El viento soplaba del este con bastante fuerza y el “Garona”, con todas las velas desplegadas, navegaba a seis millas por hora con la proa apuntando a la costa americana; la tripulación, contenta de no haber tropezado con ningún buque de guerra, sólo pensaba en la rica paga que habría de recibir después de la venta de los esclavos. Éstos, amontonados en el entrepuente, se mantenían tranquilos bajo la vigilancia de dos marineros armados que paseaban a lo largo de la crujía. Al cabo de algunas horas de navegación, el capitán, guiado por su segundo que empuñaba su larga fusta, bajó a pasar revista a los prisioneros.
-¿Qué le parece la cosecha, capitán? –preguntó Parry apartando a un negro con un vigoroso golpe.
-Ganaremos mucho –contestó éste arrugando la frente ante el castigo, gratuito, pues en el fondo era de buen corazón.
-Bonga –señaló el segundo al llegar frente al gigante.
-¡Desgraciado jefe! –murmuró el comandante.
-Observe con qué ojos furiosos me mira –le hizo notar el verdugo y dejó caer el látigo sobre la espalda del prisionero.
-Esa no es una razón para pegarle –le reprochó Solilach, deteniendo a Bonga que se había enderezado colérico.
El lugarteniente se encogió de hombros y dijo en tono burlón:
-En verdad, capitán; usted no ha nacido para ejercer la trata.
-Es posible, Pero lo que no puedo comprender es el porqué haya que atormentar a estos pobres diablos; ya bastante desgraciados son en la situación en que están –le replicó el superior con voz severa.
-¡Vaya, no se enoje, capitán! No creía que con tanta experiencia todavía sintiese compasión por estos negros bandidos.
-Yo ejerzo la trata, es cierto; pero trato de hacerlo lo más honestamente posible y desapruebo a los que se divierten en torturar a estos infelices.
-Bueno; no los golpearé más –prometió el segundo echando sobre Bonga una mirada de odio.
Volvieron al puente completamente de acuerdo. Dos vigías provistos de poderosos anteojos se situaron en las cofas más altas para explorar el horizonte y el velero, con viento propicio, prosiguió tranquilamente su ruta. Parry se puso a recorrer el puente y cada vez que pasaba por la escotilla del palo mayor, lanzaba una ojeada a la masa de esclavos hacinados en el entrepuente como si meditase algún plan siniestro. Después de varias vueltas bajó y ordenó al centinela ponerle doble cadena al monarca cautivo. Éste se dejó hacer sin intentar la menor resistencia ni despegar los labios: sólo en el brillo de sus ojos podía advertirse que había adivinado los perversos propósitos de su enemigo.
A la noche, cuando sobre cubierta únicamente habían quedado los hombres de guardia, se armó de un látigo y con el pretexto de asegurarse de que los cautivos dormían, descendió a la cuadra. Durante algunos minutos la recorrió de una a otra punta; luego mandó al centinela a buscar en su cabina un martillo para remachar la cadena de un esclavo y en cuanto aquél hubo desaparecido, se arrojó sobre Bonga, que dormía plácidamente, y cruzándolo de un latigazo le gritó:
-¡Ahora vamos a arreglar cuentas, negro canalla! ¡Te voy a enseñar cómo se venga un hombre blanco!
El cautivo gigante, al sentir el golpe, se había incorporado como un león furioso y avanzado los dos pasos que le permitía su cadena. Miró a su adversario con ojos fulgurantes, pero ningún sonido salió de su boca.
-¿Crees meterme miedo, bandido, con tu mirada? –aullaba el lugarteniente descargando feroces golpes sobre el indefenso monarca.
Éste, aguantando el dolor, extendió el puño hacia el brutal negrero y le dijo con voz ronca de rabia:
-Blanco; ya te advertí que no me tocaras. Cuidado ahora, ¡yo soy Bonga, el poderoso rey de la tribu de los cassenhas!
Parry acogió estas palabras con una sonora carcajada.
-¡Negro perro! –le gritó trazándole con el látigo un surco sangriento en el pecho-. ¡Así es cómo yo trato al rey de Cassenha!
Fue un relámpago. El coloso lanzó un bramido, consiguió aferrarlo y de un empujón lo hizo rodar hasta la escalera de la escotilla. Parry, aturdido y furibundo, se puso de pie lanzando horribles blasfemias, y, perdida toda prudencia, acometió a Bonga con una tempestad de golpes. Pero el negro, aprovechando un paso en falso del agresor, consiguió colocarle un puñetazo en la cara; luego, haciendo un supremo esfuerzo, de un formidable estirón rompió la cadena y se precipitó tras él, pues el valeroso segundo se había dado a la fuga con la nariz chorreando sangre. Los esclavos, que hasta entonces habían contemplado la lucha en silencio, al ver a su jefe victorioso, armaron una algazara infernal agitando las cadenas y lanzando alaridos salvajes. El capitán y la tripulación, despertados en lo mejor del sueño, corrieron medio desnudos al puente, donde reinaba la mayor confusión. Vieron a Parry que corría a toda velocidad pidiendo socorro y seguido de cerca por Bonga, el cual había derribado a los guardias y estaba por alcanzarlo. Solilach se le puso delante apuntándole con una pistola.
-¡Cuidado, Bonga! –le gritó-. ¡No avances!
El gigante se detuvo al reconocer al hombre que algunas horas antes había amonestado, delante suyo, a su enemigo. Cruzó los brazos e inclinó la cabeza diciendo:
-A usted sí me rindo.
El capitán advirtió en el cuerpo del cautivo las señales de los latigazos; hizo un gesto de amenaza al segundo y ordenó que se recondujese a Bonga al entrepuente. El coloso se dejó encadenar y llevar sin la menor protesta.
-Y ahora, señor –dijo el superior del “Garona” a su subordinado- me explicará por qué ha azotado a ese prisionero.
-Porque estaba tratando de romper la cadena –mintió el brutal segundo.
-Bien. Ponga atención para que esto no vuelva a repetirse. Quiero que a los esclavos se los deje en paz. Y en cuanto a ese que fuera su jefe, especialmente, absténgase de tocarlo, pues pienso hacerlo marinero nuestro.
Dicho esto lo dejó solo y regresó a su cabina. Parry lo siguió con la mirada, masticando su rabia y lucubrando planes de venganza. Encendió un cigarrillo y se fue a fumarlo al timón.
Al amanecer del día siguiente uno de los marineros que estaba de guardia anunció:
-¡Vela a diez millas a sotavento!
Ante la inesperada noticia oficiales y tripulación se miraron unos a otros y treparon a las escalas de cuerda para comprobarla.
-¡Eh, Walker! ¿Dónde ves la vela? –preguntó Solilach al vigía.
-¡Allí; aproximadamente a diez millas sotavento! –contestó el interpelado desde lo alto de la cofa.
-¡Ah, es claro! ¿No ven que el bandido está provisto de catalejo? –comentó el capitán risueño.
El segundo jefe fue a buscar otro de esos aparatos y lo entregó a su superior, quien lo dirigió con toda calma al punto indicado. Los otros hombres esperaban ansiosos su investigación para saber qué clase de barco era el avistado. Cuando Solilach apartó el lente del horizonte, casi todos preguntaron simultáneamente:
-¿Es un crucero?
-Es muy larga la distancia para distinguirlo –contestó- y menos reconocerlo. Si es un buen leño pronto habremos de comprobarlo; por ahora esperemos. De resultar una nave de guerra, no tardará en iniciar la caza.
-Entretanto –decidió el segundo- subiré a la gavia para tratar de estimar su portada.
El modo de conocer las dimensiones de una embarcación de la que sólo se ve la arboladura, es muy simple: si desde la cubierta se percibe la totalidad de los papahigos y observado de la cofa se distingue el puente, quiere decir que los dos barcos son del mismo tamaño; si el puente es invisible, es debido a que tiene una arboladura más alta y, por tanto, su volumen es mayor; si además del puente se le ve la línea de flotación, esto es, la entera silueta, es señal de que es más pequeño. El procedimiento se basa en el principio de que las naves de igual portada tienen los mástiles de la misma altura. De ahí que el segundo se ubicara en uno de los puestos de observación a la espera de que el capitán desde el puente le señalara la aparición en el horizonte de la arboladura de la otra embarcación. Al cabo de un cuarto de hora Solilach anunció:
-¡Las cofas!
-¡Magnífico! –respondió el lugarteniente-. Veo el puente, la línea de agua y detrás, el mar.
Resonó un grito de alegría: el buque que se aproximaba y cuyo volumen crecía a ojos vista, era de menor tamaño que el “Garona”. Pero la rapidez de su avance convenció al capitán de que debía tratarse de un crucero, pues un mercante no podía desplegar tanta velocidad. Dejó pasar una media hora y cuando volvió a observarlo con el anteojo, su rostro adquirió una expresión grave. Se volvió hacia la tripulación y declaró:
-Se trata de un navío de guerra: he podido ver el gallardete rojo ondular al tope del palo mayor.
-¿Crucero? –preguntó el oficial.
-Temo que sí.
Solilach apuntó nuevamente el anteojo en dirección al buque cuya arboladura ya se percibía perfectamente, pues se hallaba a menos de siete millas.
-¡Se nos viene encima! –apuntaron los marineros.
-Si; parece que se prepara a darnos caza –confirmó el capitán.
-¿A qué nación pertenece? –quiso saber el oficial.
-Espere –dijo el segundo usando su largavista-. Lleva bandera roja, es inglés, compatriota mío, y está bien armado; debe disponer lo menos de diez cañones y una dotación de un centenar de hombres. Estoy seguro de no engañarme si digo que se trata del “Cape-Town”.
-¡El “Cape-Town”! –exclamaron los marineros.
-Sí, apostaría a que dentro de tres horas estará pisándonos los talones.