Cuando regresamos al colegio, después de aquel insólito fin de semana en Madrid, muchas cosas habían cambiado. Quizá no me hubiera hecho hombre, como pensaba en aquellos momentos, pero había abandonado la infancia. Nunca comenté lo que había visto y creo que mis dos compañeros nunca sospecharon nada, pero no tengo una seguridad absoluta. Cuando aparecieron, no al mismo tiempo, por el salón en el que me había refugiado, el trato fue de lo más natural y la conversación, tras contar nuestras experiencias, reales las mías, inventadas las de Garrido y medio reales medio inventadas las de Fernandito, derivó hacia temas banales e intranscendentes, propios de tres amigos y compañeros de estudios.
En el colegio la vida continuaba aparentemente igual y posiblemente, si yo no hubiera sido testigo de lo sucedido aquella mañana, habría pensado que seguíamos haciendo la misma vida de siempre, pero desde entonces me había vuelto más suspicaz y me fijaba en detalles que en otros momentos no hubiera descubierto. Por poner un ejemplo, me daba la impresión de que Garrido y Fernandito quedaban muchas veces a solas, sin contar conmigo ni con los demás del grupo. Repito que era una impresión, quizá siempre había sido así y yo nunca me había percatado o le había dado importancia, pero no podía evitar cierta sensación de cambio, de desmoronamiento incluso de lo que había sido nuestra relación.
No quiero decir con esto que ese cambio fuera radical. Formalmente todo seguía igual, eran tan sólo pequeños detalles los que delataban la nueva situación. De hecho, la mayor parte del tiempo la pasaba con ellos dos y con algunos amigos más, haciendo las correrías de siempre, guiados aparentemente por Garrido pero con Fernandito escondido perennemente en la sombra para influir en su liderazgo.
Tampoco era raro que, abandonando a los demás, nos escapáramos los tres, como veníamos haciendo muy a menudo desde mucho antes de nuestro viaje a Madrid. Por eso, cuando Garrido me comentó un día que había descubierto un nuevo sitio para explorar y que teníamos que ir los tres no me extrañó ni presentí lo que iba a pasar. Si existe un sexto sentido que te previene sobre el futuro, yo nó lo poseo, y aunque ahora, a toro pasado, podría decir que su excitación, su nerviosismo y sus ojos febriles me estaban anunciando lo que iba a ocurrir, mentiría. Hoy quizá pueda analizarlo en consonancia con lo que luego sucedió, pero en aquellos momentos no veía nada extraño en lo que hacía y decía mi amigo.
La primera tarde que tuvimos libre cogimos las bicicletas y nos fuimos pedaleando hasta un pueblo que estaba a unos treinta kilómetros del colegio. No se trata de una distancia excesiva, pero en aquella época en que las comunicaciones eran infames y las carreteras deplorables, el que tres chavales hicieran en bici ese recorrido tenía su mérito o, por lo menos, así nos lo parecía a nosotros. El pueblo era similar al que acogía a nuestro colegio, quizá un poco más grande y con algún comercio más, pero básicamente similar. Por ninguna parte veíamos qué tenía aquello de excepcional y maravilloso y así se lo hicimos saber a Garrido, cuando paramos en la plaza del pueblo para refrescarnos con el agua de la fuente pública.
– No es el pueblo lo que merece la pena sino la montaña que hay en las afueras. Corre en el lugar una leyenda muy interesante acerca de ella que os contaré cuando hayamos llegado. Así que no haceros los remolones y subid de nuevo a las bicicletas, que sólo nos quedan tres kilómetros más.
Cuando llegamos al pie de la montaña no observamos nada excepcional. Era un montículo como miles más que se podían ver en toda la geografía española.
– Esperad a que estemos arriba antes de hablar -nos dijo Garrido y de nuevo le hicimos caso.
Sudorosos por el esfuerzo llegamos hasta lo que el propio Garrido denominó su cumbre, quizá de un modo exagerado, y por fin nos contó la leyenda.
– A esta montaña los lugareños la denominan la montaña del Diablo. Se cuenta que a principios del siglo XII pasaba por aquí debajo la vanguardia de un ejército moro que se dirigía a pelear contra los cristianos y que en todos los pueblos en los que entraba dejaba un rastro de saqueo y desolación inmenso, destruyendo comarcas enteras y no respetando mujeres ni niños. Se decía que en ese ejército nunca había habido bajas y que su fortaleza provenía de que el mismísimo Satanás era su jefe. El día que cruzaron por el sendero que se ve desde esta montaña fueron vistos por un pastorcito que tendría más o menos nuestra edad y que se encontraba aquí jugando. Al principio, lleno de miedo, intentó esconderse donde pudiera pero en seguida comprendió que el ejército se dirigía a su pueblo y, conocedor de su fama, supuso que masacrarían sin piedad a amigos y familiares, por lo que decidió detenerles, mas no sabía cómo hacerlo así que desesperado y lloroso se hincó de rodillas para rezar y solicitar la ayuda del apóstol Santiago y de Nuestro Señor Jesucristo.
«Estaba así postrado, de hinojos, cuando de una nube que hasta entonces no había visto, ya que era un día totalmente despejado, descendió un hombre bellísimo, de aspecto dulce y mirada misericordiosa que le contempló amorosamente durante un breve rato. El pastorcillo comprendió en seguida que se trataba del propio Jesucristo.
»-Sé lo que quieres -le dijo el Señor-, pero no puedo complacerte.
»-¿Por qué, Señor? -gimió el pastorcillo-, van a matar a mi madre y a mis hermanos, y a todo el pueblo. Tengo, tenemos que hacer algo.
»-¿Nunca te han transmitido mis enseñanza?, ¿no sabes que dije que quien a hierro mata a hierro muere y que preferí morir en la cruz por todos los hombres antes que usar todo el poder de mi Padre y acabar con ellos?
»-Lo sé, Señor, y deseo cumplir con vuestras enseñanzas y con todos los mandamientos de Dios y de nuestra santa madre la Iglesia, pero mientras tanto ese ejército se dirige a mi pueblo y tenemos que detenerlo.
»-Debieras saber que yo vine al mundo y morí en la cruz para traer un mensaje de amor, no de odio. Vine a salvar a los hombres, no a matarlos. El único que es de verdad mi enemigo es el demonio, contra él y contra sus tentaciones es contra quien debes luchar.
»-Lo sé, Señor -contestó el pastorcillo-, pero apenas soy un niño, si no soy capaz de luchar contra los hombres, ¿cómo voy a poder luchar contra el demonio?
»-No es fácil, pero debes encontrar tu camino.
«-Ayúdame, Señor, te lo ruego -imploró por última vez el pastor.
»-Tú eres el único que puede ayudarte, lo siento, hijo mío -le respondió Jesucristo al tiempo que de sus compasivos ojos surgían dos lágrimas-, nunca dejes de luchar para que resplandezca el Bien.»
»Nada más pronunciar estas palabras la aparición se difuminó y el pastorcillo se quedó de nuevo solo, más atemorizado y confundido que antes. ¿Para qué se había presentado ante él Nuestro Señor Jesucristo si luego le abandonaba a su suerte de ese modo? El pastorcillo no estaba versado en teología así que incapaz de comprender lo sucedido retornó a su tristeza primitiva. El Señor le había dicho que luchara y él decidió luchar hasta la muerte, convencido de que ése iba a ser su destino final. Además, sería el primero en morir, ¿qué sentido tenía quedar con vida cuando todos los seres que amaba, su propio pueblo, iban a desaparecer en pocas horas? Lleno de rabia y totalmente decidido a morir matando arremetió contra el ejército invasor con lo único que tenía a mano, con piedras que iba lanzando desde la cima de la montaña contra los enemigos, pero pronto comprendió que todo era en vano. Las piedras apenas hacían aparecer algunos rasguños en los rostros aguerridos de los soldados que, riéndose de su impotencia, detuvieron su camino para acercarse hasta donde él estaba.
»-Eres un insensato, chiquillo, y vas a pagar tu osadía con la muerte -dijo el general de aquel ejército con una voz que retumbó por todo el monte, bajándose de su caballo y acercándose con una espada en la mano hasta donde estaba el pastor.
»E1 general le parecía al pastor el mismísimo Satanás, con su faz rojiza y su negro pelo caracoleando en forma de cuernos por encima de la frente, así como por la airada expresión de unos ojos oscuros como carbones. Desanimado pensó que si los rumores eran ciertos, si el propio diablo dirigía el ejército invasor, no sólo no tenía ninguna posibilidad, cosa con la que ya contaba, sino que posiblemente moriría entre torturas atroces e innumerables sufrimientos. Resignado a hacerle frente miró en torno suyo pero ya no le quedaban piedras, tan sólo una muy pequeña con forma cóncava, en la que se habían refugiado las dos lágrimas derramadas por Jesucristo. Esa piedra no haría daño ni a un niño pero era lo único que tenía a mano y sin pensárselo dos veces la arrojó contra la cabeza de su contrincante, mientras olvidándose de la aparición anterior invocaba el nombre de Dios.
»El pastorcillo tenía buena puntería y la piedra dio de lleno en la frente de su enemigo. En ese mismo instante, ante el horror tanto del niño como de los propios soldados el general se transformó en un horrible demonio, de cuerpo rojo cubierto de escamas, cuernos sobre la frente, cola más gruesa que la de los monos y un intenso olor a azufre que exhalaba por todos los poros de su cuerpo, pero la visión duró escasos segundos, ya que de su interior surgió un intenso fuego que le consumió entre grandes dolores y le convirtió, en escasos segundos, en un puñado de cenizas. Después de ver esto sus soldados huyeron despavoridos y nunca más regresaron por la comarca. El pastorcillo, por su parte, volvió al pueblo, donde esparció la noticia de lo sucedido e ingresó en un convento, donde adquirió fama de santo, muriendo a la edad de ciento veinte años.
Cuando Garrido terminó de contarnos la leyenda popular nos preguntó si nos había gustado y así lo admití yo aunque Fernandito, quizá porque estaba celoso de la atención que le había prestado a Garrido y de su habilidad para narrar la historia, fue algo más desdeñoso.
– Es una historia muy interesante, pero este lugar no tiene pinta de ser un sitio propicio para que transiten los ejércitos. Muy tonto tendría que haber sido aquel general para conducir a sus huestes a través de estos parajes.
– Es tan sólo una leyenda, pero una leyenda preciosa -contestó Garrido humildemente-, y yo me he limitado a transmitírosla del mismo modo que me la transmitieron a mí.
– De acuerdo, pero no hacía falta que nos trajeras hasta aquí para contárnosla -volvió a decir Fernandito.
– Es que hay algo más. La leyenda añade que desde esta montaña, si nos asomamos por su borde, podemos ver, en aquella pared que está ahí enfrente -y señaló con el dedo extendido un montículo cercano- dibujada en la roca la cabeza del diablo. Si alguien solicita un deseo y después lanza contra la cabeza una piedra y le acierta, podrá ver cumplido el deseo que ha solicitado. ¿No os gustaría ver realizados vuestros sueños? Pues éste es el momento, tan sólo necesitamos un poco de puntería y ya está.
– No me digas que crees en esas bobadas -contestó despectivo Fernandito.
– No se trata de creer o no creer, es tan sólo un juego, y ya que hemos subido hasta aquí arriba no veo nada malo en hacerlo. Tú mismo me has contado que cuando estuviste en Roma arrojaste una moneda a la fontana de Trevi, para que se cumpliera el deseo de volver allí.
– Y volveré -replicó convencido Fernandito.
– Pero todavía no has vuelto -dijo Garrido-, tan sólo tienes el deseo de volver y la esperanza de ver realizado tu deseo, pero ¿quién te dice que no habrá algo que impida su realización? Por ahora es sólo eso, un deseo, y nadie puede ver nada malo en ello.
– La diferencia estriba en que yo sé que puedo ir a Roma porque ya he estado allí y no sería nada raro que volviera porque mi padre suele ir mucho a esa ciudad por motivos de su trabajo. En cambio, imagínate que cuando tire esa piedra, exprese el deseo de viajar a la Luna, ¿tú crees que lo conseguiré?
– Bueno, si pides tonterías está claro que no -replicó exasperado Garrido-, hay que pedir cosas que puedan cumplirse, me parece a mí. Además, no es que crea seriamente en ello, es tan sólo un juego, una costumbre del lugar.
– Pues a mí no me importaría probar -intervine por primera vez en la conversación-. ¿Desde dónde dices que hay que arrojar la piedra?
– Desde ese borde -me contestó, indicándome un pequeño saliente que había en el borde de la montaña-. La cara del diablo está justo enfrente, un poco ladeada hacia la derecha.
Decidido cogí una piedra y me situé en el saliente. Enfrente, a la derecha, como tallado en la propia piedra, había otro saliente de forma redondeada que alguien con mucha imaginación y un punto de borrachera tal vez hubiera confundido, en la época de la creación de la leyenda, con la cabeza del diablo. Dispuesto de todos modos a llevar a cabo el ritual explicado por mi amigo, pedí un deseo en voz alta, llegar a ser general del ejército español ya que la vida sacerdotal, tras mis últimas experiencias, la veía como algo ajeno a mí por aquel entonces, y con toda mi fuerza lancé la piedra, fallando estrepitosamente. No sé si eso tuvo algo que ver, pero nunca llegué a general.
Garrido fue el siguiente. Cogió otra piedra, y alzándola sobre su cabeza solemnemente solicitó su deseo.
– Deseo que nada se interponga en mi camino hacia la felicidad. Deseo que mis enemigos no puedan interceptar ese camino. Y deseo que todo aquello que pueda ser un obstáculo desaparezca.
Después de pronunciar esas palabras un tanto enigmáticas para mí lanzó la piedra y volviéndose hacia nosotros completamente alborozado nos anunció que había acertado el tiro.
– Ahora te toca a ti, Fernandito. Es tu turno.
– Gracias, pero no me apetece mucho, ya os he dicho que no creo en esas cosas.
– Venga, hombre -tercié yo-, no seas aguafiestas. Garrido y yo lo hemos hecho, no sé por qué no lo puedes hacer tú.
Es posible que sólo estuviera remoloneando y tuviera decidido participar en el ritual, o tal vez el ver que yo también tomaba partido le obligara a cambiar de idea, el caso es que, aunque a regañadientes, aceptó complacernos.
– Bueno, lo intentaré, pero no sé si podré hacerlo. Hay una cosa que no os he dicho nunca, sufro de vértigo.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
– Es una especie de enfermedad que hace que uno no pueda asomarse desde una altura elevada sin marearse como consecuencia.
– Por eso no te preocupes -contestó solícito Garrido-, Vázquez y yo te acompañaremos y te estaremos sujetando para que no des un traspiés.
Reconfortado por estas palabras Fernandito cogió una piedra y la alzó sobre su cabeza. No formuló en voz alta su deseo, pero miró de un modo extraño a Garrido. Cuando hubo acabado su silenciosa petición se encaminó, con nosotros a su lado, hasta el saliente de la montaña. De lo que pasó luego no estoy completamente seguro, aunque tengo mis sospechas. Garrido se había situado a su izquierda y yo a su derecha, pero como no podía lanzar con comodidad la piedra, durante unos segundos solté su brazo. Y en ese momento cayó hacia el abismo. Siempre he tenido la impresión de que Garrido le empujó, pero como no lo vi no puedo jurarlo, aunque los hechos posteriores alimentaran mis sospechas.
Gritando horrorizado Garrido me dijo que se había caído, cosa que ya había visto, por lo que supongo que lo comentó más como un acto reflejo o de desahogo, que por otra cosa.
– Ha tenido que matarse -me dijo con unos ojos que resplandecían no sé si de horror o de satisfacción-, tenemos que bajar hasta donde está para ver qué podemos hacer.
Como la acción es un bálsamo para las inquietudes, el ponernos en marcha me animó y casi sin pensarlo me dispuse a descender, acompañado por Garrido. Tardamos cinco minutos en llegar hasta donde esta tumbado, con la cara totalmente ensangrentada y una gran brecha abierta en su cabeza por la que seguía manando sangre.
– Parece que está vivo -exclamé al llegar junto a él.
– Gracias a Dios -dijo Garrido, no sé si sinceramente o en un alarde de cinismo, aunque siempre me he inclinado por pensar esto último.
De repente Fernandito entreabrió los ojos y supongo que nos vio con suficiente claridad, porque extendiendo con dificultad un brazo lo dirigió hacia donde se hallaba colocado Garrido.
– Tú, tú, maricón hijo de puta, has intentado matarme, maricón.
– Está loco -me dijo Garrido-, el golpe le ha trastornado y le está haciendo delirar. Tú eres testigo de que yo le estaba sujetando y que él mismo había reconocido que sufría de vértigo.
– Bueno, sí -dije yo dubitativo, sin saber qué era lo que debía creer.
– Asesinos, habéis intentado matarme -gimió de nuevo Fernandito.
– Está totalmente trastornado, tenemos que hacer algo -volvió a decir Garrido.
– No creo que podamos moverlo nosotros solos, tendremos que ir en busca de ayuda -contesté.
– A mí se me está ocurriendo algo mejor -respondió sonriendo Garrido.
No muy lejos de donde estábamos había un gran trozo de madera, posiblemente una rama desgajada de algún árbol, que parecía un palo, fuerte y grueso. Garrido lo recogió del suelo y acercándose con él hasta donde estaba Fernandito empezó a golpearle la cabeza sin parar, una y otra vez, sin que los gritos de dolor de nuestro amigo le conmovieran. Le golpeaba en la cara, en las orejas, en la mitad de la frente, y a cada estertor de Fernandito respondía con un golpe más fuerte. Supongo que debiera haber intervenido pero la sorpresa y el terror me tenían paralizado. Garrido estaba como poseído y yo temía que, si me metía por medio, acabaría como Fernandito.
Por fin Garrido se dio cuenta de que sus golpes no podían hacer más daño a Fernandito y paró. Estaba empapado en sudor y sus ojos tenían un brillo maléfico que me produjo un intenso escalofrío.
– Tuve que hacerlo, ¿no lo entiendes?, tuve que hacerlo. Se había vuelto loco y nos estaba acusando de intentar matarle, no podía permitir que repitiera esa acusación ante todo el mundo, ¿lo comprendes? No podía permitirlo. Lo he hecho también por ti, él nos acusó a los dos, ¿no lo recuerdas?
Era cierto. Fernandito nos había acusado a los dos pero ¿era necesario matarle por eso? Además, si bien en mi caso la acusación había sido injusta, algo me decía que no había estado errado respecto a Garrido; sin embargo, no tenía las cosas claras y sabía que si no le hacía caso las cosas se complicarían cada vez más.
– Creo que tienes razón -dije al fin-, pero ¿qué podemos hacer?
– Nada, no podemos hacer nada -me respondió Garrido-, más que irnos al colegio como si no hubiera sucedido nada. Si nos preguntan por Fernandito diremos que aunque salimos juntos él se fue por su cuenta y no hemos estado con él. Si nos limitamos a decir eso no nos ocurrirá nada. Recuérdalo, estamos unidos en esto, si seguimos juntos nadie descubrirá nada.
Asentí en silencio y subiéndose cada uno en su bicicleta nos alejamos de la montaña del Diablo, no sin que antes Garrido decidiera esconder el palo ensangrentado, para despistar a la Guardia Civil, me comentó orgulloso de su inteligencia y volviendo a ser el líder que había sido antes de que por nuestro colegio apareciera Fernandito, aunque para mí ese liderazgo ya no tuviera el mismo significado. Quizá la leyenda fuera inventada, como me enteré más adelante, pero no era ninguna estupidez admitir que había ocurrido algo diabólico en esa montaña, y el diablo no había aparecido transfigurado en general musulmán sino en estudiante quinceañero. Sin volver a dirigirnos la palabra llegamos al colegio donde, después de cenar en silencio, nos acostamos. Si esa noche detectaron la ausencia de Fernandito, como parece lógico suponer, nosotros no nos enteramos.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, se armó un buen revuelo. La fuga era ya inocultable y todos los estudiantes que estábamos más unidos a él fuimos interrogados por el padre director para ver si sabíamos qué había sucedido. Garrido y yo mantuvimos nuestra versión y nadie más nos molestó, hasta que al día siguiente nos comunicaron que habían encontrado el cadáver de nuestro compañero en un pueblo no demasiado cercano. Aunque el director nos lo ocultó antes o después todo se sabe y en seguida empezó a circular por el colegio el rumor de que a Fernandito le habían matado de una paliza. Pese a los intentos de los curas por acallar el rumor, éste fue creciendo y cuando apareció el sargento Ramos para preguntar a los alumnos lo que sabían sobre el fallecido todos supieron que el rumor era verdad.
A Garrido y a mí nos interrogó juntos, en unión de varios compañeros más de nuestra clase. Ninguno sabía nada de lo que había pasado, y así se lo hicimos saber al jefe de la Guardia Civil, pero antes de que se despidiera de nosotros Garrido, con gran asombro mío, le dijo que quizá supiera algo.
– No creo que sea muy importante y por eso no se lo comenté al padre director -añadió humildemente-, pero acabo de recordarlo y prefiero contarlo, por si de ese modo usted puede hacer algo para descubrir al asesino de nuestro amigo.
El sargento Ramos, que desde el día en que mi amigo acusó al padre Arizmendi de traidor sentía cierto respeto por él y, sobre todo, por su padre el coronel, le animó para que hablara sin miedo.
– El otro día salimos juntos los tres en bicicleta, Vázquez, él y yo, pero en vez de venir con nosotros se separó, diciéndonos que tenía que hacer un recado. Al parecer había quedado con el tío Serafín porque quería comprarle alguna cosa, no nos dijo de qué cosa se trataba. Eso es lo único que sé, Vázquez lo podrá confirmar, y las que acabo de repetirle fueron las últimas palabras que le oí decir.
Tres días después nos enteramos de que el sargento Ramos había detenido al tío Serafín. Era éste el jefe de un clan de gitanos que después de la guerra se habían asentado en la comarca. Mal vistos por los vecinos, el tío Serafín y su familia vivían seminómadas en sus carretas y malvivían del comercio de cualquier género así como de los trapícheos que sin cesar practicaban. Según parece, el sargento Ramos al registrar el carromato del tío Serafín, había encontrado el trozo de madera ensangrentado con el que se había asesinado a Fernandito. El tío Serafín negó que él fuera el asesino, pero en vano ya que, como dijo el sargento, con la aquiescencia del juez de instrucción, todos los gitanos mienten por sistema, aprenden a mentir y robar antes que a hablar y andar.
Al tío Serafín se lo llevaron esposado hasta la cárcel provincial y poco tiempo después fue juzgado en la Audiencia Territorial, cuyos magistrados consideraron adecuado conceder la pena capital solicitada por el fiscal, que se cumpliría pocos meses después por el procedimiento del garrote vil. Como consecuencia de ello los gitanos abandonaron la comarca, con gran júbilo de los lugareños que gracias a la aplicación de la pena de muerte se veían libres de quienes consideraban ladrones y vagabundos, reafirmándose en su idea de que no había nada como el palo para acabar con aquella gentuza y lamentando que tan sólo el tío Serafín hubiera subido al patíbulo.
En cuanto a mí, la situación me dejó en la boca -y en el alma- un sabor agridulce. Yo tampoco congeniaba con los gitanos que, junto a los moros y los judíos eran, en palabras de mi padre, una de las razas infames que había que extirpar y eliminar de nuestra patria, pero el ser consciente de que le iban a ajusticiar por un crimen que yo sabía que no había cometido me producía un hondo amargor. El quinto mandamiento, no matarás, podía interpretarse también de ese modo, no permitirás que nadie muera por tu culpa y, en cierto modo, el tío Serafín iba a morir por mi culpa. Quizá fuera mucho más culpable Garrido, de eso no tenía ninguna duda, pero yo también iba a ser, por cobardía, culpable de su muerte, y así me consideré esos días, un asesino. Aun así no dije lo que sabía y permití que agarrotaran al pobre Serafín, un hombre con la mala suerte de haber nacido gitano.
Poco a poco me fui distanciando de Garrido. El secreto que compartíamos en vez de unirnos nos iba separando, yo ya no estaba a gusto en su presencia y él me consideraba a mí como un testigo molesto. Por eso lo que poco después sucedió no fue para mí una desgracia sino un auténtico alivio.
Era domingo por la mañana y estábamos todos los estudiantes congregados en la capilla del colegio, asistiendo a la celebración de la santa misa. Cuando llegó el turno de la comunión me acerqué para recibirla hasta donde se encontraba el oficiante, que ese día era el propio padre director. Pero cuando estuve arrodillado ante él no oí el habitual Corpus Christi sino que con voz fuerte y alta, para que todos pudieran escuchar sus palabras, me ordenó volverme a mi sitio, ya que no era digno de recibir el cuerpo de Cristo ni de albergar la santa forma en mi cuerpo sacrilego, añadiendo que al acabar la misa tenía que presentarme en su despacho.
Avergonzado como nunca lo había estado, volví a mi banco e intenté pasar desapercibido, pero fue inútil. Incluso quienes no me conocían de nada supieron a partir de aquel momento quién era Vázquez, el chico ése al que el director le había negado la comunión en público. En una sociedad cerrada y gobernada por sacerdotes como era la del colegio aquél era el más grande estigma que podía cernerse sobre un estudiante y ese estudiante era yo, Emilio Vázquez, que a partir de ese momento iba a ser Vázquez, el excomulgado.
Obediente como nunca lo había sido poco después de escuchar el ite misa est tocaba con mis nudillos en la puerta del santuario del director y a requerimiento suyo la abrí para entrar. De pie junto a él, que se encontraba sentado en su silla detrás de una gran mesa, estaba mi padre con una cara que no hacía presagiar nada bueno. El director no perdió el tiempo con preliminares y fue directamente al grano, espetándome de sopetón una pregunta como quien lanza un latigazo.
– Hace unos días hemos encontrado esto debajo de tu cama, ¿tienes algo que decir al respecto?
Nada más decir esto el padre director me alargó un fajo de fotografías manoseadas. Eran las fotografías de Fernandito con las que más de una vez Garrido y yo nos habíamos masturbado. Muerto Fernandito el único que conocía su existencia era Garrido. Estaba claro que todo era idea suya, pero preferí no delatarle. Seguramente no me creerían ya que Garrido se había convertido en un pequeño héroe aunque yo sabía que su heroicidad se basaba en la mentira, la tergiversación y el crimen. Cada vez estaba más convencido de que el padre Arizmendi no era un traidor sino una víctima de sus maquinaciones, pero no había modo de demostrarlo así que preferí callarme todo lo que sabía sobre él y desviar la atención hacia el difunto Fernandito.
– No son mías, creo que son de Fernandito. Una vez quiso enseñármelas pero yo las rechacé -dije intentando aparentar sinceridad con toda la fuerza de mi alma pero en vano.
– Desgraciado -tronó desde su asiento el director-, no sólo no confiesas tu pecado sino que intentas deshonrar a un compañero muerto. Tu vileza es superior a lo que yo pensaba y tu castigo debe ir en consonancia con tu infamia. Desde este momento quedas expulsado del colegio. Lo siento por tu padre, que también fue alumno nuestro y es un ejemplo de patriota y de caballero, amén de cristiano virtuoso, pero no tienes cabida entre nosotros. Si permitimos que una manzana podrida se quede en el cesto acabará corrompiendo a las demás. La expulsión es por lo tanto tu castigo, pero no será tu único castigo. Señor Vázquez -añadió dirigiéndose a mi padre que había asistido, hierático, a la escena-, lo dejo en sus manos. Nadie mejor que usted posee el derecho de castigar a su hijo como Dios y los hombres reclaman.
Al finalizar su perorata el director salió del despacho dejándome a solas con mi padre. Si digo que sus ojos echaban fuego no estoy abusando de una figura retórica sino expresando lo que en aquellos momentos era para mí una auténtica realidad. Mi padre nunca había sido cariñoso y siempre le he recordado como una persona hosca y malhumorada pero en aquel momento se estaba superando a sí mismo. Con auténtico odio en sus palabras y gestos me ordenó que me quitara el jersey y la camisa.
– Has deshonrado a tu padre y te mereces un castigo. Me mato a trabajar para que tengas la mejor educación religiosa posible y te burlas de lo más sagrado con esas asquerosidades repugnantes. Y además cargarás para siempre con el baldón y la ignominia de haber sido expulsado de este colegio. Y pensar que a veces soñaba con que te dedicaras a servir a Dios y llegaras a obispo. Está claro que un colegio religioso y amante de la disciplina no ha sido suficiente para domarte, tendré que encargarme yo en persona, así quizá consiga convertirte en un auténtico hombre de provecho. Y tu nueva educación va a empezar ahora.
Teniendo en cuenta lo lacónico que era habitualmente aquél había sido un extenso discurso y cuando por fin calló pasó a la acción. Sacándose el cinturón del pantalón me obligó a recostarme sobre la mesa, con la espalda desnuda hacia arriba, y con mano firme y recia empezó a azotarme con su cinto. La hebilla de hierro se me clavaba en la espalda, haciéndome sangrar y produciéndome un dolor insoportable. No conté los latigazos pero creo que no habían llegado a diez cuando me desmayé.
Desperté en la enfermería del colegio. Junto a mí se hallaban mi padre y el director pero en sus ojos no había compasión ni indulgencia.
– Tienes la gran suerte de contar con un padre que es hombre de principios y gran moral. Ojalá él consiga que vuelvas al redil. Rezaremos por ti, pero esta misma tarde te irás del colegio -me dijo el director, bajo la mirada aprobatoria de mi padre. Al pie de la cama se podían ver mis maletas ya hechas y en una silla, exquisitamente plegada, la ropa que me tenía que poner. No habían perdido el tiempo.
Salí del colegio sin volver la vista atrás. Mis sensaciones eran ambivalentes, por una parte había vivido experiencias que me habían hecho madurar pero por otra parte muchas de esas experiencias habían sido excesivamente dolorosas o, por lo menos, lo era su recuerdo. De todos modos, mi mayor sensación era de alivio. En cierto modo había salido muy bien librado y casi agradecido por la manera que había tenido Garrido de desembarazarse de mí. Era preferible eso a lo sucedido con el padre Arizmendi, Fernandito o el tío Serafín. Decidido a olvidarme de todo lo ocurrido me fui sin derramar una lágrima ni despedirme de ningún compañero confiando ingenuamente en que de ese modo los años transcurridos se borrarían de mi memoria.