Capítulo 11. La revuelta

Toda la gente de a bordo se había retirado a las cabinas y cuadras a contar su dinero o a jugárselo a los naipes, con la esperanza de duplicarlo a costa de los camaradas. El capitán había quedado solo en el puente inspeccionando el estado de los aparejos antes de zarpar de nuevo para el Atlántico. Hacía una media hora que revisaba vergas y cordajes, cuando advirtió a Bonga apoyado al timón con los ojos fijos en el oriente, como si tratase de descubrir más allá del horizonte a su lejana patria africana. Solilach se detuvo algunos instantes a observar su rostro triste, luego se le acercó y posándole una mano en el hombre le dijo con voz dulce:

-Escúchame, Bonga.

-¿Qué desea de mí, capitán? –preguntó el Hércules con voz sombría.

-¿Cuánto darías por volver al África, rever sus bosques, el Coanza, tu reino?

-¡Lo que me pidiesen: trozos de mi carne, litros de mi sangre, una parte de mi fuerza, todas las riquezas que dejé allí…!

El comandante permaneció durante algunos minutos callado; luego prosiguió:

-¿Estarías contento si después de acompañarme en este viaje te devolviera la libertad?

-¡Si, sí! –exclamó el coloso con acento salvaje y lanzando llamas por los ojos.

-Pues te empeño mi palabra de que serás libre y que pronto ocuparás de nuevo tu puesto en medio de tus vasallos.

Bonga se pasó una mano por la frente como si quisiera alejar un mal pensa-miento e inquirió con voz amarga:

-¿Será lejano ese día?

-Dentro de seis o siete meses. ¿Lo dudas?

El negro sacudió la cabeza melancólicamente y murmuró:

-No; pero tengo un triste presentimiento… El de que no veré más a mi querida patria.

-¿También tú eres supersticioso? ¡Puedes engañarte!

-No; Bonga no se engaña. Hace diez años un “gangas”, el más célebre del Coanza, me predijo que caería en esclavitud y que no volvería a ver a mi tribu.

-¡Locuras, Bonga! Yo no creo en tus brujos y te digo que volverás a ser el rey de los casenhas.

Dicho esto, Solilach bajó al entrepuente que se hallaba lleno de marineros ocupados en desplumarse unos a otros. El segundo y el oficial, sentados frente a frente delante de un barril, parecían empeñados en una partida encarnizada. Seis o siete de los tripulantes, que habían perdido la mayor parte de su dinero, los rodeaban. Hasta la puesta de sol los dados y los discos de oro rodaron sobre las improvisadas mesas de juego, hechas con cajones y toneles, pero a esa hora el capitán, sin ningún exordio, ordenó se pusiese fin al entretenimiento y se desplegasen las velas. En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron cubiletes, cartas y monedas y minutos después los marineros trepaban a los mástiles, se aferraban a las vergas y cuerdas, desenrollaban prestamente las velas envueltas en sus cubiertas impermeables e izaban las chalupas en las grúas. Al poco tiempo el “Garona”, impelido por una fresca brisa, tomaba el largo hacia las islas de Barlovento.

Antes de la semana atravesaba el canal y surcaba el océano apuntando la proa a la costa africana. El segundo, que hasta entonces no había abierto la boca, al ver el rumbo que tomaba el barco hizo una mueca de rabia, se aproximó al comandante que fumaba tranquilamente junto a la árgana y le tocó el hombro.

-¡Capitán!

Éste se volvió y notó la expresión hosca del rostro de su segundo.

-¿Qué desea, señor Parry?

-He venido a preguntarle adónde piensa dirigirnos –dijo el segundo con tono áspero.

-¿Qué es lo que quiere decir? –replicó Solilach palideciendo-. ¿Quién le da a usted el derecho de preguntarme lo que hago ni adónde voy? ¿Pretende acaso que le de cuenta de mis proyectos?

-No es ésa mi intención, sino saber solamente hacia dónde dirige el barco.

-¡Mil rayos! –gritó Solilach con voz airada-. ¿Olvida usted quién soy yo aquí? ¿Cree que me falta autoridad para hacerlo guardar a vista en su cabina?

-Disculpe, capitán –contestó Parry con la mayor calma-; sólo quería hacerle una simple pregunta.

-Bien; si eso es todo, sepa que volvemos a África, al Coanza, a cargar negros para Santo Domingo.

-¡Siempre haciendo los negreros! –comentó el lugarteniente sarcásticamente.

-Sí, señor. ¿Le disgusta, quizá?

Parry dirigió una mirada en torno y al notar que muchos marineros se habían acercado y escuchaban con interés el diálogo, dijo con su habitual tono irónico:

-Creía que había aceptado mi consejo.

-¿El de convertirme en pirata? ¿El de volverme ladrón y asesino? –aulló con violencia el comandante.

-Es un oficio que rinde cien veces más, señor –replicó el segundo con toda tranquilidad.

-¡Nunca! ¿Lo oye? Ni yo ni mis hombres seguiremos semejante consejo.

-¿Cree usted que todos los marineros están contentos de hacer los negreros y que rehusarían volverse piratas? –insistió el empecinado al observar la creciente atención que aquéllos ponían en sus palabras.

-Eso no me interesa. Por otra parte pienso que usted se engaña. Mis hombres seguirán siempre mi buena o mala estrella.

-¡Si, sí! –corroboraron algunas voces.

Los demás callaron y miraron al segundo en cuyos ojos brilló un lampo de feroz alegría.

-Y bien, seño; continúe haciendo el negrero. En cuanto a mí desembarcaré en llegando a las Azores.

-¡Puede irse al diablo! Nadie lo retiene aquí; no ha de faltarme un buen marino que le reemplace.

-¡Sea! –dijo el lugarteniente blanco de rabia. Le volvió la espalda y se retiró a su cabina murmurando en el camino-: ¡Nos vamos a ver todavía la cara, señor Solilach! ¡Todavía no sabe de lo que es capaz su segundo!

El comandante permaneció inmóvil en su puesto, no menos pálido que su contendor y con la mano apoyada en la culata de su pistola.

-¡Maldito pirata! –masculló-. ¡Ese maldito me va a traer desgracias!

La gente de a bordo se había diseminado por cubierta y comentaba en voz baja lo acaecido. El velero, en tanto, filaba a seis nudos por hora en dirección a las islas Azores, donde habría de renovar las provisiones y adquirir regalos para los jefes africanos.

A la tarde de ese mismo día, cuando el capitán hubo abandonado el puente, el segundo fue a apoyarse a la barandilla de babor fingiendo la mayor naturalidad. Miró algunos instantes el mar, encendió un cigarrillo y se corrió al castillo de proa donde conversó larga y quedamente con algunos marineros. El oficial, que lo estuvo observando, temiendo una desagradable sorpresa, corrió a advertir al capitán.

-Póngase en guardia –le dijo-. Sospecho que el señor Parry esté por prepararle una mala pasada.

-¡Lo sé, lo sé! –aseguró Solilach-. Pero lo tengo de ojo y no me dejaré sorprender. Al menor intento lo voy a matar como a un perro. Él lo sabe bien, que no tengo la costumbre de bromear.

El oficial volvió a cubierta para no perder de vista las maniobras de Parry, quien se hallaba sentado en el palo de bauprés fumando pacíficamente. Al oscurecer se retiró a su cuarto sin dar la derrota ni mirar a nadie, ni siquiera al oficial.

Al día siguiente el capitán, como de costumbre, se puso a pasear por el puente de proa a popa, calmo; pero un observador hubiera adivinado por su palidez y las arrugas de la frente, la cólera de que estaba poseído. El segundo apareció como a la media hora y al ver a su superior se paró de golpe, musitó algo que nadie pudo oír y fue a sentarse junto a la vela de artimón, su sitio preferido, simulando mirar el mar. Solilach, al verle, había interrumpido su paseo, pero sólo un instante.

-Esperaremos –murmuró-; no me faltará tiempo para castigar a ese desalmado.

Una mañana, varios días después, el capitán, exasperado por la actitud desdeñosa y la muda ironía reflejada en las facciones del segundo, lo encaró resueltamente en el momento en que iba a abandonar el puente. Se le plantó delante y le dijo con voz airada:

-¡Señor mío, ya es tiempo de terminar estas posturas! Al parecer ha olvidado que a bordo de este barco hay un comandante y que usted ha sido contratado en calidad de segundo. Si persiste en comportarse con la insolencia con que está haciéndolo, lo haré encerrar en su cabina con centinela de vista.

Parry lo miró algunos segundos callado y luego ironizó:

-¿De manera que quiere meterme en prisión?

-¡Precisamente! –aseguró el capitán más irritado aún por el tono burlón.

-¿Y puedo preguntarle de qué delito se me acusa y con qué derecho lo haría?

-¡Ante todo, con el derecho de comandante! –gritó Solilach con la mano apoyada en la pistola.

-Recuerde, señor, que hoy estoy aquí como pasajero.

-¡Pasajero u oficial, lo invito a cambiar de modales, y le advierto que su proceder se me ha hecho sospechoso!

-Puede hacerme encerrar si le parece, pero tenga cuidado. Está caminando sobre una mina –dijo el segundo cruzando los brazos en actitud de desafío.

-¿Qué me quiere decir con eso? ¿Es una amenaza? –bramó Solilach tomándolo de un brazo y sacudiéndoselo rudamente.

-Puede mandarme asesinar que no habré de contestarle.

El comandante furibundo extrajo la pistola y le apuntó.

-¡Hable o lo mato! –le intimó.

-No tengo nada que decir, señor.

-¡Tenga cuidado! ¡Le perdono la vida ahora, pero juro matarle al primer movimiento dudoso que le sorprenda!

Repuso el arma en la cintura y le volvió la espalda. Una despectiva sonrisa apareció en los labios de Parry.

-¡Peor para él si no se atrevió a matarme! –masculló-. ¡Esta noche habrá que terminar este asunto!

El oficial Ravinet había presenciado la escena y observado el gesto, por lo que no lo perdió de vista mientras permaneció sobre cubierta. Cuando la abandonó, fue a reunirse con el capitán en la cabina y lo acompañó hasta tarde. A las diez volvió al puente, dio la ruta, designó la guardia, y como la noche parecía tranquila, se fue a dormir.

La luna brillaba en un cielo sin nubes y un céfiro ligero hinchaba las velas del “Garona” y lo hacía deslizar raudamente por las aguas del Atlántico. En el castillo de proa se hallaban reunidos una docena de marineros cuando una sombra se acercó sigilosa y se ocultó detrás de la árgana a pocos pasos de ellos.

-Yo creo que el capitán hizo mal en no aceptar la proposición del señor Parry –decía un tripulante.

-Es verdad –acordaron varios.

-La piratería es un oficio que enriquece rápidamente… ¡Y no con la trata de negros! –repuso el primero.

-¡Y yo digo que el capitán ha hecho bien en negarse! –hizo oír un vozarrón poderoso.

Correspondía al órgano del brasileño Banes, el Hércules que se jactaba de abatir un buey de un solo puñetazo.

-¡Ohé, Banes! Tú estás siempre atado al capitán como un perro a su amo. ¡Deja que se vaya al demonio de una buena vez! –dijo otro marinero volviéndose hacia el gigante.

-Lo que yo les digo es que nunca haré el pirata. El de negrero no es un oficio del todo honesto, pero es preferible al de los bandoleros del mar. Ejercer la trata no es lo mismo que robar y asesinar.

-¡Qué tiene que ver aquí la honestidad! ¡Se trata de oro, amigo Banes, compréndelo, de oro! –exclamó uno secundado por casi todos los otros.

-Sea lo que se quiera, yo seguiré con la trata mientras lo haga mi capitán –replicó Banes.

-¡Ni que te hubiera embrujado! –apuntó un joven.

-Y ustedes, condenados ingleses, ¿por qué defienden al señor Parry?

-Porque quiere hacernos ganar cien veces más que tu capitán.

-Allá ustedes. Lo que yo les repito es que defenderé siempre la causa de mi jefe. ¡Y guárdense, porque si los toca uno de mis puños les va a dejar una marca que no se irá tan pronto! ¡Buenas noches!

Y el coloso, con paso lento, se encaminó hacia proa y desapareció en la cuadra común. Cuando lo vio alejarse, el hombre que estaba escondido y había oído toda la conversación, se enderezó y con un dedo en los labios para recomendar silencio, se acercó a los tripulantes.

-¡El segundo! –exclamaron reconociéndole.

-Sí, soy yo, mis amigos –dijo Parry estrechando a cada uno la mano-. He oído la discusión y les agradezco la simpatía que sienten por mí. Sabía desde hace tiempo que estaban ustedes cansados de hacer de negreros, que ansiaban llegase el momento de dedicarse a la piratería y que odiaban al capitán Solilach.

-¡Esa es la verdad! –convinieron en coro los presentes.

-Bien, amigos; el tiempo vuela, de manera que hay que proceder rápidamente. Dentro de veinte o treinta días estaremos en las Azores donde estoy obligado a desembarcar. Ha llegado, pues, el momento de obrar.

-¿Qué es lo que debemos hacer? –preguntó un marinero.

-Obedecerme ciegamente y estar listos para amotinarse en cualquier momento.

-Todos lo estamos; y también para deshacernos del capitán.

-¿Cuántos partidarios creen que tiene entre la tripulación?

-Solamente cuatro; el resto está pronto a seguirlo a usted: todos desean ser piratas.

-¡Perfecto! –exclamó el segundo satisfecho-. La revuelta estallará muy pronto. Si no me engaño, los partidarios de Solilach son el oficial Ravinet y los marineros Fuego, Banes y Bonga. A estos dos últimos, con una treta que les explicaré a su tiempo, los encerraremos en la sentina, porque más tarde tendré necesidad de ellos.

-¿Y qué haremos con los otros?

-Si no se entregan, matarlos –respondió el segundo con acento glacial-. Ahora avisen a los demás camaradas y ténganse listos. Dentro de tres días, a esta misma hora, reúnanse aquí todos y estableceremos la fecha del levantamiento.

-De acuerdo, señor –declararon los complotados.

-¡Guarden bien el secreto y guay a los traidores!

Parry los saludó con un movimiento de la mano y se marchó a dormir. Cuatro horas después, cuando el sol empezaba a calentar las tablas de cubierta, subió el capitán y fue a reunirse con el oficial que lo esperaba a proa.

-¿Alguna novedad? –le preguntó.

-Mala- contestó el subordinado-. Observe las miradas inamistosas que nos dirigen los tripulantes.

-Ya veo –comprobó el jefe del barco. En ese momento vio a Bonga que pasaba y lo llamó con una seña.

-Mande, mi capitán –dijo éste.

-Si te pidiese que tomaras al segundo por el cuello y le proporcionaras una buena tunda, ¿lo harías?

-¡Sí lo haría…! ¿Y lo duda? ¡Bien sabe usted cómo lo odio y la sed que tengo de su sangre!

-Está bien; tente listo.

El negro hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se retiró; el oficial estaba sorprendido. En ese mismo momento apareció Parry y, como siempre, no saludó al superior y fue a sentarse a su lugar habitual. Los ojos de todos los marineros se habían vuelto hacia él, pero fingió no advertirlo y se puso a contemplar el mar. Ravinet, para quien el hecho no pasó inadvertido, recomendó:

-Hay que guardarse bien, capitán.

-Ya he visto, pero ¡por los cuernos de Satanás! He de castigarlos a todos. ¡Si es preciso, pegaré fuego a la Santa Bárbara y los arrastraré conmigo al infierno!

-Desgraciadamente temo que haya pocos tripulantes de parte nuestra.

-Bonga es un Hércules y Banes un titán.

-Hay que tomar medidas, señor. Ante todo asegurarse bien de las armas; impedir que los marineros se apoderen de ellas.

-Tiene razón; venga conmigo.

Bajaron sin ser vistos al depósito de armas y allí el comandante comenzó a arrojar por la portilla fusiles al mar y le hizo señas al oficial de que lo imitara. En menos de media hora las setenta piezas que componían las armas largas de a bordo fueron a parar al océano así como gran parte de las pistolas y cuchillos; sólo quedaron de la dotación las hachas de maniobra y pocas pistolas. El capitán cerró la puerta y se puso la llave en el bolsillo.

-Ahora –comentó- podemos estar más tranquilos. En mi cabina tengo algunas carabinas que nos pueden servir a nosotros. Esta noche acérquese a los hombres de guardia, pregunte, investigue, trate de ganar algunos para nuestra causa. Prométales lo que quiera y si es necesario, amenace.

Dadas estas instrucciones al oficial, Solilach regresó al puente aparentando la mayor serenidad. Mandó desplegarse las bonetas altas y bajas para apresurar la marcha y llegar más pronto a las Azores. Si lograba avistar las islas antes de que estallase el motín, se le podría considerar abortado, pues nadie se atrevería a intentarlo cerca de tierra. En esa posesión portuguesa desembarcaría junto con el segundo, a toda la tripulación. Por lo demás, en caso desesperado, estaba dispuesto a barricarse y oponer la más feroz resistencia. Sabía que tendría que afrontar a gente resuelta y capaz de cualquier exceso, pero contaba en la devoción de los pocos adictos y en su propia energía.

A la mañana del día siguiente Ravinet se presentó decepcionado y abatido.

-¿Y…? –le preguntó Solilach-. ¿Habló con los hombres de guardia?

-Sí; hablé, rogué, prometí oro y hasta amenacé, pero todo fue inútil. Se obstinan en la idea de que están cansados de hacer los negreros y desean entregarse a la piratería que les producirá más dinero. ¡Ah, comandante! Hubo un momento en que, ciego de rabia, saqué las pistolas dispuesto a tender a un par de esos miserables…

-¡Maldición! ¿Se han puesto, entonces, todos de acuerdo? ¡Y bien, sea! ¡Haremos saltar la nave!

-Espere todavía un poco, capitán; para ese golpe desesperado siempre habrá tiempo.

Transcurrieron dos días sin que nada sucediese. Al tercero, los tripulantes, después de haberse asegurado que el capitán y sus amigos dormían, se deslizaron silenciosamente sobre cubierta, en donde el segundo, armado hasta los dientes, los esperaba.

-Amigos míos –les dijo-, el instante decisivo está por sonar. Debemos limpiar al “Garona” de negreros para transformarlo en barco pirata.

-¡Muerte a los negreros! –proclamaron con voz sorda los rebeldes.

-Mañana estallará la revuelta y hay que pensar en desembarazarse de Banes y Bonga. A la hora en que el capitán y Ravinet estén en sus cabinas almorzando, mandaré a los dos colosos con un pretexto a la sentina; ocho de ustedes estarán apostados en las proximidades y en cuanto estén adentro, cerrarán rápidamente el escotillón. Hecho esto, uno cualquiera tratará de armar camorra al comandante y en cuanto éste haga un gesto de amenaza, nosotros le caeremos encima.

-Cuente conmigo, señor –se ofreció un inglés, que tenía fama de ser el más pendenciero y audaz de la tripulación.

-Muy bien. Yo abriré el depósito de armas con una llave falsa y ustedes, uno a uno, irán a apoderarse de un hacha o pistola. ¡Buenas noches amigos y hasta mañana!

Se disolvió la reunión y, excepto los hombres de guardia, todos los demás desaparecieron bajo proa.

Amaneció con un sol espléndido que vertía sobre el mar torrentes de luz cálida y una brisa suave del oeste impelía a la nave hacia las Azores. El capitán con el oficial se hallaban desde temprano paseando sobre cubierta. Estaban serenos, lo que demostraban que todavía no se habían dado cuenta de nada, pero de sus cinturas sobresalían culatas de pistolas y mangos de puñales. Parry, sentado junto al castillo de proa, se había provisto de un anteojo y, de tanto en tanto, lo apuntaba al horizonte. Pero sonó la hora del almuerzo y ni el comandante ni el oficial abandonaron el puente, como si una voz interior les hubiese advertido que no debían alejarse del lugar. Los marineros, al percatarse de ello, empezaron a dar señales de impaciencia. El segundo se acercó a uno y cambió la hora.

-Será para la cena –le dijo-. Trasmítelo a los otros.

Esta comida se tomaba generalmente a las seis de la tarde y cuando el capitán y Ravinet se retiraron, inmediatamente Parry lanzó un silbido y ocho marineros dejaron el puente para bajar a la cala. En seguida llamó a Banes.

-Ve a la sentina con Bonga –le dijo- y miren si hay filtraciones, pues temo que se haya abierto en el barco alguna pequeña vía de agua.

El brasileño llamó a su amigo y ambos, sin la menor desconfianza, descendieron al compartimiento más profundo. Al llegar a la escotilla de entrada vieron a algunos compañeros que discutían por dinero perdido al juego. No se preocuparon de ellos y se introdujeron en la sentina, pero no habían acabado de hacerlo, cuando oyeron un ruido formidable y se encontraron sumergidos en la oscuridad: la abertura había sido cerrada y los dos gigantes atrapados como ratas. Enterado el segundo del buen resultado de la treta, dio las instrucciones al encargado de provocar al comandante. A continuación dispuso la forma en que habría de procederse.

-Acérquense y escuchen: al primer grito corren a armarse y algunos de ustedes acudan con teas encendidas, porque dentro de poco la oscuridad será completa…

-¡Viene el capitán! –interrumpió en aquel momento el hombre que había quedado vigilando.

Todos volvieron prontamente a sus puestos y cuando Solilach apareció acompañado del oficial, todo estaba en calma. El último volvió a la cabina mientras el primero, como era su costumbre, se puso a recorrer el puente de arriba abajo. Junto al palo de trinquete vio a un marinero que dormía o que lo simulaba.

-¿Qué hace usted aquí? –le preguntó-. Éste no es el sitio para dormir.

-¿Y a usted qué le importa? –le espetó el interpelado en forma grosera y poniéndose de pie.

-¡Bribón! ¿No conoces a tu capitán?

-¡Qué capitán ni qué ocho cuartos! ¡Ya no hay capitanes a bordo! –contestó el pícaro con estudiada insolencia.

-¿Te has vuelto loco, miserable?

-No, señor negrero; William Works no está loco; más probable es que lo esté usted –replicó el inglés plantándosele delante.

¿Cómo osas…? –bramó furioso el capitán pronto a echársele encima.

-Sí; digo que usted está loco y que nadie comanda más en el “Garona” –repitió el insubordinado con risa socarrona.

Solilach comprendió que ésa debía de ser la señal de la revuelta. Su rostro palideció intensamente mientras sus ojos lanzaban llamas. Aferró del pecho al irrespetuoso, lo empujó contra la borda de babor y le puso la pistola a la frente gritando:

-¡Repítelo, infame! ¡Repítelo!

El deslenguado, al sentir el frío del cañón, se puso blanco como la nieve y dejó escapar un grito de espanto. Sus compañeros, armados de hachas y cuchillos, ya corrían en su ayuda.

-¡Repítelo! –aulló de nuevo el capitán.

-Usted es un…

Sonó un estampido y el procaz se desplomó antes de terminar la frase, mientras Solilach, fuera de sí, se volvía a la tripulación y la imprecaba desafiante:

-¡Avancen, canallas! ¡Acérquense, pues…!

El insurgente que venía a la cabeza pegó un salto y lo atacó con el hacha levantada, pues el capitán dio dos pasos atrás, se apoderó de la segur que se hallaba en el cabo de banda y más ligero que un rayo le partió el cráneo de un formidable golpe. Los que lo seguían se detuvieron, pero casi en el mismo instante irrumpieron diez o doce compañeros con antorchas y armados de barras de hierro, gritando:

-¡Que muera el capitán! ¡Muerte al negrero!

Solilach martilló la segunda pistola y la descargó sobre el más adelantado.

-¡A mí! ¡A mí, compañeros! –clamó.

Dos hombres se precipitaron al puente, derribaron a algunos complotados y liberaron al comandante en el momento en que iba a ser rodeado: eran el oficial y el marinero Fuego, que habían oído los gritos de muera y volado a ponerse al lado de su jefe.

-¿Y Bonga? ¿Y Banes? –preguntó éste al verlos aparecer.

-¡Encerrados! –le contestó una voz burlona surgida del grupo de los marineros.

-¡Al palo mayor! –comandó el capitán a la par que pegaba un brinco y tumbaba a un sedicioso que lo agradía.

Defendiéndose a pistoletazos y a golpes de hacha, pudieron alcanzar el mástil y respaldarse en él para impedir que los atacasen de atrás.

-¡Tome, capitán! –le dijeron Ravinet y el marinero tendiéndole una pistola cada uno.

-¡Gracias! –murmuró Solilach colocándoselas en la cintura.

Los amotinados se arrojaron sobre los tres y se entabló una lucha titánica a la luz de las antorchas. Oíase el estridor rápido y duro de las hachas al chocar una contra otra mezclado a gritos, imprecaciones y sonar de tiros, pero ese combate tan desigual no podía durar mucho tiempo. El oficial, al ver que se le acercaba un hombrachón empuñando una pistola, extrajo rápidamente la suya e hizo fuego: el agresor cayó, pero simultáneamente recibía un hachazo en la cabeza que lo hizo doblarse sobre las rodillas y al querer incorporarse, recibió otro en el pecho que lo dejó sin vida. La muerte del joven oficial, en lugar de calmar a los facinerosos, los volvió más feroces: arremetieron contra los dos restantes llenándolos de insultos y maldiciones, especialmente al comandante, a quien en ese momento Parry apuntaba sus dos pistolas intimándole:

-¡Entrégate, Solilach!

La respuesta de éste fue descargarle instantáneamente la suya, pero el tiro, mal dirigido, no dio en el blanco. A su vez, los del pérfido lugarteniente le atravesaron el corazón. El capitán vaciló unos segundos y cayó sobre el cuerpo del desgraciado oficial.

-¡Y tú, ríndete! –gritaron algunos al único superviviente.

-¡Nunca! –contestó el leal marinero defendiéndose como un tigre acosado.

Y como viera el segundo que estaba armando una pistola, se echó sobre él, pero herido en la espalda de dos hachazos cayó de bruces.

-¡Ríndete! –volvieron a gritarle los excamaradas furibundos.

-¡Viva el capitán! –fue la respuesta del bravo muchacho y exhaló el ùltimo suspiro.

-¡A la salud de nuestro nuevo capitán! –aullaban los sediciosos desfondando a popa barriles de ron.

Una antorcha plantada junto al palo mayor alumbraba los cuerpos de los tres valerosos marinos que habían sucumbido peleando denodadamente.

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