VEINTISIETE

Hola, muchacho -dijo Martín-. ¿Te importa que me siente?

– Ah, tenga cuidado- y Alijo Carvajo señaló un rincón-. Esto apesta, pero no han querido sacarlo de aquí.

Pero el policía de la Prisión permanecía en el umbral de la celda, contemplándoles con mirada de simpleza. Era una mala persona, Martín lo sabía. Una vez tuvo que reconocer su cuerpo y comprobó que era impotente. El médico se volvió y le dijo:

– ¿Qué haces ahí?

– Me quedo -dijo Monserrate, con obstinación-. Tengo instrucciones.

– Vete -ordenó Martín.

– Tengo instrucciones.

– No quiero enfadarme, Monserrate. Acuérdate de la última vez.

Monserrate cerró la puerta, desapareció con gesto de rencor. Al doctor no llegaba a odiarle. Le temía, solamente.

– ¿Te han hecho algo? -preguntó Martín.

– ¿Ellos? -dijo Carvajo-. No… Todavía no. Aún no se han decidido a maltratarme. Tengo demasiadas visitas, y hasta creo que el mismo Subsecretario se ha interesado por mí… Están inquietos. No saben lo que quiere decir todo eso.

– Pero luego va a ser peor.

– Claro. Ya me lo imaginaba. ¿Se ha firmado ya la sentencia?

– Hace dos días. Pero aún falta el consentimiento del Presidente de la República…

– Un mero trámite, supongo.

– Por regla general, sí.

– Usted ha venido para prevenirme, tal vez, de que la sentencia ha sido firmada. ¿No es eso?

– Sí… Así es.

– ¿Qué clase de ejecución es, exactamente?

– Áh, lo de siempre: muerte por fusilamiento.

– Al amanecer ¿verdad? Cuando el piquete es algo impreciso… Una vez empecé a escribir una novela… Hablaba de una ejecución. Decía algo así: "El piquete es una mancha imprecisa, llena de fusiles". Era una mala novela, pero me hubiera gustado ser un escritor. ¿Y el día? ¿En qué día va a ser?

– La semana próxima. El día no se ha fijado aún.

– Bien, eso importa poco. Pero yo no he visto a ningún abogado, a ninguno. ¿Ni siquiera se han molestado en hacer un sumarísimo?

– Bueno, no lo sé. Creo que algo hicieron. Un Tribunal Militar, me parece…

– Pero no me han preguntado nada, no me han…

– No.

– Y, sin embargo, en los textos todo está previsto -dijo Carvajo, con amargura-. El reo es un ser lleno de garantías, casi un intocable… Resulta curioso…

– Sí.

– Tal vez hagan algo, más adelante. Una apariencia, al menos. Pero no, ya no lo creo. ¿Es seguro que el Presidente no ha firmado todavía?

– Tengo noticias de que no le han presentado aún el expediente.

– El Presidente firmará todos los días muchas cosas, infinidad de cosas… Seguro que lo único que busca en cada papel es el lugar donde debe estampar su firma, y que luego le retiran el papel, y se lo secan, y el Presidente no sabe si ha concedido una medalla o una ejecución…

– En tu caso, no será así, Alijo. El Presidente está interesado.

– ¿Interesado por mí?

– Bien, algo así. Ha hecho que le lleven fotos, que le expliquen cómo eres… Incluso pensó en venir a verte, aquí… Pero le disuadieron. El Subsecretario le disuadió.

– Es una pena -sonrió Alijo, mirando a su alrededor-. Me hubieran limpiado la celda, por lo menos. Y no crea que eso es poco. Creo que solamente es esta fetidez la que me impide comer, y no el miedo. Todavía no he empezado a sentir mucho miedo.

– Yo creí que estabas muy asustado. Se lo dije a tu hermano.

– Ah, mi hermano. ¿Le ha visto, entonces?

– Sí: vinieron a visitarme.

– Es bueno, es un hombre bueno… No me mire así, yo sé lo que digo… Sólo que es débil. Y la debilidad le hace parecer egoísta… ¿No se reirá si le digo que me preocupa faltar por él, más que por nadie?

– No, claro que no.

– Resulta curioso: mi madre, al morir, me dijo que le cuidara. ¡Y él me lleva veinte años, casi! "Cuídale -me dijo-. Preocúpate por él. Ya sabes cómo es…" Ahora va a ser difícil, me parece, que me preocupe mucho por él…

– Tiene a su mujer. Saldrá adelante…

– No lo sé… ¿Sabía que es un hombre profundamente desgraciado? Cree tenerlo todo, y lo que tiene no le satisface… Y ya no le quedan metas, no le quedan aspiraciones. La diferencia entre lo que esperaba conseguir y lo que ha conseguido se le ha reducido a cero… Eso es malo siempre, pero especialmente cuando uno se ha equivocado. Y él está equivocado… Pero toda la vida se ha creído en la necesidad de compadecerme, de tener piedad de mí… Me veía profundamente desgraciado, y no se daba cuenta de que yo… Seguía considerando que yo era enfermizo, que era demasiado blando. Resulta curioso.

– Sí. ¿Sabías que tenía un permiso de visita?

– Me lo imaginaba. ¿Hace mucho tiempo que se lo han dado?

– Tres días, creo.

– No se atreverá a venir. Eso es muy suyo. Y, si viene, su mujer le habrá endosado antes un traje oscuro, un traje apropiado, y le habrá hecho infinidad de recomendaciones… Ese día, mi hermano habrá de tener mucho cuidado en no soltar ningún comentario frívolo o inadecuado. Ella se lo echaría en cara, no se lo perdonaría… ¿Sabía que no tienen hijos?

Suspiró. Empezaba a estar nervioso.

– ¿Te queda aún tabaco?-preguntó Martín.

– Sí, aún me queda. Gracias. Porque fumo poco. No lo puedo evitar: todo el día pienso, y también durante la noche. Me esfuerzo en averiguar si he hecho mal las cosas, si me he equivocado… Pedí las Obras de Santo Tomás y las de San Agustín ¿sabe? Alguien, no sé cuál de los dos, habla del atentado contra la autoridad vigente… ¿Usted sabe quién de ellos?

– No, no lo sé. Pero creo que es tu propia obra la que debes analizar. No creo que los libros te sirvan de mucho…

– Por supuesto, sí. Pero me hubiera gustado que… En todo caso, es igual: no tenían las obras de ninguno de ellos. Siempre he pensado que, ante la muerte, el hombre se dignificaría, se sublimaría… Pero a mí no me ocurre eso. Me parece que el hombre siempre es pobre; incluso ante un pelotón de fusilamiento. Solamente siente miedo… Le he mentido: siento mucho miedo.

– Cualquiera lo sentiría. Pero tú eres fuerte. Tal vez más que…

– No, no. Siento mucho miedo. Y dentro de ese miedo, un absurdo cinismo. Empiezo a hacerme preguntas, y en seguida me doy cuenta de que todos, antes que yo, se las han hecho… Y me siento despreciable: me parece que ya ni tan siquiera mi miedo tiene valor alguno. Necesitaría a Elvira: ella ordenaría mi cabeza, seguramente. Aunque pudiera ser que tampoco me sirviera de mucho…

– Una vez la llamó el Presidente.

– ¿A ella? ¿A Elvira?

– Sí.

– ¿La interrogó el Presidente?

– Creo que sí. Dicen que luego quedó disgustado… No sé nada más.

Alijo guardó silencio durante algunos minutos. Luego, en voz baja, preguntó:

– ¿Sabe que van a matarle?

– ¿Al Presidente?

– Sí.

Martín se frotó el mentón.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– ¿Quiénes son?

– Los partidarios de Salvano.

– No sé si eso… Me parece difícil que regrese Salvano.

Carvajo miró la pared de enfrente.

– Salvano es un hombre bueno -dijo-. Todos dicen que volverá. Vive en los Estados Unidos, y vive pobremente. Pero su pobreza es natural, no de ostentación. Vive pobremente, sencillamente, porque no tiene dinero. Algún día volverá a este país. Será un día de triunfo.

Alguien tosió, fuera de la celda. A través de los barrotes que cubrían la ventanilla, se entrevió el rostro delgado de Monserrate.

– Lo lamento, doctor -dijo. Venía lleno de consideraciones-. Han pasado ya más de…

– Sí -dijo Martín-. Abre la puerta.

Se volvió a Carvajo.

– ¿Quién va a hacerlo?

– Lo siento, doctor -y Alijo sonrió-. Pero no puedo.

El médico se apretó las manos, y sintió que sus palmas estaban húmedas.

– Es que… -empezó-. Deben tener cuidado.

– ¿Por qué?

– Deben tener cuidado… Se dice que han organizado una falsa revuelta, un simple cambio de Poder.

Alijo movió la cabeza.

– Esté tranquilo -dijo-. No se trata de ellos.

– ¿Estás seguro?

Los ojos de Monserrate permanecían fijos en las botas del estudiante. Pero no podía oír nada estaba demasiado lejos.

– Estoy seguro.

– Lo siento, doctor -dijo Monserrate.

Martín empezó a salir de la celda, pero se detuvo en la puerta y fijó sus ojos en el breve montón de porquería que apestaba uno de los rincones. Cogió de un brazo a Monserrate, con naturalidad.

– Limpia esto-ordenó-. Cuando regrese, te preguntaré si lo has hecho. Lo vas a limpiar todos los días.

– Sí, doctor -dijo Monserrate. Miraba al estudiante. No tenía odio ni rencor. Sólo que parecía divertirle el pensamiento de que no fueran muchos los días que habría de limpiar.

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