CATORCE

El ratón levantó la cabeza. -No- dijo Jaramillo-. De ninguna manera, Constantino.

– No piense que le entiende -dijo Angulo.

– Por supuesto que me entiende. No lo creerá, pero es la verdad. Quieto, Constantino. Quiere saltar. A veces, da paseos por mi despacho, y eso le gusta.

Jaramillo cerró cuidadosamente la caja de rejilla, y Constantino quedó aprisionado. Su jaula fue colocada entre las de los otros ratones. Hubo un rebullir de roedores, cuando Jaramillo se alejó. A veces los ratones daban pequeños gritos, agudos y ridículos, como voces de niñas tímidas en algún juego infantil.

– Todo ser vivo aspira a la libertad ¿no es cierto? -dijo Jaramillo, volviendo a sentarse-. En realidad, lo que usted acaba de contarme lo confirma. Antoine Ferrens se siente prisionero en América. Hombres o ratones, da lo mismo: todos queremos ser libres. Pero jamás lo somos del todo, me parece.

– Unos -concretó Angulo-, mucho menos que otros. Antoine Ferrens carece, prácticamente, de libertad. No vive. Sus días son una constante espera.

– Una espera ¿de qué?

– Oh, de que le detengan.

Jaramillo meditó durante unos segundos. Luego se estremeció, buscó una chaqueta vieja y se la colocó sobre sus delgados hombros.

– Ya empieza a hacer frío -dijo-. No creo que las lluvias tarden en llegar. ¿Es que le van a detener?

– Sospecho que sí.

– ¿Por qué sospecha usted eso?

– He visto que Antoine Ferrens figura en una lista, y que varias personas de esa relación han sido ya detenidas. Hay una cruz, un aspa a la izquierda de los que van deteniendo.

Jaramillo se rascó el mentón.

– ¿Cómo es Antoine, exactamente? -preguntó-. Usted le conoce mucho mejor que yo.

– Somos amigos. Casi desde que vino a América… Pero ha cambiado mucho. Ahora, creo que hablaría.

– Pero usted, en cierta ocasión, le definió como una persona noble, como alguien en quien se puede confiar de un modo absoluto…

– Sí. -Angulo suspiró-. Era así, al principio. Pero ha cambiado. Tiene los nervios destrozados.

– ¿Por el asunto del plástico?

– Sí, y también por otras cosas. Bebe mucho, se ha degradado con una muchacha…

Lo de la muchacha pareció interesar vivamente a Jaramillo. Era un hombre eminentemente sensual.

– ¿De veras? -preguntó-. ¿Una muchacha?

– Una chica de diecinueve años. Vino de la costa y se dedicó a la prostitución, como la mayoría de ellas. Antoine la encontró alguna vez en un bar, se la llevó a casa… Ahora viven juntos.

Jaramillo se mostró decepcionado. Parecía anhelar degradaciones mayores que el hecho de vivir con una muchacha. En su rostro apareció una expresión que hubiera podido traducirse en una pregunta: "¿Eso es todo?". Sus labios se movieron para decir:

– Nosotros no vamos a poder ayudar a su amigo. Ése es el motivo de su visita ¿verdad?

– Sí. Deseo que Antoine Ferrens abandone el país.

– Será imposible. Créamelo: imposible.

– ¿Por qué?

– El comandante Torres no lo consentiría.

Angulo se levantó.

– ¿Está seguro? -preguntó-. ¿Ni aun cuando se le diga que Antoine, si es detenido, hablará probablemente?

Jaramillo le miró fijamente. Aquel asunto no le hacía ninguna gracia.

– Antoine Ferrens no hablaría -dijo, con voz grave. Pero su frase era, más que una afirmación, una pregunta.

– Escuche -dijo Angulo. Se apoyó sobre la mesa, inclinó su cabeza sobre la enjuta figura del otro-. Antes, cuando este hombre tenía ilusión en lo que estaba haciendo, cuando era fuerte, no hubiera hablado. Hubiera sido una víctima más, como Restrepo o Bermejo… Pero Antoine ha cambiado. Eso es lo que he venido a explicarle. No es que yo sospeche que haya cambiado; lo sé. Es una ruina de nombre, un ser sin voluntad… Está aterrado. Y teme el dolor físico, está obsesionado.

– El dolor físico -meditó Jaramillo. Los ratones rebullían. Se escuchaba un sinfín de pequeñas pisadas, de patitas en constante movimiento-. Es cierto que lo emplean.

– ¡Por supuesto que lo emplean!

– Pero ellos… Restrepo, Bermejo, Díaz. Ellos murieron sin hablar. No salió de sus labios ni una sola palabra.

– Les mataron demasiado pronto, tal vez. O tenían madera de mártires. Eran personas limpias, puras… Los hombres que son así lo aguantan todo y hasta pueden sonreír. Hay personas que tienen una fuerza interior especial. Pero yo ahora le hablo de un pobre ser, de un…

– Lo sé, lo sé -interrumpió Jaramillo. Y empezó a ponerse nervioso. Contempló el aparato de teléfono que tenía sobre la mesa y pensó en un número determinado -. ¿Qué sabe Antoine Ferrens?

– Todo -dijo Angulo, incorporándose-. La existencia de cada uno de nosotros, nuestros domicilios… Excepto el del comandante Torres, por supuesto. Y, ahora, sabe lo del Presidente…

– Pero las pruebas…

– ¿Habla en serio? -Angulo se sonrojó de indignación-. ¿Es que no conoce los métodos? ¿Cree, acaso, que ellos necesitarían pruebas?

Jaramillo se levantó. Definitivamente, le habían puesto muy nervioso.

– Es cierto -asintió-. Funcionan sin pruebas, sin nada… Las pruebas llegan luego, en "El Infierno". ¿Desea que llame a Torres?

– Haga lo que quiera.

Jaramillo puso la mano sobre el teléfono.

– Perdone -suplicó, con una sonrisa llena de inocencia-. ¿Le molestaría aguardar fuera?

Angulo salió del despacho y cerró la puerta. El corredor estaba a oscuras. Dio unos pasos, vacilante, hasta que descubrió, al fondo, a contraluz, el perfil de una figura humana. Distinguió su cabeza, sus hombros. Estaba muy quieta. Podía ser un hombre o una mujer. Angulo se había quedado inmóvil, sin saber qué determinación tomar, cuando la figura empezó a acercársele. Vio que era una mujer madura, de enormes proporciones, con un gesto casi fiero.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó ella.

También su voz era grave, casi varonil. Ahora Angulo había acostumbrado sus ojos a la oscuridad y le pareció entrever que ella estaba en combinación, sin vestido alguno.

– Me ha pedido que le dejara solo -se excusó. Y, olvidando que la oscuridad le hacía casi invisible, hizo un gesto en dirección al despacho. De allí llegaba ahora un gorgoteo, una conversación de tonos apagados, casi nasales-. Está hablando por teléfono.

– ¿Usted es Avelino Angulo? -preguntó la mujer.

– Sí -dijo él.

– ¿Le ha hablado él de mí?

– No sé quién es usted.

– La hermana de su mujer.

– No recuerdo -mintió Angulo-, si me ha hablado o no.

– Es un maniático -murmuró ella. Tenía la gruesa voz llena de desprecio-. Colecciona ratones vivos. ¿Los ha visto?

– Sí… Percinald, Constantino…

– Yo maté a Percinald.

– ¿De veras? -Angulo se sintió intrigado-. Él no lo sabe.

– Lo sospecha. Pero no se atreve a… Me tiene miedo. Y, unos días antes, maté a Dionisio. Siempre mato a sus favoritos. Es una pasión idiota, la suya. Odio los ratones.

Angulo temió por la vida de Constantino. Allí al lado, en el despacho, continuaba el incesante gorgoteo. Luego, empezaron las pausas. Torres hablaba. Jaramillo empezó a murmurar, cada cierto tiempo: "Claro, claro". Y seguía escuchando. Ella dijo:

– No vaya a decirle lo que le he contado.

Era cierto que estaba vestida con una simple combinación. Al mover un brazo, Angulo vio sobre él un reflejo que solamente podía ser de la piel. Y, sin embargo, hacía frío en la casa.

– Claro que no -contestó.

La puerta se abrió y Jaramillo los miró rápidamente. Pareció perplejo por encontrar allí a su cuñada, pero no produjo la impresión de haber advertido cómo vestía. Hizo un gesto de irritación, algo absolutamente infantil.

– Pase, por favor -dijo, con voz glacial.

Esperó a que Angulo entrara en el despacho, y luego se acercó a su cuñada. Su talla era notablemente inferior a la de ella.

– Luego hablaremos -dijo, casi entre dientes. En su pequeñez, parecía un hombre dispuesto a todo. Tenía un gesto amenazador y decidido-. Luego.

– Seguro que sí -contestó ella, con ironía.

Jaramillo cerró la puerta de golpe y se volvió a Angulo.

– ¿Ha visto? -preguntó, muy agitado. Sus dedos tenían un pequeño temblor-. Me espía… Es mi cuñada.

– ¿Qué le ha dicho Torres?

Jaramillo abrió los brazos.

– Antoine no puede abandonar el país -dijo. Se mordió rápidamente una uña. Era evidente que su atención no estaba ahora en aquel asunto-. Lo siento… Dice que sería demasiado sospechoso.

– ¿Sospechoso?

– Usted no ignora que existen indicios, cosas que pueden delatarle… Debe permanecer quieto, mostrarse tranquilo. Pedir el pasaporte equivaldría a una muestra de pánico.

– Pero Antoine no puede permanecer tranquilo. Está desquiciado. ¿Se lo ha dicho usted?

– Sí, se lo he dicho.

– Esa decisión es una locura… Tal vez fuera mejor que yo mismo hablara con el comandante Torres.

Jaramillo unió sus labios de una manera cuidadosa.

– Me temo -dijo-, que eso no pueda ser.

Angulo le miró.

– ¿Por qué?

– Torres no desea hablar con nadie. Ni que nadie le conozca.

– Está bien -dijo Angulo. Pensó que Jaramillo se movía entre aquellos secretos como pez en el agua. Estaba hecho para la pequeña conspiración, para el ocultismo. Era evidente que con aquel juego de conspiradores disfrutaba enormemente-. Pero usted debe saber que yo le conozco.

Jaramillo negó con la cabeza, regocijado, con una suave sonrisa de conmiseración. Sin duda habría luchado por el Partido con mucho menos estímulo si no hubiera habido nadie a quien ocultar.

– No es posible -dijo.

– Ustedes -murmuró Angulo, con desagrado-, juegan a espías, a anarquistas… Eso es ridículo. Un jefe debe mostrarse.

– Cierto día -y Jaramillo adoptó los tonos de voz que se emplean para narrar la moraleja de un cuento infantil-, se les explicó a todos ustedes por qué no era adecuado que Torres se mostrara. Y todos lo encontraron acertado.

Angulo salió muy agitado del despacho. En el corredor no había ya nadie. Antes de marcharse se volvió de nuevo a Jaramillo, que le acompañaba silenciosamente.

– Sin embargo -dijo, sonriendo-, yo sé quién es el comandante Torres. Yo le conozco.

– No, no. Es imposible. Usted debe sufrir una equivocación.

Cuando Angulo bajaba la escalera, volvió a repetirse: "Juegan a contrabandistas, eso hacen. Como si les divirtiera esconder a Torres, como si ello formara parte del juego…". Pero estaba claro que aquello no tenía nada de juego. Un grupo de hombres luchaba para reponer a Salvano en el Poder. No por simple capricho, sino porque tenían fe en el Presidente derrocado. Y otro hombre, un hombre al que nadie concedía ninguna importancia, tenía miedo al dolor físico y estaba a punto de hablar. Pero no deseaban ayudarle. No querían ver el desastre que podía originarse de un momento a otro.

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