Capítulo 20. De regreso al islote

El “Garona” entre las espumosas ondas que levantaban las ráfagas del norte, se alejaba rápidamente de la isla de Borneo. El mar estaba agitadísimo, el viento impetuoso y un aguacero diluvial inundaban el puente. Parry, sereno, dirigía la maniobra con voces claras y precisas.

-¡Mala noche! –le dijo el segundo acercándosele-. Primero los salvajes y ahora la tormenta.

-Tiene usted razón; este maldito viaje no podía haber sido peor. Hasta me parece un milagro que hayamos podido escapar de tantos peligros.

-Los hombres que hemos dejado en la fortaleza estarán inquietos por nuestra tardanza.

-¡Con tal que no nos hayan hecho una mala jugada! La otra noche soñé con ellos y los vi escapando con la caja de los caudales.

-¡Horrible sueño! –exclamó el dinamarqués.

-¡Que hace poner la carne de gallina!

-¡Como si nos hiciera falta todavía eso para colmar la medida de nuestras desventuras!

-Esta malhadada expedición ya nos ha medio arruinado.

-¡Ojalá lleguemos pronto al islote!

-La tormenta parece que se está calmando; el viento norte demuestra que se ha cansado y ello es una lástima, porque nos empujaba con gran velocidad hacia nuestra meta.

A la medianoche embocaban el estrecho de Macassor, entre Borneo y las Célebes, y durante diez días el velero prosiguió su ruta hacia el sur sin ver tierra; al undécimo avistaba la isla de Sumbava y veintiséis días después alcanzaba el cabo Entrecasteana. En esos parajes el viento sopla fuerte, de manera que pudo redoblar la marcha y una semana más tarde oír cómo uno de los vigías señalaba desde su cofa el islote a quince millas sotavento.

-¡Por fin! –exclamó el capitán suspirando.

-Yo empiezo a temblar, comandante –le dijo el segundo-, pues pienso en su sueño. Esperemos que no se cumpla.

-¡Tonterías! –se mofó Parry-. A los sueños no hay que hacerles caso.

Cuando la nave estuvo a ochocientos metros del fuerte mandó tirar un cañonazo a pólvora para anunciar la llegada. La detonación retumbó en el ámbito del mar y fue a apagarse contra las rocas. Por algunos minutos todo el personal de a bordo esperó en vano la respuesta: el islote se mostraba desierto y no aparecía en él la menor señal.

-¡Condenación! –rugió el comandante secándose el sudor helado que le inundaba la frente-. ¿Qué mi sueño se haya vuelto realidad?

-¿Qué significa este silencio? –comenzaron a preguntar algunos filibusteros.

-Hay que tomar precauciones –advirtió el contramaestre-. El fuerte puede haber sido tomado y los ocupantes tendernos una celada.

-¿Habrán exterminado a los camaradas? –preguntaron varios.

-Tiren otro cañonazo –ordenó el capitán.

Tampoco esta vez el fuerte dio señales de vida. Entonces Parry mandó cargar todas las piezas del barco y acercó este a la roca echando el ancla a la embocadura del canal. Se puso una chalupa en el agua y el segundo y ocho marineros bien armados se internaron en la bahía. Cuando estuvieron allí, notaron inmediatamente que faltaba una de las lanchas y que todo estaba silencioso como si el lugar hubiese sido abandonado. El dinamarqués hizo virar de bordo y volvió al “Garona” presa de una nerviosidad indecible.

-Deben de haber huido –informó a Parry- y hecho realidad lo que usted vio en sueños.

-¡Miserables! –gritó aquel con cólera violenta-. ¡Si tal resultara, no van a escapar a mi terrible venganza!

-¿Qué tiene, capitán? ¿Qué ha sucedido? –quisieron saber muchos marineros acercándosele.

-¿Pero no comprenden?... ¡Que los infames se han escapado llevándose todas nuestras riquezas!

-¿Es posible?

-¡Ya lo van a ver!

El velero, remolcado por cuatro lanchas fue a fondear en la bahía. Seguido por sesenta hombres, el capitán llegó a la cintura amurallada del fuerte cuyo portón estaba de par en par abierto. Todos se precipitaron al interior lanzando gritos estentóreos y recorrieron las habitaciones una por una sin encontrar alma viviente. Delante de la puerta de uno de los almacenes el comandante se detuvo: un olor nauseabundo, como de carne podrida, salía de allí.

-¡Olor a muerto! –murmuró.

-¡Entremos! –dijeron los que lo seguían.

Desfondaron la puerta y penetraron en el local tapándose las narices. Un hombre acribillado de heridas se hallaba tendido en medio de un charco de sangre: a su lado había un fusil partido en dos y una hoja de papel con algo escrito. Parry se apoderó de ella y leyó: Los bandidos me han herido gravemente y han huido llevándose todo el oro.

-¡Canallas! –rugió el pirata robado.

-¡A la caja! ¡A la caja! –aullaron los cómplices exasperados.

Invadieron el recinto contiguo y vieron que el cofre de hierro yacía destrozado a golpes de maza en el suelo y completamente vacío. Aquí y allá se percibían algunas piezas de oro que los evadidos no se cuidaron, sin duda, de recoger.

-¡Vacía! ¡Vacía! –gritaba Parry en el colmo de la rabia y la desesperación.

-¡Venganza, capitán! ¡Venganza! –bramaban haciéndole coro sus subordinados.

-¡Sí, amigos; esos miserables no escaparán al castigo! No deben haber pasado muchos días desde que han abandonado el fuerte.

-¡Persigámoslos! ¡A muerte! ¡A muerte!

Antes de media hora el “Garona” había salido de la ensenada y volvía al mar abierto para iniciar la persecución de los fugitivos. El capitán Parry y todos sus hombres querían recuperar el fruto de sus piraterías que otros piratas les habían arrebatado. De la gente de a bordo sólo Banes y Bonga gozaban con los continuos reveses que la banda venía sufriendo desde hacía algún tiempo, como si fuese el comienzo de su expiación por el asesinato del buen capitán Solilach.

-Comandante, ¿hacia dónde enderezamos? –preguntó el dinamarqués para poder dar la ruta a los timoneles.

-Hacia el estrecho de Torres –indicó el superior-. No creo que se hallen muy lejos y no tardaremos mucho en encontrarlos.

-En efecto, no pueden tragar millas con una lancha.

-¡Si les echo las manos encima, los voy a cortar a pedacitos! –prometió el capitán.

-¡Hay que quemarlos vivos! –aconsejó la chusma salvaje.

El “Garona” navegó en dirección a Australia durante cuatro días sin divisar la chalupa de los ex tripulantes, y después de largo indecisión, Parry optó por desviarlo hacia el sudoeste. El rencor que bullía en el corazón de los filibusteros iba adquiriendo cada día mayores proporciones. ¡Ay de los fugitivos si hubiesen sido apresados en esos momentos!... En la mañana del 18 de septiembre un marinero que por casualidad había vuelto su anteojo al sur notó un punto blanco a diez millas sotavento.

-¡Son ellos! –fue el grito que se escapó de todos los pechos.

El timonel recibió la orden de dirigir el barco hacia aquella orientación y toda la piratería diseminada en los puntos de observación de bandas y mástiles, seguían con avidez las oscilaciones de la pequeña vela. A la hora sólo dos millas los separaba de ella y ya sin la menor duda de que era la que buscaban, lanzaron terribles alaridos de júbilo bestial. Los fugitivos, aferrados a los remos, los agitaban afanosamente, aunque estaban seguros de que todo esfuerzo era completamente inútil. Cuando estaban a cincuenta metros, vieron que se desprendías tres lanchas del costado del velero, las cuales volaban a cortarles la retirada. Remando con la fiebre de la desesperación, pudieron conservar la distancia durante media hora, pero pronto fueron rodeados y abordados y a pesar de la denodada resistencia que opusieron, se encontraron amarrados y transferidos al buque del que fueran marineros. Pero lo inconcebible fue que, revisada minuciosamente la embarcación que ocupaban, no se encontró una sola moneda de oro.

Los piratas regresaron a bordo furibundos, arrastrando y dando golpes a los traidores. Cuando el capitán los tuvo en su presencia, preguntó al mayor de ellos, que no tendría más de treinta años, con voz colérica:

-¿Dónde está el oro?

El interrogado cerró los párpados, apretó los dientes y no contestó.

-¡Muerte y condenación! –rugió Parry con los ojos inyectados de sangre-. ¿No quieres responderme? ¿Me crees hombre que se conforme con un encogimiento de hombros? ¡Habla o te mando que te corten la lengua!

En lugar de contestar, el fugitivo, a la par de sus compañeros, miraban con odio y terror al mismo tiempo, al comandante y a la tripulación. Un murmullo amenazante circuló por las filas de los bandoleros y algunos de ellos sacaron a relucir sus cuchillos. Parry los detuvo con un gesto.

-¡A sus puestos! ¡Es a mí a quien toca juzgar y castigar, no a ustedes!

Volvió a encararse con los apresados y con voz que le costaba trabajo hacer firme por la rabia que lo dominaba, les dijo:

-¡Con que se han puesto de acuerdo para no responder! ¡Muy bien! Pero les advierto que los someteré a los más horribles tormentos hasta que confiesen. Por ahora serán encerrados en una cabina y guardados a vista, para que tengan tiempo de reflexionar. Mañana les enseñaré de lo que soy capaz.

Entre los insultos y las maldiciones de sus camaradas, fueron llevados sin que opusieran la menor resistencia, y al día siguiente Parry mandó traer al puente sólo al hombre que había interrogado la tarde anterior. Este, cuando estuvo frente a él, cruzó los brazos sobre el pecho con toda calma y dirigió una altiva mirada a los que lo rodeaban. El que fuera su jefe lo tomó de un brazo y sacudiéndoselo brutalmente le preguntó:

-¿Dónde está el dinero? ¡Habla, canalla!

El interrogado se puso pálido pero permaneció mudo. Parry, en un acceso de furia, lo derribó de un golpe.

-¿Persistes todavía en tu silencio? Mira que la tripulación del “Garona” no te perdonará tu acción infame y hay cien cuchillos listos para despellejarte vivo.

Blanco como la cera, pero tranquilo, el golpeado giró los ojos en torno como si buscase alguna ayuda. El capitán que lo vio, asaltado por una sospecha se lanzó de un brinco entre los marineros con las pistolas en las manos.

-¿Es que hay traidores a bordo? –gritó-. ¿Tendrá este hombre cómplices entre nosotros… ¡Cuidado, que yo no soy el capitán Solilach!

Nadie se movió, asombrados todos de que los fugitivos pudiesen tener cómplices en el barco. Parry dirigió una mirada incendiaria sobre la chusma, logró serenarse y volvió al prisionero que estaba tratando de ganar la proa. Le apuntó una de las pistolas y le preguntó con calma glacial:

-¿Quieres hablar?

-¡No! –contestó aquel con voz firme.

-¿Es tu última palabra?

Como respuesta su interlocutor dirigió la vista a otro lado. Entonces el jefe de los bandidos lo arrinconó contra la banca y le rompió un brazo de un pistoletazo. Instantáneamente seis o siete desalmados se echaron, cuchillo en mano, sobre el herido y le perforaron cara y pecho a puñaladas.

-Traigan a los otros –ordenó el implacable verdugo.

Entre gritos, blasfemias y maldiciones fueron traídos los cuatro compañeros del ejecutado. Estos, al ver el cuerpo destrozado, se pusieron a temblar.

-¡Si no quieren seguir la misma suerte de su compañero, hablen! –les dijo Parry.

-No… sí… sí, hablaremos –balbucieron los desgraciados.

-¿Dónde está el dinero?

-En el fuerte.

-¿En el fuerte? –exclamaron asombrados los circunstantes, mirando con incredulidad a los cuatro traidores.

El capitán hizo seña de callar y acercándose más a los declarantes les dijo en tono conminatorio:

-Pongan atención en lo que dicen, porque si mienten van a sufrir los mayores tormentos. Permanecerán encerrados hasta que lleguemos al fuerte y ¡ay de ustedes si no han dicho la verdad!

-¿Y si la hemos dicho, nos perdonará la vida?

-Lo sabrán más tarde. Ahora díganme por qué motivo dejaron allí el tesoro en lugar de llevarlo con ustedes.

-Eso a usted no debe importarle –contestó uno de los prisioneros.

-¡Por el diablo! Quiero saberlo porque sospecho que habrán tenido algún grave motivo. Como sospecho también que pueden tener cómplices.

-Se engaña, capitán.

-¿Quieren que se lo diga yo? –gritó entonces Parry con ira-. ¡Ustedes, miserables, trataban de llegar a Australia para vendernos al gobierno inglés y luego volver al fuerte a recoger el dinero escondido! ¡Si no hubiese sido ese su propósito no se hubieran separado del tesoro!

Los marineros, vueltos furiosos por la revelación, quisieron arrojarse sobre los prisioneros, pero el comandante, con un gesto, los contuvo.

-Por ahora déjenlos vivir y enciérrenlos con buena guardia a la vista.

El “Garona” volvió proa al norte y cinco días después echaba el ancla en la bahía que le servía de refugio. La pirática tripulación desembarcó a los cuatro ex camaradas y los llevó a empujones por la escalinata que conducía al fuerte. Cuando llegaron a la cintura externa, estos dieron una vuelta en torno a un bastión, hicieron algunos pasos y en un punto en que se notaban señales trazadas en el suelo se volvieron hacia el capitán y declararon:

-Aquí hemos escondido el tesoro.

Cinco hombres se pusieron a excavar con zapas y pusieron al descubierto una gran caja blanca.

-En esa caja está guardado el oro –dijo uno de los prisioneros.

Parry, sin decir palabra, la hizo retirar y abrir, comprobando que no le habían mentido. Y ya seguro de haber recuperado sus malhabidas riquezas, se volvió hacia los cuatro infelices y con rencor salvaje les gritó:

-¡Y ahora, a nosotros, canallas!

-¡A muerte! –aullaron los filibusteros.

Los cuatro hombres, pálidos, temblorosos, miraron con ojos extraviados a sus feroces camaradas.

A pesar de conocer el salvajismo de sus ex camaradas, habían guardado una secreta esperanza de salvar sus vidas al devolver el oro robado.

-¡Pero… ustedes… nos habían prometido… la gracia! –clamaron.

-¿La gracia? –exclamó con risa sarcástica el inhumano Parry-. ¡Ahora verá cuál es la gracia que se aplica a los traidores!

-¡Perdón, capitán, perdón! –imploraron los infelices arrojándose a sus pies.

El desalmado hizo una seña y diez de sus forajidos los aferraron y llevaron al borde de la roca, que en aquel lugar caía casi a pico sobre el mar.

-Amigos: ¿qué pena merecen los que traicionan vilmente la confianza puesta en ellos y roban a sus camaradas? –preguntó con sonrisa siniestra.

-¡La muerte! –contestó el chusmaje, contenido a duras penas, ávido de sangre.

-¡Pues que se cumpla! –sentenció su conductor con fruición brutal.

Dos de los piratas aferraron a uno de aquellos desventurados y, a pesar de su desesperada resistencia, lo arrastraron a la orilla de la meseta y allí lo tuvieron sujeto para permitir que el capitán le descerrajase un tiro en el pecho; luego, de un empujón, lo lanzaron al vacío y toda la banda festejó el espectáculo que ofrecía su cuerpo rebotando de peña en peña hasta unirse deforme y ensangrentado en las profundidades del mar. Después que se les aplicó el mismo castigo a los otros prisioneros, el perverso comandante se dirigió a su mesnada para advertirle:

-¡Ténganlo presente: idéntico fin tendrán todos los traidores! Y ahora, amigos, vamos a olvidar con un buen festín este triste acontecimiento.

Dos horas más tarde, en la gran sala del fuerte, capitán, lugarteniente, oficiales y marineros, se entregaban a una repugnante orgía, en la que se vaciaron barriles enteros de ron en medio de una batahola infernal, festejando el retorno del viaje que ya consideraban postrero, y la recuperación del tesoro que habían dado por perdido.

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