Capítulo 21. La venganza de Banes

Mientras los piratas estaban abandonados a la más desenfrenada crápula, en lo alto de los bastiones, un hombre, apoyado en el afuste de un cañón, parecía hallarse absorto en graves pensamientos. Debía esperar a alguien, porque de cuando en cuando se incorporaba con movimientos de impaciencia y murmuraba frases truncas. Y a medida que pasaba el tiempo aumentaba su nerviosidad y su rostro cambiaba por momentos de expresión; en él se alternaban el odio, la tristeza, cólera, la alegría; sus labios murmuraban maldiciones, juramentos, amenazas. Era Banes, infeliz, exasperado, harto de arrastrar su vida entre todos esos miserables, que estaba esperando a Bonga para combinar entre ambos la proyectada fuga.

Se había escurrido del fuerte sin ser visto y hacía una hora que se encontraba en ese sitio. Por fin vio aparecer una sombra en el ángulo del bastión.

-¿Eres tú, Bonga? –preguntó.

-Sí –contestó el africano.

-Ya estaba temiendo que te hubiese ocurrido alguna desgracia. Veamos, ¿qué tienes que decirme?

-Cosas importantes y que no han de desagradarte. Ahora ven conmigo, después hablaremos.

Caminaron a lo largo de la muralla, descendieron por la escalinata que llevaba a la bahía, se metieron entre los escollos, subieron por una especie de quebrada y se detuvieron delante de una gruta que resultó ser una galería, la cual se adentraba seis o siete metros en la gigantesca roca en que había sido construido el fuerte.

-¿Y es para hacerme ver esto para lo que me has traído aquí? –le reprochó el brasileño.

Una mirada calurosa del ex monarca devolvió a Banes algo de su perdida fe.


-Esto es lo que servirá para vengarnos –le contestó su amigo-. Con dos picos podremos extender este corredor hasta debajo del fuerte y, ¿quién nos impedirá con algunos barriles de pólvora hacer explotar este inmundo nido de piratas?

-¿No has olvidado, entonces, al pobre capitán Solilach? –comentó Banes sinceramente conmovido.

-Todavía no has conocido a Bonga; nunca dejó de pensar en vengarlo.

-Tu plan presenta alguna dificultad, pero podemos modificarlo. En lugar de llevar al túnel la pólvora, cosa difícil y peligrosa, prolongaremos este hasta el polvorín, el cual, si no me engaño, se encuentra sobre esta línea.

-¡Perfecto, amigo Banes! Ya tengo aquí escondidos dos picos y una linterna ciega, de manera que mañana a la noche podremos ponernos a la obra.

-Convenido. Y ahora volvámonos, porque comienza a clarear y alguno podría sorprendernos.

Por la noche Banes, después de jugar al monte con algunos compañeros, se retiraba fingiendo cansancio; pero a medianoche, cuando todos dormían, se deslizó silenciosamente del recinto para unirse a Bonga que lo esperaba fuera de la muralla.

-¿Nadie te ha visto? –preguntó el negro.

-Nadie –respondió este.

-Vamos a trabajar, entonces.

En la galería encendieron la linterna y empezaron a picar vigorosamente la roca, de la que saltaban gruesas astillas. Los dos atletas trabajaban con energía y ahínco y el corredor iba ganando profundidad a ojos vista. Al amanecer cerraron la entrada con algunas piedras y regresaron al fuerte sin ser vistos. Y así continuaron cuatro noches seguidas, durante las cuales prolongaron la galería más de ocho metros. Al quinto día se acercó a Banes uno de los viejos marineros, el cual, después de asegurarse de que nadie lo espiaba, le dijo:

-¿No sabes nada, Banes?

-¿De qué cosa?

-De la conspiración que se está tramando contra el capitán. Ya estamos cansados de él; abusa demasiado de su autoridad. ¿No quieres ser de los nuestros?

-Cuenta conmigo. ¿Quiénes la dirigen?

-Los dos oficiales.

-En el momento oportuno estaré con ustedes –prometió el brasileño con una ligera ironía en el tono-. No dejes de avisarme. Adiós.

Esa noche los dos colosos trabajaron con un ansia febril, pues deseaban llegar al polvorín antes de que estallase la revuelta. A la siguiente notaron que a medida que se internaban en la galería, la bóveda sonaba como si estuviera vacía.

-Nos queda poca piedra que romper –expresó Banes-. La costra se vuelve cada vez más delgada.

-Continuemos –alentó Bonga.

Durantes tres horas esos hombres de hierro batieron la roca con exasperada impaciencia, excitándose uno a otro, hasta que a eso de las dos de la mañana la bóveda se quebró y pudieron penetrar en un cuarto oscuro y seco.

-¡El polvorín! –exclamaron ambos a una voz.

Unos cuarenta barriles se hallaban alineados contra los muros.

-Hay aquí pólvora suficiente para hacer saltar una ciudad entera –dijo el brasileño.

-Regresemos –sugirió el africano-. No es prudente permanecer aquí.

Acercaron un barril a la abertura y desde el agujero lo corrieron con las manos para taparla; luego abandonaron el subterráneo.

-Mañana prepararemos una lancha con víveres y después uno de nosotros prenderá fuego.

-Yo me encargaré de encender la mecha –dijo el negro.

Cuando llegaron a la entrada del fuerte se separaron con un apretón de manos. Durante el día, realizando la rutinaria fagina con los demás, se dieron cuenta de que la armonía ya no reinaba en el fuerte y las riñas a cuchilladas entre adictos y contrarios de Parry menudeaban. Finalmente se hizo la noche, una noche inclemente, oscura, tétrica; con relámpagos en el cielo y fuerte viento sudeste que agitaba las olas del mar, Banes y Bonga, apenas bajaron las sombras dejaron el fuerte y se dirigieron a la bahía. Mientras caminaban pegados a la muralla, observaron cómo los complotados se cambiaban señas misteriosas.

-Bueno –comentó Banes-; la sublevación está por estallar.

Se embarcaron en una de las lanchas estacionadas en la bahía y se trasladaron al “Garona”; allí cargaron una de las más grandes con dos sacos de galletas, dos barriles de agua, carne salada, varios fusiles, remos, velas, cuerdas y una brújula; la bajaron al agua y la acercaron al pie del islote.

-Espérame aquí mientras voy a encender la mecha –dijo Banes al africano.

-¡Pon cuidado!; no te dejes sorprender –le recomendó aquel.

Bonga saltó a tierra provisto de un segur y de una larga mecha; trepó por los escollos, recorrió la galería y penetró en el polvorín. Con el hacha destrozó dos o tres barriles y desparramó su contenido por el suelo; colocó la mecha, la desenrolló por el suelo, la encendió y ganó rápido la salida de la galería. Cuando se hallaba en ella resonó en el fuerte una descarga de fusiles seguida de formidables alaridos.

-¡La revuelta! –exclamó el negro saliendo al aire libre.

Todas las ventanas del fuerte aparecían iluminadas por numerosas antorchas: de ellas partían estampidos, gritos, gemidos e imprecaciones; a su través se veía correr a hombres rabiosos que se acuchillaban uno al otro entre vivas y mueras al capitán Parry; heridos y muertos eran lanzados por ellos al abismo.

-¡Bonga! –llamó el brasileño.

-¡Aquí estoy! –contestó el africano.

En ese instante un lampo brilló a pocos pasos y el negro rodó al suelo alcanzado en medio del pecho por una bala de fusil.

-¡Por fin te tuve! –se oyó decir a alguien con alegría feroz.

Y se vio un hombre trepar por las rocas y desaparecer en dirección al fuerte.

-¡Bonga! ¡Bonga! –aulló Banes.

-¡A mí…! ¡A mí…! –ronqueó el gigante de ébano en los estertores de la agonía.

El brasileño, con dos golpes de remo se acercó a la playa y, loco de dolor, se arrojó sobre el compañero.

-¡Huye… prendí fuego… Parry se ha vengado…! –murmuró el fiel amigo con voz débil.

Se llevó ambas manos a la herida, de la que brotaban chorros de sangre, tuvo un postrer espasmo y quedó inmóvil.

-¡Muerto! –gritó Banes desesperado-. ¡Pero no tardará en ser vengado!

Saltó a la lancha casi fuera de sí y se puso a remar afiebradamente. De repente, el islote se abrió como un volcán vomitando piedras y fuego. Una llama gigantesca se elevó al cielo y un estampido terrible sacudió la atmósfera.

-¡La venganza! ¡La venganza! –gritó el titán brasileño, y se secó una lágrima que descendía por su mejilla.

Enormes peñas lanzadas a lo alto por la violencia de la explosión, caían en la bahía y una columna de humo rojizo envolvía al islote. Todo lo construido en su cima había desaparecido: el fuerte entero había saltado al aire y en su lugar sólo había quedado la roca pelada, que seguía perdida en la inmensidad del océano, golpeada constantemente por las espumantes olas.

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