DIECIOCHO

Las cosas habían cambiado en muy pocos días, y el doctor Carvajo lo sabía. Antes, en la primera ocasión en que pisó los Ministerios, él era un intruso, un advenedizo. Los ordenanzas le maltrataron. Nadie sabía leer tan bien en una cara como un ordenanza, y la suya reflejaba entonces miedo e indecisión. Pero, ahora, la Subsecretaría le había citado. Se requería su presencia. Margarita, su mujer, escogió para él un traje oscuro a rayas verticales y una espantosa corbata floreada. Ella cuidaba los detalles, confiaba en que, siendo cuidadosa con ellos, el asunto principal terminaría necesariamente bien. Por otra parte, Margarita no podía hacer nada más. Salvo recomendaciones, por supuesto. Le había dicho:

– No des muestras de estar asustado. Tal vez sea el mismo Presidente de la República quien te…

– ¿Por qué había de estar asustado?

– ¡Exactamente! ¿Por qué habías de estar asustado? Un hombre asustado jamás obtiene nada.

Entonces, el doctor Carvajo se había mirado en el espejo. Sí, no cabía duda: ya asomaba a sus ojos, con sólo pensar en la entrevista, aquella luz que le definía como un hombre acobardado. Y aquel hombre acobardado tenía que obtener lo imposible: el perdón de su hermano Alijo, el perdón del estúpido que arrojara una bomba y matara a un policía…

– Tú eres doctor -le estimuló Margarita, tratando de fortalecerle-. Te encontrarás, en los Ministerios, con hombres que tienen infinitamente menos importancia que tú. Tenlo en cuenta. Haz ver que tu categoría es…

– ¡Tonterías! -se irritó Carvajo-. ¿A qué viene todo eso?

Pero él sabía muy bien a qué venía. Pensó en ello mientras recorría los desolados pasillos de la Subsecretaría. Le fastidiaba que Margarita advirtiera, siempre, lo que pasaba por su interior. A veces, ella le miraba y suspiraba. Nada más. Pero Carvajo ya sabía entonces lo que estaba ocurriendo en el pensamiento de su mujer. Y también sabía otras cosas: Margarita comparaba a los dos hermanos, no podía por menos de hacerlo. Él era viejo, grueso, y bajo sus ojos colgaban bolsas fláccidas, residuos de un tiempo en que aún fue más grueso. Alijo era un chiquillo flaco y de mirada firme. La seguridad que tenía en sí mismo resultaba casi insultante. Jamás preguntaba nada. Sabía lo que tenía que hacer. No se consideraba inferior a nadie, y era un muchacho de dieciséis años.

Eran las once de la mañana cuando Carvajo se situó ante el ordenanza que le maltratara en la última ocasión. Respiró hondo, antes de mostrarle la citación. Se permitió el lujo de dirigirle la palabra sin darle los buenos días.

– Tengo una cita -dijo. Su intención no fue del todo secundada por su voz, que tembló un poco-. Una cita.

El ordenanza levantó la cabeza. Miró el papel, sin interés, y dio una larga chupada a su cigarrillo antes de tomarlo. Aquello fue fatal, fatal. No estaba previsto que Carvajo mantuviera en el aire su mano gordinflona, en un tácito ruego de que le cogieran la citación. Empezó a ponerse nervioso.

– Bien -dijo el ordenanza. No cabía duda de que dominaba la situación. Le miró de frente, y sus ojos se detuvieron particularmente en las bolsas fláccidas del visitante. Añadió, con voz helada-: Siéntese.

Carvajo se volvió en torno, desolado. No había sillas, ni…

– Ah -dijo-. ¿Dónde debo…?

Fue horrible. El ordenanza no se dignó responderle. Se levantó de su silla y, con un aire de profundo fastidio, entró en un despacho. Carvajo se sintió acorralado. Miró precipitadamente a su alrededor y vio, casi a lo lejos, un modesto banco de madera adosado a la pared. Profundamente humillado, llegó hasta el banco y se sentó.

La suerte le era definitivamente adversa. No hacía un minuto que se había sentado cuando el ordenanza surgía de nuevo. Se miraron, con evidente menosprecio, y el ordenanza le hizo un signo de que se acercara. Carvajo volvió a levantarse, llegó a la puerta, y estuvo a punto de tropezar con el otro, en un pueril intento de adelantarle para pasar en primer lugar.

Ahora se encontraba en una antesala grande. Un hombre relativamente joven estaba sentado ante una mesa examinando unos papeles. Tenía un vago aire de seminarista, o tal vez de doctor en alguna asignatura teórica. No debió oírle entrar, porque no se movió. El ordenanza les había dejado solos, y Carvajo se sentía incómodamente quieto en el centro de la antesala. Carraspeó suavemente, tratando de no estorbar, y el otro levantó la cabeza.

– ¿El doctor Carvajo? -interrogó. Tenía en la mirada algo que resultaba vagamente afectuoso. Se levantó y fue a su encuentro-. Yo soy Avelino Angulo, oficial de…

– He redactado una instancia -dijo Carvajo, con rapidez. Y tampoco pudo evitar que su voz fuera exculpatoria. Parecía querer indicar que estaba profundamente avergonzado por el asunto de la instancia-. Me sugirieron que expusiera…

– Sí, sí. Ya he leído su instancia. Me di cuenta de que usted deseaba realmente ser recibido por el señor Presidente.

Carvajo tragó saliva.

– Ah, el Presidente, dice -murmuró. En verdad, no aspiraba a tanto. Tal vez tampoco lo deseara-. Yo no sé hasta qué punto…

– ¿Quiere usted decir que tal vez no sea posible?

– Sí, eso quiero decir.

– El Presidente le recibirá -prometió Angulo. No advirtió en el visitante alegría alguna, sino evidentes signos de inquietud. Y de zozobra-. Le recibirá esta misma mañana.

– ¿Ahora? -Carvajo tenía dentro de sí una mezcla de susto e inquietud. No tenía palabras para calificar la estúpida conducta de su hermano.

– Bien, digamos en esta misma mañana. Tal vez sea muy pronto, sí. No creo que los asuntos de Presidencia sean hoy… Supongo que se alegrará.

– Oh, sí. Por supuesto.

– Me lo imaginaba. Tan sólo debo advertirle que evite usted, en la audiencia, tocar otro punto que no se refiera al asunto de su hermano. Es la costumbre.

Carvajo asintió, sin fuerzas. Era horrible que… Nunca se debió mezclar Alijo en asuntos de política. Se lo había advertido mil veces.

– Solamente -dijo, con humildad-, deseo pedir su indulto. Es horrible condenar a muerte a un chiquillo… Él es demasiado joven, no es un hombre aún. Usted sabe que…

– Dieciséis años, ¿verdad? No debe pensar en una condena a muerte. La legislación de este país…

Angulo calló.

– ¿Qué? -interrogó Carvajo.

– No se puede ejecutar a nadie que no haya cumplido los dieciocho años -terminó Angulo, sin convicción. Pero no hacía una hora que había visto la sentencia de muerte y la orden de ejecución. Sólo que faltaba, al pie del documento, la firma del Presidente y dos o tres trámites sin importancia. Era horrible ver los poquísimos trámites que se requerían en aquel país para ejecutar a alguien-. Usted conoce la legislación, sin duda.

– ¿Está usted seguro de que no…?

– Bien… Es la ley.

– Yo he oído un rumor -meditó Carvajo-. Dicen que muy pronto será ejecutado… Tal vez sea solamente un rumor sin fundamento.

Angulo se sintió desasosegado. Era increíble la cantidad de humildad que se advertía en los ojos mansos de aquel hombre. Era muy probable que el Presidente se ensañara con él. Trató de que sus labios formaran una sonrisa de circunstancias y dijo:

– Siéntese, por favor. Tal vez tenga que esperar un poco…

Pero no hubo necesidad de que Carvajo esperara apenas. Como si sus ojos contemplaran la escena a través de un velo de niebla, observó de pronto un movimiento inusitado a su alrededor. Angulo entró en el despacho contiguo, y a través de la puerta llegó un murmullo continuo de palabras a media voz. Al mismo tiempo, se produjo un ruido a sus espaldas. Carvajo, al volverse, se encontró ante la cara vigilante y burlona del ordenanza, que le miraba desde la entrada. ¿Por qué demonios…? Pero ahora llegaba de nuevo Angulo, le sonreía desde la entrada del despacho presidencial, le hacía una seña discreta…

– Ahora -murmuró Angulo.

Carvajo se puso de pie de una manera mecánica. Estaba tan acobardado como si al otro lado de la puerta, guardando un increíble silencio, esperara un pelotón de fusilamiento. Echó a andar de una manera casi brusca, pero no tenía sensibilidad ninguna en sus pies. ¿Por qué demonios había el ordenanza…? Angulo dijo:

– Ya puede usted pasar.

Suspiro profundamente. Ahora estaba ya en el despacho, caminando hacia el centro, considerando que el Presidente estaba situado excesivamente lejos… Le miró, profundamente consternado: era un hombre anciano, de rasgos cansados. En el despacho entraba ahora una luz metálica, casi azulada, una luz de media mañana. Observó que los ojos del Presidente eran profundamente azules.

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