Capítulo 15. La fragata francesa

A bordo del “Garona” se produjo un desorden indescriptible que duró algunos minutos: una parte de los marineros, los más bebidos, quería que se desplegasen las velas y se persiguiese al fugitivo para hundirlo; otros pedían que se hiciese el reparto de las mercaderías saqueadas o se fuese a venderlas al puerto más cercano. Parry, que se había retirado a su camarote, oyó el barullo y los gritos y subió al puente a enterarse de lo que pasaba. Conocida la causa se lanzó en medio de los revoltosos con una pistola en cada mano y tronó:

-¡Cada cual a su puesto y que nadie ose decir una palabra más o lo liquido sin asco!

A la voz del amo los bandoleros se calmaron, pero los murmullos y las imprecaciones no cesaron del todo.

-¿Me han entendido? –volvió a rugir el capitán-. ¡A tender las velas! ¡El que no obedezca tendrá que vérsela conmigo! ¡El que manda aquí soy yo!

Los rumores cesaron, las velas fueron desplegadas y el “Garona” puso la proa al sur para volver al islote. Banes, que observaba atentamente el mar, se acercó a Bonga.

-Mira al frente, a quinientos pasos. ¿No ves una cosa negra que sigue las ondulaciones del océano? ¿Puedes distinguir qué es?

-Parecería un cuerpo flotante –opinó el negro después de observarlo.

-No te has engañado. A lo mejor será alguno de los ingleses muerto en el asalto al bergantín –dijo el brasileño y fue a confundirse con los demás tripulantes.

Pasó un corto tiempo; el bulto se encontraba a unos doscientos metros cuando el comandante, que regresaba de la cabina del segundo, inquirió:

-¿Dónde está Walker?

-Por aquí no se le ha visto –informaron algunos marineros.

-Vaya alguno de ustedes a ver si está en la cuadra.

El hombre que lo hizo dio cuenta a la vuelta que el local estaba desierto. Parry, extrañado, ordenó que se le buscase por todas partes pero, como es evidente, no se le encontró en ninguna.

-¡Es increíble! –exclamó el ex lugarteniente de Solilach-. ¿Dónde puede haberse metido?

-¡En el mar! –articuló una voz tétrica y profunda.

Un escalofrío de terror corrió entre los piratas. Parry mismo se puso blanco como mármol de Carrara y lanzó una horrible blasfemia. Casi simultáneamente se escucharon varias exclamaciones:

-¡Debe ser él! ¡Es él!

-¡Es el segundo!

-¡Se ha ahogado!

El irritado comandante levantó nerviosamente el anteojo y lo enderezó hacia el cuerpo que mecían las olas.

-¡Sí, es Walker! ¿Lo habrán asesinado? –dijo dirigiendo en torno una mirada terrible.

-¡Este barco está infestado de fantasmas que hablan y…! –murmuraron algunos de los asustados marineros.

-¡Silencio! –ordenó Parry-. ¡Si ha muerto, tanto peor para él!

Nombró para el puesto al oficial que le seguía en jerarquía, un bravo dinamarqués que había dado muchas pruebas de valor y de experiencia marinera, y se retiró dejando a la tripulación entregada al comentario de los dos hechos inexplicables: la desaparición de Walker y la persistencia de la voz misteriosa: Los más supersticiosos sostenían que el velero estaba embrujado y los corajudos, que había que tomar medidas para dar con los autores de esas pesadas bromas. Sólo los dos gigantes se reían a reventar.

A los ocho días de navegación, que fueron un tanto borrascosos, la nave llegó a la vista del fuerte. El comandante mandó disparar un cañonazo para advertir a sus ocupantes, los cuales contestaron con dos tiros de espingarda y una hora después se echaba ancla en la resguardada bahía. El oficial a cargo de la dotación del islote comunicó que la única novedad habida durante la ausencia fue el paso de una goleta al caer de la tarde, que a dos millas de distancia ni siquiera había advertido la existencia del fuerte. Se necesitaron dos días para trasladar el botín a los almacenes, y transcurridos cuatro más, el “Garona” emprendió su segunda expedición. Antes de zarpar, Parry hizo armar con espingardas las tres lanchas mayores y las dejó en el refugio a fin de que, si la ocasión se presentaba, las utilizaran para asaltar a los mercantes que se pusieran a tiro.

Esta vez el mar no era del todo tranquilo. Soplaba un fuerte viento sudeste que levantaba un gran oleaje y densos vapores corrían por el cielo. Apenas la embarcación hubo transpuesto el canal, empezó a balancearse reciamente y hubo que tomar una mano de tercerolas a las velas de gavia y arriar las del mástil de juanete para darle mayor estabilidad. La intención de los piratas era llegar a los mares de la India para asaltar a los barcos procedentes de China y de las Célebes. Parry conocía muy bien esos parajes y sabía dónde encontrar puertos desiertos para el caso de tener que reparar alguna avería. A Banes no pareció desagradarle la ruta elegida y acercándose a su inseparable compañero le dijo:

-Empiezo a tener esperanzas. Si no me engaño, nos arrimaremos a tierras habitadas, es decir, a lugares donde la fuga puede sernos más fácil.

-Eso me produce placer, Banes –le confesó el negro- pero espero que no dejaremos la nave sin haber vengado antes al capitán Solilach.

-No lo dudes; antes de ese día los haré volver locos de espanto a todos esos desalmados, ya que son tan supersticiosos.

-¿Puedo ayudarte?

-Si; ven conmigo esta noche y haremos poner los pelos de punta a todos los de la guardia.

-¿También los de la cabeza de Parry? –preguntó Bonga riendo.

-¡También esos! –afirmó el brasileño.

-¿Quieres que haga de espectro? Con mi piel negra podrán creerme un compañero de Belcebú.

-¡Espléndida idea! ¡Hasta la noche, diablito mío!

Durante el día el “Garona” continuó su marcha hacia el Estrecho de Torres con la esperanza de sorprender algún barco viniendo de las Malucas o de las ricas colonias holandesas. La noche se presentó hermosa y serena; la tripulación se retiró a descansar y sólo quedaron sobre cubierta los hombres de guardia. Ese era el momento esperado por Banes, quien hizo señas a Bonga de tenerse listo y se puso a pasear de arriba abajo fingiendo una gran preocupación.

-¡Ohé, Banes! –le preguntó un compañero-. ¿Qué te pasa que andas por aquí arriba en lugar de estar durmiendo?

-¿Cómo se puede dormir en este barco del diablo? –contestó el brasileño en tono misterioso.

-¿Te ha sucedido algo?

-Dime: ¿si tú oyeras en el cuarto rumores extraños, lamentos y suspiros sofocados, serías capaz de dormir?

-¿Gemidos? –preguntó temblando el marinero. Y llamando a los demás-. ¿Han oído, amigos, lo que me está diciendo Banes?

-¡Habrá soñado! –dijeron algunos.

-¿Sí, eh? ¡Pues vengan conmigo! –invitó el brasileño con viveza.

Los otros, en vez de seguirlo, retrocedieron: esos bribones que no retrocedían ante el delito, no tenían coraje de bajar al dormitorio de Banes.

-¡Pero vengan! –insistió este tomando a uno del brazo y arrastrándolo a proa.

-¡No, Banes, déjame! –gritaba el otro muerto de miedo.

El coloso lo miró con aire lúgubre. Casi al instante se oyó un gemido sordo que venía de debajo del castillo y el marinero corrió a juntarse con los compañeros.

-¡Demos la alarma! –propusieron varios.

-¡Escuchen! –dijo Banes-. ¡Otro gemido!

-¡Pero qué puede ser esto! –expresó una voz plañidera.

-Debe ser el difunto capitán Solilach –opinó el mastodóntico socarrón con fúnebre acento.

Todavía no se había apagado su sonido cuando un fantasma de estatura gigantesca, envuelto en una sábana, apareció en el castillo de proa. Los marineros, aullando de terror, corrieron como gamos hacia popa, instante que aprovechó el espíritu para esfumarse. Lo hizo con la mayor oportunidad, pues en ese momento el capitán, el segundo y todos los marineros, que habían sido despertados por el batifondo que armaran los asustados guardianes, acudían a ver de qué se trataba. Estos últimos, todavía alelados por la impresión, no atinaban a articular palabra; sólo el brasileño, con voz que trataba de hacer temblorosa, pudo decir:

-¡Hemos visto un espectro!

-¿Un espectro? –exclamaron los recién llegados mirando con recelo alrededor.

-¡Banes, no es este el momento de bromear! –le reprochó Parry con tono severo.

-Yo digo lo que he visto –replicó el brasileño- y si no me cree, pregunte a los hombres de guardia.

-¡Sí, era un fantasma! ¡Lo hemos visto aparecer en el castillo de proa envuelto en una mortaja blanca y disolverse sin saber cómo! –confirmaron los ocho marineros.

-¡Basta! ¡No se hable más del asunto! –gritó el comandante exasperado-. Yo he de descubrir al que de un tiempo a esta parte se permite estas jugarretas y, ¡por Satanás!, que habré de quitarle las ganas de repetirlas.

Después de cambiar la guardia abandonó el puente blasfemando, pero a sus camas sólo volvió una parte de los tripulantes, los más valientes, mientras el resto, temiendo encontrarse con el aparecido en las crujías de los dormitorios, pasó toda la noche sobre cubierta. Banes y Bonga, a la mañana siguiente, comentaban el espectáculo reventando de risa.

-¡El julepe que se llevaron! –decía el brasileño agarrándose la barriga-. Tengo que reconocer que representaste tu papel de espectro con rara habilidad.

-¡Ya nadie duda a bordo de que el barco está lleno de espíritus! –lo secundaba el negro con francas risotadas.

-Parry podrá amenazar todo lo que quiera, pero no logrará sacarles de la cabeza a estos facinerosos que el “Garona” está embrujado.

-Sin embargo, hay que andar con cuidado; me parece que ya está desconfiando de ti.

-¡Bah! Me río de ese bandido, y pronto le haremos ver espectros más fieros.

Toda una semana duraron los comentarios de la aventura entre los tripulantes y de nada valieron los esfuerzos del comandante para persuadirlos de que se trataba de una broma. Hizo que se revisara hasta el último rincón del barco, pero fue en vano: el tema de las conversaciones continuó siendo el del fantasma.

El 12 de marzo cambió el viento hasta entonces favorable y el cielo se cubrió de nubes. El velero se vio obligado a avanzar corriendo bordadas y a la noche buscar refugio en el golfo de Carpentaria, echando anclas cerca de una profunda ensenada.

La oscuridad era tan espesa que no se veía a cincuenta pasos y los hombres de guardia hubieron de congregarse a proa para vigilar las anclas. Hacia la una de la mañana Bonga, que había quedado solo, creyó ver brillar una chispa de luz a unos ochocientos metros de la embarcación. Estuvo a punto de dar el aviso, pero un pensamiento lo contuvo.

-¡Quién sabe! A lo mejor se trata de un buque de guerra… ¡Si pudiese advertirle que este se dedica a la piratería…! ¿De qué medios podría valerme?

Observó todavía algunos minutos la lucecita que aparecía y desaparecía y pronto tuvo una inspiración. Se levantó, atravesó el puente, bajó silenciosamente al depósito de armamento y buscó una bandera negra.

-Esto lo denunciará –murmuró volviendo a su puesto-. Si la nave anclada cerca de nosotros es una fragata o un acorazado, viendo la insignia no tardará en atacarnos.

Con toda cautela para que no lo notasen los compañeros, trepó hasta la cofa del palo mayor, se deslizó hasta la vela de artimón y colgó el trapo negro del pico después de haber retirado la bandera inglesa. Hecho esto descendió con las mismas precauciones y fue a tenderse en el alcázar fingiendo dormitar. Hacia las cuatro de la mañana, terminado el turno, fue a despertar a Banes e hizo que lo siguiera a un sitio apartado.

-¿Qué novedades hay? –le preguntó el brasileño.

-Un navío que creo es de guerra ancló poco después de medianoche cerca de aquí.

-¡Un navío!

-Si, y he substituido la bandera inglesa por la pirata.

En ese momento se oyó el alboroto que estaban armando los marineros de guardia, que se desgañitaban gritando:

-¡Capitán! ¡Capitán! ¡A las armas! ¡A las armas!

-¡No me había engañado! –dijo el negro-. ¡Vamos al puente!

Casi de inmediato sonaron dos cañonazos a poca distancia y una de las balas fue a destrozar el tabique que separaba la sala en que se encontraban de la cuadra.

-¡Granizo! ¡Escapemos! –gritó Banes y con el compañero salieron corriendo en dirección a cubierta.

Encontraron a toda la tripulación trabajando febrilmente en desplegar las velas y cargar los cañones y a Parry que dirigía la maniobra con la mayor sangre fría. Una fragata de unas dos miel ochocientas toneladas, armada de cuarenta cañones, se mecía a unos mil metros del “Garona”, llevaba bandera francesa y era fácil de advertir que se preparaba a dar la caza al barco pirata. Como una demostración de su potencia, lo había saludado enviándole dos balas de treinta y dos y se disponía a repetir con mayor efusión el saludo. En el puente podía observarse cómo unos trescientos hombres armados de fusiles tomaban posición junto a las bandas, listos para el abordaje.

Pero si la fragata se arpontaba para embestir al velero, este ya estaba listo para tomar el largo, ya que en pocos instantes se había cubierto de lona y se deslizaba silenciosamente fuera de la pequeña bahía. Cuando la “Bellona”, que era el nombre del buque francés, se dio cuenta, emprendió resueltamente su persecución. La gran nave hendía velozmente el mar y si no ganaba terreno al “Garona” tampoco lo perdía, decidida a darle alcance tanto como lo estaba este de evitarlo. La carrera duró todo el día y la distancia se conservó casi constante entre ambos leños.

-Parece que somos iguales en cuanto a velocidad –dijo Parry a su lugarteniente.

-Sí, y creo que podríamos dar la vuelta al mundo sin acercarnos un centímetro.

-Pronto llegará la noche y con la oscuridad trataremos de esfumarnos.

Al contrario de lo que el pirata esperaba, la luna se levantó pura y brillante e iluminó el océano como si fuese de día. Cuando este se hizo, la carrera prosiguió activamente: el comandante francés tenía curiosidad por saber dónde quería ir a parar el velero, sospechando que contaría con alguna guarida en una de las muchas islas que poblaban el Pacífico. Pero hacia las diez perdió la paciencia y decidido a concluir de una vez, ordenó que se le hicieran dos disparos con las piezas de caza.

Una salva de maldiciones resonó a bordo del barco pirata; los artilleros se precipitaron a los cañones con las mechas encendidas y los fusileros fueron a situarse a lo largo de las bordas. Se produjo un instante de hesitación en ambas partes, luego las seis piezas de caza de la “Bellona” flamearon y un torbellino de hierro cayó sobre el “Garona”. Con la banda de babor se desplomaron algunos hombres y parte del puente voló hecho añicos, pero a pesar de esas pérdidas, los piratas conservaron su valor y mientras los unos trepados a los cordajes y a las vergas reparaban los daños, otros amontonados junto a los cañones preparaban la respuesta. Por segunda vez las bocas de fuego de la “Bellona” trasmitieron su mortal mensaje.

-¡Fuego! -rugió Parry-. ¡Apunten a los mástiles; destrócenles las vergas; enfilen de proa a popa!

Los cuatro grandes cañones del alcázar tronaron simultáneamente tomando de filo a la fragata. Se percibieron crujidos, chisporroteos y gritos de rabia. El comandante del velero, sin preocuparse de las balas que le silbaban en torno, se lanzó a popa y desde allí emitió un hurra jubiloso: la “Bellona” se había detenido de pronto en su carrera con el palo de trinquete partido bajo la cofa y el puente cubierto de trozos de velas, maderas y cordajes.

Un inmenso clamor salió del barco pirata seguido de un nuevo estampido de sus cañones, cuyos impactos causaron más estragos al navío francés. Luego el “Garona” viró de bordo y reemprendió su ruta entre la estruendosa algazara de los tripulantes, felices por el éxito inesperado que acababan de obtener, quienes no cesaban de berrear:

-¡Viva nuestro capitán Parry!

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