Capítulo 8. El Ecuador

La tripulación del “Garona” había presenciado la terrible escena de destrucción muda de espanto, y desde el capitán hasta el grumete no podían apartar los ojos del abismo en que había desaparecido el navío y de los restos medio carbonizados que se mecían sobre las olas.

-¡Horroroso! ¡Horrorosa! –exclamaba Solilach.

-Sí, es horrible –convino el lugarteniente- pero hay que pensar en salir de aquí, capitán. El remolino va ensanchándose y me inspira temor.

Soplaba un ligero viento este, pero el velero abandonado a sí mismo, no avanzaba.

-¡Ohé! ¡Contrabrazadas a babor! –comandó el contramaestre.

Los marineros se separaron de la borda para ejecutar la operación con toda rapidez, anhelosos también ellos de apartarse de aquel triste lugar.

-¿Cuántos hombres faltan? –preguntó Solilach.

-Veinte, capitán –informó el contramaestre después de contar a los presentes.

-Temí que fuesen más –comentó el comandante exhalando un suspiro-. Podemos considerarnos afortunados.

-Vamos a poner un poco de orden a bordo –dispuso el segundo-. Esos endiablados ingleses tiraban poco, pero golpeaban bien. Tenemos casi todas las vergas del palo mayor dañadas.

-Pronto repararemos las averías –aseguró Solilach-. Organice el trabajo, contramaestre.

Todos los hombres hábiles se pusieron resueltamente a la obra. Gran parte de la arboladura y el velamen había sufrido deterioros: una parte de la banda de babor había sido demolida, así como los altos juanetes de la vela mayor y de la mesana. Las demás estaban casi todas rasgadas o colgaban hechas trizas a lo largo de los palos. Completada la inspección, se comprobó que la metralla había dejado numerosas huellas, pero los cañones, cuidadosamente revisados, se encontraban en perfecto estado. Ocho marineros yacentes en el puente fueron sepultados en el océano envueltos en hamacas; los otro doces habían caído sobre el “brick” y corrido la suerte de sus adversarios. En cuanto a los negros encerrados en el entrepuente, habían sufrido relativamente poco. Siete de ellos, alcanzados por las balas, habían muerto tras atroces convulsiones, y sus cadáveres, desembarazados de las cadenas, fueron arrojados al mar. Algunas granadas habían estallado en el compartimiento de las mujeres, pero ninguna de ellas había sido herida. El “Garona” había salido bastante bien de la aventura.

Reparado los daños, el barco negrero reemprendió su derrota, impaciente por efectuar el cruce del océano y alcanzar el mar de las Antillas. Aprovechando el viento favorable, se le había cargado de velas a fin de apresurar la marcha. El 26 de septiembre comenzaron a hacerse sentir las calmas ecuatoriales: el viento primeramente fue amainando para cesar después por completo. La nave quedó casi inmóvil, rodeada de una atmósfera de calor sofocante a trescientas millas de la costa africana. El temor de que esa situación se prolongase tenía a todo el mundo preocupado, pues si bien la reserva de agua era abundante, existía el peligro de que llegase a escasear con tanta gente como había a bordo.

Pasaron algunos días sin el menor cambio meteorológico: las velas pendían inertes de los mástiles sin que las agitase el menor soplo de aire; el calor aumentaba y el ambiente se volvía sofocante; el mar aparecía liso como una placa de metal y el sol ardiente quemaba los ojos. La marinería se refugiaba en las bodegas buscando los rincones más húmedos y oscuros en procura de un poco de fresco y sólo por la noche salía a respirar sobre cubierta; los esclavos, encadenados en el entrepuente, se mantenían en calma, pero en las miradas que dirigían a los centinelas se adivinaba cuánto padecían y cómo aspiraban a un poco de libertad de movimientos. ¡Quinientos seres humanos estibados y amarrados en un lugar estrecho y en ese clima, debían sufrir horriblemente!

Llegó un momento en que el capitán llamó a su segundo para deliberar sobre la situación.

-Señor Parry –le dijo-. Me veo obligado a reducir la ración de agua porque temo que llegue a faltar.

-También yo lo temo –manifestó el segundo profiriendo una blasfemia-. Si esta calma se prolonga un par de semanas más, nos veremos obligados a echar al mar a todos esos perros de negros..

-No tengo ninguna intención de perder mi carga, señor Parry, ni de recurrir a un medio tan cruel.

-Considere que esta gente ya está furibunda, y si le reduce la ración de agua, no va a permanecer tranquila. Y si se subleva y llega a romper las cadenas, terminará con todos nosotros. No olvide, capitán, que son quinientos.

-No obstante, es preciso ponerlos a ración.

-Quiero darle un consejo, señor Solilach: doble los centinelas antes, porque los negros van a reclamarla completa.

-Espero que serán razonables.

-No lo espere. Se van a rebelar; como que ya han comenzado a murmurar.

-¡Pamplinas! Venga conmigo; vamos a ver lo que hacen.

El segundo siguió a su superior, no sin haberse provisto precaucionalmente de un enorme cuchillo, que ocultó debajo de la chaqueta. Llegados al lugar en que estaban hacinados los esclavos, éstos, que parecían muy agitados, se callaron de golpe y asumieron una actitud pacífica. El capitán pasó entre ellos fingiendo la mayor indiferencia, pero no dejó de notar las miradas iracundas que le dirigían.

-¡Aquí uno se ahoga! –exclamó deteniéndose al llegar al extremo del local.l

-Estos condenados negros pueden aguantar muy bien –replicó Parry soslayando a Bonga que fingía dormir tendido en su tarima-. Están acostumbrados al calor.

-Haré soltar a diez por turno para que vayan a respirar un poco sobre el puente –resolvió Solilach llamando a un centinela.

-¿Dejar sueltos a los negros? –exclamó maravillado el segundo-. ¿Pero no piensa en el peligro a que nos expone?

-¿Por qué? –preguntó en tono burlón el capitán.

-¡Por mil diablos! ¿No ve lo furiosos que se muestran a pesar de las cadenas?

-¿Y bien…?

-En cuanto lleguen a cubierta se arrojarán sobre nosotros y nos estrangularán.

-¡Bagatelas! Usted, segundo, todo lo ve sombrío –replicó el superior siempre en tono humorístico-. ¿Cómo quiere que diez hombres estrangulen a unos cuarenta?

-Temo que le jueguen una mala pasada. Mire que puede arrepentirse, capitán. Usted todavía no conoce a estos condenados, hijos de una raza maldita.

El comandante se dirigió a los marineros que estaban esperando sus órdenes y les dijo:

-Quiten las cadenas a diez prisioneros, comprendido Bonga.

-¡También Bonga! –aulló colérico el lugarteniente- ¡Voy a tomar mis precauciones!

Y subió al puente seguido por su superior cuyo rostro mostraba una expresión socarrona.

Cinco minutos más tarde los negros liberados vinieron a echarse a los pies del capitán, el cual sonreía al observar cómo el arrogante Bonga lanzaba sobre Parry, que se había armado de dos pistolas, miradas sombrías y llenas de rencor. Los africanos se pusieron a danzar alrededor del jefe blanco y a dar saltos prodigiosos; luego se asieron de los obenques y de las escalas de cuerdas y treparon a lo más alto de los mástiles llamándose uno a otro y riendo como escolares en la hora de recreo. Sólo Bonga no tomaba parte en el juego y se paseaba en silencio por la cubierta. Al cabo de sesenta minutos, el comandante dispuso que los esclavos fuesen reemplazados por otro grupo y aunque los que acaban de gozar de un momento de libertad recobraron el aspecto tétrico y taciturno, se dejaron llevar a la cuadra sin la menor protesta, lo mismo que Bonga, quien recibió sus cadenas calladamente.

-¿Qué me dice ahora, señor Parry? –comentó el capitán sonriente-. Parece que no nos han estrangulado…

-Lo hubieran hecho si no los hubieran asustado los dos cañones del alcázar –replicó el segundo mordiéndose los labios de despecho.

Solilach estalló en una carcajada y volvió su atención al nuevo pelotón de negros que acababa de llegar, quienes, igual que los primeros, se dedicaron a subir y bajar de los palos como verdaderos monos, lanzando chillidos y risotadas. Posteriormente se hicieron subir a cuarenta mujeres en una sola tanda.

-Espero que no tendrá miedo de ellas a pesar de su número –dijo el capitán bromeando, a su segundo.

Éste masculló una maldición contra los negros y se retiró a su cabina. Las mujeres, apenas estuvieron en el puente, con paso incierto fueron a agruparse a proa y se pusieron a cuchichear entre ellas. El capitán, seguido por el oficial, se aproximó a una de ellas y en el dialecto de los naturales del Coanza le preguntó:

-¿Sufres?

-Sí –fue la contestación.

-¿Dónde?

-Al corazón.

Solilach se volvió al oficial y le explicó:

-Parece que es verdad lo que se dice, y es que estas desgraciadas se lamentan siempre de sentir un agudo dolor cardíaco que acaba por llevarlas lentamente a la tumba.

-¿Alguna enfermedad característica de los negros? –preguntó el subordinado.

-Nada de eso. Este mal lo sufren todos los seres que son reducidos a cautividad, y ha sido observado tanto en los esclavos de América como en los de Asia. Yo ya me siento francamente asqueado de ejercer este tráfico infame y creo que el actual será el último viaje que realizo.

-También a mí, señor, me repugna hacer el oficio de negrero –confesó el joven oficial-. Me falta el ánimo para presenciar tantos horrores y, como si fuera poco, tener delante la perspectiva de ser ahorcado.

-¡Y ese endiablado de Parry que querría verme convertido en pirata…! –exclamó Solilach indignado-. ¡Yo un ladrón…!

-Eso no sucederá nunca, ¿verdad, mi capitán?

-¡Oh, no! ¡Jamás!

Mientras los esclavos eran reconducidos a la cuadra, el comandante se encaminó lentamente a su cabina. El oficial se quedó pensativo apoyado a la barandilla del puente y se puso a contemplar la luna, que se elevaba en el mar. A los pocos minutos sintió un paso ligero que se acercaba; se volvió rápidamente e hizo un movimiento de sorpresa al ver al segundo que lo miraba fijo.

-¿Desea algo, señor Parry? –le preguntó con deferencia.

-Nada, señor Ravinet. Sólo me gustaría saber qué le decía el capitán hace un momento.

-Nada –contestó el interpelado mirando distraídamente el horizonte.

-¿Se refería acaso a mí?

-En absoluto. Hablábamos de los negros y de la trata.

-¡Ah!... ¡Buena guardia, señor Ravinet! –dijo el segundo volviéndole la espalda.

El oficial lo siguió con la vista y pensó:

-Estoy seguro que ese pirata alienta malas intenciones. Habrá que vigilarlo de cerca.

La noche pasó tranquila, demasiado, pues persistía la calma chicha y el “Garona” no avanzaba un solo nudo. A la mañana el capitán dio la orden de reducir la ración de agua a medio litro. Cuando los negros se dieron cuenta de ello, empezaron a murmurar y a golpear airadamente los bancos; luego la protesta fue tomando cuerpo y al poco tiempo algunos esclavos, los más robustos, habían hecho saltar las cadenas. Bonga, que fue el primero, se arrojó sobre el centinela y le arrancó el fusil; se puso a la cabeza de unos cuarenta de sus súbditos e irrumpió bruscamente en el alcázar, mientras los demás trataban afanosamente de desprenderse de los fierros para acudir en su apoyo.

Los marineros, repuestos de la sorpresa, se barricaron a popa apuntando con sus fusiles a los sublevados que, entre alaridos y amenazas, en su lenguaje bárbaro, reclamaban la entera ración de agua. Los más ágiles y audaces habían trepado a los mástiles y amagaban desde allí, apoderados de pesadas poleas, con dejarlas caer y aplastar con ellas a los defensores del orden. En eso apareció el capitán Solilach con una pistola en cada mano y avanzando hacia los rebeldes les gritó:

-¿Qué es lo que quieren?

-¡Agua! ¡Agua! –clamaron cien voces.

-No tenemos –les dijo el capitán.

-¡Negros malditos! –gritó el segundo y levantando el fusil que tenía en la mano agregó: ¡Hagámosles fuego!

-¡Todos quietos! –ordenó Solilach con voz de trueno.

¡Agua! ¡Agua! –aullaban los prisioneros.

El capitán se volvió hacia el que fuera rey de la tribu:

-Bonga, diles que la tendrán, pero que retornen a su sitio.

-¡El agua primero! –voceaban los negros, queriendo avanzar contra los tripulantes.

-¡Atención…! ¡Fuego! –gritó Parry.

Pero antes que esa orden fuese ejecutada, el comandante impuso en tono severo:

-¡Bajen las armas!

-¡Y ustedes atrás! –mandó Bonga a los esclavos-. ¡Vuelvan al entrepuente!

Los sedientos vacilaron un instante, pero bastó un nuevo gesto de su monarca para que se fueran retirando silenciosamente. Cuando quedó solo sobre cubierta, se acercó al comandante y le dijo:

-Yo lo he obedecido; no olvide el agua.

-La tendrán –le ratificó Solilach, y dispuso que inmediatamente se distribuyera la ración entera.

Cuando los negros vieron aparecer a los marineros con los barriles, cesaron en sus manifestaciones de protesta. En el puente el capitán tomó a Bonga de la mano y presentándolo a la tripulación, que no salía de su asombro, dijo:

-¡He aquí un nuevo y bravo marinero!

Ninguno de los hombres de a bordo hizo la menor objeción; el único que no pudo frenar un gesto de cólera fue el segundo.

-¡Gracias, capitán! –profirió el destronado rey con emoción-. Desde hoy puede disponer de mi vida.

-Anda y trata de conquistarte la simpatía de tus camaradas –le respondió Solilach golpeándole amigablemente la espalda.

La quietud atmosférica persistía y el calor se hacía cada vez más agobiante. El “Garona “ seguía inmovilizado en esa zona de fuego; el agua de los toneles se iba agotando y las preocupaciones del comandante se hacían más intensas. El 24 de octubre varios tiburones estuvieron rondando en las cercanías del barco. Parry los señaló a los marineros y dijo con voz irónica:

-¿Los ven? Por sus bocas pasará una buena cantidad de negros.

-¿Por qué? –preguntó extrañado el joven oficial.

-Esos peces sienten de lejos las enfermedades que se desarrollan a bordo de los barcos y acuden en gran número para servir de tumba a los muertos. Dentro de poco podrán cumplir con esa misión.

Esta triste profecía no tardó en realizarse. A los dos días, tres esclavos fueron hallados sin vida, al parecer víctimas de una peste similar a la fiebre amarilla. Sus cuerpos arrojados al mar, fueron rápidamente devorados por los voraces selacios y a partir de entonces la vida de la tripulación estuvo en constante peligro. La plaga hacía estragos bajo cubierta y los tiburones infestaban las aguas. Los negros, exasperados, forcejeaban por quebrar las cadenas; el hedor de los cadáveres apestaba de tal modo, que los centinelas se negaban a bajar al entrepuente. La mortandad era mayor cada día y nadie atinaba con el medio para contenerla.

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