TREINTA

Había un ambiente extraño. El ciego estaba absolutamente sólo, en un rincón, y el dueño de "La Papaya" le había mirado mientras entraba, tanteando las mesas, y se sentaba en una de ellas, suspirando. Ni le había preguntado si deseaba o no tomar alguna cosa. Resultaba evidente que, a pesar de ser ciego, era un hombre alegre, y nadie hubiera tal vez podido precisar por qué era alegre. Al lado de Angulo, espalda contra espalda, y muy cerca de la prostituta, estaba el viejo indio de siempre, acompañado por la niña. Pero esta vez la niña bebía jugo de piñas, o algo que se le parecía en color, y también resultaba extraño.

– El caso fue -explicó el indio-, que entró la muchacha, como una loca, y que todo el mundo nos quedamos pensando qué demonios le pasaría…

Desde luego, y por circunstancias que no entendía muy bien, Angulo sabía que él desentonaba aquella noche en el bar. Tal vez fuera la presencia de Antoine la que, en otras ocasiones, le fusionara con el ambiente. Pero aquella noche no había venido Antoine. Era claro que desentonaba: tanto le miraba el dueño que él, para acortar distancias con aquel clima que se negaba a absorberle, había pedido una copa de ron, lo que todos pedían. ¿Y por qué el ciego no decía nada ni pedía nada? Hasta la misma prostituta le preguntó:

– ¿Es que usted no bebe?

Pero era claro que el ciego no sabía que le hablaban a él, pues no contestó. Tal vez imaginase que el local estaba lleno de gente silenciosa, que no bebía, y que a cualquier persona menos a él hubiera podido ir dirigida aquella pregunta.

La prostituta miró a Angulo y suspiró:

– Ah, Europa, Europa.

La niña levantó los ojos.

– Como una loca -dijo el indio-. No era fea, la chica. Un poco flaca, solamente. Y luego, aquella especie de cojera…

– ¿Cojera? -preguntó el dueño-. Usted está loco.

– Le dolía la cadera, lo sé muy bien. No hacía más que agarrarse y agarrarse… Eso se nota en seguida.

Aunque bien pudiera ser que él estuviera equivocado, que el ambiente no fuera realmente extraño. Tal vez fuera el ambiente de siempre. Pero él estaba nervioso, pues ya había pasado la hora en que Antoine bajaba sigilosamente la escalera y se colaba en "La Papaya", en su reducto seguro, allí donde podía beber plácidamente sin temor a la gente del B. A. S. La prostituta preguntó:

– ¿Por qué no le sirven al ciego? Está claro que no tiene dinero.

El dueño se detuvo en su labor de liar un cigarrillo.

– ¿No tiene usted dinero? -preguntó.

El ciego pareció despertar.

– ¿Me hablaba a mí? -dijo, como si saliera de un sueño. Había algo en él que le delataba como un hombre alegre, pero no se sabía muy bien qué era. No parecía hallarse irremisiblemente triste por su ceguera.

– Claro -dijo ella-. ¿No tiene dinero?

– No, no tengo dinero.

– Pero querrá beber, me imagino.

– Sí, me gustaría bastante beber alguna cosa.

– Así no podemos seguir siempre -dijo el dueño.

Pero le sirvió una copa de ron.

– Debieron ser bastante animales con ella -dijo el indio-. La niña miraba su jugo de piña. No parecía escuchar-. La empujaron.

– ¿Eran muchos? -preguntó la mujer.

– No explicó cuántos eran. Dijo: "Me empujaron, los muy cerdos, y me empujaron precisamente por la cadera". Por eso sé que le dolía la cadera… Y luego, se lo llevaron…

Angulo levantó la cabeza.

– ¿A quién se llevaron?-preguntó, repentinamente.

Todos le miraron. Era raro, parecía que también el ciego le había mirado. Le miraron porque su voz surgía por vez primera y aportaba algo nuevo al ambiente. Angulo empezó a ser menos extraño. El indio explicó:

– A su amigo. ¿Es que no lo sabía?

– ¿A mi amigo?

– Solía sentarse aquí, con usted… ¿No era amigo suyo?

Angulo palideció.

– Sí -dijo-. Entonces… ¿se lo han llevado?

– La chica nos lo explicó todo – dijo el dueño-. Llegó aquí y empezó en seguida a dar voces…

La mujer se acercó a Angulo.

– Usted no sabía nada ¿verdad?

– No, nada.

– Y le estaba esperando…

– Sí.

– Bueno, pues más vale que lo tome con calma. A su amigo se le acabó el asunto de la vieja Europa, créame. Yo también tuve una vez un chico con ideas en la cabeza. Aquél no quería ir a Europa, no me parece que se le había ocurrido tanto. Bueno, pues vinieron los del B. A. S. y se acabaron las ideas de mi chico…

– ¿Se acabaron? -preguntó el ciego.

– Se acabaron.

– ¿Lo mataron?

– No lo sé. Se acabaron sus ideas, eso es todo. Nadie le ha vuelto a ver. Te llevan, te meten en "El Infierno", y tus herederos empiezan a hacer cálculos y a beneficiarse…

– A mí me cogieron una vez -explicó el ciego. Pero su voz era poco interesante, estaba bien claro. Uno la oía y no reparaba apenas en lo que había querido decir, por lo gris y monótona que era aquella voz-. Pero a mí sí que me soltaron.

– Hablaba siempre de Europa, el amigo de usted -siguió la mujer-. Decía que las estrellas de este país le parecían distintas. ¿Cómo son las estrellas de Europa, vamos a ver?

– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Angulo.

– Hace dos días -dijo el dueño-. Pensé que ya lo sabría.

Angulo contempló su copa de ron. El asunto no era como otras veces, al parecer. Ya no se trataba de unas aclaraciones ante el Registro de Extranjeros.

– ¿De qué le acusaban? -preguntó.

– La chica no lo dijo -explicó el dueño.

La niña levantó la cabeza.

– Sí que lo dijo -habló el indio-. Me parece que se refirió a un asunto de plásticos.

– ¿Plásticos? -preguntó la mujer-. Entonces, es cosa de contrabando.

– A mí me soltaron -explicó el ciego-. Pero antes me los quemaron…

– Usted debe venir con dinero, otra vez -le dijo el dueño-. No podemos seguir siempre así.

– ¿Qué le quemaron? -preguntó Angulo.

– Los ojos -dijo el ciego.

– No le haga caso -dijo el dueño a Angulo-. Los ciegos tienen mucha afición a mentir.

El indio suspiró.

– Y no era fea -dijo-. Un poco flaca de carnes, eso es todo… Pero esas cosas se arreglan con una buena alimentación.

Tocó el brazo de Angulo.

– Fíjese usted en esta niña, por ejemplo -dijo.

A su pesar, Angulo la miró. Ella le devolvió la mirada con tranquilidad, sin embarazo alguno.

– Está delgadísima -siguió el indio-. Y yo, ¿cómo la puedo alimentar? Nadie se puede imaginar el poquísimo dinero que tengo… Pero sé que todo es una simple cuestión de nutrición, me lo han dicho. Es un error que sigamos importando trigo, eso es lo que pasa.

El ciego se levantó. Su semblante era reluciente. Sólo que en los ojos tenía señales, señales sanguinolentas.

– Este país -dijo el indio, excitado-, podría producir más trigo. Y se acabaron las necesidades, y se acabaron las importaciones de los Estados Unidos.

– Una vez -dijo la mujer-, me quiso llevar un hombre a los Estados Unidos. Pero estaba borracho.

Angulo siguió el incierto caminar del ciego. Se iba. Buscó la puerta a tientas, sin despedirse de nadie. No cabía duda de que era un ciego reciente.

– Claro que, a lo mejor, me hubiera llevado con él No tuve paciencia, a la mañana siguiente, y me fui antes de que despertara. Tal vez viviera yo ahora en los Estados Unidos, si hubiera tenido un poco de fe.

– Por favor -pidió el indio-. No nos cuente sus cosas, señora.

Angulo se levantó. El ciego se había marchado ya.

– La muchacha -preguntó al dueño-. ¿Dónde está ahora?

– No lo sé.

Angulo se dirigió a la puerta.

– ¿Quiere que le dé algún recado -preguntó el dueño-, si vuelve por aquí? Me refiero a la chica.

– No, no -murmuró Angulo. Se acordaba muy bien de cómo era Sabatina-. ¿Estaba muy triste?

– Desesperada -explicó el indio, con cierta satisfacción-. Como una loca, se lo aseguro. Dijo que ahora se quedaba sola.

– Yo también estoy sola -dijo la prostituta-. Eso pasa muchas veces.

Angulo salió a la calle. Eran las doce de la noche. La humedad mojaba el pavimento. No le fue difícil alcanzar al ciego, que andaba muy despacio como si no fuera a ninguna parte.

– Espere -dijo, y le tomó del codo.

El ciego se detuvo, sin sobresaltarse.

– ¿Qué quiere? -preguntó. No había luz, de modo que Angulo no podía ver sus ojos-. Tal vez sea usted del B. A. S., y yo haya dicho alguna inconveniencia…

– No, no. ¿Le importa que le acompañe un rato?

– ¿Quiere hablar conmigo?

– Preguntarle algo…

El ciego sonrió.

– ¿Puede darme alguna moneda? Me gustaría beber algo más, antes de dormir.

– Sí. -Angulo buscó un peso en su bolsillo-. No soy policía, no tenga cuidado…

– ¿Qué quiere preguntarme?

– ¿Es cierto que le quemaron los ojos?

– Sí -dijo el ciego.

– ¿Por qué?

– Una noche me emborraché, y dije que había visto a Salvano.

– ¿A Salvano?

– Sí… Y era cierto. Me los quemaron en "El Infierno". No haga caso de lo que dicen: no todos los que entran se quedan allí. Yo tengo amigos que han salido, y no les ha pasado nada… La gente exagera.

– Pero a usted le quemaron los ojos.

– Sí. Con plomo. Es horrible lo que siempre me ha ocurrido. Bebo, y a la mañana siguiente continúo borracho. Y seguí sosteniendo que había visto a Salvano, y me estuvieron pegando durante una hora. Pero la paliza me puso aún más borracho, eso es lo raro. Así que me quemaron los ojos.

Angulo guardó silencio.

– Claro que yo entonces ya no veía demasiado. Pero, bueno, ahora no veo nada.

– ¿Es cierto que vio a Salvano?-preguntó Angulo.

– Sí. Yo era agricultor, y su finca estaba cerca de mi campo… A veces, él paseaba. Una tarde, se detuvo a charlar conmigo.

– ¿Qué le dijo?

– Oh, me estuvo riñendo. Me dijo que no sabía plantar las remolachas, me preguntó a ver qué condenada clase de agricultor era yo. De esto hace ya cinco o seis años, ya no me acuerdo… Yo le dije: "¿Usted me va a enseñar a mí, a mí que toda mi vida he sido agricultor?". Pero él era un hombre terco, y se empeñó en que yo no cavaba lo suficiente…

El ciego rió.

– Recuerdo -dijo-, que iba siempre con sus perros, y con una vara de fresno en su mano. Le gustaba mucho andar… Y yo les dije que Salvano volvería, porque era un hombre bueno. Terco, muy terco, pero bueno…

Callaron. El ciego movió los hombros.

– Hace frío -dijo-. Y va a empezar a llover otra vez de un momento a otro.

– Sí -asintió Angulo. Pero estaba pensando en otra cosa.

– ¿Deseaba saber algo más? -preguntó el ciego.

– No, nada más.

El ciego examinó el billete, al tacto.

– Me ha dado dos pesos. ¿No quiere saber ninguna otra cosa?

Pero Angulo se alejaba ya, con pasos lentos, y ni siquiera le había oído. El ciego apretó fuertemente su billete y echó también a andar. Le apetecía beber alguna otra copa antes de dormir.

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