VEINTINUEVE

Tal vez el culpable no fuera Jaramillo, como Angulo suponía, sino el propio Donald. Angulo llevaba media hora esperándole, con los zapatos llenos de barro, bajo el paraguas con el que se defendía del aguacero. Era idiota que Donald le hubiera citado al amanecer, y en el Jardín Botánico. También era idiota que le hiciera esperar, en un día como aquel, retrasándose de aquella manera. Estaba disgustado. Miró casi con rabia a Donald, que abría la portezuela del taxi que le acababa de traer y se espantaba -adivinó muy bien el gesto de espanto en su cara delgada-, al comparar el suelo barroso y encharcado con sus zapatos, negros y brillantes, de puntas afiladas. Donald vaciló. Pagó al conductor y esperó con parsimonia el cambio. Luego, con infinitos cuidados, abrió su paraguas desde el interior del taxi, asomó un pie y lo mantuvo durante un segundo en el aire, escogiendo la parte del suelo menos encharcada. Llevaba un abrigo de color rata, con el cuello extrañamente blanquecino. Tenía un aspecto demasiado pulcro. Avanzó hacia Angulo con infinitas precauciones, con saltos ridículos y bien calculados. Sí, era sin duda el propio Donald quien tenía una tendencia absurda al melodrama, al juego de espías. No era solamente Jaramillo. Primero le había visitado de noche, como un conspirador de opereta, y ahora, para acentuar aún más los tintes de su drama, le citaba en el Jardín Botánico, frente al Acuárium. Y al amanecer. Y con aquel día infernal. Y encima llegaba tarde, el condenado, recreándose sin duda, dentro del taxi, con la imagen de un hombre que espera bajo un paraguas, de un hombre que tiene la misión de matar.

– Lo siento -murmuró, dando la mano a Angulo-. No sabe lo que me desagrada hacerle esperar… Pero no encontraba un taxi. En los Estados Unidos, los taxistas madrugan mucho más, se lo aseguro.

Angulo retiró la mano con rapidez. La que acababa de estrechar estaba helada. Empezaron a andar hacia el Acuárium, mientras el agua crepitaba sobre las telas negras de los paraguas.

– ¿Está seguro de que no hay nadie? -preguntó Donald. Y miró a su alrededor, con notorio disimulo-. ¿Nadie?

– ¿Quién podía haber? -Angulo no trató de ocultar su malhumor. Era idiota la pregunta-. Son las siete de la…

– Cierto, cierto. No hubiera imaginado ayer, cuando le telefoneé, que el día podía ser tan espantoso.

– Las lluvias han empezado -dijo Angulo. Pasaban por una avenida. El suelo estaba cubierto por una grava suave y sonora, que se contraía al recibir sus pesos-. Ahora, durarán durante semanas y semanas.

– Es deprimente, sí -convino Donald. Señaló hacia el Acuárium, procurando no sacar la mano de la protección de su paraguas-. Tal vez, en aquel lugar…

Era el único sitio donde podían refugiarse y hablar, el único que ofrecía un techo. La edificación era pequeña, de una sola planta. Desde la galería se contemplaban los compartimientos, excesivamente pequeños, por donde navegaban los peces mansamente.

Subieron las escasas escalinatas, cerraron los paraguas y Donald se sopló las manos. Tenía frío.

– He hablado con el Presidente -empezó-. Con Salvano.

– Por favor -pidió Angulo, sin mucha amabilidad-. Llámelo Salvano. Evitará confusiones. Aún no es…

– Cierto, sí. -Donald movió los labios, disgustado por la corrección-. Ayer almorcé en su casa, tomamos café, charlamos despacio…

Angulo había visto muchas fotografías de Salvano, pero no había llegado nunca a conocerle personalmente. Sin embargo, le habían hablado largamente de su personalidad. Le recordaba como un hombre delgado, de pelo totalmente blanco, de ademanes ordenados. Se decía que los movimientos que realizaba con sus manos eran pausados, y producían la sensación de que habían sido previamente estudiados y aprobados por su mente. No era hombre a quien se pudiera, en ningún caso, atribuir improvisaciones. Y resultaba curioso: también sus ojos eran azules, como los del Presidente. Pero en los de Salvano había una sinceridad pasmosa, un dominio absoluto. Allí estaba la diferencia. Y había también honestidad. Era un hombre capaz de dominar las debilidades y vicios que su naturaleza le hubiera podido procurar, y había logrado dominarlos. Le definían como un luchador lento y terrible, como un…

– ¿Le habló usted de mí? -preguntó Angulo.

De pronto, tuvo el deseo de que Salvano hubiera oído hablar de él. Concretamente, de él, no de su causa. Que conociera su nombre, sus costumbres, su modo de enfocar las cosas. Tuvo ardientes deseos de que toda su personalidad hubiera pasado por la inteligencia que acechaba tras aquellos ojos serenos y azules, y que hubiera sido aprobada. Así, hubiera matado con la convicción de que aquello era, más que necesario, ineludible.

– ¡Naturalmente! -contesto Donald-. ¿Cómo no iba a…?

No le había entendido. Eso era todo.

– Sí -dijo, a pesar de ello, Angulo-. ¿Le ha expuesto lo que…?

– No sé si traigo buenas o malas noticias -dijo Donald, con voz grave. Se detuvo, frente a una de las vitrinas, ante un pez aburrido de ojos impasibles y grandes. Leyó: "Promicrops Lanceolatus". El pez y él se miraron pensativamente-. Salvano no quiere oír hablar de muertes, eso es todo. No quiere que…

– ¿No desea que yo…?

– Aún más: le ordena que no lo haga.

¿Por qué él, Angulo, no se sorprendía? ¿Por qué no sentía sensación alguna dentro de sí? Se sorprendió a sí mismo pensando: "Los peces también se dejan influir por la lluvia. Están tristes". Y era obvio que se refería al "Promicrops Lanceolatus". Optó por decir, en voz alta:

– Creo que incluso los peces se entristecen por la lluvia…

– Sí -asintió Donald, cortésmente. Y miró la lluvia y luego al pez-. Odia la violencia.

– Pero este es un país violento. Jamás volverá a ocupar la Presidencia si no accede a…

– Él no opina así: dice que regresará, tarde o temprano.

– ¿Y usted? ¿Qué piensa usted de todo esto?

– Yo trabajo a las órdenes de Salvano, señor Angulo.

– También yo, pero eso no me impide pensar. -Donald hizo un breve rictus de contrariedad. Miró de nuevo al pez. El pez no parecía pensar -. Tengo mi criterio. Es preciso que el Presidente…

Donald movió la cabeza.

– Créame, no le entiendo. Hace pocos días, usted no quería dar un solo paso sin el consentimiento de Salvano. Excúseme por lo que le voy a decir, no se enfade. Tanto interés demostraba en ello, que estuve tentado -tentado, nada más-, de atribuirlo a temor. Y pude haber pensado que se abrazaba a las instrucciones de Salvano, que las exigía, como quien no desea hacer una cosa y confía en que le ordenen no hacerla… ¡Y ahora, ahora que Salvano…!

– No es así, exactamente. Yo necesitaba su consentimiento, pero nunca llegué a pensar que me fuera negado.

– Ha sido así, sin embargo. Quiero advertirle que todo esto ha preocupado a Salvano mucho más de lo que usted pueda pensar. Cuando lo supo, quiso redactar unas instrucciones para los que luchaban por él…

– Unas instrucciones pacifistas, me imagino.

– No desea derramamientos de sangre, se lo he dicho. Y yo seré quien traiga pronto esas instrucciones. Pero él, Salvano, no quiso que yo me demorara en hablar con usted, quiso que partiera inmediatamente…

– Temía que, entretanto, yo ejecutara al Presidente ¿no es así?

– Sí, así es.

– Pero yo esperaba sus noticias, no lo hubiera hecho sin ellas.

– Pensamos que, tal vez, si entretanto tenía una oportunidad…

Angulo contestó, secamente:

– Todos los días tengo oportunidades.

– Sí, es cierto. Lo que quiero decirle es que ahora traigo una carta, firmada por Salvano, en la que ordena expresamente no atentar contra la vida del Presidente. Una carta para la organización para que ésta, a su vez, se la transmita a usted y abandone lo que está haciendo…

Angulo pensó: "Una orden de no ejecución". Y se acordó del estudiante Carvajo.

– ¿A quién va dirigida la carta? -preguntó.

– Al comandante Torres, naturalmente.

"Al comandante Torres, naturalmente". Pero no sería Torres quien le hiciera partícipe a él de su contenido. Torres llamaría a Jaramillo, que trotaría a su lado. Y sería el menudo propietario de ratones quien…

– ¿Y si yo le matara, a pesar de todo? -preguntó, súbitamente.

Donald hizo un gesto vago. Una aleta del pez se movió, como algo ajeno al animal, y el "Promicrops" cambió levemente de rumbo, navegando muy pegado al cristal, con el mismo desinterés en su nueva ruta. Dijo:

– Eso es cosa suya.

– ¿Quiere decir que la organización no se haría responsable?

Donald le miró.

– Señor Angulo: la organización, en ningún caso, se haría responsable de su acción, tanto si obedeciera órdenes como si las incumpliera.

Angulo pasó una mano por el helado cristal del Acuárium.

– Entonces -murmuró- tal vez lo más conveniente para todos fuera que yo lo hiciera. De esta manera, la conciencia de Salvano estaría limpia. Podía empezar bien las cosas desde el principio.

– ¿Habla seriamente?

– No sé… Pienso en voz alta. Me dije que su entrevista con Salvano me traería luz, que me sacaría de confusiones… Pero ahora veo mucho menos claro que antes.

– Ahora tiene instrucciones del propio Salvano. No se le ha dejado solo. Me temo que usted tenga una tendencia a la duda de la que no sea fácil librarle, señor Angulo.

– Sí, es posible. Usted me quiere configurar como un nuevo Hamlet, me parece.

Donald metió sus manos en los bolsillos. Él ya había cumplido su misión. Tenía frío. Aquel lugar resultaba infinitamente triste, bajo la constante lluvia, sin luz y sin niños todavía. Examinó con desagrado la estatua de Blancanieves situada en el centro de un parterre, y la del Lobo Feroz, un poco más alejada. Se dijo que faltaban personajes, que no veía por ninguna parte a los condenados enanitos. El Lobo Feroz goteaba agua de lluvia por las entreabiertas mandíbulas de falso mármol, por el exagerado rabo, por las garras. Examinó una vez más al pez, que paseaba aburridamente, con indiferencia, por su recinto. Dieron unos pasos y sus zapatos mojados gimieron cómicamente por el pavimento. No hablaban. Se acercaron a otra pecera más amplia, poblada por infinitos pececillos que se agrupaban o desagrupaban nerviosamente, como si no estuvieran muy seguros de si deseaban o no estar juntos. "Heniochus acuminatus". Más allá, un pez largo y viscoso, recostado indolentemente sobre la cuenca de su reducto, con la cabeza pegada al cristal y los ojos muy abiertos: "Muraena conger". Leyeron: "Pez voraz de la familia…" Ambos contemplaron los turbios ojos del pez, buscando en ellos un asomo de aquella ferocidad que le atribuían. Pero el pez no les miraba, ni una sola vez, por mucho que se acercaran.

– Es mejor que nos separemos -dijo Donald. Habían llegado al final de la galería. Parecía como si la luz aumentara, como si el día, a pesar de la lluvia, se decidiera a despertar-. Yo ya he cumplido mi misión.

– ¿Va a regresar a los Estados Unidos?

– Por supuesto, sí. No estoy tranquilo en este país. Por cierto: Salvano se preocupa por la suerte del estudiante Carvajo. ¿Qué sabe de él? Antes de regresar a los Estados Unidos, en la última ocasión que le visité a usted, tuve un informe de que sería ejecutado.

– Sí. Todo el mundo lo sabe.

– ¿Ha sido firmada la sentencia, entonces?

– Sí, pero aún falta un trámite -y miró los ojos de Donald-. La aprobación del Presidente.

Guardaron silencio, ensimismados. Donald abrió su paraguas.

– Y… ¿qué sabe de eso?

– Nada -respondió Angulo-. El expediente Carvajo está pendiente del examen del Presidente. El Subsecretario informará, esta mañana, y el Presidente decidirá…

– En los Estados Unidos -dijo Donald-, se ha hablado mucho del caso. Todos los periódicos dicen que el estudiante tiene quince años.

– Tiene dieciséis.

– Es igual: sigue siendo menor de edad. No pueden matarle.

– ¿Por qué no?

– La legislación…

– ¡La legislación! -se burló Angulo-. Es extraño que usted lo diga. ¿No luchábamos, acaso, contra un régimen ilegal? ¿No se da cuenta de…?

– Perdone -se apresuró Donald-. A veces yo mismo me resisto a creer que… No es posible, siendo tan joven. Es realmente inicuo. ¿No se da cuenta el Presidente de que el mundo se le va a echar encima?

– El mundo se le echó encima hace mucho tiempo -dijo Angulo. Se sentía fastidiado-. Y todo sigue igual desde entonces.

– Pero un régimen que ejecuta a un niño no puede sobrevivir…

Angulo se volvió a él.

– Ese es un buen slogan -dijo-. Lo he oído ya varias veces. Pero el régimen sobrevivirá mientras no hagamos nada para impedirlo, señor Donald. Puede decírselo a Salvano. La coyuntura para abatir al Presidente no se puede esperar como algo que caiga del cielo milagrosamente. Hemos de buscarla nosotros mismos.

– Salvano -dijo Donald-, no desea derramamientos de sangre. Es un hombre bueno, señor Angulo, tal vez un hombre escrupuloso. ¿Qué habría pensado usted de él si hubiera accedido al atentado? ¿No se ha parado nunca a pensarlo?

– Sí, lo he pensado muchas veces. Realmente, temía dentro de mí mismo que se mostrara conforme. Creo que hubiera perdido fe en él… Esperaba su aprobación para salvar mi conciencia, pero supongo que mi conciencia habría salido adelante en contra de su consentimiento… Habría perdido fe en Salvano.

– Y ahora… ¿se siente liberado, en cierto sentido?

– No lo sé… Es difícil ordenar ideas nuevas, es difícil saber lo que conviene… También es difícil valorar nuestras conveniencias, las de todos y las mías propias. Estoy confundido, eso es todo…

Abandonaron el pabellón del Acuárium. La lluvia era menos fuerte, pero mucho más densa y menuda. Pasaron frente a la estatua del Lobo Feroz, y luego atisbaron, al doblar la esquina, el festivo grupo de los Tres Cerditos.

Antes de que se separaran, Donald preguntó aún:

– ¿Sabe usted exactamente lo que va a hacer?

– No -contestó Angulo-. No lo sé. Dígaselo a Salvano.

Se quedó quieto, viendo cómo el otro se alejaba, sorteando precavidamente los charcos, tratando de martirizar lo menos posible el brillante charol de sus zapatos. Pero aún se volvió una vez Donald, como si hubiera olvidado algo, pero como si, al mismo tiempo, dudara sobre si lo que iba a decir tenía o no trascendencia.

– Lo de los perros… -empezó luego-. Se lo pregunté ¿sabe? Los nombres de sus perros, quiero decir. El grande se llama Luque, y el pequeño Vasa.

Angulo guardó silencio, bajo su paraguas.

– Se extrañó mucho -siguió Donald, empezando a darse cuenta de que no obtendría respuesta-. No comprendía muy bien su curiosidad… Y dijo: "Es extraño. Tal vez ame a los perros".

Pero Angulo no contestó nada.

– ¿Me ha oído usted?-preguntó Donald.

– Sí -asintió Angulo.

Y echó a andar, sin prisas, bajo la lluvia.

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