VEINTE

A mediados de noviembre, un extranjero llegó al piso de Avelino Angulo. Como si actuara en una escena de contrabandistas, tuvo el humor de aguardar la medianoche para presentarse. Era pequeño y vestía enteramente de negro. Después de rozar la puerta con las uñas, esperó, casi con anhelo, a que le abrieran. Aquel país le producía cierto temor, no lo podía evitar. Angulo le abrió la puerta y el forastero le examinó rápidamente.

– ¿Doctor Angulo? -preguntó. Su voz era también una voz propia de contrabandistas: sus tonos eran apagados y susurrantes- ¿Puedo pasar?

– Naturalmente-. Angulo estrechó una mano fría y húmeda-. ¿Es usted…?

– Sí, mi nombre es Donald.

– El señor Jaramillo me avisó que usted llegaría esta noche – asintió Angulo.

Era cierto. Aquella misma mañana, Jaramillo le había llamado por teléfono. "Es una visita -susurró- que le interesa recibir". Y había colgado el aparato, ligeramente defraudado por no haber logrado excitar la curiosidad del otro.

– Espero que no me hayan seguido hasta aquí – murmuró Donald.

– Claro que no. ¿Por qué habían de seguirle?

Donald rió, por lo bajo, reverencioso ante lo que consideraba un sutil sentido del humor.

– Es admirable su sangre fría -confesó. Era un hombre asustado, y se equivocaba: encontraba en Angulo un impresionante sentido de la ironía-. Debo reconocer que siempre me ha impresionado un poco este país.

Pasaron al despacho. Donald lo miraba todo a hurtadillas, como si temiera no encontrar cosas que le produjeran una cierta alarma. Angulo trató de quitarle el abrigo.

– No, no -se defendió Donald. Señaló su nariz, grande y enrojecida-. Es horrible, siempre me acatarro al llegar. Es la humedad de esta ciudad… Usted debe perdonarme, señor Angulo, que le visite en horas tan intempestivas. Pero nuestro amigo Jaramillo consideró más prudente…

Por supuesto. Sí. Aquello era muy propio de Jaramillo.

– ¿Sabe usted que acabo de llegar de los Estados Unidos? -preguntó súbitamente Donald.

– No, no lo sabía -respondió Angulo-. Ignoro quién es usted y por qué…

– ¿Por qué vengo a verle?

– Sí, exactamente,

– Verá… Yo soy amigo de Salvano.

Hubo un largo silencio. Angulo presintió, por un crujido en la habitación contigua, la cercana presencia de su mujer. Una hora antes, ella había deseado saber por qué aquella visita llegaba a medianoche. Cosa extraña: Julia, que nada sabía, estaba asustada. "No debes inquietarte -había sido su respuesta-. Es un asunto del Ministerio". ¿Es que acaso ella se imaginaba…?

– En realidad -siguió diciendo Donald-, sería más exacto afirmar que trabajo a las órdenes de Salvano.

Pero Angulo permaneció callado. Con cierta violencia, Donald empezó a pasear por la habitación. Antes de seguir hablando, hizo un gesto ampuloso con la mano.

– Ayer mismo -dijo-, antes de tomar el avión, conversé con él. Yo no tengo prisa, señor Angulo: puede usted hacerme todas las preguntas que quiera…

– Preguntas… -Angulo no sabía muy bien qué clase de preguntas podía formular-. ¿Ha pensado Jaramillo que yo deseaba hacerle preguntas?

– No solamente Jaramillo. Yo también lo pienso. Estoy al tanto de todo, no se preocupe. Soy de Salvano, como ustedes: trabajo a sus órdenes. Creo que esas preguntas, y la convicción que usted debe adquirir, le ayudarán en su acción.

– Mi "acción" -repitió Angulo, y sonrió-. Es curioso ver qué cuidado ponen todos ustedes en disfrazar…

– No es disfrazar -interrumpió Donald, con vigor. Su enorme nariz parecía enrojecer por momentos-. La diferencia entre lo que usted va a hacer y otra cosa es evidente. Resulta claro que si sus compañeros tratan de quitarle el carácter de "asesinato" es, precisamente, porque no se trata de un crimen. Pero el "asesinato" es un fantasma fácil, tenga mucho cuidado… Puede metérsele en la mente, y luego resulta difícil echarlo. No es absurdo que refuerce usted sus convicciones, sus ideas…

Angulo hizo una mueca de amargura.

– ¿Cree que no sé todo eso? -dijo-. ¿Es que le han mandado para convencerme?

– No me han mandado -aclaró Donald. Su mirada tenía algo de resentimiento-. Tengo un concepto mucho más elevado de usted que el que me hubiera formado de una persona a la que es preciso convencer. Ocurre, sencillamente, que yo conozco a Salvano.

Angulo le miró. El otro, se dijo, parecía noble. Donald se llevó un pañuelo a la nariz, se sonó discretamente, y examinó luego con interés el contenido del pañuelo.

– Si yo tuviera que matar a alguien -dijo Donald, como si pensara en voz alta, como si la presencia de Angulo no le importara demasiado-, porque su muerte era necesaria… Si yo tuviera que hacerlo, me informaría antes de que, efectivamente, esa muerte era necesaria. ¿Usted lo ha hecho ya?

– Sí, trato de hacerlo.

– ¿Ha llegado a la convicción…?

Angulo vaciló.

– Todavía no -dijo luego.

– Comprendo. -Donald asintió, como si esperara aquella respuesta-. Entonces, todavía no puede hacerlo. Es preciso que espere… Otra cosa sería algo así como causarle una herida en el cerebro, como provocarle una enfermedad que progresaría y, al final, acabaría con usted.

– Sí -convino Angulo-. Estoy esperando desde hace más de diez días… Pero la convicción no llega a mí. Es raro… Ocurre siempre lo mismo: cuando advierto una fealdad inexcusable en "él", surge en seguida una especie de contrapeso. Es extraño. A veces, el contrapeso no es más que una mirada inocente, o un gesto de acorralamiento. O incluso un trémolo en la voz, o un gesto de debilidad… Pero también es posible que no exista nada de eso, y yo imagine verlo o quiera verlo para… no sé. Para reforzar mi repugnancia a la muerte violenta y tener así una justificación, algo que me permita una nueva tregua.

– Es difícil ser Dictador -dijo Donald, repentinamente-. Los dictadores tienen siempre miedo ¿lo sabía? Viven una intensidad que, al final, les debilita… Tal vez por ello advierta usted a veces esa inocencia, esa debilidad… Esa falta de fuerza se va haciendo grande y acaba con ellos en muy poco tiempo. Allí, en los Estados Unidos, se dice ya que este Presidente es un hombre terminado… ¿Ha oído algo de eso?

– Sí, algunos lo dicen.

– ¿Y qué piensa usted?

– Nada. No le conocí en sus primeros tiempos. Me faltan elementos para establecer una…

– Estúdielo despacio -recomendó Donald. Parecía un ser sencillo, elemental, casi bondadoso. Un hombre sin apetencias, de consejo puro-. Y si algún día no logra salir de esa confusión… no lo haga. Renuncie. Supongo que yo no debía decirle esto.

– No puedo renunciar.

Donald meditó durante unos instantes, con el pañuelo muy cerca de su nariz.

– Le comprendo -dijo luego, como si aquella afirmación le provocara una profunda tristeza-. En cierto sentido, no puede renunciar. Un atentado es, a fin de cuentas, supeditar bienes individuales al bien de la mayoría. Y el interés suyo, como el del hombre que ha de matar, es un interés individual. Yo mismo he confundido las cosas y le he dado un pobre consejo. Si no me importa la vida del Dictador ¿por qué me va a importar la de usted?

Dio unos pasos, y se acercó más a la ventana. Angulo vio reflejadas en el cristal sus facciones pensativas.

– En todo caso -dijo Donald-, yo me he extralimitado. No he venido para saber si usted estaba convencido o no de que el Dictador era algo que requería ser destruido. Lograr o no esa convicción, es cosa particularmente suya. He querido, simplemente, contestar una pregunta que usted, seguramente, se habrá formulado ya.

Le miró, pero no advirtió reacción alguna en Angulo.

– ¿Qué pasará después? -preguntó Donald-. ¿Qué pasará cuando el Dictador caiga y vuelva Salvano?

– No lo sé -dijo Angulo.

– Quiero hablarle de Salvano -siguió Donald-. No sé qué clase de imagen tiene usted formada de él, pero quiero decirle que es, sobre todo, un hombre bueno. Bueno y angustiado… Allí, en los Estados Unidos, no piense que tiene formado un gobierno en el exilio, y que está jugando a hacer política… Ni tampoco que vive con lujo. Eso es frecuente, en este país, cuando alguien cesa en el Poder… Ya sabe a lo que me refiero: surgen infinitas rentas en el extranjero, y esa precaución es una inmoralidad más que imputar a su beneficiario… No. Salvano vive con cierta pobreza, con recursos muy menguados. Y trabaja incesantemente, sabe que volverá algún día aquí, a la Presidencia.

– ¿Le ha pedido él que visite este país?

– Sí. Yo puedo salir y entrar con absoluta facilidad; no figuro en las listas. Vengo todos los meses de los Estados Unidos… En realidad, es como si auscultara o tomara el pulso del régimen actual, como si estudiara la vida que le queda… Y me parece que no es mucha. Es un gobierno enfermo. Es fácil ver las hendiduras primeras, y escuchar los ruidos que hace una construcción que está a punto de desaparecer.

– Una vez leí -dijo Angulo-, que el atentado contra el Poder surge, históricamente, en esos momentos: cuando se advierten las primeras debilidades, los primeros fallos. Algo así como si el hombre que atentara fuera un producto más de la desintegración, una circunstancia que se produce puntualmente.

– No, no es cierto. Todos los dictadores han sufrido atentados en su época de esplendor.

– Perdone… No me refiero a esos atentados que fracasan, sino al que realmente le matará. Se miraron.

– Es extraño eso que dice -dijo Donald-. Extraño. Pero usted no debe tomar las cosas como si fueran… no sé piezas inevitables de un engranaje. Pero, al mismo tiempo, me alegra oírle: sé que usted no puede fracasar.

Angulo se volvió hacia él.

– ¿Por qué? ¿Por qué no puedo fracasar?

– No lo sé… Es como un presentimiento.

– Presentimiento… Yo tengo muchos. A veces, el más terrible de todos, el que más me angustia, es que muera ese hombre y, sin embargo, las cosas no se alteren.

– Pero Salvano volverá.

– No conozco a Salvano.

– Usted lucha por él, tiene fe en él. Comprendo que contemple a veces con resentimiento al hombre que le obliga a dar este paso… Salvano terminará con el caos.

Donald apoyó una mano en su hombro. "Como si temiera -pensó Angulo- que pudiera retroceder y condenar a Salvano a vivir lejos del Poder." Pero luego se dijo que estaba nervioso, que aquella conversación le excitaba y desasosegaba. Preguntó:

– Dígame cómo es Salvano.

– Tal vez sea mejor que empiece hablándole de su programa político.

– No, se lo ruego. No me interesa el programa. Todos los programas políticos son buenos. Me interesa el hombre.

– Es difícil explicarle cómo es… -meditó Donald-. Tal vez si usted me hiciera preguntas…

– No, no. Diga cualquier impresión, lo primero que se le ocurra. No pretendo conocer ni el peso ni la estatura de la persona por la que voy a matar…

– Está casado -empezó Donald, con dificultad, casi con violencia. Parecía estar pensando que las cosas que se disponía a decir las consideraba inútiles y sin importancia-. Su mujer es una anciana menuda, de ascendencia italiana… Tienen un solo nieto.

– ¿Tiene perro? -preguntó, inopinadamente Angulo.

Donald le miró con profunda incomprensión.

– Le pregunto si tiene perro -insistió Angulo-. No estoy loco.

– Sí, sí que tiene… Es decir, dos perros.

– ¿Recuerda los nombres?

– ¿Los nombres de los perros?

– Los nombres de los perros, sí.

– No, no creo… Me parece que el chiquito se llama Vasa, no estoy muy seguro. También tiene pájaros. Jilgueros y canarios.

Angulo se acercó a la ventana. La calle estaba desierta.

– Pájaros -murmuró, pronunciando con lentitud la palabra-. Yo tenía dos estorninos, pero se murieron en una noche muy húmeda. No creo que pudiera matar al Dictador si supiera que tenía pájaros. No piense que estoy loco: he hablado con uno de los ordenanzas que le atiende. No tiene pájaros ni perros.

Miró al visitante de frente. Se daba cuenta de que los labios le temblaban un poco, y de que su frente debía estar llena de sudor.

– Ni pájaros ni perros -repitió-. El camino está libre. Sólo que, a veces, aparece en sus ojos algo así como una mirada inocente… Pero es muy fugaz. No sé si estoy engañado o no. Tal vez sea porque tiene los ojos azules. Es difícil advertir la maldad en alguien que nos mira con ojos azules… Porque yo necesito que sea malo, se lo aseguro. No podría ver que ayuda a un ciego a cruzar la calzada, y matarle luego. Si lo hiciera, sé que me diría que había destruido en él la poca o mucha bondad que pudiera tener…

– Le gustará Salvano -dijo Donald-. Algún día le conocerá, cuando pase todo esto…

– No, no le conoceré nunca -interrumpió Angulo-. Y usted lo sabe. ¿Ha visto alguna vez las fotografías de un golpe de Estado victorioso? Jamás aparecen en ellas ciertas personas, jamás… Y, sin embargo, el golpe no hubiera podido darse sin ellas. Tienen rango de protagonistas, pero de oscuros protagonistas. Es… como una regla de un difícil juego. El nuevo régimen prefiere no saber, prefiere no conocer a los que le han desbrozado el camino. Y eso porque, para desbrozar, hay que ensuciarse las manos, y un nuevo régimen debe ofrecer siempre una apariencia muy limpia, sin asomo de manchas. La justificación, precisamente, de un cambio de Poder, es destruir la suciedad anterior. Por ello, los nuevos no deben llegar con la suciedad. No, yo no conoceré a Salvano. Pero tampoco desearía conocerle. Creo que no podría mirarme a los ojos… O, en todo caso, yo no le podría mirar a él.

– Pero, quizás -dijo Donald-, sea el propio Salvano quien, algún día, averigüe su existencia y quiera…

Angulo le miró rápidamente.

– ¿Averiguar mi existencia? -preguntó, profundamente asombrado.

Donald miró hacia la calle.

– Sí -dijo, en voz baja.

– Es que… ¿no la conoce?

– No -dijo Donald.

Angulo sintió una náusea ardiente. Con un golpe nervioso de su mano, limpió su frente de humedad.

– Salvano ¿ignora que preparamos este atentado? -preguntó. Le costaba asimilar aquella evidencia.

– Absolutamente.

– ¿Por qué no…?

– Jamás lo hubiera consentido. Odia el derramamiento de sangre.

– ¡El derramamiento de sangre! -se agitó Angulo-. ¿Cree que yo no lo odio? ¿Piensa que…?

– Por favor, no levante la voz. Su mujer podría…

– No lo entiendo… ¡El derramamiento de sangre' ¿Cómo es posible que no se me haya advertido?

Donald volvió a sonarse, mientras movía la cabeza.

– Yo pensaba decírselo -dijo. Hablaba casi en voz baja, y sus tonos parecían sinceros-. Jaramillo no era partidario, desde luego, pero yo deseaba que usted lo supiera…

– ¡Jaramillo no era partidario! -se indignó Angulo. No le importaba levantar la voz, aun cuando era posible que Julia estuviera escuchando-. No es extraño… A él no le importa nada, salvo la muerte de sus dichosos ratones. Jaramillo afea nuestro grupo, se lo aseguro. Para él, todo esto es un juego macabro. Si alguna vez triunfamos, quizás él, entonces, conspire contra Salvano. Es de esa clase de hombres que disfruta conspirando, sencillamente. Aquello por lo que luchamos le tiene sin cuidado…

– Se lo ruego -suplicó Donald, muy nervioso-. No se altere. El hecho de que Salvano ignore no cambia las cosas.

– Sí, sí que las cambia. Las cambia totalmente. Desde que recibí esta misión -cada vez es más difícil darle nombre…-, lucho constantemente para tratar de ver si mi actuación es digna… Quiero convencerme. Todos tenemos en la cabeza un dispositivo que nos hace despreciarnos si nuestros actos son ruines, usted lo sabe. Y yo temo mi propio desprecio, quiero evadirme de él… Pero usted ahora me dice que a Salvano le desagradan estas cosas, y que, por lo tanto, se las han ocultado. ¿Y qué le dirán luego, cuando todo termine? ¿Lo tienen ya pensado? ¿Tal vez que yo soy un terrorista inconsciente?

Donald no dijo nada. Parecía resignado a que el otro siguiera levantando la voz.

– ¿Sabía usted -continuó Angulo-, que el año pasado detuvieron en esta ciudad a un hombre que ponía bombas sin ton ni son? Se llamaba Burceña… y era un enfermo. Colocaba artefactos en lugares llenos de gente, por el placer de matar, por el gusto de hacer número con los cadáveres… No tenía objetivos sociales, ni políticos, no iba en contra de nadie. Era un perturbado, un maniático. A pesar de todo, le ejecutaron. Un hombre que coloca bombas sin saber por qué ni para qué lo hace, es peligroso… Se le mató sin entrar demasiado en detalles. Nadie quiso correr el riesgo de internarlo en un manicomio y ver luego que el manicomio estallaba por el aire… ¿No ha oído usted hablar de él, de Burceña?

Donald negó con la cabeza.

– Cuando Salvano ocupe el poder -siguió Angulo-, a lo mejor quieren hacerle creer que yo era parecido a Burceña. Un accidente fortuito, una circunstancia casual para Salvano en forma de terrorismo.

– Salvano -indicó Donald, con cierta sequedad- no ignora que un grupo de hombres lucha aquí, dentro del país, por su regreso.

– Salvano ignora -afirmó Angulo-. No sabe que un hombre cualquiera, yo, va a matar. Y que lo va a hacer para abrirle la puerta de este país.

– Hasta ese punto no sabe, es cierto. Yo ignoro lo que él imagina, pero él debe conocer que la lucha es una actitud activa, que es violencia…

– Violencia -meditó Angulo- es una palabra muy amplia. La muerte es concreta. También mi conciencia es algo concreto.

– Usted… No se enfade, por favor. Usted saca las cosas un poco de quicio. Las hace difíciles, complicadas…

Angulo se pasó una mano por el mentón. Tuvo la fugaz y extraña impresión de que estaba mal afeitado, de que la barba le crecía doblemente en aquellos días de tensión.

– No se enfade conmigo -pidió Donald, dulcemente-. Pero sí es cierto una cosa que usted dice: que la muerte es concreta. ¿Sabe qué asunto preocupa profundamente a Salvano, en estos días? La muerte de Alijo Carvajo. Porque el estudiante morirá ¿verdad?

– Naturalmente que morirá -dijo Angulo-. Es un chiquillo, pero será ejecutado.

– Es preciso que alguien lo haga -dijo Donald, con voz densa y baja. Y era bien claro que se refería al atentado-. Usted, o tal vez otra persona…

– Yo no he dicho que no vaya a hacerlo.

– Pero va a poner condiciones ¿no es cierto?

– Sí -y Angulo le miró a los ojos, por encima de la enrojecida nariz del extranjero-. Usted también las pondría. Una sola condición: que Salvano apruebe lo que deseamos hacer por él.

– Por él, no. Por el país.

– Está bien: por el país. Pero por el nuevo país que él, Salvano, nos ha prometido.

Donald tomó asiento, por vez primera. No parecía exactamente disgustado. Parecía meditar. Al cabo de un rato preguntó: "¿Es de todo punto imprescindible?" Y, al asentir Angulo, siguió meditando.

– Hablaré con él -dijo luego, con una sonrisa de circunstancias-. Ha sacado usted de mi visita más provecho del que cualquiera de los dos imaginaba.

– ¿Cuándo hablará con él?

– Prefiero que usted mismo me lo diga. Su asunto es, entre todos los que llevo, el primero en importancia.

– Entonces, pronto – decidió Angulo. Otra vez tenía húmeda la frente y se sentía profundamente cansado-. Cuanto antes, se lo ruego.

– Será muy pronto -prometió-. Mañana por la noche saldré para los Estados Unidos. Si tiene usted alguna noticia para mí, podría verme en el aeropuerto.

Y aún añadió, antes de marchar:

– No hable usted de esto con Jaramillo, ni con nadie, se lo ruego. Yo le volveré a visitar cuando regrese de Estados Unidos…

Загрузка...