TREINTA Y UNO

Milagrosamente, había parado de llover. Pero el cielo estaba totalmente encapotado. Avelino Angulo terminaba una mañana rutinaria, una vulgar mañana de despacho. Las doce estaban ya a punto de sonar. Por sus manos, habían pasado diversos asuntos sin importancia. Se había aburrido…

Fue precisamente entonces cuando entró en la antesala el comandante Torres. Le precedía un ordenanza que llevaba su tarjeta. Por los andares de aquel ordenanza, hacía ya tiempo que Angulo conocía la categoría del individuo que le iban a anunciar. También había aprendido de aquel ordenanza que su respeto estaba provocado, más por la personalidad del visitante que por su categoría social. Y en aquel momento, los andares del ordenanza eran reverenciosos; eran los movimientos de aquél que ha topado con un personaje de envergadura.

– El comandante Torres -anunció, en susurros. Sin embargo, el título de comandante no era en absoluto impresionante. Aquel mismo ordenanza había anunciado, días antes, a un general por escalafón como si se tratara de un simple sargento mayor-. Desea ver al señor Subsecretario.

Angulo levantó la cabeza. Era la segunda vez que Torres… El comandante aguardaba de píe, sin mirarle, con el aplomo de la última ocasión en que se vieron. Estaba apoyado, con cierta negligencia, en un paraguas cuidadosamente enfundado. Aquel paraguas, por cierto, quería decir dos cosas: que llovía, y que él no había precisado utilizarlo, puesto que había llegado hasta allí en un coche.

– Sí -asintió Angulo. Se levantó, y entregó personalmente la tarjeta al Subsecretario. Un instante después, se situó frente a Torres. Era inútil que tratara de dar a sus ojos una luz de inteligencia, algo que denotara que estaba muy al tanto de todo el complot. Ni tan siquiera lo intentó. Sabía que Torres no se daría por enterado, que fingiría asombro. Dijo:

– Siéntese, por favor. El Subsecretario le recibirá en seguida.

– Gracias -contestó Torres. Y se sentó.

De pronto, Angulo se sintió suavemente molesto. Pensó que, evidentemente, resultaba falso no hablar, no referirse a lo que existía entre ellos.

– ¿Por qué -preguntó, súbitamente-, no ha querido reconocerme?

Torres levantó la cabeza.

– ¿Reconocerle? -preguntó. Parecía divertidamente asombrado.

– Me llamo Avelino Angulo.

– Angulo… Espere. Soy sumamente distraído, es cierto, pero no acabo de… ¿Del Club Aéreo, tal vez?

Angulo suspiró. En el fondo, temía aquello, lo presentía.

– Tal vez yo esté equivocado -dijo. Trataba de encontrar el tono exacto que expresara sorna-. Tal vez no sea usted el amigo del señor Jaramillo…

– Conozco muchos Jaramillos -explicó Torres, con naturalidad. Era lógico, se trataba de un apellido corriente en el país-. Usted sabe cuántos existen en…

– El Jaramillo de quien le hablo colecciona ratones… Tal vez le identifique por eso…

– ¿Ratones? ¡Qué ocurrencia! No, no creo que le conozca. No hubiera olvidado fácilmente una colección de ratones… ¿Ratones vivos, quiere decir?

– Ratones vivos -asintió Angulo. Le parecía idiota y sin sentido lo que acababa de hacer. Realmente, no hubiera podido esperar otra cosa.

Entonces, la puerta se abrió. El Subsecretario irrumpió de golpe, como si el entusiasmo que reflejaba su rostro le impulsara.

– ¡Querido amigo! -dijo. Estaba radiante-. ¿Te he hecho esperar, quizás?

Lo que no dejaba de ser una pregunta idiota. No habían transcurrido tres minutos desde que…

– En absoluto. -Torres no estaba confundido. Más bien, parecía sentirse a sus anchas, como si le hubieran sorprendido en una conversación sumamente divertida-. Imagínate que hablábamos de ratones…

Era demasiado. Torres no hubiera necesitado de aquel alarde…

– No entiendo. -La mirada del Subsecretario, al dirigirse a Angulo, no pasaba de lo simplemente cortés. Algo así como si, con ella, demostrara lo mucho que le desagradaba que su oficial distrajera a un amigo predilecto con una conversación improcedente. Era una mirada que marcaba distancias.- ¿Qué clase de ratones?

– Al parecer, alguien colecciona ratoncitos vivos -explicó Torres-. Y el señor Angulo ha pensado…

– Comprendo -dijo el Subsecretario, con frialdad. Y deseaba decir que no comprendía ni tenía el más leve interés en comprender-. Ratones, claro. ¿Quieres pasar, por favor?

Cuando se cerró la puerta tras ellos, Angulo supo, sencillamente, que se había puesto en ridículo. Y aún peor: tal vez había cometido una equivocación muy grave.

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