LIBRO PRIMERO
UNO

Una tarde del mes de noviembre, Avelino Angulo recibió la orden de matar al Dictador. Era una tarde soleada, bastante fría y con restos de niebla que humedecían las baldosas de la ciudad. En realidad, se trataba de una tarde cualquiera de noviembre, con un poco más de sol, tal vez, que las demás.

Avelino Angulo fue citado en el piso del señor Jaramillo. Todo empezaba a desarrollarse como quedó convenido en la última reunión que tuvieron dos meses atrás, cuando llegaron a la conclusión de que era preciso dar aquel paso. También aquélla había sido una tarde vulgar. Angulo apenas si conservaba algún recuerdo vivo de ella: una mesa larga, abundante humo de cigarros habanos, y un hombre, con voz aflautada, que leía el informe del comandante Torres, el dirigente que, por razones que todos debían comprender, no se mostraba jamás. También recordaba que, en los asistentes, se palpaba un vago aire de conspiración de opereta, un tono casi grotesco. Pero la decisión que el comandante Torres pedía al final de su escrito, y el asentimiento de todos, no tuvo nada de grotesco. Y fue desagradable que se hablara de un ejecutor, aunque entonces el ejecutor no tenía todavía nombre ninguno. Pero se pensó en designarlo, y todos se dijeron sin duda que cualquiera podría… Ahora, la cita tenía lugar en el piso nuevo de Jaramillo, y él, Avelino Angulo, había sido designado como ejecutor. El piso era reducido, y despedía un fuerte olor a pintura y a cola fresca. Una mujer madura le abrió la puerta y le condujo hasta el despacho de Jaramillo.

– Lo lamento -dijo Angulo, al entrar. Tal vez había venido demasiado pronto. La mujer cerró la puerta a su espalda-. Creo que he venido muy temprano.

Jaramillo se levantó. Había estado inclinado sobre una cajita de cristal. Sus pantalones, que le llegaban mucho más arriba de la cintura, estaban sostenidos por unos tirantes amarillos.

– No, no -dijo-. Siéntese y tome algo.

Había whisky, oporto y jerez. También distinguió otros vinos españoles. Las botellas europeas se mezclaban con jugos de frutas del país, espesos y multicolores. Angulo tomó una copa de oporto y vio que, dentro de la cajita de cristal, había un ratón muerto, Jaramillo tenía un gesto de profunda perplejidad.

– Percinald -dijo, y señaló al ratón-. No lo comprendo. A la mañana he estado jugando con él. Entonces estaba perfectamente.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– No lo comprendo. Póngame también oporto, por favor. Es el segundo que se muere, en una semana…

– Tal vez haya epidemia -opinó Angulo, sin convicción.

Sabía que Jaramillo era un hombre extraño, un pequeño rentista que servía de enlace dentro del partido y coleccionaba ratones. Pero él entonces no pensaba en nada de eso, sino en el sobre de instrucciones que tenía que recibir. Por aquello solamente había venido, y sin embargo, sabía que Jaramillo, que era quien se lo tenía que entregar, haría lo posible por no referirse al sobre. Hubiera sido odioso tener que mantener una conversación sobre todo aquello.

– Puede ser que los ratones sufran también epidemias -consideró Jaramillo, sin entusiasmo por la idea-. A menos que… Pero no creo que se haya atrevido a tanto. ¿Quién le ha abierto la puerta?

– Una mujer.

– ¿Fornida? ¿Con un poco de bigote?

– Fornida, sí. No me he fijado en…

– Es mi cuñada -aseguró Jaramillo, profundamente preocupado-. No imagina usted lo que se experimenta cuando… ¿Usted tiene alguna cuñada?

– No.

– No imagina usted lo que se experimenta cuando una cuñada le persigue a uno. Se llama Alicia. No puedo librarme de ella.

Angulo contempló la jaula llena de ratones.

– He venido por lo del sobre de instrucciones -dijo luego, de una manera impersonal.

– No creo que se haya atrevido a tanto, de todas formas. -Y también Jaramillo contempló los ratones. Encogió los delgados hombros, bajo sus tirantes-. Es endemoniadamente mala, pero sabe lo que los ratones significan para mí.

¿Qué significaban para él? Jaramillo miró el diminuto cadáver como si acabara de descubrirlo.

– Percinald -dijo-. ¡Pobre Percinald!

– ¿El sobre? -repitió Angulo.

– Se lo daré ahora mismo -dijo Jaramillo. Sabía que Avelino Angulo era un hombre gris, un vulgar profesor de Liceo. No quiso pensar en lo que un hombre, que se ganaba la vida enseñando Latín, pudo haber experimentado al saber que el Partido le había elegido para… -. Me he cambiado de casa para huir de ella, ¿sabe? Antes me atormentaba diciendo que vivía en el piso de su hermana. Hablaba de bienes troncales… Tiene un amigo abogado, la muy animal. Yo soy viudo. ¿Por qué he de seguir padeciendo a mi cuñada?

– No lo comprendo.

– No tiene explicación. Ella me odia. ¿Pues por qué no me deja en paz? Ahora, este piso es mío. Y nuevo. ¿Se ha fijado usted?

– Sí.

– Recién comprado. No tenía que haberme seguido hasta aquí… ¿Sabe que un día llegamos a las manos?

Angulo dijo que no lo sabía. Estaba abiertamente desinteresado, pero el otro no lo advertía, o tal vez prefería no advertirlo.

– Parece increíble, pero así fue. A las manos… Es una mujer muy corpulenta, usted la ha visto. Los propios vecinos tuvieron que separarnos. Fue un escándalo. Y yo estaba debajo, Jesús. ¡Qué fuerza tiene esa mula! Comprenderá que no podía seguir viviendo con ella.

Sacó un sobre azul del bolsillo, un sobre muy pequeño, y leyó en voz alta los caracteres escritos en él: "Subsecretaría General de los Ministerios. Señor Alberto Angulo".

– Es Avelino – corrigió Angulo.

– No tiene importancia… Lo arregla mañana, de todas formas.

– ¿Mañana?

– Sí, mañana deberá presentarse. El comandante Torres ha escrito estas líneas; aquí se lo explican todo…

– ¿Ha sido Torres quien ha tomado la decisión?

– ¿Qué decisión?

– La de asignarme a mí entre todos los demás.

– Veamos… No ha sido él, exactamente. Ayer tuvimos una reunión y…

– Pero yo no fui convocado.

– No "podía" ser convocado, porque nos reunimos para hablar de usted. Todos manifestaron su opinión…

Angulo tomó el sobre. Pensó que alguien tendría que haber propuesto algo, de todas formas, y que ese alguien no podía ser otro que Torres. El hombre que no conocían, el hombre que no se mostraba jamás. Y se les decía en el Partido que todos, sin duda, sabrían comprender por qué no se mostraba, sin que casi nadie acertara a explicárselo.

– ¿Les advirtió lo de Julia? -preguntó.

– ¿Julia? -Jaramillo puso en su rostro un gesto de extrañeza. Luego, casi repentinamente, le vino la idea a su cabeza. Dijo-: Julia, su mujer. Bien, no recuerdo si lo dije o no, exactamente. Pero todos saben que usted está casado. Es el caso de la mayoría…

– No el de Antoine Ferrens – dijo Angulo, rápidamente. Pero luego se arrepintió. Antoine era su amigo.

– Antoine trabajó en lo del Ministro de Finanzas -murmuró Jaramillo, exculpatorio. Aquél fue un incidente lamentable, porque fracasó. Por aquel entonces, todos estaban muy nerviosos. Todos querían poner demasiadas bombas por todas partes-. Ya sabe a qué me refiero: el artefacto de plástico. Claro que no resultó… Esas bombas fallan demasiadas veces, no están completamente estudiadas, me parece a mí. Además, Antoine Ferrens es europeo. Eso puede ser peligroso, en este país.

– ¿Quiere decir que se sospecha algo?

– No creo que la cosa llegue a… Pero existe ese dichoso Registro de Extranjeros. Antoine ha tenido que hacer tres declaraciones, le han llamado tres veces, después de lo del plástico. No digo que no sea una casualidad, de todas formas. Pero, además, hay una razón que le impediría trabajar nuevamente… Usted sabe lo del "descanso".

Sí, Angulo lo sabía. Después de una acción, descanso. Resultara o no resultara bien, descanso. Los hombres se gastan pronto. ¿Quién había aportado la experiencia de que nadie es capaz de acertar en un segundo atentado? Antoine solía decir que los nervios quedaban destrozados. Tal vez para siempre.

– Quisiera que todo terminara pronto, por lo menos -suspiró Angulo. Sabía muy bien que aquella noche le iba a costar enfrentarse con Julia. Ella olfateaba las contrariedades, era demasiado parecida al resto de las mujeres. Habría de inventar algo que resultara perfectamente convincente-. Quisiera llegar cuanto antes al descanso.

Jaramillo sonrió de una manera afable. Era un hombrecillo nervioso, pero ahora no pensaba en lo del Dictador. Pensaba en Percinald y en su repentina muerte.

– Yo también -dijo. Y fue, sin prisas, hacia la ventana. Aun cuando estaban en un cuarto piso, llegaban claramente hasta ellos los ruidos de una calle que todavía no conocía casi-. ¿Le gusta este piso?

– El anterior era demasiado viejo, éste es mejor. Entonces, mañana mismo debo presentarme en los Ministerios.

Pensó que nunca debía de haber presentado una solicitud para cubrir aquel cargo. Era ello lo que había hecho que le designaran a él y no a otro. Pero antes de designarle, debieron apoyar su solicitud, sin duda, hasta que el cargo le fue concedido. El comandante Torres debía ser un hombre influyente.

– Sí -asintió Jaramillo-. Tal vez le reciba el mismo Subsecretario, pero no creo que desde mañana mismo haya de empezar a trabajar. Deberán dejarle algunos días libres, para deshacerse de sus lecciones. ¿Tiene muchas clases?

– Seis. Es un mal momento: comienzos de curso, clases recién iniciadas… He contraído bastantes compromisos.

– Conserve las clases que más le interesen. El cargo le ocupará solamente las mañanas, no lo olvide. Tal vez luego, cuando todo termine, pueda quedarse en la Subsecretaría…

Angulo le miró fijamente.

– No debía decir eso – dijo, secamente.

– ¡Tiene razón! -Jaramillo hizo un gesto vago-. Es difícil hablar de estas cosas sin equivocarse.

– Sí, es muy difícil -.Y Angulo empezó a andar, con pasos inseguros, hacia la puerta. Pero antes de llegar a ella se le ocurrió algo. Añadió-: Sin embargo, sí que habré de mantenerme allí "después", durante algún tiempo. Si no me pescan, claro.

– No puede pensar eso… Lo de cogerle, quiero decir. Usted tendrá mil oportunidades diarias, y un centenar, entre ellas, que le aseguren la impunidad. -Jaramillo suspiró. Los dos volvían a darse cuenta de que era muy difícil hablar de todo aquello. La palabra impunidad también sonaba mal, irremediablemente mal-. Tómese tiempo… No se precipite. Sobre todo, que no suceda demasiado pronto. Se relacionaría con su entrada en los Ministerios.

– Pero tampoco debe ser muy tarde. Los nervios…

– Los nervios, es cierto. Si en algún momento pierde el control de ellos, no haga nada. ¿Tiene esas inyecciones? Son estupendas. Durante una hora, ataraxia, estado perfecto. Pero luego habrá de acostarse, o renegará de la vida. La depresión que sobreviene es muy fuerte. Usted es templado, de todas formas. Sereno.

– Sí, creo que sí. ¿Volveré a verle?

– Puede venir aquí cuando quiera, si necesita algo, si surge algo…

Miró pensativamente a Percinald. Preguntó a media voz:

– ¿Qué le habrá podido ocurrir?

Angulo estrujó el sobre azul dentro del bolsillo del pantalón. Dijo, distraídamente:

– Los ratones se mueren por cualquier cosa…

– No, no lo crea. Son fuertes, a veces más fuertes que las personas. ¿Ha oído hablar de Luciaj Wiecert?

– No.

– Era un sabio húngaro, una mala bestia. Les amputaba a los ratones todas las extremidades, y vivían aún varios días, solamente con un poco de sebo en las heridas… Una mala bestia. Pero no creo que ella se haya atrevido, no me parece… Sería ir demasiado lejos.

– No se me ocurre nada que preguntarle, ahora -dijo Angulo. También marcharse de aquella casa le resultaba difícil-. Tal vez uno de estos días vuelva a verle.

– Sí. Lea despacio las instrucciones.

Angulo abrió la puerta del despacho. Sabía que, para engañar a Julia, tenía que tomarse cierto tiempo. No podía volver en seguida a su lado. Necesitaba pensar y adquirir lentamente la clase de convencimiento que le hiciera mostrarse normal ante ella. Los ojos de Jaramillo cobraron una vida inusitada, mientras el hombrecillo espiaba el primer tramo del corredor.

– ¡Espere! -dijo Jaramillo-. ¿No le importaría…?

– ¿Qué?

– Cuando salga de aquí, si se la encuentra en el corredor o en la escalera… A mi cuñada, quiero decir. Si no le importa, haga una señal con el timbre del portal, si ella no está en la casa…

– Tal vez esté y no salga a acompañarme.

– No, no. Jamás haría eso. Se ve que usted no la conoce. Si no se la encuentra, toque fuertemente el timbre. Ésa será la señal. Piso cuarto, recuérdelo.

Al quedarse solo, Jaramillo se sentó. Los tirantes le hacían un poco de daño en sus delgados hombros. Fue a tomar una segunda copa de oporto, pero antes quedó en suspenso, prestando una agotadora atención al silencio. Luego, un timbrazo largo y estridente recorrió el piso.

– ¡Estúpida! -murmuró Jaramillo, a media voz.

Y se inclinó sobre la caja de cristal, para examinar con detenimiento el cadáver de Percinald.

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