Ni bien amaneció, cien marineros armados con picos fueron llevados en cuatro chalupas y comenzaron la ímproba tarea de abrir un camino en la dura roca. El capitán, con el segundo, habían planeado en forma tortuosa una senda de tres metros de ancho que partiendo de la base subía hasta la plataforma del islote. Los trabajos realizados con febril entusiasmo duraron más de un mes, pero una vez terminados se pudo disponer de una cómoda escalinata que giraba en torno al cono desde el tronco hasta la cúspide. Se desembarcaron entonces los materiales de construcción y los ciento cincuenta hombres de la dotación del “Garona”, al precio de impagables fatigas, consiguieron trasladarlos junto con la otra carga del buque a lo alto de la roca. Pero la erección del fuerte no se comenzó hasta el mes de junio, para que la gente pudiese descansar y reponer sus agotadas fuerzas.
Sobre la explanada se marcó un círculo de trescientos cincuenta metros y dentro de éste otro de cien: el primero correspondía a la línea de la muralla y dentro del segundo se levantarían los dormitorios de los marineros, los cuartos de los oficiales, los almacenes y el polvorín. La obra fue iniciada el 21 de junio con las dependencias internas; los filibusteros trabajaron de sol a sol, treinta días para terminar los sólidos edificios centrales y luego sesenta más para construir los muros exteriores. Éstos tenían un metro de espesor, con troneras para los cañones y aperturas para la fusilería a distancias adecuadas. Las piezas de treinta y seis fueron colocadas en los bastiones en forma de cubrir todo el horizonte circular; los barriles de municiones se depositaron en el polvorín y las armas y víveres se encerraron en los almacenes. Cuando todo estuvo listo, cien hombres se instalaron en el fuerte y cincuenta quedaron en la nave para defenderla en caso de ser descubierta por otra enemiga.
El 22 de diciembre, después de un reposo de dos semanas, el capitán y cien marineros, entre los que figuraban Banes y Bonga, se embarcaron en el “Garona” con la bandera inglesa flotando en el palo mayor, y abandonaron la bahía en busca de algún barco bien cargado proveniente de la India o de Australia. El resto de la banda quedó al cuidado del fuerte al mando de uno de los oficiales. El mar estaba tranquilo y una ligera brisa del sur empujaba al velero a moderada velocidad hacia la costa australiana.
Pasaron varios días sin que se vislumbrara una vela en el horizonte; la tripulación había empezado a impacientarse y a murmurar, pretendiendo que se cambiase la ruta y se tomara la del océano Índico, más frecuentada por barcos mercantes; Parry, empero, no quiso someterse a ninguna presión y se mantuvo inconmovible, en la seguridad de que pronto se produciría un afortunado encuentro con alguna nave de vientre bien repleto. Una tarde en que se paseaba por el puente vio a Banes solo; se le acercó y golpeándole amigablemente la espalda le dijo:
-Veamos, mi querido Hércules, ¿qué te parece nuestro fuerte? He observado que hasta ahora no has demostrado por él el menor entusiasmo.
-¿Y a mí me lo pregunta? –contestó el brasileño con sarcástico acento-. Ya sabe que yo no hice nunca el pirata y no puedo, por tanto, dar juicios sobre la bondad de sus cuevas.
-¡Ajá! ¿Y cree usted, señor negrero, que su difunto capitán hubiese sido capaz de hacer algo mejor.
-¡Oh, no, nunca! –retrucó Banes con tono orgulloso-. El capitán Solilach no era tan miedoso como para construir guaridas donde esconderse a la aparición del primer buque de guerra.
-¡Eh, parece que todavía lo tienes a pecho a tu capitán! ¡Y que sigues prefiriendo el oficio de negrero!
-Por lo menos era honesto.
-¡Uff…! ¡Honesto…!
-Y se ganaba más.
-¡De modo que tienes prisa en llenarte los bolsillos!
-Está en un error; el oro robado a los demás no me hace feliz.
-¡Negrero del diablo! ¡Calla o te hago poner los grilletes!
El coloso le volvió la espalda y se dirigió a proa seguido por la mirada furiosa del comandante que se quedó, murmurando:
-¡Maldito brasileño! Nunca hará de buen grado el pirata.
Durante tres días más el “Garona” estuvo navegando unas veces hacia el norte y otras el oeste sin encontrar embarcación alguna. El mismo Parry empezaba a perder la paciencia.
-¡Parece imposible –decía al segundo- que no navegue ningún barco por estos parajes! Si dentro de dos días no topamos alguno, subiremos hacia el noroeste en busca del archipiélago de la Sonda.
-En verdad que es muy extraño, capitán –asintió Walker.
-Y sin embargo no es ésta una zona abandonada por los navegantes… ¡Habría que pensar que el diablo les advierte nuestra presencia por aquí!
-¡Con tal que no advierta a un navío de guerra! ¿Qué haría en ese caso, capitán?
-Cargaría todas las velas posibles y tomaría precipitadamente el largo. ¡Con esos pajarracos armados de pico y garras no conviene jugar!
-¿Y no se podría tentar un abordaje para apoderarnos de él y venderlo luego con cañones y todo en cualquier parte?
-¡Por Belcebú! ¡Vender un barco de guerra! ¡Sería un negocio muy peligroso! Tarde o temprano se vendría a saber la cosa y todos los cruceros y acorazados del mundo se dirigirían a estos mares. ¡No me hace ninguna gracia la perspectiva de terminar bailando colgado de la verga de un juanete!
-¿Y qué hará con los mercantes que logremos apresar?
-Lo que hacen otros piratas: vaciarles las calas, tirar al mar a los tripulantes y pegarle fuego a la embarcación.
-No vayamos a cometer semejantes atrocidades, capitán. Yo creo que bastará con saquearlos, sin necesidad de matar gente por gusto y destruir riquezas sin provecho.
-Ya veremos más tarde- concedió Parry.
De pronto su mirada fue atraída por un punto del horizonte sobre el que la fijó algunos instantes; luego le apretó fuertemente el brazo al segundo y le dijo:
-¡Creo que dentro de poco tendremos función! ¡Mire allá abajo! –y le indicó un punto blanco apenas perceptible, perdido en la inmensidad.
-¡Una vela en vista! –gritó el vigía.
-¡No me había engañado! –exclamó el comandante jubiloso-. Ahora hay que ver a qué clase de naves pertenece –y apuntó el anteojo que le tendió un marinero. Al cabo de un rato prosiguió-: ¡Alégrense, muchachos! ¡Es una de las buenas y debe estar preñada!
-¡Que sea bienvenida!... –gritaron los marineros alborozados.
En esto se escuchó una voz lúgubre que parecía salir de las profundidades del barco.
-¡Miserables!
-¿Quién ha sido? –rugió Parry lívido de cólera.
Los tripulantes atónitos se miraban con expresiones diversas: los unos con pánico, otros con estupor y rabia.
-¡Maldición! ¡Desdichado del que se permite estas bromas si llego a descubrirlo! ¡Palabra de comandante que lo haré colgar del palo mayor!... ¡A ver! ¡A cargar los cañones y que cada cual ocupe su puesto!
Banes y Bonga se dirigieron al depósito de armas con la excusa de elegir un fusil mejor.
-¿Oíste el grito? –preguntó el brasileño estallando en una carcajada.
-Sí –contestó Bonga poniendo al descubierto sus dientes magníficos.
-He sido yo, pero procura no hablar del asunto con nadie, pues creo que el bandido ya ha empezado a sospechar de nosotros.
-Espera –le dijo el negro al ver que iba a bajar la escalera-. ¿Tomarás parte en el ataque?
-Sí, pero en lugar de tirar al barco lo haré al aire, a menos que se me ofrezca la ocasión de desembarazarme de algún pirata.
-Trataré de imitarte –expresó Bonga con feroz sonrisa.
Cuando volvieron a cubierta la embarcación ya era visible y por su derrota parecía venir de Melbourne. El “Garona”, cargado de velas, le corría al encuentro para cortarle el camino. Sólo había entre ambas una distancia de cuatro millas; el capitán volvió a mirarla con el largavista y anunció:
-Tenemos suerte; se trata de un bergantín de bandera inglesa, de unas seiscientas toneladas, si no me equivoco.
-El pobre está lejos de sospechar que compatriotas suyos se preparan a asaltarlo y hundirlo –comentó el segundo.
-¡Y bueno, le perdonaremos la vida! –decidió Parry alegremente.
-¡Atención! ¡Está por emprender la fuga! –gritaron en ese momento los marineros.
En efecto, la nave había virado de bordo y, cubierta de tela, cambiaba de ruta como queriendo apoyarse sobre la costa australiana.
-¡Por la muerte del demonio! ¡Fuera las bonetas e icen bandera negra! ¡Rápido, brazadas a babor, a proa; barra a sotavento! –comandó Parry.
Los encargados de las maniobras corrieron a las velas para ejecutar las órdenes; la enseña de los piratas apareció en el pico debajo de la inglesa y el velero se lanzó en persecución del fugitivo con rapidez pasmosa. El bergantín era buen corredor, pero pronto se dio cuenta de que tenía que vérsela con un barco de quilla angosta, que iba ganándole terreno paulatinamente.
-El infeliz hace lo que puede para sustraerse a su suerte –apuntó el segundo.
-Es verdad –asintió el comandante- y su capitán debe ser un experimentado lobo de mar. Con todo, será inútil lo que haga; dentro de dos horas y tal vez menos, lo habremos alcanzado.
Bien pronto no hubo entre ambos barcos sino una distancia de quinientos metros. En la popa del bergantín un puñado de hombres se afanaba por instalar en el alcázar cuatro cañones.
-¡Push! ¡Treinta hombres! –estimó el jefe pirata con una mueca de desprecio.
En los palos del buque perseguido aparecieron algunas banderas de señales y se vio a su comandante con un megáfono en la mano. Las banderas decían:
-¿Qué son? ¿Amigos o enemigos?
El capitán del velero mandó señalar:
-¡Deténgase!
Como respuesta brillaron dos fogonazos: una bala pasó rozando el costado del buque pirata, abatió dos o tres vergas y mató a un marinero, mientras la otra agujereaba la vela del perroquete.
-¡Condenación! –rugió Parry-. ¡Fuego!
Sonaron ocho detonaciones: en el bergantín cesaron por un momento las actividades, varias velas quedaron destrozadas y dos hombres perdieron la vida. Pero de su popa tronaron de nuevo los cañones y sus proyectiles tomaron de enfilada el puente del “Garona”, el cual puso en acción sus cuatro de treinta y seis que masacraron bandas, velas y tripulantes del barco enemigo. Poco después la bandera de este fue amainada entre los alaridos de triunfo de los piratas que se apresuraron a echarle los garfios para abordarlo. El capitán inglés, que no había visto la insignia negra, indignado por la incalificable agresión, se adelantó y plantándose a pocos pasos de Parry le preguntó:
-¿Qué desea? ¿Qué es lo que exige de nosotros, ingleses, compatriotas suyos?
-¡Al diablo los ingleses! ¿No ha advertido la bandera negra debajo de la británica? –se mofó el bandido.
El del bergantín dio un salto atrás y martilló el fusil que tenía en la mano, actitud que imitaron sus marineros; pero el jefe pirata rápidamente lo derrumbó de un golpe mientras sus hombres se arrojaban sobre los contrarios.
¡Si no te rindes te mato como a un perro! –le dijo al jefe inglés apoyándole la pistola en la frente.
-¡Pirata! –aulló el caído.
-¡Entréganos la carga!
El capitán del bergantín intentó todavía resistirse, pero fue dominado, así como su gente y todos amarrados a los palos. Inmediatamente los filibusteros abrieron a golpes de hacha las escotillas y bajaron a las calas. El vientre de la nave rebosaba de mercaderías preciosas procedentes de la India: balas de algodón, cajones de opio, sacos de café, barriles de azúcar, piezas de seda y de variadas telas.
-¡Soberbio botín! –exclamó satisfecho el capitán de los bandoleros-. ¡Vamos, muchachos, entreténganse en aliviar a este barquito de su empacho!
Ante la mirada de indignación y desprecio del comandante inglés y la rabia impotente de sus subordinados, los piratas, trabajando con un celo sin par, transportaron a bordo del “Garona” en menos de seis horas toda la carga que llevaba el bergantín. Cuando el saqueo estuvo consumado Parry, que había estado calculando el valor de tantos géneros, dijo en tono de chacota a sus forajidos:
-¿No les parece una buena recompensa ochenta mil dólares ganados en seis horas.
-¡Viva el capitán Parry! ¡Viva la piratería! –aullaron aquellos estrepitosamente.
-¡Gracias, muchachos! Ahora pueden divertirse un poco con los desgraciados esos que tuvieron el mal tino de ponerse a nuestro alcance.
Mientras él se dirigía a la cabina del comandante para apoderarse de la caja de caudales de a bordo, la chusma se volcó sobre los tripulantes maltratándolos para que declararan dónde tenían escondido su dinero. Cuando no quedó nada que pillar, los piratas se entregaron a una orgía desenfrenada que duró toda la noche, durante la cual, completamente beodos, vaciaban los barriles de ron y “arak”, tiraban al aire las provisiones, destrozaban catres y hamacas, rompían muebles, cortaban cables e inutilizaban aparejos. Su jefe, completamente alcoholizado, se divertía amenazando al comandante inglés a cada rato con colgarlo de un mástil e incendiar el barco.
A la mañana siguiente, ya reembarcados en el “Garona”, bajo la influencia de la borrachera, los infames querían hundir al bergantín a cañonazos. Se salvó gracias a Banes y Bonga, que derribaron a los tambaleantes artilleros, al tiempo que apremiaban a los marineros ingleses a que huyesen. El segundo había encendido ya una tea y se disponía a volver al barco pillado para prenderle fuego, pero Bonga con un hacha cortó las amarras y este, favorecido por el viento que le soplaba de frente, comenzó a moverse. El brasileño, en tanto, se había echado sobre el segundo y aprovechando la confusión reinante, de un poderoso puñetazo en el pecho lo precipitó al mar.
-¡Y va uno! –murmuró.
La chusma piratil no se había dado cuenta de nada, entretenida en dar fin a las últimas botellas robadas, bailando y aullando como dementes, mientras el infortunado bergantín se alejaba, lentamente al principio, y desaparecía entre las nieblas de la madrugada.