ONCE

El Presidente refunfuñó, primero, y luego levantó el auricular del teléfono. El zumbido del aparato le había despertado con sobresalto. ¿Qué hora de la noche podría ser? Le llegó, muy lejana, la voz de la señora Flórez.

– Perdóneme que, a estas horas…

– Sí -interrumpió nerviosamente. No era momento para perder el tiempo en preámbulos-. Dígame lo que ocurre.

– Una comunicación telefónica con el exterior -murmuró el ama de llaves. Daba a su voz, ahora, vagos tonos de conspiración-. Muy urgente. Ha sido por eso por lo que…

– Conecte, por favor.

Hubo un chasquido, y la voz de Leonardo se oyó de una manera clara y limpia. Era prodigioso el poco sueño que debía requerir aquel hombre. Por supuesto, la señora Flórez estaría escuchando.

– Acaban de llamarme del Hospital -dijo el Subsecretario, sin emoción alguna-. Se trata del policía de la explosión.

– ¿Ha muerto?

– Sí. Han tratado de hacerle una transfusión, hace una hora, y no lo ha resistido.

El Presidente meditó rápidamente. Le hubiera gustado hacer algún comentario, pero no se le ocurrió nada. Realmente, no había más que decir,

– ¿Eso es todo? -preguntó luego, tratando de no ser brusco, tratando de no dejarse vencer por el sueño.

– Sí, todo.

No conducía a nada continuar así, con el teléfono pegado al rostro. Trató de pensar en el policía, pero se encontró pensando en la gravedad de la situación que su muerte planteaba. Tampoco pudo pensar en el estudiante Carvajo, ni en nada. Tenía demasiado sueño. Estaba bien claro que ninguno de los dos tenía nada que añadir. El policía había muerto y eso era todo.

– Gracias, Leonardo -dijo el Presidente-. Buenas noches.

Y colgó el aparato.

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