DIECISÉIS

"La Papaya" tenía una rabiosa luz roja, y sus claridades molestaban a Angulo. No le gustaba aquel lugar. Ignoraba por qué Antoine acudía a él con tanta frecuencia, por qué lo habían escogido aquella noche para hablar sobre algo. "Algo muy importante", había susurrado la voz de Antoine por el teléfono. "Espérame allí, en el bar de otras veces, en el bar de siempre, en "La Papaya". Y eran ya las diez y media, y su amigo no había aparecido. Se impacientó. Observó cuidadosamente cómo se abría la puerta y entraban un viejo indio, de cara momificada, y una chiquilla escuálida. Observó también, desde la ventana, a través de los reflejos rojizos que despedía el vidrio, la calle silenciosa. Era cierto, como Antoine decía, que aquélla era una ciudad distinta. Las pocas personas que transitaban por la noche, no se parecían en casi nada a las otras, a las que recorrían la ciudad durante el día. Las gentes de la noche eran torvas, huidizas. Se comportaban como si acecharan, o tal vez como si supieran que ellos mismos eran acechados por otros seres semejantes. Angulo había observado más de una vez los extraños grupos de indios o mestizos que se formaban, a medianoche, a la sombra de un moderno rascacielos. Se sentaban incómodamente, casi siempre en cuclillas, y no hablaban, o hablaban muy poco. Nadie sabía lo que hacían, nadie sabía de qué vivían ni por qué vivían. Fumaban, en silencio, largos cigarrillos de tabaco nacional negro. Nadie sabía lo que hacían, pero aquellos hombres convertían la ciudad, por la noche, en una ciudad peligrosa. Y las gentes no salían de sus casas. No se veían transeúntes normales. No se veía una sola mujer ni un solo niño. Y si alguien se rezagaba hasta el final de la última sesión de un cine, regresaba a su casa por lugares iluminados, llevando seguramente algún temor en el corazón. La ciudad despedía una sensación de miedo, de desamparo, de anhelo del nuevo día. Y Angulo sabía que su amigo Antoine había asimilado todo aquel miedo, hasta llegar a sentirse prisionero en América, hasta aborrecerla. Miró de nuevo a la niña y se fijó en el hundimiento de su rostro, en su mirada húmeda. Trató de no imaginarse nada, de no pensar. Pero sabía que también aquellos seres, el viejo y la niña, eran productos de la noche, como los mestizos que se sentaban a la sombra de algún gran edificio. Y sabía que en aquella ciudad ocurrían cosas vergonzosas y denigrantes, cosas que seguramente la luz del nuevo día borraría, alejándolas y restándoles horror.

El reloj de la Catedral volvió a sonar. Angulo se fijó, distraídamente, en el dueño del bar, que limpiaba vasos de una manera rítmica, sin expresión ninguna. Era un hombre calvo, de semblante apacible. Angulo vio cómo levantaba los ojos, apenas sin interés, para fijarlos en la puerta. Fue entonces cuando entró Antoine. Se veía, tan sólo con mirarle, que estaba contento. Se acercó presurosamente a su amigo, hizo una seña al dueño pidiéndole algo, y susurró:

– Escucha… Sé que te vas a alegrar. Me han dicho que puedo marcharme de este país.

Angulo se tomó tiempo.

– ¿Quiénes te han dicho eso? -preguntó luego.

– Vengo del Registro de Extranjeros. Me han interrogado durante dos horas, o tal vez más… Al principio, estuvieron amables conmigo. Pero luego se enteraron de nuestra última reunión, la del primero de noviembre… Demonio, lo de la reunión empezó no gustándoles nada. Creí que allí terminaba todo, te lo juro.

– ¿Qué reunión fue ésa?

– Aquélla en la que te propusieron a ti para… Ya lo sabes. Pero ya no hay nada de qué preocuparse, ya lo he arreglado todo. Claro que al principio me asusté, y empecé por negar que nos hubiéramos reunido. Pero era inútil, vi que estaban perfectamente enterados…

– ¿Perfectamente enterados?

– De que nos habíamos reunido, quiero decir. No había nada que hacer, te lo aseguro. Tuve que terminar diciendo que, efectivamente, tuvimos una reunión, pero que no hubo en ella nada de política. Ellos me preguntaron entonces sobre qué hablamos, y tuve que inventar. "Nos proponemos -dije-, montar una organización para los extranjeros que no hayan tenido suerte en este país y no cuenten con medios para regresar a sus tierras…" Eso de la organización no les extrañó nada. Tú sabes qué aficionados son en este país a montar organizaciones para todo.

– Pero -y Angulo sintió frío en las sienes-, no es posible que tú hayas dicho todas esas cosas…

– Algo tenía que decir, Avelino. -Antoine hablaba de prisa, y una extraña mirada de victoria se iba formando en sus ojos-. Todo quedó bien, te lo juro. Lo encontraron muy razonable.

– ¿Razonable?

– Me refiero a los fines de nuestra organización, a lo de repatriar a la gente… Hay que avisar a Jaramillo, al propio Torres, a todos… Es por si les interrogan. No deben contradecirme. Se mostraron muy de acuerdo conmigo en que…

– ¿Te preguntaron nombres?

– Los sabían -aseguró Antoine, con voz profunda. La niña levantó la cabeza y les empezó a mirar, sin prisas, sin curiosidad-. Fueron sinceros conmigo, te lo aseguro. Me mostraron una lista. "¿Son éstos?", me preguntaron.

– ¿Quiénes estaban en la lista?

– Todos. Es extraño que la hayan obtenido… No me fue posible averiguar cómo ha llegado a sus manos.

– ¿También estaba Torres?

– ¡También!

– ¿Y yo?

– No, tú no estabas. Es extraño… Y ellos me preguntaron: "Pero, hombre, ¿por qué ha mentido usted al principio? ¿Por qué nos ha hecho perder el tiempo? ¿Tal vez temía algo?". Y yo dije: "Sí, sí que temía. Pensé que podía no gustarles nuestra asociación, que incluso la encontraran ilegal…".

Angulo guardó silencio. Una voz interior le preguntaba si realmente estaba ya todo perdido, si estaban ya descubiertos. Antoine continuó:

– Me dieron toda clase de garantías… Dijeron: "Nosotros veremos con gran complacencia esa organización. Por desgracia, ocurre que Europa nos envía con frecuencia sus heces, lo peor que tiene. Bien, no vaya usted a ver en esto la más leve alusión personal, por descontado. Y éste es un país nuevo. Hemos de cuidar la sangre que llega a él…"

Antoine se distrajo. Allí, muy cerca de ellos, estaba el viejo indio del otro día. Y le acompañaba la misma niña, aquélla que no tenía ningún parentesco con él.

– Entonces me preguntaron -prosiguió, tras una pausa-, algo penoso. Quisieron saber si era yo uno de aquellos europeos que había fracasado, que deseaba regresar…

– ¿Qué les dijiste?

– Ah, que sí, que sí que era de los fracasados. Añadí que comprendía muy bien lo vergonzoso que era vivir de las ganancias de una muchacha, y emborracharse casi a diario… Les dije, exactamente, que estaba abrumado. Ellos se mostraron comprensivos, especialmente el Comisario. Es un hombre encantador, realmente simpático. Luego me preguntó por qué no regresaba a Bélgica. "Bruselas -me dijo-, debe ser una hermosa ciudad. Precisamente yo tengo en mi comedor una hermosa lámina de la Plaza del Ayuntamiento, que recorté de un calendario… Bruselas debe ser una de las más bellas ciudades de Francia." Andaba un poco flojo en geografía. Yo les aseguré que lo intentaría, que haría lo imposible por repatriarme, que llevaba varios meses con aquella idea rondándome la cabeza…

Guardó silencio. Angulo tenía un gesto ceñudo, casi consternado.

– Ya sé lo que estás pensando -suspiró Antoine, desalentado-. Piensas que, después de haberme degradado en mi vida, me degrado aún más por…

– No pienso nada de eso.

– Me da lo mismo… Ya sé que he caído. Pero cuando uno se viene abajo de una manera tan rotunda, ya ni da vergüenza reconocerlo.

Se volvió, a medias, porque la puerta del bar se había abierto y ahora entraba, con pasos desmañados, una mujer madura y muy pintada. Antoine supo que era una prostituta barata, y desvió los ojos. Ella se plantó, en jarras, en medio del pequeño local. Dijo al dueño:

– ¿Es que hoy no va a venir gente?

– Buenas noches, Rosa -contestó el dueño, sin levantar la mirada, sin dejar de lavar vasos bajo la luz roja que pendía del techo-. Éstos que están aquí son gente.

– ¿Éstos? -y la mujer les miró-. No bromees. Son mansos. Mansos o viejos.

– Por favor -dijo el indio, señalando a la chiquilla con el mentón-. No se excite, señora. Hay niños.

Antoine suspiró.

– Lo único que quiero -dijo-, es huir. Abandonar América…

– El comandante Torres no lo consentiría.

– No me importa. Los del Registro me ayudarán.

– ¿Ellos? ¿Los del B. A. S.? No lo sueñes.

– ¿Por qué no?

– No lo sé, pero es como si lo presintiera. Hay algo en todo lo que me has contado que no me gusta, que me da miedo. Pienso que ellos saben más de lo que te dicen. ¿Te has parado a pensar que te hayan dejado en libertad con intención?

– Que me utilicen de cebo, quieres decir.

– Algo así.

– No, es absurdo. Me hubiera dado cuenta. Yo quiero marchar, marchar cuanto antes. Abandonar América…

– Oh -dijo la prostituta, imitando su tono de voz-. "Abandonar América…"

– Tengo miedo de ese interrogatorio -confesó Angulo.

– No -repuso Antoine-. Son los nervios. Te advertí que se quedaban trastornados. Yo te recomiendo que lo hagas cuanto antes, que no pierdas tiempo… Cuanto más te demores, pensarás más en las cosas, te llenarás de malestar. Hazlo, y abrirás el regreso a Salvano.

– Salvano… -murmuró Angulo-. Me gustaría creer que va a ser un buen Presidente.

– Te comprendo. Es algo así como una garantía que te pides a ti mismo de que el esfuerzo no será baldío… A mí me ocurrió lo mismo, aunque luego fallara el asunto del plástico. Te aseguro que estudié la personalidad del Ministro de Finanzas. Hasta que supe que era un hombre ambicioso y ruin, y que era necesario hacerlo… Solamente entonces logré dormir y tranquilizarme. ¿Tú puedes dormir por las noches?

– A veces, sí. Yo veo todas las mañanas al Presidente. Es horrible, te lo aseguro. En las pocas ocasiones en que nuestras miradas se cruzan, pienso que él adivina lo que está pasando en mi interior, que él lo sabe todo…

– ¿Que él sabe que le vas a matar? Eso es tonto.

– No, no lo es… Provocar la muerte de otro es una anormalidad. O una enfermedad, no lo sé… Creo que esa fealdad tiene que asomar en ocasiones a mis ojos.

– Yo también -dijo la prostituta al dueño, con ironía-, deseo marchar de América. ¡Ah, la vieja y romántica Europa!

– Claro -respondió el dueño, mientras secaba-. Cualquier día te irás allí, Rosa.

– No es como tú dices -afirmó Antoine-. Una fealdad o un crimen. Es una sola muerte que evitará una matanza. Así dijeron ellos en la reunión del primero de noviembre. Y tenían razón.

– ¿Quién lo dijo?

– Jaramillo.

– Jaramillo, y sus ratones! Jaramillo es un pobre maniático, un simple recadista del Partido. No es un hombre de acción. Claro que yo tampoco lo soy… Lecciones particulares de Latín, lecciones en el Liceo. No he hecho otra cosa… Cuando, durante la noche, estoy despierto, pienso en "él". ¿Dormirá, me pregunto, o tal vez su pensamiento ande suelto, como el mío? Y deseo saber que es un hombre malo, que no puede arreglar el país, que jamás terminará con nuestra miseria… Y a veces logro convencerme, y solamente entonces recupero el sueño. Pero, a la mañana siguiente, cuando, por descuido, se encuentran nuestras miradas… No sé. Entonces, vuelvo a dudar. ¿Sabías que tiene los ojos azules? Y dicen que está acabado, y enfermo… Dicen eso de él. Y que se desgañifa gritando a sus Ministros, que se irrita como un hombre sin carácter que trate de imponerse por la fuerza. No es la figura de Dictador que yo pensaba encontrar.

– Te estás obcecando. Estás buscando en él algo bueno y digno para pensar que tú eres un criminal… Es un Dictador, su régimen es injusto y el país está medio arruinado. Antes veías todo esto con claridad. Y no pienses que está acabado, como se murmura. Tiene miedo, eso sí. Todos los dictadores lo tienen. Considera que un hombre acabado no firmaría jamás una sentencia de muerte contra un chiquillo de dieciséis años… Me estoy refiriendo a Alijo Carvajo, el estudiante que arrojó la bomba. Y "él" la firmará, estate bien seguro de que la firmará. Y un hombre acabado ¿consentiría todo lo que sucede en "El Infierno"? Aquella prisión es algo atroz, y él lo sabe. ¿Qué expresión tendrían sus ojos azules si vieran trabajar a los especialistas chinos del tormento? ¿Te has parado a pensar en ello?

– Sí. -Angulo bebió un trago de aguardiente-. Muchas veces. Pero considera que Carvajo no ha muerto aún, que tal vez no muera. Y lo de "El Infierno"… No sé. Quisiera saber si él no hace todas las cosas obligado.

– Obligado, ¿por quién?

– Por ellos… Por el Subsecretario, sobre todo. Leonardo… Ése sí es un hombre fuerte, de cabeza fría.

La prostituta empezó a cantar, con voz de falsete:

– Yo volveré a mi vieja y amada Europa… ¡Oh, Europa, querida Europa!

– Por favor -dijo el viejo indio-, no grite tanto. Todos la oímos perfectamente sin que levante la voz.

– Europa -murmuró vagamente Antoine, mirando a la mujer-. Quisiera no estar aquí cuando sucediera todo eso, cuando vuelva Salvano… Tu me escribirás, y me dirás que Salvano es un hombre bueno. Tú sabes que Salvano marchó del país para evitar una matanza, y también sabes que lo que tú vas a hacer evitará otra. Todo terminará bien, ya lo verás. Tengo confianza en Salvano, y en ti, y en todos los que vengan cuando muera este cerdo…

Angulo terminó su copa de aguardiente, en silencio.

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