alumbrar un espectáculo horripilante. Los marineros del crucero habían abandonado las bombas y trataban de arriar los botes para salvarse, pero éstos, agujereados por las balas, se habían vuelto inservibles. Profiriendo gritos de espanto corrían de un lado al otro, cegados por el humo y chamuscados por las llamas. Muchos, en su desesperación, se encaramaban a los palos y con gestos y voces pedían ayuda a sus adversarios. El capitán Solilach ya había mandado echar al mar las lanchas para recogerlos, cuando un trueno pavoroso sacudió la atmósfera y una gigantesca columna de fuego se elevó al cielo.
El casco del navío había saltado en pedazos por la explosión del polvorín. El veloz crucero “Cape-Town” había dejado de existir.