Capítulo 9. La isla de Cuba

La situación se hacía cada vez más grave. El capitán, inquieto, paseaba de la mañana a la noche por el puente sin hacer caso del calor tórrido que reinaba; el segundo, permanecía encerrado en su cabina bebiendo o durmiendo; el oficial, agitado, seguía los pasos de su comandante, el cual de tanto en tanto se detenía cerca de la escotilla a escuchar los gritos roncos de los negros que pedían continuamente:

-¡Agua! ¡Agua!

-¡Si esto sigue así –exclamó con rabia- llegaré a Cuba sin un solo esclavo vivo!

-Es verdad –convino Ravinet secándose el sudor de la frente-. Como el viento no venga a refrescar un poco, también nosotros la pasaremos mal.

-¡Esta inacabable calma chicha…!

-Parece que hemos escapado a la muerte en la batalla naval para venir a perecer de calor y sed en la zona tórrida.

-¡Daría un año de vida por un cubo de agua fresca o una ráfaga de viento! ¡Decididamente este quinto viaje es para mí desafortunado!

-¿Cuándo acabará este agotador reposo?

-Haría falta una tormenta y no se ve una sola nube. Esta región es fatal. Hace tres años encontré un barco portugués en el que toda la tripulación había muerto de sed.

-Sí; era el “Gomes Lusiades” –ratificó el oficial suspirando.

-¿Por qué suspira? –le preguntó el comandante al ver que se le alteraban las facciones.

-Tenía un hermano a bordo de ese leño…

-Lo siento. Esperemos que no nos toque a nosotros la misma suerte.

Transcurrieron cuatro días más. La fiebre amarilla había disminuido un poco, pero la calma perduraba; el cielo inflamado volcaba sobre el mar torrentes de fuego, como si quisiese quemar la nave y absorber el océano. Fue el 30 de noviembre que el primer aquilón se hizo sentir. Las velas del “Garona” se inflaron poco a poco bajo aquella ligera brisa y después de tanto tiempo de inmovilidad absoluta, la nave empezó a moverse y pudo reanudar la travesía abandonando las aguas funestas.

La impresión que produjo el primer balanceo fue grande, lo mismo entre los marineros que en los negros: los primeros se precipitaron de sus hamacas y corrieron a cubierta lanzando gritos de júbilo y agitando vivamente los brazos; los segundos, apenas notaron que el barco se alejaba de esos parajes de muerte, recuperaron la paz y dejaron de exhalar lamentos y proferir imprecaciones. En cuanto al capitán Solilach, parecía haberse vuelto otro hombre; hablaba por diez y recorría sin descanso el puente de arriba abajo prodigando frases de aliento a todo el mundo. El segundo abandonó la cabina y fue a reunirse con los demás, pero, cosa extraña, su rostro en lugar de expresar contento, se mantenía frío e impasible. Lanzó una mirada rencorosa al capitán, masculló algunas palabras que nadie pudo entender y se aisló a popa, entreteniéndose en contemplar la blanca estela que iba dejando la nave. Asombrado el comandante de tan raro comportamiento, se acercó al oficial para comentar:

-Temo que un golpe de sol le haya atacado el cerebro a Parry.

-No lo creo –replicó Ravinet.

-¿Notó usted la mirada que me dirigió? ¿Estará borracho?

-Camina demasiado derecho para estarlo, aunque no tendría nada de particular, pues le gusta bastante empinar el codo.

-Después del incidente con los esclavos no me ha hablado, es más, ha tratado de regirme.

-Sí; me percaté de ello. Parece que le desagradó especialmente el que haya liberado a Bonga. Póngase en guardia, capitán, y no lo pierda de vista. De un pirata todo puede esperarse.

-¡Bah! ¡Que se vaya al diablo! –dijo Solilach encogiéndose de hombros.

El “Garona”, empujado por el buen viento, corría velozmente al encuentro de la costa americana; el aire penetraba más fresco y puro al compartimento de los negros, que respiraban mejor. Bonga los visitaba a menudo, les daba ánimos y los consolaba diciéndoles que el capitán vendería a los maridos con sus respectivas mujeres y a los padres con sus hijos para no separarlos. Los ex súbditos escuchaban al que fuera su jefe resignados y envidiosos de su libertad. Muchas veces el capitán, accediendo al pedido del gigante, permitía que en grupos de a seis fuesen a pasar algunas horas a cubierta, cosa que por otra parte favorecía sus intereses, porque los conservaba más sanos y fuertes y podría sacar de ellos mejor precio. A quien ponían fuera de sí estos rasgos de humanidad, era al segundo, el cual cuando los negros estaban en el puente se apresuraba a encerrarse en su cabina, con una mueca de burla dibujada en los labios.

Un día Solilach, resuelto a aclarar de una buena vez la situación, lo abordó en el momento en que aparecía sobre cubierta.

-Señor Parry…

El segundo se volvió bruscamente, y al ver a su superior hizo un gesto de contrariedad, pero se dominó al instante y, tratando de sonreír, preguntó:

-¿En qué puedo servirlo, capitán?

-¡Nada de charlas, señor mío! Quiero pedirle me diga qué significan su silencio y las miradas iracundas que me dirige.

-¿Silencio? ¿Miradas? ¿Quiere usted bromear, capitán? –exclamó el segundo simulando sorpresa.

-¡Por mil escotillas…! ¡No estoy ciego!

-¡Pero se engaña, capitán! –mintió el pirata-. Por el contrario, es a mí que me ha parecido que usted trataba de evitarme. Tal es así que creyendo que mi presencia le resultaba molesta, procuraba mantenerme alejado.

-¿Y los gestos y muecas que hace cada vez que doy una hora de libertad a algunos esclavos?

-Disculpe, capitán, pero ése es otro asunto. ¡Qué quiere, odio a los negros y no puedo verlos cerca de mí! Tengo una vieja cuenta pendiente con esa raza.

-¿Acaso lo hicieron víctima de alguna mala partida?

-Me tomaron prisionero durante una cacería de esclavos y me habrían asado como a un pollo si no hubiesen llegado a tiempo mis marineros.

-¿De modo que no está disgustado conmigo? ¿Que somos otra vez amigos? –preguntó el capitán tendiéndole la mano.

-Sí; para siempre –afirmó el segundo estrechándosela calurosamente.

Solilach fue a reunirse con el oficial a proa y lo hizo partícipe de las paces hechas, mientras el segundo permaneció en el sitio en que se hallaba sonriendo sarcásticamente.

La navegación proseguía en forma satisfactoria, con un viento favorable, que imprimía al velero una velocidad media de ocho millas por hora; la tripulación, teniendo poca faena que atender, se pasaba el tiempo fumando, jugando a las cartas o relatándose hechos fabulosos dignos de las Mil y una noches. El doce de diciembre, un marinero que había trepado a la cofa del palo mayor divisó tierra a unas veinte millas y se apresuró a anunciarlo. El comandante y el oficial corrieron a la banda de babor para corroborarlo. Pronto entrevieron a través de la bruma un pico que perforaba el azul del cielo.

-Es una isla –reconoció el oficial-. ¿Cuál supone que puede ser, capitán?

-Debe ser la de San Pablo… pero aguarde a que traiga el sextante.

Unos minutos después tomaba la altura del sol y su hipótesis quedó confirmada.

-Estamos casi a mitad de camino –agregó- y si el viento se mantiene como hasta ahora, antes de veinte días llegaremos a Cuba. Esta mañana, empero, he observado que el barómetro mostraba tendencias a bajar.

-¿Dónde atracaremos? –quiso saber el joven Ravinet.

-Cerca de Santiago, pues no sería prudente entrar en el puerto a causa de los muchos buques ingleses y franceses que se encuentran allí, sin que falten los cruceros.

-¿Cómo se las arreglará entonces para…?

-Lo verá más tarde… -Se interrumpió para mirar las velas-. El barómetro no se engañaba; las primeras ráfagas ya están aquí.

El aspecto del cielo se había vuelto amenazador: las nubes se agrupaban unas sobre otras impulsadas por corrientes contrarias; las sombras iban creciendo y a los silbidos del viento se agregaban ahora los mugidos del mar. El “Garona”, con el velamen reducido, corría velozmente, hendiendo las olas que comenzaban a encabritarse. Se hallaban cerca de la costa americana, esto es, en una zona muy frecuentada por las borrascas, y por ello Solilach creyó prudente tomar todas las medidas para no dejarse sorprender por el huracán.

Se consolidaron los mástiles, sobre todo los de cofa, con fuertes cordajes de reserva; las maromas de sostenimiento fueron reforzadas y renovadas algunas; se colocaron acolchados en los sitios en que las vergas y las velas vienen a chocarse; los cañones fueron amarrados a las bordas con fuertes cables, las llaves de tiro cerradas, y se prepararon las velas de fortuna. Cuando todo estuvo listo, el comandante se cruzó de brazos y esperó. Los marineros, cada cual en su puesto, miraban con indiferencia las olas espumantes que iban a estrellarse con fuerza contra los costados del barco, pero a la hora se habían vuelto gigantescas y movidas de distintas direcciones llegaban hasta el alcázar y muchas lo cubrían. Con el recio balanceo rodaban de un lado al otro los pobres negros.

Casi todo el día el velero fue juguete del mar y por la noche la tempestad había adquirido tal violencia y el viento era tan potente, que volaba con una celeridad increíble hacia la región antillana. Reventaron velas que desaparecieron en la oscuridad; las aguas rompieron las bordas e invadieron con furia el puente derribando aparejos y hombres. El capitán, firme en su puesto, al ver que no podía luchar contra los elementos, dejó que la nave siguiese el curso a su voluntad. Pero en estas condiciones resulta extremadamente difícil gobernarla, por lo que a pesar de la pericia y bravura del segundo, que había empuñado el timón, daba bordadas de varios cuartos de una banda a otra. Tan zarandeado fue el “Garona” durante cuatro días, que repetidas veces oficiales y marineros llegaron a proponer al comandante cortar la arboladura para que pudiese resistir mejor a la fuerza del viento, pero Solilach había rehusado siempre poner en práctica tal recurso. Afortunadamente la tempestad comenzó a amainar, las olas fueron perdiendo violencia y el barco moderó su loco bailoteo. Ya era tiempo, porque la tripulación había llegado al límite de sus energías y los negros de su resistencia. Al oeste, a unas dieciocho millas a barlovento, se dibujaba una tierra baja.

-¡Ya estamos frente a las Antillas! –anunció el capitán después de haber fijado a mediodía la posición del velero.

La isla de Antigua, que se encuentra entre la de Johnstown y la Redonda, surgía como una roca perdida en el mar. El capitán, sin vacilar, mandó desplegar todas las velas de fortuna con el fin de alcanzar a la brevedad posible el estrecho que divide la isla de Cuba de la de Santo Domingo. Al cabo de dos días ponía la proa sobre Puerto Rico y veinticuatro horas más tarde se hallaba a la vista del Cabo Engaño. Pasó por delante y se aventuró a lo largo del banco Silver, cruzó a medianoche, al claro de luna, por la isla La Tortuga, célebre por sus filibusteros, y a la mañana siguiente la embarcación se deslizaba por el canal de Paso del Viento. Corrió todavía por espacio de dos días algunas bordadas a causa de las corrientes contrarias que sopla-ban en el estrecho, luego rasando las costas cubanas dobló al sur y a las tres de la tarde el vigía señaló la angosta entrada a la bahía de Santiago.

-¡Todo va bien! –exclamó Solilach alegremente y refregándose las manos.

Dejó que la nave se acercase más a tierra y echó anclas en una ensenada desierta llamada Loma de Guinea. Allí mandó que se recogieran todas las velas y el “Garona” quedó inmóvil a menos de dos millas de la costa y a siete de la boca de Santiago.

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