VEINTISÉIS

Ayer recibí un periódico de Bruselas -dijo Antoine-. A veces me los envía aún mi familia, cada vez menos… Van a levantar parte del pavimento, en la plaza del Ayuntamiento, decía en la primera página. Han debido estropearse algunas cañerías y tratan de… Pero algunos concejales se oponen. ¿Es alguna tontería lo que te estoy contando?

– No lo sé -sonrió Angulo. Todo era igual que en la última ocasión en que estuvieron allí. A sus espaldas, el viejo indio hablaba algo a la niña de los ojos tristes. En el establecimiento había luz roja, también como siempre-. ¿Por qué lo preguntas?

– Me ha impresionado -confesó Antoine-. Me he dicho: "Éste es tu sitio, Bruselas". Me he preguntado: "¿De dónde eres? Pues de Bruselas".

Suspiró. El indio se lamentaba de las cosas, de lo difícil que era seguir viviendo. La niña le escuchaba.

– Yo creo -siguió Antoine-, que todo el mundo debía vivir en el lugar donde ha nacido. No conduce a nada moverse de un sitio a otro. Uno viene a América, y al poco tiempo desea regresar. Entonces, se pregunta: "¿Por qué habré venido?". Y, sin embargo, regresar no debía ser tan difícil: todos los días salen aviones que cruzan el Atlántico. Siempre que veo un reactor que despega, pienso: "Ojalá estuviera yo en…".

– Estás bastante mareado. Hablas, hablas y no haces nada. ¿Has pedido acaso el visado de salida?

– No. No me lo concederían.

– No lo has intentado. ¿Qué esperas?

– No lo sé. Es horrible, porque es cierto que espero algo. A veces me da por pensar que estoy aguardando a que me detengan, que les estoy esperando a ellos, a los perros del B.A.S…

– ¿Se trata de tu enfermedad?

– Sí. -Antoine suspiró-. Avelino, perdona que te diga esto, pero con sólo verme los muslos se sabe lo que tengo, ¿comprendes? No hace falta que me hagan análisis de sangre.

– ¿Qué te han dicho los médicos?

– Que no tengo salvación -dijo Antoine, y vació tranquilamente su vaso.

– Pero… Veamos. ¿Podría causarte la muerte?

Antoine miró por la ventana.

– No así, con tanta rapidez -y buscó con la mirada al dueño, para hacerle ver que debía llenar de nuevo su vaso-. El médico ha sido sincero: no moriré pronto, de una sola vez, sino por etapas. Y ésta será la primera.

– ¿La cabeza? -preguntó Angulo.

– Sí. Me iré volviendo loco.

– Estás diciendo tonterías…

– Te juro que es cierto. Loco. También a mí me sorprendió, al principio. Había oído muchas cosas de esta enfermedad, pero no sabía que afectara a… Y no tengo una pizca de esperanza. Ni tan siquiera voy ya a las curas. No sabes lo que es aquello… Pones el grito en el cielo. Son demasiado dolorosas.

– Tal vez allí… -Angulo no sabía muy bien lo que iba a decir-. En Europa, la medicina ha adelantado mucho, infinitamente más que aquí…

– Pero él es un buen médico, el que me ha examinado… En Europa, lo único que podrían hacer es cuidar mejor mi locura, cuando sobrevenga. En todo caso, creo yo que no estaré entonces para apreciar esas cosas…

Angulo sintió frío. Miró a hurtadillas a su amigo. Estaba terriblemente delgado, tenía los ojos hinchados.

– Haz algo, por lo menos -aconsejó-. Pide el visado.

– Me lo van a negar.

– Pídelo de todas formas, te lo suplico. Tú no puedes seguir, así, como vives… Si alguna vez necesitaras dinero…

– No, no. Tal vez me decida mañana mismo, y vaya a mi Embajada…

– Sería bonito que pudieras volver.

– Sí. -Antoine miró por la ventana-. No te importa que te lo diga, ¿verdad? Odio esta tierra… Y es curioso que he pretendido luchar por ella, es curioso… Recuerda lo del plástico. Me ahogo aquí, me siento como prisionero. Ni tan siquiera las estrellas, por las noches, son las mismas que en Europa… Y aquí no huele nada. ¿Por qué las cosas no tienen aquí aroma, Avelino?

– No lo sé… Se lo he oído decir a varios europeos. Tal vez sea por la altura.

– La altura, sí… Es demasiada. Aquello, mi país, es más prieto, parece como si uno debiera sentirse más ahogado… Porque aquí hay demasiados horizontes. Quizá sea la amplitud de espacios lo que nos ahogue… ¿no te parece?

– No lo sé. Es mejor que te vayas a casa… Estás mareado, tienes un color muy malo.

– Yo me quedaré. Tú sí, tú debes marchar. ¿Para qué has venido? Yo no te había llamado. Suelo pensar que ahora, a veces, te sientas ahí enfrente para mirarme y escucharme… Como si tuvieras miedo de mí.

– Sí -dijo Angulo,

– ¿Tienes miedo?

– Sí. De que hables.

– ¿De que me detengan y fuercen a hablar?

– Exactamente. Lo siento, pero no debes ofenderte.

Te veo con poca fe, con pocas defensas… No sabes para qué luchas y te horroriza el daño físico.

– No es eso… No saber por qué lucho… Ocurre, sencillamente, que no lucho, que he dejado de luchar. ¿Y sabes por qué? Porque no merecía la pena.

– No, te engañas… No luchas porque tienes miedo.

– Por supuesto que tengo miedo. Miedo de esos perros. Pero te aseguro que he perdido la fe… No podremos jamás cambiar las cosas… Nos falta fuerza. Somos solamente destructivos. Echaremos abajo al Dictador, pero… ¿y luego? ¿Qué tenemos en su lugar? ¿Otro Dictador?

– Salvano no es un Dictador.

– No lo entiendes, Avelino… Estás ciego. Salvano no vendrá nunca.

– Sí, vendrá. Debe venir, alguna vez. Aunque no sea en esta ocasión. Nuestro país necesita a Salvano.

– No, no es cierto. Nuestro país está sumido en el caos. Y Salvano es un pacifista. Hará falta otro Dictador. Un pueblo es un organismo, y este organismo pide una Dictadura, como un mal necesario e irremediable. Tal vez, mucho más tarde… Pero habrán de pasar años, el momento no ha llegado todavía.

Guardaron silencio. El viejo indio cloqueaba, y la niña estaba en silencio. Antoine hizo un gesto de cansancio, casi de asco.

– Vete, por favor. No quiero seguir hablando de esto, no quiero destrozar tu fe. Te hará falta mucha para lo que vas a hacer…

Angulo no se movió.

– Te lo ruego -pidió Antoine-. Es que esto me aburre ¿no te das cuenta? Me ocurre la cosa más triste de todas: no me interesa esto. No deseo seguir hablando, el tema me cansa. En mi interior, he dejado ya de querer a este país.

– ¿Estás seguro de lo que dices?

– ¿Pero por qué no puedes darte cuenta de…? ¿Por qué te empeñas en considerar que tengo aún cosas dignas?

Por favor, abandona tus altos pensamientos de redención… Odio América, te lo juro. Odio América. Odio América.

Angulo se levantó.

– Me marcho -dijo. No sentía ningún rencor.

– Sí -asintió Antoine-. Mejor así.

Y no elevó la mirada, cuando su amigo salió del bar. Pensaba: "Si, por lo menos, me sintiera heroico o despreciable…". Una corriente de aire frío a sus espaldas, y Angulo ya no estaba allí. Le tocaron el hombro. Se volvió. El viejo indio estaba a su lado, y le preguntó:

– Oiga ¿por qué odia usted América?

Antoine no dijo nada. Pero quedó medio vuelto, como sí aún aguardara algo. Y, efectivamente, esperó que la niña volviera los ojos para mirarle.

– América -dijo el indio, sentencioso-, es el país del porvenir. ¿No lo sabía?

– No, no lo sabía.

– Todos lo dicen. ¿Qué le ha hecho a usted América?

La niña levantó los ojos.

– Nada.

– Entonces ¿por qué la odia?

– No lo sé. Por odiar algo, supongo.

– América es mi patria -dijo el indio, levantando su vaso. El dueño le miró con escaso interés-. Moriré aquí, y seré enterrado en nuestra fértil tierra.

– Oiga, ¿por qué lleva siempre a la niña?

La niña le miraba sin expresión.

– Oh, la niña -el indio hizo un gesto ampuloso-. Usted pensará que es mi hija, o mi nieta, o algo así… Pues no. Le aseguro que no tiene ningún parentesco conmigo.

– ¿Por qué la lleva?

– Me sigue. Trota detrás, como un perrito.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó Antoine a la niña.

– No lo sé -dijo ella.

– ¿Trece, catorce?

– No lo sé.

– Me sigue como un perrito, y yo la llevo. Así es todo. Y a veces, si tengo ganas de conversar, le hablo. Ella escucha siempre.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Antoine.

– María -dijo ella.

– Vamos, por lo menos di el nombre entero -dijo el indio.

– María -repitió ella.

– No es cierto. Se llama María de los Desamparados.

– Está muy delgada -dijo Antoine.

– Seguro. Apenas come. Hace falta mucho dinero para alimentar a una de estas niñas… Tal vez usted, si lleva algo encima, nos pueda ayudar. Nosotros le quedaríamos muy agradecidos y bendeciríamos su nombre para siempre, Jesús. Amén.

Antoine se levantó. La fijeza de los ojos de la niña le alteraba. Además, estaba bien borracho. Dijo al indio:

– Usted me da asco. No lo puedo remediar.

– Asco, claro… Usted no sabe lo dura que es mi vida, no se hace idea.

– Asco -repitió Antoine, sintiendo que estaba completamente mareado-. No lo puedo evitar.

Загрузка...