Después de dos días de rápida navegación, el velero llegaba sano y salvo a su refugio del islote. Los desperfectos sufridos por las balas enemigas habían sido reparados y los diez hombres muertos por la metralla arrojados al mar. Sin perder el tiempo, el capitán Parry hizo desembarcar los doce cañones que formaban el armamento del “Garona” y colocarlos en los bastiones del fuerte. Estaba seguro que la fragata, una vez arreglados los deterioros y compuesto el velamen, se lanzaría en su busca y tarde o temprano descubriría la guarida, por lo que era urgente hacer todos los preparativos destinados a rechazar el ataque, que sin duda sería formidable.
Ante todo, mandó cerrar el canal que conducía a la ensenada con gruesas cadenas sujetas a escollos y a diversas profundidades; en dos altas rocas que lo dominaba, se emplazaron sendas piezas de veinticuatro y las restantes fueron dispuestas en la parte septentrional del fuerte, donde el escalamiento era más fácil y por tanto expuesta a un probable desembarco. Se llenó de agua cierto número de toneles que fueron distribuidos en las dependencias internas para poder extinguir prontamente cualquier principio de incendio. Se destinaron sesenta hombres al servicio de la artillería y los otros ochenta, munidos de fusiles de largo alcance, se dispuso que debían desparramarse por las rocas en el momento oportuno para molestar con su fuego a los marinos de la fragata.
En dos días quedaron terminados todos los preparativos. El barco francés no había aparecido en el horizonte, pero todos estaban convencidos de que lo haría de un momento al otro, y hasta a alguno le pareció distinguirlo durante el crepúsculo del segundo día. Esa misma noche, mientras los centinelas dispuestos en las rocas vigilaban cuidadosamente, Banes subió en silencio a la muralla y con un pequeño anteojo se puso a explorar el horizonte. Hacía varios minutos que estaba en observación, cuando se sintió asir del brazo. Instintivamente dio un salto atrás y escondió el anteojo en el bolsillo.
-¿Qué estabas haciendo? –le preguntó una voz bien conocida.
-¡Ah! ¿Eres tú, Bonga?
-¿Has descubierto algo? Mis ojos ya han visto la fragata; mañana estará aquí.
-Sí; me parece haberla percibido. Va a dar qué hacer a estos bandidos.
-¿Crees que podrá destruir el fuerte?
El coloso blanco sacudió la cabeza con aire incrédulo.
-No, no lo creo –suspiró-. Esta posición es casi inabordable. El bombardeo causará pérdidas a los piratas, pero los del barco no saldrán mejor tratados. Vamos a descansar, Bonga; mañana no tendremos tiempo de hacerlo.
No –dijo el africano-; antes quiero cerciorarme de que lo que vi es la nave de guerra.
Banes se marchó a dormir y al día siguiente fue despertado por una enorme gritería que llenaba los ámbitos del fuerte.
-¡La fragata! ¡La fragata!
El brasileño estuvo en pie en un instante, tomó el fusil y corrió al puente. Todos los tiradores estaban en su puesto y los cañoneros cargaban las piezas. El barco francés se acercaba rápidamente y podían verse a los marineros detrás de las bocas de fuego y a lo largo de las bandas armados de fusiles, así como en cofas, mesetas y vergas. Cuando estuvo a quinientos metros del islote, la “Bellona” arrolló gran parte de las velas y los artilleros apuntaron sus piezas listos para abrir el fuego. Parry a su vez hizo dirigir contra ella sus veinte cañones. A mediodía la bandera negra fue izada en el mástil del fuerte y uno de los de mayor potencia inició la batalla enviando una bala de treinta y seis al puente de la nave enemiga. En seguida tronaron cuarenta bocas de fuego casi al mismo tiempo, con horrendo fragor: veinte de cada lado. La fragata, después de haber descargado los de babor, giró lentamente sobre sí misma e hizo otro tanto con los de estribor, granizando las rocas y los bastiones; luego se alejó un tanto para tener mejor tiro y reanudó la música infernal con tal número de granadas, que los piratas diseminados en las escolleras tuvieron que desalojarlas y repararse detrás de los muros.
También los veinte cañones del fuerte se habían mostrado activos y sus balas, cayendo como gruesas gotas de lluvia sobre la gran nave, destruían aparejos y mataban gente. El duelo duró un par de horas con grandes pérdidas por ambos bandos, hasta que la fragata agrandó la distancia para dar a sus hombres un poco de descanso. Por la tarde reanudó el combate descargando algunas granadas contra la parte meridional del fuerte, y a las cuatro aprovechó un golpe de viento para ponerse en pana a unos tres mil metros, a fin de desembarazar la cubierta de escombros y cadáveres y reparar los daños.
Parry contó once muertos entre los suyos; mandó renovar la provisión de pólvora y balas y redobló la guardia para precaverse de un posible desembarco del enemigo protegido por las sombras de la noche. A las primeras luces del alba el pirata advirtió que el barco francés se había acercado a dos millas y que el bombardeo iba a comenzarlo con sus cañones de largo alcance. Esto le proporcionaba una buena ventaja, porque los del fuerte para tocarlo sólo podían utilizar los cuatro de treinta y seis. Parry se dio cuenta del ardid pero no se desanimó e inició con ellos el duelo. A la cuádruple descarga los franceses contestaron con una de diez, cuyos proyectiles cayeron en el centro de la fortaleza, perforaron techos y desmoronaron partes de muralla. Las catorce bocas de fuego funcionaban sin reposo: las balas del fuerte caían a bordo con una precisión matemática, ocasionando destrucción y muerte, pero las de los franceses no se desperdiciaban y desbarataban obras de defensa y abatían piratas.
A las dos horas de bombardeo la fragata se fue aproximando para utilizar la totalidad de sus cuarenta piezas, pero también hizo posible que los del islote pusieran en actividad las veinte de que disponían. A las diez se tiraba a metralla, casi a quemarropa, y de los flancos del barco se desprendían seis lanchas cargadas de marineros que se dirigían rápidamente hacia la entrada de la bahía. Parry dejó cuarenta hombres al servicio de los cañones y colocó el resto en las rocas para impedir a aquellos que tomasen tierra. Se entabló un vivísimo fuego de fusilería, pero al cabo los franceses lograron poner pie en las escolleras y comenzaron a trepar por las rocas. Las dos fuerzas chocaron a mitad camino de la plataforma y en esa pendiente resbaladiza y de piedras puntiagudas se produjo una refriega horrible. Pero no fue de larga duración: los marinos, más numerosos que los filibusteros, constriñeron a estos a retroceder y lo hubieran hecho hasta el fuerte si Parry no hubiese acudido con un refuerzo de veinte artilleros a sostenerlos.
-¡Adelante! ¡Adelante! –les gritaba-. ¡Un esfuerzo más y venceremos!
Banes en ese momento había abandonado su cañón y salido de la muralla para tratar de incorporarse a los franceses, y ya estaba por emprender el descenso cuando se vio detenido por un brazo de hierro.
-¡Párate, imprudente!
El brasileño se volvió como si lo hubiese mordido una serpiente y se vio a Bonga delante que le señalaba a los piratas trepando por las rocas y cuatro cañones apuntando a los marineros. Apenas si tuvieron tiempo para repararse de un peñasco que ya la metralla llovía sobre estos a una distancia de treinta pasos. Los franceses tuvieron que replegarse y reembarcar en sus lanchas llevándose una cantidad de heridos y dejando entre las rocas no pocos cadáveres. A bordo encontraron enormes daños: la cubierta estaba llena de materiales y cuerpos destrozados y las bandas del barco ya no ofrecían ningún reparo. Con un fleco y la vela mayor pudo alejarse penosamente a cuatro millas del islote.
Los piratas habían obtenido la victoria, pero el fuerte ofrecía a su vez un aspecto lamentable: una parte de la muralla se había desmoronado y algunos bastiones estaban deshechos, aunque bien mirados eran perjuicios que podían remediarse en cualquier momento. Por la noche celebraron la hazaña con un crapulesco festín, mientras afuera el viento soplaba con furia y el mar en extremo agitado estrellaba violentamente sus olas contra las rocas. A la madrugada, cuando Parry y sus bandoleros dirigieron la vista al horizonte, la fragata había desaparecido.
-¡No se ve! –exclamaron los primeros en asomarse.
-Se habrá ido a pique –supusieron otros.
-No; se verían sus restos –observó el segundo- y no se ve un solo pedazo de madera.
-Yo temo… -conjeturó el capitán- que hayan tomado el largo para hacernos pagar caro el triunfo.
-¿Y cómo?
-Sospecho que se hayan dirigido a Australia en busca de refuerzos y que un día u otro se nos venga encima una escuadra entera.
-¡En ese caso todo habría concluido para nosotros! –dijo el segundo completando el pensamiento del jefe-. ¿Qué podríamos hacer, señor?
-Habría que impedir a la fragata llegar a la costa. Tengo una idea.
-¿Cuál?
-Seguir a la “Bellona” y mandarla a pique. Está reducida a muy mal estado y bastarían pocos cañonazos bien dirigidos para acabar con ella.
-¡Me parece acertado, capitán! Vamos a hacer los preparativos.
Se volvió a armar el “Garona”, se retiraron las cadenas que cerraban la entrada a la bahía y unas horas después el barco, tripulado por ochenta hombres, enderezaba su proa hacia las costas de Australia.
-¡Si llego a apoderarme del barco, guay a los franchutes que lo ocupan! –amenazó el brutal comandante con rencorosa expresión.
-Tal como ha quedado no puede correr mucho –opinó el segundo- y si no lo alcanzamos hoy, lo haremos seguramente mañana.
-¡Quiéralo el diablo! Tengo impaciencia por ver colgados de las vergas a esos condenados, con su maldita fragata ardiendo bajo sus pies. ¡Qué hermosura de espectáculo…!
-¡Mire! –le indicó el lugarteniente-. Allá hay algo. ¿No ve a lo lejos un punto luminoso?
-Parece una vela –dijo Parry con un gesto de satisfacción.
En ese momento los vigías anunciaron:
-¡Nave a sotavento!
-¡Debe ser la fragata! –exclamaron varios.
Una voz cavernosa que no se sabía de dónde surgía imprecó:
-¡Miserables!
El capitán hizo una mueca de furor y llevó las manos a las culatas de sus pistolas; muchos tripulantes cambiaron de color. El punto blanco, en tanto, se hacía más grande y tomaba la forma de una vela. Se corrió tras ella todo el día y la noche a trapo tendido, sin que nadie abandonase el puente, la mirada fija en aquella mancha blanca, devorándola con los ojos. Pero cuando las luces de la aurora iluminaron el mar, la vela había desaparecido. Los piratas, con el capitán y el segundo en primera línea, vomitaban rabiosos torrentes de maldiciones.
-La volveremos a encontrar, comandante –confortó el segundo-. El “Garona” es demasiado buen cazador para dejarse escapar una presa, y herida por añadidura. Ha de haber aprovechado algún golpe de viento, sin duda.
-¡Así lo espero, por los cuernos de Satanás! –rugió el desalmado y viendo a su banda trepada a los palos, se desahogó con ella gritando-: ¡Bajen de ahí, sarta de imbéciles!
Transcurrieron veinticuatro horas más sin que se vieran señales del buque, y ya la tripulación comenzaba a murmurar de la mala suerte y de la falta de capacidad del capitán y de su lugarteniente. Pero a las once del tercer día se divisó la vela envuelta en una ligera niebla a diez millas sotavento. Inmediatamente se mandó ampliar el velamen para que la persecución se efectuase con más vigor. Poco después Parry, que no había separado su anteojo de la presa, aclaró a los circunstantes:
-No es la fragata, sino una goleta, y parece que está bien cargada.
-La buscaremos más tarde; por ahora pensemos en apoderarnos de ese cargamento.
-¿Puede ver qué bandera lleva?
-Sí; me parece que es la francesa.
-¡Malditos! ¡Van a pagar por los de la fragata a nuestros camaradas caídos! –aullaron los piratas.
-¡No les daremos cuartel! –prometió el capitán.
Una gran distancia había sido superada, tanta, que ahora se percibía aunque apagado, un rumor de voces.
-¿Qué significa eso? –preguntó Parry apoderándose del megáfono y haciendo señas a los artilleros de preparar los cañones.
-Debe ser que la tripulación del barco se ha dado cuenta que le estamos dando caza –explicó el segundo.
-¡Y qué caza! –ironizó el monstruo del comandante con acento feroz.
La goleta pronto estuvo a sólo dos millas; su capitán debió descubrir la clase de adversarios que tendría que afrontar, porque hizo emplazar dos cañones en el alcázar de popa. El “Garona”, con dos bordadas, se acercó hasta cincuenta metros cuando de pronto, sin que nadie la hubiese tocado, la vela mayor se desprendió de la verga y cayó con estrépito sobre el puente.
-¡Condenación! –bramó el capitán fulminando con una mirada asesina al bandidaje que lo rodeaba.
-Ha sido él.
El velero recobró su velocidad y maniobró para abordar a la goleta a sotavento. Sólo distaba de ella doscientos pasos cuando en su popa brillaron dos relámpagos y sendas balas de dieciocho atravesaron el puente, destrozaron la banda de proa y mataron tres facinerosos.
-¡Ah, canallas! –rugió Parry, y ordenó-: ¡Fuego, artilleros! ¡Fuego!
Seis proyectiles tomaron de filo a la goleta, le quebraron el palo del trinquete e hicieron saltar parte del castillo de proa a la par que herían a varios marineros. La nave asaltante se acercó más, le echó los garfios de abordaje y una vez sujeta, la masa de forajidos armada hasta los dientes, se precipitó al puente donde un puñado de hombres pálidos y sangrando la recibieron con una salva de fusilería. Poco duró la resistencia, pues fueron dominados por la aplastante superioridad numérica de los piratas, que los acribillaron a tiros, hachazos y cuchilladas, hasta acorralarlos a las bordas y arrojarlos al mar. Una vez aniquilada la entera tripulación, los bandidos transbordaron al “Garona” toda la carga que llevaba la goleta, compuesta de piezas de terciopelo y de sedas provenientes de Calcuta; los dos cañones con que se había defendido; los víveres, los aparejos y dos cajas de hierro halladas en el camarote del capitán que contenían doscientos mil dólares en oro destinados al Banco de Melbourne.
-¡Tendrá que privarse de ellos! –comentó el jefe de los piratas en tono de chanza al mandar que los llevaran a su cabina.
Cuando todo estuvo transportado, los desalmados prendieron fuego al barco y se alejaron unos quinientos metros para gozar del dantesco cuadro. El incendio duró toda la noche y a su resplandor, que iluminaba al océano en varias millas a la redonda, a bordo del velero se reía, danzaba, cantaba y bebía, mientras en el cuarto del capitán este, con el segundo y el contramaestre, vaciaban una barriquita de “arak” jugando al monte español. En la madrugada, mientras el buque pirata se aprestaba a abandonar esas aguas, la infortunada goleta desaparecía en un remolino de espuma despedida con un fragoroso hurra de sus verdugos.
-¡Se terminó la fiesta! –exclamó el malvado de Parry dando un puntapié al barril de licor-. ¡Partamos!
Aprovechando una fresca brisa de noroeste, el “Garona” tomó la ruta de regreso a su guarida volando a ocho nudos por hora. El 16 de mayo, tres días después, el vigía señalaba:
-¡Restos de embarcación a tres millas barlovento!
El capitán dirigió su anteojo al punto indicado y en seguida ordenó enderezar allí la nave. A un centenar de metros se reconoció en los restos una parte del castillo de proa de un barco de buen porte y entre dos vergas destrozadas se vio a dos marineros al parecer sin vida. Fue echada una chalupa al agua y el segundo, acompañado de cuatro marineros, salieron a hacer un reconocimiento. A los pocos minutos volvían a bordo precipitadamente.
-¿Qué pasa? –les preguntó Parry intrigado.
-¡Esos restos perteneces a la fragata de guerra! ¡Leí su nombre! –informó el segundo exaltado.
-¡Lo había sospechado! –declaró el capitán.
-¡Estamos salvados! –gritaron a coro los filibusteros.
-Ahora podremos entregarnos tranquilamente a la caza –declaró aquel- sin el temor de que nos la de a nosotros una escuadra de guerra.