DOS

No fue exactamente una casualidad. Avelino Angulo sabía que podría encontrar allí a su amigo, de modo que entró en "La Papaya". El bar, en aquella hora, estaba casi desierto. Eran las siete de la tarde, tal vez algo más. En todo caso, él sabía que no podía regresar aún junto a Julia.

– Siéntate -dijo Antoine-. No me parece que te convenga que te vean conmigo.

Angulo acercó una silla a la mesa del otro. Había poca luz, pero le pareció que su amigo había desmejorado. O tal vez se equivocaba. Hacía dos meses casi que no se veían, precisamente desde la última reunión.

– ¿Por qué no? -preguntó Angulo.

– No es imposible que yo esté ahora vigilado. He declarado tres veces en el Registro de Extranjeros.

– Sí, me lo ha dicho Jaramillo. Un simple trámite.

Antoine negó con la cabeza. Estaba cansado. Le hubiera gustado poder convencer a su amigo sin necesidad de tener que emplear palabras y razones.

– Esta vez no ha sido ningún trámite -dijo-. Un comisario al que jamás había visto entró en la habitación donde yo aguardaba y me preguntó, de la manera más desenvuelta y cordial: "¿Es usted el del asunto del plástico, verdad?". Te juro que me hizo esa misma pregunta. "No sé de qué me está hablando", le contesté. Y él se rió. "¡Perdone! He debido equivocarme…" Pero luego, durante el interrogatorio, no me quitaba los ojos de encima. Aquel hombre tenía… no sé. Una especie de ironía en la mirada. Durante el interrogatorio, estuvo presente, pero él no era de los que preguntaban. Estaba sentado, con un bloc sobre las rodillas, sin levantar la cabeza. Hacía dibujos con un bolígrafo… Se pasó el interrogatorio entero dibujando caballos…

Angulo pidió una copa. Al tocarse la frente, de una manera perfectamente casual, se dio cuenta de que estaba sudando. Pero era demasiado pronto para imaginar cosas y para empezar a tener miedo. De una manera completamente idiota, le vino a la memoria el escueto cadáver del ratón. ¿Cómo le llamaba Jaramillo?

– ¿Te interrogaban solamente a ti? -preguntó.

– No; había también tres italianos.

– A todos os harían las mismas preguntas, me imagino.

Angulo sintió algo frío y húmedo, sobre su mano, y vio que la mano de Antoine se acababa de apoyar sobre ella. ¡Dios, qué frías tenía aquel hombre las manos!

– Eso fue lo peor -dijo Antoine-. Luego hablé con ellos…

– ¿Con quiénes?

– Con los italianos… Les abordé en la calle. Ellos iban en grupo. Se conocían…

– ¿Fuiste capaz de…? -Angulo tuvo intención de levantarse, de marchar cuanto antes de aquel lugar. Empezaba a ponerse nervioso-. Nunca debiste… Es una estupidez inmensa.

– Ya lo sé: un error. Uno de esos errores que califica Torres diciendo que pueden costar una vida. Pero yo tenía miedo, compréndelo. Vivo con miedo, desde entonces. No debía decirte estas cosas a ti, que…

– No importa. ¿Qué te dijeron los extranjeros?

– A ellos nadie les hizo aquella pregunta. Estaban extrañados. Me miraban como…

– Como si tú fueras el autor. Así te miraban ¿verdad?

Antoine hizo un ruido extraño, un ruido parecido al de un sollozo. Estaba agotado. Se dejó caer sobre la mesa, y el dueño del bar le miró brevemente, sin excesivo interés.

– Sí -dijo Antoine-. Me voy a marchar de este país. Quiero volver a Europa.

– Ni lo sueñes, por ahora. Torres no lo consentiría. ¿Qué más ocurrió?

– Nada. Yo vine aquí, a este mismo bar. Sabes que me gusta este lugar y este rincón. Desde aquel día, casi desde aquel mismo día, pienso que me vigilan.

Angulo se dijo que era penoso lo que estaba ocurriendo. Y, sin embargo, tal vez nadie sospechara todavía. Tal vez podía salvarse Antoine. Pero estaba dominado por el pánico. Ambos sabían que un hombre en aquella situación era un peligro para todos ellos.

Salieron del bar y caminaron por una calle que conducía a las afueras. Había comenzado a anochecer, con aquella brusquedad tan propia de la ciudad en que vivían. Una ciudad sin crepúsculos, donde la noche seguía al día casi sin transición.

– Hace tres años que vine aquí, a Sudamérica -dijo Antoine. Se sentía mejor, con aquel aire frío, un poco húmedo, que venía desde las colinas del Norte-. Creí que podría aclimatarme, arreglar las cosas… El Dictador, entonces, había expulsado al Presidente Salvano, había subido al Poder. Fueron malos momentos.

– Sí -asintió Angulo-. Todos estábamos nerviosos. Hubo muchas detenciones.

– Y alguno quería poner bombas en todas partes…

– Todos quisimos poner bombas en todas partes. Estuvimos a punto de perder la cabeza, de acabar de una vez.

– Pero tú eres de aquí, americano. Tu caso es distinto al mío. Es como si tuvieras más derecho que yo a arreglar las cosas de este suelo. Pero América siempre ha tenido algo… No sé. Algo como si uno pudiera escogerla como patria, y el hecho de que la escogiera le diera ciertos derechos. Yo creí que los tenía. Y precisamente por eso tuve fe en Salvano. Y por eso, también, perdí la cabeza cuando fue expulsado.

– Todos teníamos fe en él -convino Angulo. A menudo pensaba que esa fe les redimía de lo que estaban haciendo, de lo que iban a hacer ahora. Si uno es capaz de tener fe, no mata a menos que sea absolutamente necesario-. Pero las cosas fueron muy mal.

Antoine se detuvo en una esquina.

– ¿Recuerdas a nuestros amigos? -preguntó.

– ¿Qué amigos? – dijo Angulo. Pero sí que los recordaba.

– Restrepo, Díaz, Bermejo…

– Tú sabes que eran compañeros míos.

– Por eso mismo es preciso que te los recuerde, que los tengas presentes. A ti te han designado, Angulo. Restrepo sufrió la amputación de los diez dedos, antes de su muerte. Y Bermejo murió sentado sobre una cuña de madera, desnudo…

Parecía febril. Angulo le interrumpió, con sequedad: "Ya basta, me parece". Comprendió que su amigo había bebido demasiado, que bebía asiduamente desde que un comisario sonriente le preguntara si tenía algo que ver con el asunto del plástico. Quiso acompañarle a su casa.

– No, no -dijo Antoine-. Pueden estar esperándome.

– ¿Quiénes?

– Ellos, los del B. A. S. Tú sabes que la policía de todo el mundo actúa de noche. Nunca creí que se pudiera organizar tan bien una brigada de perros… ¿Tú sabes que emplean hasta niños?

– Voy a llevarte a casa. La muchacha ¿sigue contigo?

– Sí, Sabatina vive conmigo, como siempre. Ella sabe que estoy asustado, pero no conoce la razón. No me pareció prudente…

– No, no es prudente.

Antoine miró hacia arriba, hacia las limpias estrellas que se recortaban en el firmamento. Suspiró, con las sienes sudadas.

– ¿Sabes que aún no he podido acostumbrarme a las constelaciones de este hemisferio? Tú sabes que yo deseo volver a Europa. ¿Me ayudarías, si Torres te pidiera tu opinión?

– Torres jamás me pediría una opinión sobre nada.

El reloj de la Catedral dio las ocho. Apenas circulaba gente junto a ellos. De tarde en tarde se cruzaban con algún mestizo, cubierto con una ruana parda, que les miraba sin extrañeza. Angulo temía que su amigo empezara a sospechar, de pronto, de cualquiera de ellos. Sabía que Antoine tenía los nervios deshechos. La humedad y la niebla se hacían casi palpables, cubrían la calle con una película mojada y pegajosa. Antoine dijo, de pronto:

– América.

Y siguió andando. La calle estaba hueca. Las pisadas de ambos resonaban demasiado.

– No he podido acostumbrarme -confesó Antoine, de pronto, como si resumiera una situación largamente experimentada-. Es como una sensación de ahogo, que no me ha abandonado nunca desde… Al principio me decían que lo que yo sentía era efecto de la altura. Vosotros habéis nacido aquí, no sabéis lo que es esto… Esta presión puede matar a un europeo. Pero no es solamente la altura, es algo más…

Calló, bruscamente. Estaba lívido. Una luz eléctrica le dio en la cara, y pareció como si ésta se hallara cubierta de grasa. Sudaba de una manera violenta, a pesar del frío.

– Luego -siguió-, vino lo del plástico. ¿Tú sabes cómo ocurrió?

– Sé que el artefacto falló

– No fue así, exactamente. Fallaron ellos, los que me dieron las instrucciones. El Ministro debía llegar a las once, y el artefacto estalló a las once…

– ¿Entonces? -Angulo se había detenido. Aquel viejo atentado que destrozara los nervios del otro le interesaba ahora mucho más-. ¿Qué ocurrió?

– Se equivocaron, sencillamente. La inauguración era a las once, pero todo el mundo sabía que el Ministro había de recoger antes a su colega norteamericano y que llegaría más tarde… Todo el mundo, menos ellos. El plástico explotó, pero el Ministro no había llegado. Jamás se puede uno fiar de las instrucciones al pie de la letra. Esas órdenes están trazadas por alguien que se enterará del resultado por los periódicos, en su cama, a la hora del desayuno. Tenlo muy en cuenta.

– Pero la explosión -dijo Angulo-, no fue completa.

– Eso dijeron. Pero la puerta fue arrancada de raíz. Yo mismo oí el ruido. Te aseguro que nada falló.

Habían llegado. Antoine se detuvo junto al oscuro portal y miró el rostro del otro, como sí lo tuviera frente a sí por vez primera en su vida.

– Sé que te ha correspondido hacerlo -dijo-. Y lo siento, de verdad. Pero es la última oportunidad para todos nosotros. Jamás regresaría Salvano si no lo intentamos de esta forma…

– Sí. -Angulo también deseaba creerlo. Ahora recordaba: el ratón se llamaba Percinald. Un atentado no es un crimen. En el atentado puede haber fe, y él la tenía-. Hoy me han entregado las instrucciones.

– Tú no fracasarás. Siempre has hecho bien las cosas…

– ¿Qué cosas? -Angulo trató de reír, en un esfuerzo por mostrarse natural-. He dado clases a mis alumnos. Yo soy profesor. Y he conspirado un poco. Sin darme cuenta casi, me afiliaron. Claro que luego pude haber retrocedido y no lo hice… Vi demasiada fe a mi alrededor para escapar. Sí, ésa es la palabra. Si entonces hubiera retrocedido, hubiera escapado. Sólo que nunca creí que tuviera que matar a un hombre…

– No es así, exactamente. Matar a un hombre. Tú eres un ejecutor. Ese hombre no puede seguir en el Poder, y tú lo sabes. Son demasiadas cosas… ¿Has visto las fotografías?

– ¿Qué fotografías?

– Debían habértelas enseñado. Así, todo te resultaría mucho más fácil. Las fotografías del campo, de las granjas, de los barracones… Las sacó un periodista norteamericano, y un semanario ilustrado las publicó, pero no todas. Yo he visto las que los norteamericanos no quisieron publicar. Eso te ayudaría, te lo juro. Un país no puede vivir así. Esta tierra es rica.

– He oído hablar de ese reportaje… Pero no deseo verlo. Hacerlo sería como si mis ideas no estuvieran muy firmes. Y lo están. Pero me asusta matar.

– Esas fotos son una realidad horrible. Un país no puede vivir así. Te lo aseguro; todos sentiríamos vergüenza si no hiciéramos nada. Vergüenza. Y a ti te ha correspondido… ¿Estás muy preocupado?

– Sí, creo que sí… Pienso en Julia. Me gustaría ser solamente yo quien se arriesgara. Ella no sabe nada, nunca sabrá nada de todo esto… Jamás aprobaría la violencia.

– Todo saldrá perfectamente. "Oficial de la Subsecretaría…" Tendrás infinitas oportunidades. Cuida, sobre todo, de no perder la calma.

– Será mejor que subas ya a casa. Hace frío… Y que te quedes allí arriba de una vez… No salgas. Creo que tienes los nervios alterados.

– Te advertí que no te convenía que te vieran conmigo. Tal vez yo esté ahora en sus listas. Pero yo no hablaría.

– Sin embargo, tienes miedo. No es posible que nadie hable, Antoine. No es tu vida, ni la mía, ni tan siquiera la de nuestra generación, incluso. Luchamos por mucho más.

– Es imposible que hable. Pero me horroriza el daño físico. Acuérdate de los otros, de los que entraron en "El Infierno"… Dicen que es la cárcel más horrible del mundo. Y dicen que ahora han traído especialistas chinos… Yo me mataría, me mataría en cuanto pudiera…

Quedaron en silencio. Las estrellas eran más frías que nunca, y Antoine temblaba. Por su lado pasaban a veces hombres aislados, embozados en sus ruanas para proteger sus bocas de la humedad de la noche. Angulo se preguntaba a dónde iban y qué motivos tenían para caminar en las calles por la noche. Las vidas de su alrededor le parecían inútiles y sin justificación. La Catedral era una sombra inmensa, apenas recortada sobre un cielo que no era azul ni tan siquiera durante la noche. No se sabía de dónde venían aquellas gentes, ni a dónde iban. A veces, un automóvil norteamericano, inmenso, doblaba la esquina, chirriaba, lanzaba por todas partes las luces de sus faros, desaparecía. Antoine pensaba: "¡Qué ciudad! Ni una mujer, ni un niño, desde las ocho de la noche…".

– No me he podido acostumbrar a América -dijo Antoine. Ansiaba regresar. Hacía tres años que abandonó Bruselas, y le parecía que habían transcurrido diez o doce. Sabía que había envejecido-. Y en esta ciudad… Sólo veo enemigos. Tengo la certeza de que me siguen los pasos, de que me espían.

– Son imaginaciones -aseguró Angulo. Pero ¿y si no lo fueran? ¿Y si cualquiera de aquellos mestizos cubiertos con ruanas fuera…? Pero tal vez él mismo empezara ya a padecer de los nervios-. No salgas de casa.

– Eso no es posible -aseguró Antoine-. No sabes lo que es estar echado sobre la cama, aguardando, analizando las pisadas de los que suben la escalera… Conozco todas las pisadas. No he visto casi nunca a mis vecinos, pero sus pisadas me son familiares. Conozco todos los ruidos que hace esta casa durante la noche… ¡Si no temiera tanto el daño físico!

Angulo suspiró. "El Infierno" era una realidad de muros grises. No era difícil entrar. La policía funcionaba con una rapidez prodigiosa. Eran como perros rabiosos que sospecharan de todo…

Se despidió de Antoine. Estaba ya muy lejos del portal en el que vivía su amigo, continuaba alejándose, y seguía escuchando el cuidadoso trabajo de la llave que cerraba lentamente la puerta, en un intento de aislar a Antoine de la noche y del mundo entero.

Decidió que ya no podía dilatar más su regreso a casa. Era demasiado tarde.

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