Capítulo 13. El islote del Pacifico

El velero corría siempre; la tripulación durante aquellas largas jornadas de navegación charlaba, formaba planes y jugaba, a la espera del día en que llegara a la roca del Océano Pacífico de que les hablara su nuevo comandante. Éste, que ya había olvidado completamente el crimen cometido con su antiguo jefe, bromeaba y reía con sus oficiales, alababa las buenas condiciones del velero y les exponía sus proyectos para mejorarlas a fin de que fuera más veloz.

Transcurrieron así quince días de gran bonanza, con tiempo favorable; pero al decimosexto, mientras el barco se hallaba en las cercanías de las islas Malvinas, el cielo se obscureció de un modo inquietante y el viento empezó a soplar con extrema violencia. Es que se entraba en las aguas del Cabo de Hornos, pasaje peligrosísimo, casi siempre agitado por terribles tempestades.

El capitán Parry ya había dispuesto que se tomasen las medidas precaucionales, pero el huracán se desencadenó de golpe y el mar enfurecido se puso a arrastrar al buque hacia la punta del continente a pesar de todos los esfuerzos que se hacían para moderar el curso de su loca carrera. Las tinieblas eran densas porque no brillaba ningún relámpago, de manera que existía el peligro de que la embarcación fuera a estrellarse contra alguna de las numerosas rocas de las proximidades de Tierra del Fuego.

Durante la noche entera el “Garona” estuvo huyendo hacia el sur y al amanecer se encontró rodeado de numerosas montañas de hielo, icebergs flotantes, que amenazaban aplastarlo. Los marineros, atemorizados y rendidos de cansancio por las fatigosas tareas nocturnas, se mantenían asidos a las cuerdas con la fuerza de la desesperación y casi seguros de que en un momento dado serían tragados por las olas. Esta lucha terrible contra los elementos desbordados, duró dos días, hasta doblar el Cabo de Hornos: en el otro lado reinaba un mar plácido y tranquilo que contrastaba con el furor del Atlántico.

Una suave brisa del sur hinchaba las velas y el barco, ayudado por la corriente del Perú, fue subiendo la costa a lo largo de una línea distante unas veinte millas de ella. A veces, cuando la atmósfera era transparente, se podía distinguir sin ayuda de anteojos las cumbres de los Andes, la gran cadena de montañas que forma la espina dorsal de la América del Sur. El 20 de febrero, a la puesta del sol, el vigía señaló una llama rojiza que se elevaba a prodigiosa altura y dio aviso al capitán. Éste la observó algunos minutos y explicó:

-Si no me engaño, nos hallamos frente a la isla de Chiloé y ese resplandor proviene del volcán Corcovado… ¡Miren!

Todos los ojos se posaron sobre el pico gigantesco del que salía un enorme penacho de humo compacto. Bien pronto se presentó de frente y se le pudo admirar en sus 2,250 metros de elevación. Iluminado como estaba por el resplandor de las llamas y el claror de los últimos rayos del sol, parecía flotar en medio de un lago inflamado.

-¿Hay muchos picos de esta altura en la América meridional? –preguntó uno de los oficiales.

-Sí, y más importantes. Está el Aconcagua, que es el más elevado, pues mide 6,835 metros; el Chimborazo, que tiene 6,310; el Cotopaxi, de 5,943; el Cayambe, de 5,840; el Pichincha, de 4,787…

-¿Es verdad que en los flancos de este último se levanta la antigua capital del imperio peruano?

-Sí, Quito, que está a 2,827 metros de altura… ¡Miren allí, al fondo de aquella bahía: es la ciudad de Valdivia!

El 23 de febrero el “Garona” llegó a la vista de la isla Juan Fernández, que se encuentra casi frente al Callao, el puerto de Lima. Se apuntó la proa en dirección de éste y tres horas más tarde se echó el ancla a diez metros del muelle. El capitán, acompañado de los oficiales y ocho hombres, se trasladó a tierra para proveerse de armas y municiones. Banes hubiera querido ir con ellos, pero Parry no lo admitió, temiendo que pudiese denunciarlo a las autoridades peruanas; es más, encargó a cuatro marineros que no lo perdiesen de vista, lo mismo que a su compinche Bonga.

A la madrugada siguiente volvieron los expedicionarios con seis lanchas cargadas de barriles de pólvora, armas, municiones, víveres y diez cañones de treinta y seis último modelo, todo lo cual se tardó más de dos días en trasbordar. Además se llenó la cala de arena, piedras, cal y ladrillos, materiales necesarios para la construcción de un fuerte, y una vez embarcada toda esa carga, Parry ordenó dirigirse a Valparaíso para completar el rol de tripulación.

Cuando regresó a bordo después de cumplida esa misión, el capitán del “Garona” lo hizo seguido de tres embarcaciones cargadas de individuos de aspecto miserable y truculento, ciento veinte en total, de diferentes nacionalidades. Varios de ellos llevaban todavía el uniforme de las marinas chilena y peruana y otros de la angloamericana; había españoles, mexicanos, franceses y hasta chinos. Era gente probablemente escapada de la horca, restos de bandas de guerrilleros, ladrones, piratas, negreros y otras cosas peores. Pero los hombres del velero no se preocuparon de averiguar quiénes eran ni de dónde venían; los acogieron como camaradas y pronto hicieron amistad con ellos. Sólo Banes y Bonga, al ver esa extraña mezcolanza de malvivientes no pudieron contener un gesto de repugnancia.

Cuando los recién enganchados estuvieron a bordo Parry dio la orden de zarpar y la nave, cargada de velas, salió lentamente del puerto para surcar el Pacífico en dirección a Australia. El capitán contemplaba complacido, desde el palo mayor, al que estaba apoyado, cómo maniobraban los nuevos tripulantes: no todos eran perfectos marineros, a decir verdad, pero a él le importaba más que fuesen buenos combatientes, pues para el servicio de las velas sobraba con el personal antiguo. Mientras se hallaba abstraído en eso, se le acercó el flamante segundo llamándolo por su nombre, pero no lo vio ni oyó.

-¡Capitán! –repitió el otro con voz más fuerte.

-¡Ah, es usted, amigo! –le dijo risueño-. Dígame sinceramente, ¿qué piensa de los tipos que hemos enrolado?

-Que tenemos embarcada a una banda de pícaros, pero que parece gente decidida y capaz de todo. Ya veremos cómo se comportan cuando estén frente al fuego.

-Es de esperar que se muestren a la altura de nuestros marineros, cuyo coraje quedó demostrado en el encuentro con el “Cape-Town”. Con esos forajidos y un barco como el nuestro, pienso que llevaremos a cabo grandes cosas, tanto más cuanto que desde hace algunos años los piratas han disminuido. Las presas van a ser numerosas.

-¿Y cómo haremos para desprendernos del botín?

-En ciudades de Cochinchina y China, bien o mal, se encuentran siempre compradores.

-¿Y si nos descubren y prenden?

-Entonces ¡buenas noches a todos!, porque nos ahorcarán de las extremidades de las vergas.

-Esperemos que ese día esté lejano, señor Parry.

-Esperémoslo, amigo.

El velero avanzaba con toda felicidad; desde su salida del Callao habían transcurrido treinta y seis días, durante los cuales había ido dejando atrás las islas Cornwallis, Bunty, Banck y Salander de la punta meridional de Nueva Zelandia, pero el islote que buscaba el capitán no había aparecido aún. Al mediodía del 23 de marzo éste reunió a todos los tripulantes en el puente y les dijo:

-Consuélense; la isla que buscamos, o mejor dicho, la roca, no está muy lejos.

-¿En qué posición se halla? –preguntó el segundo.

-A 43 grados 32’ de latitud y 132 grados 18’ de longitud oeste del meridiano de Greenwich, o sea, a unas doscientas millas de aquí.

En ese momento una voz burlona se hizo oír:

-¡Ah…!

-¿Quién ha sido? –preguntó Parry con gesto amenazador.

Todos los circunstantes se miraron a la cara asombrados; fueron interrogados uno por uno, pero nadie pudo decir quién pudo haber sido.

-¡Maldición! –bramó el comandante rabioso-. ¿Alguien se atreve a burlarse de mí? ¡Como lo descubra, guay de él!

Cuando se disolvió la reunión Banes se dirigió a la popa haciéndole seña a Bonga de que lo siguiese al bauprés.

-¿Oíste el grito? –le preguntó.

-Sí.

-¿Y quién crees que ha sido?

-El difunto capitán Solilach –contestó el negro sin titubear.

Banes lanzó una risotada mientras el ex rey lo miraba maravillado.

-¡Fui yo! –le confió el coloso brasileño.

-¡Oh, no puede ser! ¡No me pareció tu voz!

-¡Pues era la mía!

-¿Y cómo has podido hacer para alterarla así?

-Soy ventrílocuo y puedo cambiar la voz a mi gusto.

-¡Ah, como los “gangas” de mi país! El capitán malo ha creído que era la voz del señor Solilach.

-Y los marineros también. ¡Por la muerte del diablo que me voy a divertir bien a espaldas de esos supersticiosos bandidos!

-¡Silencio, no te vayan a sorprender…!


El 27 de marzo, cuatro días después, los vigías avisaban que se divisaba un islote. Parry trepó a la cofa y apuntó su anteojo.

-¡Es el nuestro! –exclamó.

Todos los marineros apoyados a la barandilla de babor, algunos con largavistas, miraban atentamente esa roca perdida en el gran océano, que se iba agrandando a ojos vista. A las dos horas el barco se ponía en pana a doscientos metros de la misma.

Era una enorme masa de granito que se elevaba a considerable altura y tenía una base de un kilómetro de circunferencia; la rodeaban escollos puntiagudos, con los costados casi cortados a pico, salientes aguzadas y festoneados de grietas; la cima, en cambio, era plana y aparecía completamente lisa. Por el lado oriental se abría una profunda ensenada entre rocas tan altas que impedían fuese vista del exterior cualquier embarcación en ella anclada. Parry había descubierto ese paraje de una manera accidental y en ningún mapa de ese tiempo estaba marcado. Con el segundo y una decena de hombres se trasladó en una lancha a la extremidad de la bahía y una vez allí dijo al oficial acompañante:

-Tenemos que trepar a la plataforma; es una empresa un poco escabrosa, pero con un poco de paciencia lo lograremos.

Con la ayuda de los marineros comenzaron la fatigosa ascensión aferrándose a las salientes de las rocas con el peligro de rodar a cada rato y romperse los huesos. Por fin llegaron a la parte superior y el capitán, haciéndole ver al segundo lo llano de la superficie, le explicó:

-Mire abajo y dígame si cree posible que tropa alguna pueda llegar a este sitio defendido por nuestra gente. Observe estos peñascos, estas rocas cortadas a pico y se dará cuenta que un asalto sería imposible, sobre todo si construimos aquí bastiones y los artillamos con algunos cañones.

-Yo creo que unos pocos hombres y aun sin cañones, podrían desde esta posición rechazar a un ejército entero.

-¿Está de acuerdo entonces en que una fortaleza levantada aquí sería inexpugnable?

-¡Claro que lo estoy! Pero, ¿cómo haremos para transportar los materiales de construcción, los armamentos, los víveres?

-Tenemos ciento cincuenta hombres robustos. Primero les haremos abrir una escalinata, obra que requerirá tiempo, pero ¿qué nos importa a nosotros el tiempo? No tenemos ningún apuro.

-¡En verdad, capitán, usted ha nacido para ser general o ingeniero!

-Es lo que se me ha ocurrido muchas veces –bromeó el pirata sonriente-. Ahora bajemos y conduzcamos al “Garona” a la bahía.

De vuelta a bordo dieron orden de levantar anclas y desplegar el trinquete y el perroquete; el capitán Parry empuñó el timón y enderezó la proa hacia el canal que conducía a la ensenada. Bien pronto la nave se encontró encerrada en un paso angosto y tan peligroso que hubiese bastado una falsa maniobra para mandarla a pique. El segundo, a proa, sondeaba la profundidad y hacía señales al timonel para que se inclinase a un lado o al otro a fin de esquivar los numerosos obstáculos. Media hora navegó en esta forma el velero, hasta que se pudo echar el ancla en el centro de la bahía. Entonces Parry, dirigiéndose a oficiales y marineros, les preguntó:

-¿Creen ustedes que un navío que girara en torno a este islote podría advertir que en medio de estas escolleras existe un anclaje tan cómodo?

-No lo creemos –dijeron a coro.

-¿De modo que refugiándonos aquí podríamos considerarnos seguros?

-Yo creo –afirmó el segundo- que nadie podría suponer que en estas rocas se esconde en estos momentos un barco como el “Garona”.

-¿Están satisfechos ahora? Como ven, he cumplido mi palabra; mañana, señores míos, comenzaremos los trabajos de construcción del fortín.

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