QUINCE

No es la primera vez que viene usted aquí, ¿verdad? -preguntó el Comisario-. Su cara me resulta vagamente familiar.

– Oh, no -respondió Antoine-. No es la primera…

– ¿La segunda, tal vez?

– La cuarta.

– Es extraño… ¿No sabe usted, exactamente, por qué le han llamado tantas veces? No es lo frecuente.

– No me lo imagino. Pienso que ustedes… Perdone. Pienso que ustedes lo sabrán.

El Comisario rió con pequeños espasmos.

– ¡Eso tiene gracia! Tiene usted toda la razón, amigo mío. Resulta que se le llama al Registro de Extranjeros y, encima de eso, vamos y le preguntamos que por qué le hemos llamado… Tiene mucha gracia eso.

– Tal vez -sugirió Antoine-, en interrogatorios anteriores, alguna cosa quedó sin ultimar.

– Muy posiblemente. Eso mismo pienso yo. Pero no hable usted de interrogatorios, por favor. Odio ese término. El Registro de Extranjeros no es, exactamente, una dependencia policíaca.

Antoine adoptó un aire inexpresivo. El Comisario continuó:

– Claro que usted pensará: "Sin embargo, ellos son policías…". Cierto. Pero nuestra labor es más bien… ¿Cómo la llamaríamos? Más bien una labor administrativa. Va a resultar que usted tiene razón, que en alguna conversación anterior quedó alguna minucia en el aire, y que, al ultimar la ficha, el encargado se ha dicho: "¡Pero, hombre! Si me olvidé de preguntarle tal cosa… Pues vamos a llamarle de nuevo, y asunto arreglado".

– Sí, creo que será algo así.

– ¡Ni lo dude! Pero ahora lo vamos a comprobar.

El Comisario tocó un timbre. Era un hombre corpulento y sanguíneo, que rebosaba satisfacción y alegría de vivir. Pero qué fatal resultaba que fuera aquel mismo hombre, precisamente, el que preguntara a Antoine, en una ocasión anterior, si tenía algo que ver en el asunto del plástico. ¡Qué fatal! Entró un hombre delgado, sin llamar a la puerta. Tenía un enorme bigote negro y su mirada era innoble.

– Méndez -dijo el Comisario-. Resulta que el señor Ferrens…

Antoine, de pronto, se sintió mal. Obedeciendo a un extraño impulso, se puso de pie, vaciló sobre sí mismo y estuvo a punto de dar un traspiés. El Comisario aspiró una fuerte bocanada de aguardiente.

– ¿Se siente mal, tal vez? -preguntó, afablemente-. ¿Desea que aplacemos…?

– No, no. No sé qué me ha pasado. Un pequeño mareo, tal vez. Estoy muy bien, gracias.

– Se conocían ustedes, ¿verdad? Es el doctor Antoine Ferrens.

Méndez asintió, sin amabilidad.

– Me parece que sí -dijo Antoine, atropelladamente. Se volvió al Comisario-. Pero yo no soy doctor.

– Oh, perdone. Lo había imaginado, sin embargo. Tal vez porque en nuestro país hay infinidad de doctores belgas…

– Yo soy -dijo, queriendo sonreír-, de los belgas menos importantes que…

Pero se calló. Méndez le miraba sin ninguna simpatía, como si interiormente le despreciara.

– Resulta -explicó el Comisario a su subordinado- que hemos molestado, al parecer inútilmente, al señor Ferrens. ¿No habrá sido un error, digo yo?

– No -dijo Méndez.

– Sin embargo, ha comparecido ya en tres ocasiones anteriores. Reconocerá usted, Méndez, que el caso es anómalo.

– Ha habido nuevos datos -explicó Méndez.

– ¡Ah! -La sonrisa se fue muy de prisa de los labios del Comisario-. Nuevos datos. Eso cambia las cosas. ¿Y cuáles son, si puede saberse?

Antoine eructó. Fue lamentable. Los dos hombres le miraron, y guardaron luego un cuidadoso silencio. Antoine esbozó: "Perdonen".

– Usted, señor Ferrens -dijo el Comisario con voz suave y bien modulada, pero esta vez sin sonrisa-, ha bebido un poco. ¿No es así?

Antoine calló.

– ¿No es así? -preguntó el Comisario con dulzura, sin mirarle al rostro.

– Muy poco. Un par de…

– No debía haberlo hecho. -El Comisario movió la cabeza-. Es… ¿cómo decirlo? Es algo así como si la entrevista que habíamos de sostener no le mereciera respeto alguno.

– Por favor, no diga eso. Yo pienso que…

– Como si no le mereciera respeto alguno. ¿Piensa que se halla en condiciones de responder?

– Desde luego. -Las mejillas de Antoine se llenaron de calor. Qué idiota había sido, pero qué idiota-. Tengo la cabeza perfectamente.

– En una ocasión -y el Comisario, para recordar, miraba al techo, haciendo visibles los blancos globos de sus ojos-, interrogamos a un hombre que estaba propasado. Éste no es el caso de usted, por supuesto. Resultó que hizo una serie de afirmaciones realmente sorprendentes, y que las firmó. ¿No fue así, Méndez?

– Las firmó, sí.

– Pues bien: a la mañana siguiente, pretendió retractarse. Imagínese qué trastornos, qué complicaciones…

Antoine levantó la cabeza.

– Yo estoy bien -dijo-. Lo juro.

El Comisario levantó la mano.

– No es preciso tanto… -Se volvió a Méndez-. Los nuevos datos, por favor.

Méndez le entregó un papel con unas pocas palabras escritas en él. El Comisario lo leyó rápidamente.

– Señor Ferrens -dijo luego, con voz distinta, como si bruscamente se le hubiera esfumado todo resto de amabilidad-. ¿A qué partido político pertenece usted?

Antoine vaciló.

– A ninguno -contestó luego.

El Comisario suspiró.

– Por favor -dijo.

– A ninguno -repitió Antoine, con más fuerza.

– ¿De qué trataron, exactamente, en la reunión que tuvieron el día primero de noviembre en…?

– Yo no asisto a reuniones.

– Usted se precipita, señor Ferrens. Ni tan siquiera he podido mencionar el lugar de…

– Es igual, igual. Yo no asisto jamás a reuniones.

Con una apariencia de vago desaliento, el Comisario miró a Méndez.

– Así no haremos nada, Méndez. Vamos, señor Ferrens. Se lo suplico.

– Le estoy diciendo la verdad.

– ¿Trabaja usted en algo?

– Ah… No.

– ¿De qué vive?

– Tengo algunos ahorros.

– ¿Qué clase de ahorros?

– Ah… Ahorros.

– Quiero decir: ¿de dónde ha salido ese dinero?

Antoine tragó saliva,

– ¿Le mantiene alguna mujer?

– Bien… También ella gana algo, a veces.

– ¿Le parece digno?

– No, no me parece digno. Pero es la verdad.

– ¿Quién es ella?

– Tiene diecinueve años… Se llama Sabatina.

– ¿Qué más, aparte de Sabatina?

– Nada más. Sabatina, a secas. No tiene apellido.

– Anótelo, Méndez. Tal vez la llamemos. ¿Y es Sabatina quien le mantiene a usted?

– No, exactamente. Ya le digo que tengo…

– Ahorros, sí. ¿De dónde ha ahorrado, si me hace el favor?

– Antes trabajaba.

– ¿En qué?

– En una casa Consignataria… Richman e Hijos. Puede preguntarlo. Pero me expulsaron.

– Por beber, supongo.

– Sí.

– ¿Hace mucho tiempo de eso?

– No: dos, tres semanas.

– ¿Por qué bebe?

– No creo que eso… Bebo, sencillamente,

– ¿Trata de buscar trabajo?

– Oh, sí.

– "Oh, sí". ¿En qué, si puede saberse?

– Leo los anuncios de los periódicos.

– Vaya, los anuncios…

Hubo un largo silencio. Luego, con una voz completamente distinta, como si hablara a un niño que ocultara alguna inocente fechoría que, de todas formas, se acabaría sabiendo, el Comisario dijo:

– Cuénteme lo de la reunión del primero de noviembre.

Antoine guardó un obstinado silencio. Estaba asustado. Sabía que su frente le sudaba, de aquella manera grasienta y desagradable que sudaba en los últimos tiempos, pero secarse aquella humedad fría le parecía algo así como delatarse.

– Vamos, vamos -repitió el Comisario, sin enojo ni prisa en su voz-. Usted nos lo va a contar todo, y nosotros le vamos a escuchar. Trae unos cafés, Méndez, y di a los demás que ya pueden marcharse…

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