Con ese timón improvisado, el “Garona” pudo navegar bastante bien. El capitán, muy contento, quiso provocar la alabanza de su inseparable segundo y le preguntó:
-¿Qué le parece, mi querido dinamarqués, la invención?
-Digna de un lobo de mar como usted –dijo este sonriente.
-¿Cree que mi antecesor hubiese podido hacer tanto?
-No lo creo; pero si el mar se hace grueso, temo que nuestro timón se quiebre fácilmente.
-También yo lo temo. En ese caso lo retiraremos para volver a zambullirlo cuando sea necesario.
-Es de esperar que antes podremos anclar en un buen refugio de la costa; sólo distamos de ella unas quince millas.
-Pienso que será fácil dar con una bahía segura, pues existen muchísimas en los contornos de Borneo. Atracaremos en la parte oriental, que es la más recortada.
-¿Sabría decirme, capitán, quién descubrió esta inmensa isla?
-Sí; fue Jorge Méndez, en el año 1521. De ella sólo se conocen algunas de sus costas. Se sabe que el interior está cubierto de tupidas selvas que interrumpen extensas llanuras; que el terreno es de una fertilidad prodigiosa y que está habitada por crueles salvajes que son también piratas sanguinarios y que rechazan todo contacto con los europeos, cortan la cabeza a sus prisioneros y no es raro que se alimenten de carne humana. Abundan, además, los tigres, enormes serpientes y monos gigantescos y feroces.
-He ahí una información que es para mí valiosa, pues tenía la intención de salir a cazar tucanes.
-Puede hacerlo, pues la parte norte en general está deshabitada; de lo que tendrá que cuidarse es de los tigres y de los gaviales.
-¡Qué malas aguas estas, capitán! ¡Mire de qué aguzadas escolleras está infestada esta playa!
El comandante dirigió los ojos hacia la isla y divisó una costa más bien baja, circundada de rocas, escolleras y bancos tan peligrosos que hacían imposible un atraco. Oscuras selvas con árboles de más de treinta metros avanzaban hacia el mar, entre las que se abrían fatigosamente camino numerosos riachos y torrentes. El “Garona” navegó paralelamente a la costa durante una hora, hasta que apareció una bahía profunda que podía dar abrigo a media docena de embarcaciones. Avanzó entonces lentamente entre las escolleras que la rodeaban, sondeando con cuidado el fondo en previsión de que hubiese algún banco de arena. Cuando ya se hallaba casi en medio de la bahía, se produjo a popa un choque seguido de un crujido siniestro.
-¡Estamos por tocar! –gritaron los marineros colocados en aquel puesto.
La nave viró de bordo con toda prontitud, pero al hacerlo el timón topó con un escollo que surgía a flor de agua y se partió por la mitad.
-¡Abajo las anclas! –aulló el capitán.
Las dos de proa cayeron a plomo y el barco retrocedió algunos metros describiendo un semicírculo sobre sí mismo.
-¡Estamos salvados! –gritaron todos.
-Todavía no del todo, amigos –les advirtió el segundo-. Esta costa nos es completamente desconocida y ¡vaya uno a saber la cantidad de salvajes que nos estarán esperando detrás de esas rocas!
El comandante soltó una sonora carcajada y se dirigió a popa: la noche se venía encima, y a pesar de las recomendaciones del dinamarqués, quería bajar a tierra. Pero se dio cuenta de que los marineros no se mostraban muy bien dispuestos a seguirlo a esa hora y aplazó la expedición hasta el otro día. Prudentemente duplicó la guardia, hizo cargar los cañones y mandó qu se apagasen todas las luces.
Banes y Bonga formaban parte de la guardia. El primero, después del incidente que tuviera con Parry, se había encerrado en un mutismo feroz, y a quienes lo interrogaban sólo contestaba con monosílabos y en forma ruda. El negro lo respetaba en tal actitud, pero esa noche tenía interés en conocer su opinión sobre el estado de cosas y también los proyectos que alimentaba. Estuvo un largo rato observándolo callado, hasta que le puso una mano sobre el hombro y le dijo:
-Querido Banes, tú estás de mal humor, ¿verdad? Ya no hablas ni siquiera con tu amigo Bonga.
El brasileño se volvió a mirar al ex monarca como si no lo hubiese comprendido; luego le preguntó con acento tétrico:
-¿Qué quieres de mí?
-Querría me dijeras qué es lo que piensas de las cosas que están pasando.
-¡Qué quieres que te diga! Me parece que la situación no podría ser peor para nosotros.
-¡Vamos, no hay que desanimarse! ¡Quién sabe si está cercano el día de la venganza y de nuestra liberación!
-¡Dices que no me desanime! –exclamó el gigante blanco con amarga ironía-. ¡Hace tanto tiempo que espero en vano ese día, que ya he perdido la esperanza de que llegue!
-¡Presto o tarde los malvados reciben su castigo!
-¡Sin embargo, se diría que estos bandidos tienen una providencia que los protege!
-La fortuna puede abandonarlos en cualquier momento. Estoy madurando un plan que habrá de proporcionarnos la libertad.
-¿Qué podemos hacer tú y yo prisioneros como estamos?
-Banes, si te confiase que dentro de dos meses cuento con que podamos abandonar esta nave después de habernos vengado, ¿qué dirías?
-No te creería.
-Pues espera que regresemos al fuerte y te indicaré el medio para fugar.
Espero que lo haremos juntos.
La cara del negro tomó una expresión sombría, luego inclinó la cabeza sobre el pecho y murmuró:
-No; el rey de los cassenhas no volverá a ver a sus súbditos ni sus bosques; el “gangás” que predijo mi destino me dio a entender que moriría de un tiro de fusil en el momento de la liberación… y ese brujo nunca se equivocó.
-¿Pero tú crees…?
-¡Sí! –afirmó Bonga alejándose.
La noche pasó sin incidentes y la tranquilidad sólo fue turbada por algunos rugidos de tigres y gaviales. A la madrugada se echaron dos lanchas al agua y el capitán con el segundo y treinta hombres bien armados tomaron tierra y se internaron en el bosque. Allí eligieron los árboles adecuados para la reparación de la nave entre las variadas especies tropicales existentes. Había cocos, palmeras, teks, casuarinas, pissangs, y abundaban los mangos y bananos cargados de fruta ya madura, que hicieron las delicias de los expedicionarios.
A decir verdad, la isla de Borneo no es rica en madera de construcción, pero Parry sabía que la de alcanfor, aunque no es muy dura, se la emplea en China para los juncos de guerra, de manera que eligió esos árboles para su objeto. Primero hizo que los marineros levantasen una cabaña con ramas y hojas para guardar las herramientas y en seguida que comenzaran a abatir las unidades marcadas. Entre los que formaban la partida se hallaban los seis carpinteros de a bordo. Se trabajó encarnizadamente con las hachas todo el día y se comenzó por fabricar el timón, que era la pieza más importante. A la noche todos regresaron a bordo, salvo la guardia que quedó para cuidar de la cabaña, y al día siguiente se duplicó el número de los trabajadores. Pero cuando estaban por penetrar en el bosque, Parry, que iba a la cabeza de la partida, se detuvo de golpe y preparó su fusil.
-¿Qué sucede? –le preguntó el segundo, que lo seguía de cerca.
-He percibido un silbido entre esa espesura –le informó el superior.
Los sesenta marineros se juntaron a sus jefes y formaron una línea con sus carabinas apuntando a la entrada del bosque. Hubo un minuto de silencio, luego un largo silbido atravesó el aire y de inmediato se oyó una voz salvaje que aullaba:
-¡A-birás, a-birás indujo yenkoro!
Y poco después apareció en medio de los árboles un salvaje y detrás de él varios otros, quienes al ver a los blancos prepararon sus armas y se colocaron en semicírculo en torno al primero. Eran de color de aceituna, de estatura elevada y de fiero aspecto; sus facciones podían clasificarse de regulares; tenían cabellera corta y negra y la piel punteada y tatuada con vivos colores; llevaban alrededor de los muslos cueros de tigre y a la garganta numerosos collares formados con dientes de monos y de gaviales. Sus armas consistían en largas lanzas, cerbatanas de flechas envenenadas y pesadas clavas llamadas “balan-kak”. Permanecieron un momento inmóviles y observando con curiosidad a los extranjeros, luego su jefe entonó una extraña canción y se movió en dirección a estos seguido de los suyos, todos con las manos extendidas.
Parry comprendió al instante que no traían intenciones hostiles y se dirigió a su encuentro después de hacer bajar los fusiles a su gente. Cuando el salvaje estuvo a pocos pasos del pirata blanco, se tocó la cabeza y le dirigió algunas palabras en su lengua. Este conocía algo de las costumbres de los “dayaki” por haber naufragado una vez en aquellos parajes y sabía que tocarse la cabeza significaba saludar, por lo que imitó el gesto. En el acto se engolfaron ambos en un diálogo bizarro, pero costó más de una hora de esfuerzos antes que el capitán del “Garona” pudiese entender alguna cosa.
-¿Se puede saber qué es lo que quiere este salvaje? –preguntó el segundo.
-Me ha parecido comprender que es amigo de los blancos y que comanda una pequeña tribu radicada a cinco millas de aquí.
-¿Y nos dejarán continuar tranquilamente nuestras tareas?
-Si, y hasta me ha invitado a visitar su aldea.
-Espero que no irá, capitán. No hay que fiarse mucho de estas bestias.
-No podría rechazar la invitación sin ofenderlo. Por otra parte, no iré solo.
Ordenó a los marineros que prosiguiesen los trabajos bajo la dirección del dinamarqués, eligió diez de ellos, los más fuertes y corajudos, y se unió a los nativos con que se encaminaron hacia el poblado. Llegaron en menos de una hora a un lugar ocupado por más de treinta chozas de forma oval o cónica, algunas rodeadas de empalizadas, otras adornadas con banderitas de colores y muchas con el techo cubierto de puntas aguzadas, y todo el conjunto circundado de una sólida valla para defenderse de los asaltos enemigos. Los habitantes acogieron al capitán blanco y a sus hombres cordialmente; varones y mujeres semidesnudos se agolparon para verlos cuando el jefe, que se llamaba Klanda, los conducía a su espaciosa cabaña. Allí los convidó con vino extraído de la aronga sacarífera, ananás y bananas de tamaño maravilloso y luego les dio de cenar. Cuando se puso el sol, el señor del lugar hizo que sus súbditos improvisasen una danza guerrera en honor de los visitantes y puso a su disposición varias chozas creyendo que pasarían allí la noche. Pero Parry, temiendo que los de a bordo estuviesen inquietos, declinó la oferta y guiado por diez nativos regresó con su séquito a la playa. Al día siguiente, al rayar el alba, Klanda con cien indígenas devolvió la visita y recibidos en el barco por su comandante, recorrieron todas las dependencias y recibieron luego varios regalos como ser: trozos de bronce, cuentas de vidrio, pañuelos de pocos céntimos y algunos frascos de ron.
Y así marcharon las cosas durante la semana que duró la reparación de los daños. El jefe dayaki llegaba todas las mañanas a la nave y Parry lo visitaba en la aldea; los marineros iban a dormir a bordo, pero quedaban siempre diez de ellos para vigilar el depósito de los utensilios. El segundo había aconsejado varias veces al comandante de retirar también a aquellos de la playa, pues desconfiaba de los salvajes, pero Parry se burlaba de sus recelos. El 25 de julio los trabajos quedaron terminados y se hizo una gran provisión de madera para construir trincheras en el fuerte. Cuando oscureció quedaban todavía en la playa una cantidad de herramientas y fue preciso dejar una guardia para cuidarlas.
La noche era oscura y nublada, un fuerte viento soplaba con intermitencias; gruesas gotas de lluvia caían de tanto en tanto y el mar empezaba a mugir sordamente. El capitán mandó echar también el ancla de popa y tranquilo se fue a dormir. A la medianoche, cuando las tinieblas eran más densas, los marineros de guardia fueron sorprendidos por una descarga de fusiles procedente de la playa. Dieron inmediatamente la alarma y al minuto, capitán, oficiales y tripulación, se encontraron como por encanto sobre cubierta.
-¿Qué sucede? –preguntó el comandante.
-Hemos oído tiros y tenemos miedo de que los salvajes intenten asesinar a nuestros camaradas –contestó uno de los guardias.
-Si hay pelea, oiremos más detonaciones –dijo Parry.
Reinaron algunos instantes de silencio, todo parecía en calma, cuando volvieron a sonar tiros seguidos de gritos a distancia. El jefe pirata dio un aullido de furor y los tripulantes corrieron a buscar sus armas.
-¡Los salvajes atacan a los nuestros! ¿Los oye, capitán? –hizo notar el dinamarqués.
Llegaban llamados de auxilio y alaridos frenéticos, junto con descargas de fusiles, lo que revelaba que en tierra se había entablado una lucha feroz.
-¡Capitán, están degollando a nuestros compañeros! –clamaban los marineros rodeando a su comandante.
-¿Quieren desembarcar con esta oscuridad? –preguntó el segundo.
-¡Lo vamos a intentar! –dijeron muchos.
Los tiros siguieron retumbando unos segundos más, seguidos de clamores espantosos; se vieron brillar algunas luces y luego todo quedó en silencio y envuelto en las sombras.
-¡Han de haber terminado con ellos! –dijeron los de a bordo-. ¡Vamos a vengarlos!
-¡Sí! ¡Todas las lanchas al mar! –ordenó Parry.
Iba a cumplirse la orden, cuando se escucharon silbidos y gritos que venían de la playa, se observaron siluetas que se movían entre las rocas. De repente brillaron grandes fogatas y a su resplandor pudieron verse a unos doscientos dayakis armados, los cuales aullando como demonios lanzaron una granizada de piedras y flechas contra el velero. Los artilleros se precipitaron a sus cañones para repeler el ataque, momento en que el segundo se acercó al capitán para decirle al oído:
-¡Mire aquello!
El pirata mayor sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo: en las puntas de picas y lanzas los salvajes hacían ondular las ropas ensangrentadas de los hombres que habían quedado de guardia en la cabaña. La tripulación también lo había visto y un formidable rugido de furor tronó a bordo.
-¡Fuego de banda! –bramó el capitán.
Cañones y fusiles hicieron estragos en las filas de los dayakis, quienes trataron de responder con lanzamientos de piedras y dardos mientras se dispersaban entre los peñascos y se ocultaban tras los troncos de los árboles. Las piezas del “Garona” continuaron, no obstante, resquebrajando las rocas y destrozando ramajes, ya que si no podían desanidar a los asesinos de sus camaradas, impedían a lo menos que se acercasen al barco. En un momento de tregua el segundo se acercó al comandante, que estaba en el alcázar.
-Capitán –le dijo- es mejor retirarse antes de que la situación se vuelva crítica. Aprovechemos el viento que ahora nos es favorable.
-¡No; primero quiero vengar a mis hombres! –replicó el enfurecido Parry.
-Huyamos, capitán; aprovechemos el paso que todavía está libre. Fíjese allí: hay cuarenta piraguas que tratan de bloquearnos.
-¡Maldición! –rugió furioso el capitán.
Sin perder tiempo mandó desplegar las velas y diez minutos después el buque salía del fondeadero abriéndose paso entre las embarcaciones indígenas que lo infestaban. Con una descarga de cañones hundió seis o siete y antes de salir al mar libre destrozó con la proa otras tres o cuatro. Durante algunos segundos se oyeron alaridos de rabia, que se fueron desvaneciendo poco a poco junto con los resplandores de las fogatas.