TREINTA Y NUEVE

Le ruego que abra la puerta -repitió Martín. Oía, al otro lado, ruiditos vacilantes, pasos apagados, algún cuchicheo-. Soy el doctor Martín.

– ¿Qué desea? -preguntó una voz casi irritada-. Son las seis de la mañana.

– Lo siento, pero es urgente.

– Está bien -y se oyó un suspiro profundo, algo que seguramente correspondería a un ademán de fastidio-. Abajo, junto al portal, hay una lechería…

– ¿No me va a abrir la puerta?

– No, no. No es posible. Abajo hay una lechería donde la gente desayuna. Se abre temprano. Espéreme en una de las mesas…

Martín, sin decir palabra, descendió la escalera. La lechería estaba abierta y se llamaba "La vaca suiza". Empujó la puerta, y el sonido estridente de la campanilla que se agitó sobre su cabeza hizo bostezar a la única empleada. Era una muchacha rolliza, de vestido prieto, que se acercó con un gesto desolado de aburrimiento y sueño.

– ¿Qué desea?

– Tráigame un vaso de leche tibia.

– ¿Con cacao, o sola?

– Con cacao.

Cuando Jaramillo entró, poco después, en la lechería, Martín acababa ya su cacao con leche. Se levantó a medias, pero el otro le hizo un gesto tratando de impedírselo.

– No, no. No se mueva ahora, por favor. Me ha dicho usted que es doctor.

– Sí. ¿Quiere tomar algo?

– Un vaso de leche, por ejemplo.

– ¿Con cacao, o sola?-preguntó Martín.

– Oh, sola.

– Soy médico de la prisión -dijo Martín. Observó al otro: era menudo, inquieto como un ratoncillo. No había tenido tiempo siquiera de afeitarse-. Sé que le va a sorprender que… Me envía Alijo Carvajo.

Jaramillo se puso en guardia.

– ¿Qué Carvajo?

Martín sonrió.

– Por favor, no se alarme -dijo. Sacó el papel donde el estudiante garrapateara: "Doctor Jaramillo", y se lo mostró-. ¿Sabía que le ejecutaban esta misma mañana?

Jaramillo sostuvo inciertamente la mirada del otro.

– No, no sabía nada.

Martín miró su reloj.

– Son las seis y cuarto de la mañana -dijo-. Las seis y medía es la hora de la ejecución. Pero lo harán algo más tarde, porque el capellán se retrasará. Lo hace siempre adrede, desde que leyó la vida de Dostoiewski, porque sabe que no empezarán sin él… Pide a Dios perdón por alargar la vida del condenado y da una oportunidad al indulto, a un indulto que jamás llega.

Jaramillo no dijo nada.

– Yo no soy amigo de los credos políticos -siguió Martín-. He vivido mucho, y he visto muchos programas de resurgimiento. Todos eran brillantes. Pero luego se aplicaban, y resultaban mucho menos brillantes… Usted se preguntará por qué le cuento todo esto… Cuando el Presidente actual subió al Poder, iba precedido de un programa maravilloso: leyes de paro, créditos agrícolas, proteccionismo arancelario, industrialización, fomento de la exportación… Usted lo sabe muy bien. A casi todos nos resultaba simpático. Había sido incomprensible el golpe de Estado, era cierto, porque Salvano retuvo el Poder durante tan poco tiempo que nadie supo si era eficaz o no. Pero el Presidente actual nos convenció a todos: nos dijo que nos había librado de Salvano, que la nación había corrido un peligro espantoso, que ahora él la sacaría adelante… Todos le creímos. Hablaba bien, era simpático, resultaba agradable ver aquellos cabellos blancos alrededor de los ojos azules, en los carteles de propaganda, en los sellos de correos… Por otra parte, su entrada fue brillante: no se produjeron derramamientos de sangre. Y eso es meritorio, en estos países… Aunque, en realidad, todos nos obcecamos, y no nos dimos cuenta de que el mérito del golpe incruento no estaba en el Presidente que había subido al Poder, sino en el Presidente que lo había abandonado. Tampoco nos dimos cuenta de que Salvano odiaba la violencia, y de que el nuevo Presidente acudía a ella siempre que lo juzgaba necesario o conveniente. ¡Y cuántas veces debió juzgarlo necesario o conveniente, desde entonces…! No nos dimos cuenta de nada, en resumen.

Calló. Jaramillo sorbió su leche cautelosamente, sin dejar de mirarle.

– Incluso yo -siguió Martín, con gesto de cansancio-, que no tengo ideas políticas definidas, me fui dando cuenta de que, desde hace tres años, hemos iniciado la marcha hacia el desastre. La gente empezó a no estar contenta. En vista de ello, se aumentó la nómina del B. A. S., se creó una portentosa policía secreta, y ya nadie se pudo dar cuenta de si reinaba malestar o no. El B. A. S. lo sofocaba todo. Las cosas se resolvían rápidamente, sin publicidad. La Prensa fue maniatada, y los descontentos quedaron resueltos entre cuatro paredes. Precisamente, entre las cuatro paredes de la Prisión. Yo he vivido todo eso, y sé muy bien de qué le estoy hablando ¿comprende?

Jaramillo asintió. Empezaba a relajar su precaución, pero su actitud era más alerta que nunca.

– Hasta que un grupo de hombres -dijo Martín-, empezó a hablar nuevamente de Salvano. "Salvano -se nos dijo-, no ha abandonado la lucha. Tiene partidarios, y espera. Salvano sabe que este régimen se asienta sobre la podredumbre y el miedo, y sabe, por tanto, que cederán esos pilares… Salvano espera". Y esos hombres empezaron a luchar por el retorno de Salvano. A luchar, en una palabra, por su país. De los medios que se han empleado en esa lucha, no deseo hablar. No es que los repudie ni los comprenda… Al parecer, no existen otros. Artefactos de plástico, atentados… Yo soy médico, y forzosamente me repugna la lucha contra la vida humana. Pero el fin era noble, Salvano también lo era, y los hombres que luchaban parecían sinceros…

Se detuvo. Jaramillo levantó el mentón. Martín, cuando siguió hablando, lo hizo en otro tono de voz. Era claro que estaba llegando al punto neurálgico de la cuestión.

– Hasta que -siguió-, hace muy poco tiempo, llegaron a mi conocimiento los primeros hilos de una intriga muy compleja. ¿Sabe de qué le estoy hablando?

– No -respondió Jaramillo.

– Me sucedió que, de una manera completamente casual, comprendí que dentro del grupo que luchaba por Salvano había una rama que no deseaba su regreso. Digámoslo de una vez: una conspiración pequeña dentro de una conspiración grande, e inconscientemente abrigada por ésta.

– ¿Un traidor, quiere usted decir? -a Jaramillo le gustaba aquella palabra. No hubiera podido emplear otra.

– Un grupo de traidores, más bien.

Jaramillo negó con la cabeza.

– Lo siento -dijo-. No anda usted bien encaminado…

Pero Martín no se inmutó. Jugaba con su vaso de leche vacío, mirándose pensativamente los dedos.

– No -suspiró-. Desgraciadamente, estoy en lo cierto. Pero aún me falta por averiguar una cosa.

– ¿Cuál?

– El hombre que mueve el grupo de ustedes ¿es el único que tiene la intención de que Salvano no regrese, o son varios los que…?

– No sé de qué me habla.

– Sí, creo que sí lo sabe. ¿Quiere que le diga nombres?

Jaramillo pestañeó.

– Siempre es peligroso decir nombres…

– Es verdad, siempre resulta peligroso. Pero, en algunas ocasiones, no existe alternativa. El hombre que les manda a ustedes se llama Torres, comandante retirado.

Jaramillo suspiró.

– No deseo hablar de estas cosas, doctor Martín -dijo. Empezó a mirar con desconfianza a la robusta camarera, que les observaba-. Yo no sé quién es usted, y a Alijo Carvajo no le conocía personalmente.

– Torres no desea el regreso de Salvano -murmuró Martín. Había palidecido un poco-. ¿Lo sabe usted?

– Yo no sé nada.

– Pero eso no conduce a ninguna parte. Su actitud, quiero decir. Si ignoraba lo que le he dicho, puede…

– Yo lo ignoro todo.

Martín suspiró.

– ¿Eso es todo lo que tiene que decir? -preguntó.

– Sí, eso es todo.

– Como usted quiera. Me he equivocado: no sé por qué, he pensado que podía confiar en usted, que no estaba usted mezclado en…

– Por favor -pidió Jaramillo-. Yo no estoy mezclado en nada. Soy un pequeño rentista con la manía de cuidar ratones. Y vivo con mi cuñada. No sé nada de nada.

Martín empezó a levantarse. Se sentía defraudado. Dijo:

– Siento que se aprovechen de un hombre de buena fe. Me refiero a Avelino Angulo. ¿Sabía usted que la fe es lo único que diferencia un crimen de un atentado político? ¿Qué hará ese hombre si, después de cumplido su cometido, ve que su acción no sirve para nada?

– No lo sé -respondió Jaramillo, con voz gris-. Ya le he dicho que no estoy enterado de nada.

– Pues bien, yo se lo diré; se desesperará. Odiará a todos ustedes y se acabará odiando a sí mismo. Se sentirá convertido en un vulgar asesino, y deseará hacer regresar los días pasados para…

– Por favor -interrumpió Jaramillo-. ¿De qué me habla usted?

Martín le miró en silencio. Y luego, repentinamente, se dio cuenta de que aquella conversación tampoco había servido para nada.

– Voy a buscar a Avelino Angulo -prometió, con gravedad-, y le voy a prevenir contra todos ustedes. Más vale que lo sepa.

Cuando Martín abandonó la lechería, Jaramillo se quedó unos momentos con la mirada perdida en la puerta. Luego terminó su vaso, se secó meticulosamente los labios con su pañuelo, y, volviéndose a la camarera, preguntó:

– ¿Tienen ustedes teléfono?

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