A la mañana siguiente, apenas el negro despertó, fue invitado a bordo por el capitán a un suculento desayuno, abundantemente rociado con algunas viejas botellas de “rack”, que hicieron las delicias del monarca. Luego, junto con el segundo, se embarcaron en la lancha más grande para ir a hacer el trueque de las mercaderías y en el barracón, revisados los esclavos minuciosamente, se cerró el trato en forma definitiva. Cuando salían, un guerrero armado de larga lanza, cubierto de fango hasta la frente y chorreando sudor, se presentó a Pembo y le hizo comprender que tenía que trasmitirle una importante noticia.
-¿Cómo te atreves…? –lo amonestó el rey enarcando las cejas.
-Tengo que hablarte –insistió el recién llegado sin amilanarse y señalando a los dos blancos.
Pembo comprendió que su vasallo tenía que decirle algo en secreto, se despidió de los dos marinos y con aquél volvió al barracón.
-¿Qué diablos tendrá que comunicarle ese negro? –comentó Solilach mirando a su lugarteniente.
-Estoy seguro que acierto si digo que viene a plantearle alguna caza de esclavos –arriesgó éste.
El capitán arrugó la frente y no contestó. Al minuto regresó Pembo con los ojos brillantes y la cara rebosando de satisfacción.
-El borrachín parece muy contento –observó Parry.
-Voy a proponerles un buen negocio –anunció el aludido guiñando los ojos-, pero será necesaria mucho agua de fuego… ¡mucha!
-Tiene que ser una cosa muy importante para que pretendas tanta agua de fuego –observó Solilach.
-Denme cinco barriles y les revelaré un secreto que habrá de proporcionarles una buena carga a poco precio –afirmó el exótico monarca dando brincos alrededor de los dos europeos.
-Vamos; explícate mejor –indicó el segundo parándolo.
-Agua de fuego antes –exigió el negro- y les garantizo que no perderán nada.
-¡Sea! –convino el comandante, y ordenó desde la orilla a los marineros de a bordo descargar otros cinco barriles de aguardiente.
-¿Vieron al guerrero que me habló? –expresó Pembo una vez que los vio en tierra-. Pues bien; viene del alto Coanza a informarme que Bonga, el pode-roso rey de la tribu de los cassenhas se encuentra con un séquito de dos-cientos hombres en Upalé, un miserable villorio mal defendido, a sesenta millas del río. Creo que es para ustedes la oportunidad de realizar un buen negocio y que bien valen cinco barriles de licor un jefe hercúleo y doscientos negros robustos.
-No acepto –decidió Solilach con un gesto de descontento-. El dar la caza a los naturales no es de mi incumbencia.
-Escúcheme, capitán –intervino Parry-. Consienta y juntaremos más de cuatrocientos esclavos sin necesidad de ir a buscarlos a la costa meridional.
-Es que no quiero arriesgar la vida de mis marineros en una batalla y obligarlos a ensuciarse las manos con sangre de hombres libres. Prefiero llegar hasta El Cabo.
-¡Pero qué sangre libre! –exclamó el segundo riendo-. ¡Son negros y los negros han nacido para esclavos!
-Yo, por lo menos, no conduciré la expedición.
-Confíemela a mí. Pembo me proporcionará guías y, ¡por mil demonios!, no dejaré que se me escape un solo cassenhese.
Solilach no contestó y regresó silenciosamente al barco. Parry y Pembo se fueron al “tembé” real a emborracharse, y cuando el primero regresó a bordo era ya noche avanzada y se sostenía con dificultad sobre las piernas. Eso no fue óbice para que antes de que saliese el sol se encontrara levantado disponiendo los preparativos de marcha. Cincuenta marineros, los más vigorosos y resueltos, fueron elegidos para formar la banda de los cazadores de hombres, y una vez listos, y equipados con fusiles, hachas de combate y municiones abundantes, fueron embarcados en las chalupas y trasladados a tierra. Antes de internarse en la selva, Parry, orgulloso del mando que acababa de otorgarle el capitán, obtuvo de Pembo que le facilitase veinte guerreros prácticos del país y media hora después desaparecía con su gente en la tupida masa de follaje.
Iban delante, abriendo paso por entre las raíces y las lianas, los guerreros negros, armados de hachas, venablos y arcos cuyas flechas estaban impregnadas del sutil veneno de la “euforbia”; los marinos, formando grupos, los seguían en silencio. A las dos horas de una marcha fatigosa, el bosque fue despejándose poco a poco y apareció una lujuriante pradera salpicada de jengibres amarillos y azules, labelias pálidas y orquídeas rojas. Aquí y allá, a lo largo de los cursos de agua, crecían algunos árboles gigantescos: sicomoros cargados de frutas tan grandes como nueces de coco, sauces llorones y nopales. Parejas de antílopes atravesaban de cuando en cuando la extensa llanura y se esfumaban velozmente, sin dar tiempo a los hombres del “Garona” de echar mano a sus fusiles.
Durante la mayor parte del día los expedicionarios marcharon cómodamente sobre terreno llano, en campo abierto, hasta que a las cuatro de la tarde se encontraron frente a la verde muralla de un bosque inmenso. Anduvieron por él hasta la caída de la noche en que, muertos de cansancio, acamparon bajo un enorme “baobab” de flores blancas y hojas obscuras, tan amplio, que bajo sus ramas hubiera podido cobijarse un regimiento entero. Hicieron fuego y comieron carne salada y bizcochos; luego Parry llamó a uno de los vasallos de Pembo y le preguntó:
-¿Es mucho lo que tendremos que caminar para llegar al villorio de Bonga?
-Habrá que cruzar todo el bosque, dejar atrás una gran pradera y vadear un río. Quizás podamos estar allí dentro de dos días –informó el guía.
Seis marineros montaron guardia durante la noche para mantener alejadas a las numerosas fieras que merodeaban en la espesura, y varias veces tuvieron que descargar sus armas para alejar a algunas demasiado atrevidas. Al amanecer, pese a la lluvia que empezó a caer copiosamente, los expedicionarios reanudaron la marcha abriéndose camino a fuerza de hacha por entre la maraña de troncos, raíces y ramas y sólo a largas distancias encontraron algunos senderos abiertos por la mano del hombre o las pisadas de los elefantes, que les permitieron cortos respiros. Cuando se daba con ellos Parry les hacía redoblar el paso para ganar tiempo, temeroso de llegar al objetivo cuando la presa perseguida lo hubiese abandonado.
A cierta altura los exploradores hicieron señas al lugarteniente de detenerse y ocultar a su gente. La arboleda era en esa parte menos tupida y la vista podía extenderse hasta unos veinte metros de distancia, pero con todo y aguzar los sentidos, los blancos nada podían advertir.
-¿Habrán descubierto a la banda de Bonga? –susurró el oficial al oído de Parry-. Voy a preguntárselo.
Se arrastró hasta el guerrero que se hallaba más cerca y le tocó la espalda; éste se dio vuelta rápidamente y le indicó con un gesto de permanecer inmóvil.
-Hemos oído el ruido de ramas rotas delante nuestro, detrás de esa gran mata –informó el súbdito de Pembo.
-Manda a dos de tus compañeros a averiguar de qué se trata; nosotros los cubriremos con nuestros fusiles.
El negro hizo un signo de asentimiento con la cabeza, llamó al que tenía más próximo y ambos, agazapados, se deslizaron a través de hierbas y raíces hasta la mata. Los marineros, escondidos detrás de los árboles con las manos en posición, esperaban ansiosamente. Parry tenía empuñada una pistola en cada mano.
-¡Escuche! –le sopló a su lado el oficial.
El segundo aguzó el oído y percibió un rumor de ramas quebradas en el mismo instante en que resonaba un grito ronco, inarticulado pero humano. De pronto hendió el aire un estridente silbido al que siguió un grito desgarrador y uno de los exploradores regresó corriendo y lleno de espanto. Los fusileros del “Garona” se arrojaron fuera de su escondrijo al tiempo que de la mata salían cuatro negros, disparaban sus arcos y volvían a desaparecer, no sin ser antes saludados con una descarga cerrada.
-Vamos a rodearlos –dispuso el lugarteniente-. Tratemos de que no se nos escapen.
Los marineros se acercaron a la mata con los fusiles en la mano y los cuchillos entre los dientes, y a la entrada tropezaron con el cuerpo del otro explorador que presentaba una ancha herida de lanza en el pecho. De sus matadores no se notaba la menor huella.
-¡Penetremos! –ordenó Parry.
-Procedamos con precaución –recomendó el oficial.
Diez marinos y otros tantos guerreros, después de separar las ramas con los caños de las carabinas y las cañas de las lanzas, se introdujeron audazmente entre el ramaje. Un negro oculto detrás de un tronco, al ver a los hombres blancos, lanzó un grito agudo y acometió a uno de ellos tratando de lancearlo; éste paró el golpe con la culata de su arma y le partió a aquél la suya en dos pedazos. El indígena entonces recurrió al hacha y cuando el marinero le iba a hacer frente con su cuchillo, pegó un resbalón y rodó por el suelo. Ya estaba el salvaje por partirle la cabeza, cuando el oficial, que no había perdido de vista a los combatientes, lo tumbó de un balazo.
-¡Adelante! –comandó el lugarteniente-. Allí están los otros; procuren que ninguno huya, pues deben ser los centinelas avanzados de la tribu.
Mientras daba esta orden sonó un segundo disparo efectuado por otro marinero contra una oscura cabeza que había aparecido entre las ramas.
-Habrá que registrar la mata –indicó el oficial-. ¡Vamos, penetremos todos a un tiempo!
Los veinte hombres lo siguieron, pero el minucioso examen no dio resultado alguno. Todos los ojos se posaron sobre un grupo de sicomoros que se elevaba en medio del terreno.
-¡Allí están! –gritó un marinero señalando unas formas que desaparecieron por el lado opuesto.
Estallaron siete u ocho disparos y se vio a uno de los fugitivos precipitarse de un árbol, pero los restantes se perdieron en el interior de otra mata desde la cual dispararon algunas flechas. Por momentos asomaba por entre las ramas un arco, una lanza, un brazo.
-¡Fuego allí al medio! –comandó el segundo descargando sus pistolas.
El pelotón lo imitó, mas nadie respondió al ataque; se hubiera dicho que los negros hubiesen sido muertos o logrado escapar. Los marineros del “Garona” ya se aprestaban a seguir avanzando cuando tres de aquellos saltaron fuera de la espesura con el intento de forzar el cerco en que se los había encerrado. Sólo uno de ellos logró ese propósito, pues el segundo fue abatido y el último cayó prisionero. Inmediatamente se inició la búsqueda del desaparecido, el cual si no habría logrado ganar el bosque debía haber trepado a algún árbol.
-Me parece ver que algo se mueve detrás de aquellas plantas –informó un fusilero señalando el sitio.
-¡Es el negro! –informó el compañero que estaba a su lado y apuntando dejó partir el tiro.
Se produjo un crujido de ramas, pero con asombro de todos, ningún cuerpo cayó ni se vio a nadie.
-¡Todavía está allí! –gritaron los guerreros de Pembo.
-¡Se ha escondido entre las hojas! –sostuvo un marinero.
Diez caños de fusiles tomaron de mira al árbol cuya parte superior el infeliz se esforzaba por alcanzar, hicieron fuego y el cuerpo acribillado de balas cayó al pie de los tiradores.
-¡Maldición! –exclamó furioso el lugarteniente Parry-. ¡Tanta fatiga para obtener como beneficio un solo miserable esclavo! –Y ordenó acampar.