A los tres días de ese descubrimiento, el “Garona” echaba anclas en su refugio y comunicaba a los camaradas la grata noticia del fin de la fragata, que estos recibieron alborozados. En el fuerte no se habían producido novedades. Las mercaderías saqueadas quedaron a bordo de la nave, pero el oro fue transportado a tierra y encerrado en la caja fuerte del capitán. Esa misma noche se reunió toda la banda en un suculento banquete al final del cual Parry les dijo:
-Como ustedes saben, en los almacenes tenemos géneros por valor de varios cientos de miles de dólares que pueden echarse a perder, de manera que lo conveniente sería convertirlos en oro.
-¡Sí, sí, oro! –aullaron los filibusteros.
-Será necesario, entonces, abordar algún puerto para venderlos al que mejor los pague. Pienso en Cantón.
-¿Cantón? –exclamaron maravillados de la audacia de su jefe.
-¿Les sorprende?
-Es peligroso, comandante –observó el segundo- ir a amarrar a un lugar tan frecuentado por barcos de todas las naciones.
-Es verdad, pero, ¿quién nos conoce? ¡No vamos a poner la bandera de piratas al tope! Ofreceremos nuestras mercaderías como si fuéramos honestos traficantes europeos, sin decir de dónde venimos ni quiénes somos.
-¡Bravo! ¡A Cantón! ¡Viva el capitán! –gritó la chusma entusiasmada.
-Será prudente llevar una tripulación numerosa, capitán –sugirió el segundo.
-Dejaremos tan sólo seis hombres aquí para velar sobre las riquezas y ¡pobres de ellos si se atreven a tocar una moneda de oro! –advirtió Parry.
A los dos días el “Garona” abandonaba el islote llevando a bordo ciento quince hombres y apuntaba hacia el noroeste. Los seis que habían quedado, elegidos entre los marineros más antiguos, saludaron su partida con una descarga de fusilería. Un viento amigo hacía avanzar al velero con bastante velocidad y el bandidaje embarcado se la pasaba fumando, charlando y jugando. El capitán y su inseparable segundo paseaban por el puente discutiendo sobre los peligros que podían presentarse para la venta de la carga.
-Nuestra empresa es arriesgada, lo confieso –decía Parry- pero un día u otro había que decidirse a deshacerse de esa mercancía.
-De acuerdo, pero dígame, capitán, ¿a quién la ofreceremos en Cantón?
-A algún comerciante chino; creo que con una rebaja discreta en el precio no habrá dificultad.
-Espero que permaneceremos en ese puerto lo menos posible.
-Lo abandonaremos en cuanto nos desprendamos del cargamento.
-En estos momentos pensaba en el bergantín que hemos saqueado… ¿No podría llegar de improviso a Cantón?
-Es posible. Por eso habrá que terminar el negocio rápidamente.
-¿Pero cómo?
-No lo sé. Creo, por otra parte, que hay pocas probabilidades de que nos topemos con ese barco.
-Sin embargo, tengo malos presentimientos, capitán.
-¡Vamos, no llame a las desgracias antes de tiempo!
-¿Qué ruta seguiremos para llegar más pronto al puerto chino?
-Tomaremos directamente al norte pasando por el estrecho de la Sonda, entre Java y Sumatra, pasaremos por Billiton y…
-¡Allí perecerán! –exclamó una voz indignada a pocos pasos.
Los dos oficiales se volvieron furiosos y vieron a Banes inmóvil, sombrío y amenazador.
-¿Qué hace usted aquí? –le preguntó el capitán mirándolo con ojos torvos- ¿Qué es lo que acaba de decir?
-Que perecerán.
-¿Cómo tiene usted la audacia de escuchar nuestras palabras y hacer estúpidas observaciones?
-Sí, tengo esa audacia y también la de decirle que estoy cansado de estar entre esta mesnada de piratas y de ser cómplice de sus execrables delitos.
-¡Banes! –bramó Parry armando su pistola- ¡Recuerde que he demostrado hasta ahora mucha paciencia con usted y no me lleve a los extremos!
El brasileño, en lugar de retroceder, pareció aumentar en osadía y avanzó como si quisiera arrojarse sobre el jefe.
-¡Arás! –gritó este apuntándole.
El gigante dio otro paso y estaba por echársele encima cuando apareció Bonga. El negro vio el peligro a que se exponía su amigo y tomándolo por un brazo lo arrastró fuera de allí a la par que le susurraba al oído:
-¡Temerario! ¿Quieres hacerte matar sin vengar al capitán Solilach?
Parry, en tanto, viendo que Banes se dejaba llevar por el africano, repuso el arma en la cintura y se quedó musitando:
-Con esta van dos veces que esos salvan sus vidas; a la tercera los suprimiré sin contemplación alguna.
El 13 de junio el “Garona” atravesaba el canal de la Sonda y por la noche pasaba delante de la isla de Billiton, la de los tupidos bosques y verdes colinas. A la mañana siguiente los piratas avistaron tres barcos cerca de la isla de Singhin, a seis millas de distancia, que se dirigían a Sumatra. Parry hubiese querido darles caza, pero el segundo le hizo ver los riesgos a que se exponía intentando un abordaje en aguas tan concurridas. El día 16, después de pasar cerca de las islas Natura, el velero entró a velas tendidas en el mar de China; el 18 pudo esquivar un tifón que amenazaba tumbarla y al cabo de seis días de navegación llegaba finalmente a las proximidades de Cantón.
Su encuentro con el primer junco chino, velero singular, pesado, incómodo, pero preferido por los hijos del celeste imperio, el “Garona” lo hizo frente a la isla de Mac, importante colonia perteneciente a Portugal. Su proa es demasiado elevada y muy ancha, rica en incrustaciones y dorados; la popa, igualmente alta, sostiene una especie de plataforma adornada de gallardetes de la que sale un mástil que lleva adherida una gran vela latina de mimbre entrecruzado; otro mástil surge del centro de la nave, y el timón, de grandes dimensiones, está coronado con una cabeza de dragón.
-¡Lástima que haya tanto tránsito en esta agua! –lamentó el capitán de los piratas mirando al junco con ojos ávidos-. ¡Con unos cuantos cañonazos nos apoderaríamos de él!
-No nos faltará oportunidad más adelante –lo consoló el segundo riendo-. Y ahora atención, que entramos en el famoso Tschau-Kiang.
Estaban pasando a poca distancia del islote Bocatigris, colosal roca fortificada con viejos cañones para defender la entrada del río, el cual tiene un ancho de tres kilómetros. Entre este lugar y Cantón media una distancia de quince millas, que es recorrida por innumerables barcos de todas las naciones. El “Garona” fondeaba en medio de una red de ellos a las dos de la tarde.
La importante ciudad, que los chinos denominan Sang-Chien, se levanta sobre la orilla septentrional del río, está protegida por una muralla rectangular y se divide en dos partes: la china y la tártara. En su conjunto forma un conglomerado bizarro y fantástico, una mezcla de techos de porcelana de colores en que sobresalen el azul y el blanco, adornados de grifos gigantescos y de puntas coronadas por cabezas monstruosas. En las cimas flotan millares de banderines de tintes vivos y máscaras grotescas difíciles de describir. Los templos, el palacio del virrey, del general mogol y de los principales dignatarios, están recargados de estatuitas y embelleci-dos de cúpulas doradas y frisos de porcelana que brillan bajo los rayos del sol. El puerto, colmado de embarcaciones mercantes y de guerra, ofrece un espectáculo grandioso, especialmente porque ambas orillas las ocupan gran cantidad de juncos habitados por numerosas familias, los cuales forman la llamada ciudad flotante, una de las mayores singularidades del globo.
El capitán Parry echó una ojeada alrededor, hizo bajar una chalupa y se trasladó a tierra acompañado del segundo. Como ya había estado otras veces, conocía bastante bien las calles de la urbe y guiaba a su acompañante con gran tino a través del hormiguero de gente de caras chatas y ojos oblicuos que circulaba por ellas. Chinos, japoneses y tártaros entremezclados, discutían, vendían, compraban; algunos portaban quitasoles de bambú de colores chillones y descomunal tamaño; otros, anteojos sin vidrios o sombreros de paja de exageradas dimensiones. A derecha e izquierda en las aceras se veían numerosos peluqueros que ejercían su oficio al aire libre; nigromantes con mesitas cargadas de objetos cabalísticos que predecían la buena fortuna; comerciantes en perros y gatos; charlatanes que explicaban a los papanatas atónitos las virtudes de una raíz misteriosa, y no faltaba algún aristócrata de andar lento y grave y uñas largas varias pulgadas.
Los dos piratas caminaban tomados del brazo y se abrían camino a fuerza de codos, con gran indignación de los chinos que les dirigían miradas amenazadoras y les aplicaban el epíteto de “fan-konaio”, o sea, demonio extranjero. Después de media hora de marcha, los honorables caballeros se detuvieron delante de un negocio de artículos generales que parecía dedicado al comercio al por mayor.
-Es posible que aquí podamos combinar algo bueno –dijo Parry entrando.
Seis o siete dependientes fueron a su encuentro para preguntarles en mal inglés lo que deseaban.
-Ver al patrón –le contestó el pirata número uno.
Minutos después se hallaron en presencia de un hombrecillo bajo, ancho, vestido de seda azul recamada de oro, quien saludó gentilmente a los dos extranjeros. El capitán le expresó su intención de venderle las mercaderías que llevaba en el barco y al cabo de media hora de tira y afloja mitad en inglés y mitad en chino, cerraron trato a un precio bastante correcto. Los vendedores volvieron a bordo para prepararse a recibir al día siguiente al comprador y hacerle entrega de las existencias.
Este se presentó puntualmente y recibido con la mayor cordialidad por el comandante, se comenzó a trasladar los bultos a una barca tripulada por cuatro jóvenes “tanká”, la misma en que había venido el comerciante, quien provisto de un par de anteojos sin vidrio, examinaba con toda minuciosidad cada artículo, sacudía la cabeza y murmuraba palabras incomprensibles. La faena duró todo el día y cuando llegó la noche la mitad de la mercadería se hallaba todavía a bordo. Le fue ofrecida al cliente hospitalidad en el barco, pero sea por desconfianza o por otros motivos, prefirió ir a dormir a su casa. Al otro día se terminó de hacer la entrega y Parry recibió doscientos veinte mil dólares en piezas de oro.
Aliviado el “Garona” de su carga, sólo le faltaba hacer una amplia provisión de víveres y municiones para abandonar el puerto. Fueron elegidos treinta marineros entre los más antiguos y fieles y encargados de ese cometido, con la recomendación de que si oían un cañonazo regresasen inmediatamente al buque, pues era señal de peligro. El bajar a tierra después de años de navegación es la felicidad más grande de que puede disfrutar un marino, de manera que apenas los comisionados se vieron en la ciudad, se mezclaron con la abigarrada muchedumbre y tomaron parte en la algarabía general. Y como buenos piratas, pensaron aprovechar de la aparente confusión que reinaba en todas partes para llevar un buen regalo al capitán Parry a costa de los cantoneses. El plan era asaltar un bazar y alzarse con todo lo que tuviese de bueno.
Agregados a un numeroso grupo, voceando, alborotando y dando empujones y puñetazos a los desprevenidos hijos del celeste imperio que encontraban al paso, se dirigieron a Fai-Tsung, una de las principales arterias de la ciudad, en la que se encuentran instaladas las mejores tiendas, caracterizadas por grandes insignias blancas, negras y rojas, adornadas de dragones, que cubren una buena parte de las aceras. Después de haber recorrido más de veinte, los bandidos eligieron una vasta, repleta de porcelanas, artículos de bambú, piezas de seda, saquitos de té, juguetes, estatuitas de marfil y objetos de bronce. Considerándola indicada para sus propósitos, entraron en masa haciendo un ruido espantoso, se apoderaron de un pequeño chino que se había adelantado a atenderlos, lo amordazaron y sin perder tiempo empezaron el pillaje de las mercaderías más valiosas revolviendo estantes y vitrinas y sin preocuparse de los destrozos que causaban.
Se hallaban en eso desde hacía algunos minutos, cuando de una puertita oculta por un biombo salieron una media docena de dependientes y se pusieron a golpear un enorme gong de cobre colgado de una percha. Al formidable sonido del tam-tam, una masa de chinos de los que circulaban por la calle acudió inmediatamente a obstruirles la salida a los ladrones, los cuales, pasado el primer instante de sorpresa, se armaron de estacas de bambú y trataron de abrirse camino. Pero otra avalancha de hijos del país armados de largos bastones que manejaban con admirable maestría, vino a reforzar a los primeros gesticulando y profiriendo insultos y amenazas. Se produjo una gresca fantástica en la que los piratas llevaban la peor parte, tanto, que no sabiendo cómo esquivar la tempestad de golpes que recibían, decidieron echar mano a los cuchillos. Fue entonces que apareció una pandilla de bombarderos, que comenzó a fulminarlos con petardos y chorros de fuegos artificiales que si bien no causaban daño, al explotar y quemar, amenazaban con dejarlos ciegos. Impotentes los pícaros contra un ataque de ese género; abochornados por las risas y burlas de los espectadores, y temiendo, sobre todo, que los tratasen peor, ataron los cuchillos a los bambúes e intentaron romper el cerco humano que los acorralaba.
De pronto se escuchó un gran vocerío en el extremo de la calle y vieron cómo los chinos que los rodeaban emprendían una precipitada fuga: cincuenta soldados del celeste imperio acababan de aparecer y estaban repartiendo golpes a diestra y siniestra con la contera de las lanzas con que estaban armados. Los avisados bandidos, viendo la vía libre, sin esperar más, salieron volando. Y llevaban ya corridos algunos cientos de metros cuando llegó a sus oídos un estampido de cañón.
-¡Es el del “Garona”! –gritaron varios de ellos deteniéndose de golpe.
-¡Hemos sido traicionados! –dijeron otros.
-¡Adelante! –decidieron todos.
Llegados a la ribera ocuparon las dos lanchas que habían dejado allí estacionadas y remaron con furia hacia el lugar en que se encontraba el velero. Cuando estuvieron a su costado vieron que los compañeros desplegaban febrilmente las velas y cargaban los cañones, y una vez a bordo corrieron al puente a informarse qué sucedía.
-¡Miren! –les dijo el segundo indicándoles un punto en el río.
Cada uno de ellos sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo: un bergantín estaba entrando en el puerto a velas desplegadas y era precisamente el que habían saqueado cerca de las costas de Australia. El capitán Parry, temiendo ser descubierto, había dispuesto se hiciesen los preparativos para escapar y defenderse en caso necesario. Pero también Banes había reconocido al bergantín y sin pensarlo mucho, corrió al cuadrado de popa y por una de las portillas hizo ondular la bandera negra a fin de llamar su atención. Debió ser vista sin duda por algunos de los marineros agrupados en la cubierta, porque de allí partieron gritos terribles de:
-¡El pirata! ¡El barco pirata!
Cargado de velas y empujado por el ciento y la corriente, el “Garona” ya descendía rápidamente por el río.
-¡El pirata huye! –gritaban los ingleses del bergantín.
De las otras naves se iban desprendiendo lanchas cargadas de hombres armados que se disponían a darle caza, mientras el bergantín intentaba cortarle la ruta. Pero Parry, con una hábil maniobra, pudo esquivar el abordaje y el buque pirata pasó como una flecha por entre los enemigos que le disparaban cañonazos, alcanzó la punta del islote Bocatigris, dio la vuelta a la isla de Macao y entró en las amarillentas aguas del mar de China.