Capítulo seis

La cruz y la espada, solía repetir mi padre. La milicia y la Iglesia, las dos luces que deben alumbrar el camino del español, del patriota, siempre juntas, siempre de la mano, como en aquellos tiempos gloriosos en los que España se enseñoreaba de todas las naciones y en sus dominios nunca se ponía el sol, cuando no éramos la nación de segunda fila en la que nos habían convertido los rojos y separatistas de la anti-España, sino un auténtico Imperio, la nación que más tierras había conquistado en toda la historia, más que el propio Imperio romano.

– Ahora sólo nos queda parte del norte de África y la Guinea Ecuatorial, pero de la mano del Caudillo reverdeceremos los viejos laureles, tenlo siempre presente, hijo. Y recuerda, si de verdad quieres colaborar en el engrandecimiento de tu patria, sólo hay dos profesiones que sean verdaderamente dignas para un español con honor. El uniforme o el hábito. Lo dicen la sangre y la historia. Cuando los conquistadores españoles ensanchaban el territorio nacional les seguían siempre los sacerdotes, dispuestos a ensanchar también los territorios de Dios. He ahí la grandeza de España, hijo mío, que no se limitaba a construir con honor el Imperio, sino que proporcionaba a las razas inferiores que habían sido sometidas la posibilidad de acceder a la salvación eterna. Sólo por eso el español es el hombre más querido a los ojos de Dios. Y tú, hijo mío, si quieres ser un hijo digno de tu padre y de España, algún día seguirás uno de esos dos caminos.

Tardé mucho en preguntarle por qué él no se había dedicado a una de esas dos dignas profesiones. Sólo después de la muerte de mi madre me atreví a hacerlo. Para entonces había vuelto a casarse con una mujer más joven y un recién nacido se había instalado en la familia.

– No me fue posible, hijo mío, y sabe Dios que era lo que yo más deseaba, pero la muerte de mi padre truncó mi destino natural. Tuve que trabajar desde muy joven para sacar adelante el negocio familiar y mantener así a mi madre y mis hermanos. Pero a ti no te sucederá lo mismo, tú no tendrás que atender esas penosas obligaciones, sino que serás libre para honrar, asumiendo una de esas dos carreras, a tu patria y a tu Dios.

Aunque por aquel entonces estaba aún lejos de ser adulto, me maliciaba que esa libertad de la que presumía liberalmente mi padre se debía más que a un desmedido amor hacia mi persona, a que había decidido que el hijo de su segunda mujer fuera quien se hiciera, en un futuro lejano, cargo de los negocios familiares. Quizá fueran celos tontos, pero había cosas que no encajaban. Mi padre demostraba por su nueva mujer un cariño y una atención de las que siempre había carecido mi madre y le proporcionaba unos lujos y comodidades que ella nunca conoció. Tal vez no fuera algo premeditado, tal vez sólo fuera que la sórdida situación de la posguerra iba dejando paso a una nueva España en la que empezaban a asomar los primeros síntomas de consumismo y modernidad, pero cada vez que comparaba las dos situaciones un hierro candente me atravesaba las entrañas.

No estaba ya en edad de tener celos de un hermanito recién nacido, pero tenía muy claro que acababa de pasar a un segundo plano. Y cuando mi padre decidió enviarme interno a un colegio mis sospechas se confirmaron.

– Allí estarás bien, hijo, y poco a poco te convertirás en un hombre. La disciplina del colegio será positiva tanto para tu cuerpo como para tu alma. No sólo aprenderás los conocimientos necesarios para aprobar las asignaturas, sino que aprenderás algo más importante, a ser un hombre recio, viril, capaz de sacrificarse y de afrontar, con fortaleza, las pruebas que te envíe la vida. Y cuando acabes estarás dispuesto a dar el paso que te lleve al Ejército o a la Iglesia.

Lo adornara como lo adornara yo lo consideraba un destierro. En mis mejores momentos me sentía como Don Rodrigo Díaz de Vivar cuando el rey Alfonso VI le apartó de sí, obligándole a salir de Castilla, sólo que yo no tenía a mi lado a alguien como Minaya Alvar Fáñez que me apoyara y consolara. En mis peores momentos, en cambio, me sentía como Oliver Twist, el personaje de Dickens, pero sin el consuelo de pensar que algún día encontraría a mi familia y viviría feliz por el resto de mis días, ya que era precisamente mi familia la que me expulsaba de su seno.

– No llores, hijo mío, si no quieres avergonzarme -fue lo único que me dijo mi padre al despedirse de mí, antes de que subiera al tren que me iba a alejar, por muchos años, de lo que hasta entonces había considerado mi hogar. Ni un beso ni un abrazo, ni siquiera un simple y escueto apretón de manos.

– No lloro, papá, lo que ocurre es que hace mucho frío y me lagrimean los ojos -respondí mientras intentaba sorberme, disimuladamente, los mocos.

Ahora que lo recuerdo en la distancia el colegio no fue tan malo. Después de pasar el mal trago de los primeros días poco a poco fui integrándome. Hasta entonces yo había tenido muy poca relación, por no decir que nula, con niños de mi edad; por eso mi estancia en el internado abrió un mundo nuevo para mí, lleno de posibilidades. Al cabo de tres meses ya participaba como uno más en las travesuras y correrías propias de los alumnos.

Me había unido a un grupo en el que la mayoría de sus componentes eran, como en mi caso, hijos de antiguos combatientes en la guerra, del bando nacional, por supuesto. El grupo lo capitaneaba un tal Antonio Garrido, aunque nunca usábamos su nombre, ya que estaba empeñado en que siempre que le llamáramos lo hiciéramos por el apellido. Mi padre, en una de las pocas cartas que me escribió en contestación a todas las que yo le enviaba, me alababa el gusto en la elección de amigos y me instaba a estar cerca de ese chico, ya que era hijo de uno de los más importantes jefes del Movimiento Nacional y, por tanto, una persona con la que interesaría estar bien relacionado en el futuro.

La verdad es que el hecho de ser hijo de quien era influía en el ascendiente que tenía sobre nosotros Garrido, pero aun sin eso hubiera sido posiblemente nuestro líder natural de todos modos. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer ni peligro que no fuera capaz de arrostrar. Para nosotros, embarcarnos con él en sus aventuras era lo más natural del mundo, ya que sabíamos que lo pasaríamos bien y que no sufriríamos las represalias de los curas del modo que las solían soportar otros grupos de alumnos, ya que la influencia paterna llegaba hasta el colegio y la mayoría de los profesores, a gusto o a disgusto, lo mismo da, le tenían lo que los demás niños, envidiosos, llamaban pelota.

Una noche, cuando estaba en el más profundo de los sueños, sentí que me zarandeaba y susurraba a mi oído para que despertara.

– Venga, Vázquez, despierta, no te quedes ahí pasmado, levántate -me decía, llamándome por mi apellido, lo que me llenaba de orgullo, ya que por mimetismo hacia él últimamente insistía ante mis compañeros que me llamaran de ese modo y no por el nombre. El que el propio Garrido me llamara Vázquez en lugar de Emilio, me proporcionaba una inmensa satisfacción. No sabía por qué me despertaba pero estaba dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo.

– ¿Qué ocurre? -le pregunté aún somnoliento.

– Venga, levántate y vístete, que tenemos cosas que hacer -me respondió enigmático.

Sin dudarlo un momento hice lo que me decía y poco después, ya vestido y algo más despejado, me reuní con él en el pasillo que daba a los dormitorios.

– Vázquez -me dijo antes de que yo volviera a preguntarle qué sucedía-, más de una vez me has dicho que tu padre fue, como el mío, combatiente en la guerra.

– Sí -contesté henchido de orgullo-, fue un auténtico héroe.

– Entonces, ¿estás dispuesto a seguir sus pasos y actuar como él?

– Por supuesto, pero ¿qué está sucediendo? ¿De nuevo ha estallado la guerra?

– No, claro que no, pero también en épocas de paz hay que estar alerta y vigilar a los enemigos de España, eso es lo que dice siempre mi padre. Y yo acabo de descubrir en este colegio a un auténtico enemigo de España. Si le desenmascaramos habremos demostrado que nosotros también somos unos héroes y nuestros padres y compañeros estarán orgullosos de nosotros.

Las palabras de Garrido acabaron por despertarme del todo y empecé a notar cómo la adrenalina fluía por mi cuerpo. En aquella época yo me había iniciado en la lectura de las historias de Roberto Alcázar y Pedrín, gracias, precisamente, a los tebeos que me dejaba Garrido, y el hecho de parecerme a quienes eran mis héroes colmaba todas mis aspiraciones. Además, si conseguía demostrar a mi padre que su hijo era un patriota digno de él, un héroe incluso, quizá las cosas pudieran cambiar.

– Estoy contigo -dije sin pensármelo dos veces-. ¿Qué es lo que tenemos que hacer? ¿Y de quién se trata? Seguro que de Valverde, nunca me ha gustado ese pelirrojo.

– No, no se trata de ningún estudiante.

– Entonces, ¿quién es el traidor?

– El padre Arizmendi.

Me quedé de piedra, ¿cómo podía ser un traidor, un enemigo de Dios y de España un sacerdote católico?, no tenía sentido. Mi padre me había enseñado que la cruz y la espada eran los pilares de la patria, ¿podía acaso uno de esos dos pilares torcerse?

– No puede ser -protesté-, es un sacerdote y los sacerdotes apoyan a Franco.

– No todos -me contestó, triunfante, Garrido-. Mi padre me ha contado que durante la guerra incluso hubo que fusilar a muchos sacerdotes.

– Eso ya lo sé, el mío también me ha contado cómo los rojos quemaban iglesias y mataban curas y monjas.

– No estoy hablando de eso, pedazo de burro. Fueron los nuestros los que fusilaron a esos sacerdotes de los que te he hablado.

– ¡No es posible! -repliqué escandalizado.

– Mi padre me lo ha explicado muy bien, porque él dirigió uno de los pelotones de fusilamiento -sonrió orgulloso al confesármelo-. Eran sacerdotes pero malos españoles que, cuando se levantó él ejercitó, se quedaron en el lado de la República.

– ¿Cómo pudieron hacer eso?

– Porque eran separatistas. Mi padre ha dicho muchas veces que los separatistas son peores que los rojos. Éstos por lo menos, aunque sean unos malvados enemigos del orden y de la moral, son españoles, mientras que los separatistas dicen que no son españoles.

– ¿De dónde son entonces? -respondí extrañado por la falta de sentido común de aquella gente-. Si han nacido en España tienen que ser españoles, ¿no?

– Claro que sí, pero ellos lo negaban. Decían que no eran españoles, sino vascos.

– Pero los vascos son españoles -le interrumpí.

– Claro que lo son -me contestó impaciente-, pero ellos lo niegan. Y por eso mismo, aunque decían que eran católicos, se enfrentaron al Ejército Nacional y, muchos de ellos, tuvieron que ser fusilados.

– ¡Bien hecho! -exclamé.

– Ahora -añadió Garrido entre susurros- viene lo mejor. Hoy me he enterado de qué el padre Arizmendi es vasco. ¿Entiendes lo qué te quiero decir?

– ¿Que es separatista, como esos sacerdotes que tu padre mandó fusiiar?

– Eso mismo, parece que lo vas entendiendo.

– ¿Estás completamente seguro? Me parece raro que si es como dices tú le hayan dejado libre y esté aquí de profesor.

– ¿Qué te ocurre, no tienes agallas? Pensaba que eras un valiente, pero si quieres quedarte en la cama no importa, llamaré a De Pedro para que me ayude. '

– No, no, claro que estoy contigo, y además De Pedro es idiota, así qué de poco te iba a servir, lo único que quería era asegurarme de que efectivamente el padre Arizmendi era un traidor, no fuésemos a meter la pata.

– Por eso no te preocupes, precisamente ése es el motivo de que te haya despertado. Antes de denunciarle tenemos que conseguir pruebas de su traición o si no, todo el mundo pensará que estamos diciendo tonterías.

– ¿Y cómo vamos a obtener esas pruebas?

– Voy a entrar en su habitación y registrarla, aprovechando que a estas horas estará completamente dormido.

– Ten cuidado, puede ser muy peligroso.

– Lo sé -me contestó sonriendo orgullosamente-, pero si de verdad amamos a nuestra patria no debe importarnos correr peligros en su nombre.

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

– Tú te quedarás en la puerta, para avisarme si viene alguien.

– ¿Sólo eso? -contesté decepcionado-. Yo preferiría entrar, a mí tampoco me asusta el peligro.

– Mi padre dice que una de las mayores virtudes de los soldados es acatar las órdenes sin rechistar. El mejor modo de servir a una causa es cumplir con la misión que se tiene asignada, por humilde que parezca. Si tú no te quedas fuera yo no podré entrar y no conseguiremos las pruebas que necesitamos. Vázquez -finalizó mientras posaba su mano sobre mi hombro-, da igual lo que cada uno haga. Estamos los dos juntos y para ambos será la gloria.

– De acuerdo -contesté, poniéndome en posición de firmes. Aunque hubiera preferido entrar, si no quedaba más remedio me quedaría en la puerta. Todo con tal de no ser sustituido por De Pedro.

Las celdas de los sacerdotes estaban en la planta inmediatamente superior a la nuestra y hacia allí nos dirigimos. Los escalones eran de madera y a cada paso que dábamos crujían estrepitosamente, poniéndonos el corazón en un puño, pero milagrosamente nadie apareció para averiguar de dónde procedían los ruidos. Sólo debimos tardar unos cinco minutos en subir hasta allí aunque a nosotros -o por lo menos a mí- esos escasos minutos nos parecieran horas. Sin decir nada nos acercamos hasta la puerta de la habitación del padre Arizmendi, Garrido por delante y yo detrás suyo, cubriéndole las espaldas. De un bolsillo de su pantalón sacó mi amigo una navaja y empezó a hurgar con ella en la cerradura. Al cabo de un rato, haciendo apenas un leve ruido que a mis oídos sonó como una bomba, la puerta se abrió y Garrido se introdujo en su interior. Para entonces yo ya tenía el cuerpo empapado en sudor y no precisamente debido a la temperatura ambiente, que era más bien fría.

Aunque mi misión era vigilar el pasillo para averiguar si alguien venía e impedir que nos descubriera, intenté mirar en el interior de la habitación. En la penumbra tan sólo veía moverse a una sombra, posiblemente Garrido. De repente oí un ruido, como si se hubiera caído y un grito de dolor. Unos segundos después se encendió la luz de la habitación y pude escuchar al padre Arizmendi pidiendo explicaciones a gritos.

– Vázquez, ven a ayudarme -oí cómo me llamaba Garrido.

Supongo que lo más sensato hubiera sido marcharme, pero cuando se tiene trece años lo más sensato no es nunca lo que hay que hacer. Yo no podía abandonar a mi compañero, tanto por él como por mí. En esos momentos, a pesar del miedo que sentía por las posibles consecuencias de mis actos frente al director del colegio, me entraba más miedo al pensar que sería despreciado por todos mis compañeros, yo sería ese traidor que abandonó a Garrido a su suerte. Sería un apestado a quien todo el mundo daría la espalda, un hombre sin amigos. Todo eso cruzó por mi mente en milésimas de segundo y sin pensarlo más entré en la habitación.

El padre Arizmendi tenía sujeto a Garrido por la espalda, atenazándole con sus potentes hombros por debajo de sus brazos. Garrido forcejeaba con él incansablemente pero en vano, el padre Arizmendi no era un afable ancianito sino un hombre joven, acostumbrado seguramente a la vida al aire libre y a los trabajos pesados. Había entrado, sí, pero una vez dentro no sabía qué hacer, me quedé petrificado, incapaz de tomar una decisión.

– No te quedes ahí parado, haz algo -me gritó Garrido.

– ¿Qué quieres que haga? -le contesté histérico, casi al borde de las lágrimas.

– Atácale, dale una patada, cualquier cosa.

No sé de dónde saqué el valor pero me acerqué hasta el padre Arizmendi y con toda mi alma le propiné una fuerte patada en un tobillo. El sacerdote gimió de dolor y en un acto reflejo soltó la presa que ejercía sobre mi amigo, que consiguió liberarse de sus manos.

– Venga, vamonos -volvió a gritarme.

– ¿Adonde? -le pregunté asustado, pensando que ningún lugar iba a ser lo suficientemente seguro para nosotros, después de lo que habíamos hecho.

– Tú sigúeme y no hagas preguntas -respondió Garrido de nuevo, mientras se volvía para coger un libro que estaba sobre la mesilla de noche del padre Arizmendi.

Sin hacer caso a la gente que se había despertado al oír los ruidos y gritos y se acercaba a preguntarnos lo que había sucedido, llegamos hasta la puerta del colegio. Allí, junto a una garita, había unas cuantas bicicletas que usaban los curas para sus desplazamientos. Garrido se subió a una de ellas y me ordenó que hiciera lo mismo. Al delito de agresión añadíamos el de robo, pero yo no podía hacer nada. No me quedaba más remedio que dejarme llevar, como el náufrago al que le arrebatan las olas. Con un poco de suerte quizá una me depositara en tierra firme pero lo más normal sería acabar hundido en las profundidades marinas.

Pedaleamos hasta el límite de nuestras fuerzas y tan sólo tardamos quince minutos en llegar a la entrada del pueblo. Allí, en un viejo caserón en cuyo frontispicio podía leerse la leyenda «Todo Por La Patria» se encontraba el puesto de la Guardia Civil. Yo no entendía nada, ¿todo ese carrerón extenuante para acabar entregándonos a las primeras de cambio? De todos modos me daba igual, quizá allí dentro pudiera descansar, pensé, así que como un autómata obedecí las indicaciones de Garrido y entré con él al interior del cuartelillo.

Mi compañero no parecía asustado ni intranquilo, sino que con gran aplomo parecía controlar la situación cuando pidió al guardia que estaba en su garita de vigilancia que nos condujera a la presencia del comandante de puesto.

– ¿Y a quién tengo que anunciar? -preguntó irónico el guardia-. ¿Quién va a tener el honor de despertar al sargento de su sueño más profundo?

– Me llamo Antonio Garrido y soy hijo del coronel Garrido, gobernador militar de esta provincia. Vengo a denunciar a un traidor y si no me hace caso, usted será también considerado de ese modo. Si no me cree llame al gobierno -acabó su perorata diciéndole el número de teléfono. El guardia debió reconocerlo porque cambió de actitud y fue a avisar al sargento que estaba al mando, no fuera a ser que efectivamente se tratara del retoño de una alta jerarquía y se metiera en un lío si le expulsaba de malos modos. Al sargento siempre se le podría torear, pero un gobernador militar era otra cosa.

Supongo que el sargento haría las averiguaciones pertinentes porque nos atendió muy solícito, contrariamente a lo que yo esperaba.

– Sentaos -nos dijo cuando nos condujeron hasta él-, el agente Basilio me ha dicho que queréis denunciar a un traidor. ¿Podéis decirme de quién se trata?

– De un sacerdote de nuestro colegio, el padre Manuel Arizmendi.

– Eso no es posible -contestó el sargento, hombre acostumbrado a la obediencia castrense pero sin muchas luces posiblemente-, ¿cómo un sacerdote va a ser un traidor? Somos un país católico.

– Pues el padre Arizmendi es un traidor a la patria. Es un separatista.

– ¿Un separatista? ¿Tú ya sabes lo que dices, niño? En Castilla no hay separatistas.

– No me llame niño, sé de qué estoy hablando, mi padre, el coronel Garrido, me lo ha enseñado. Es un sacerdote vasco, así que es separatista.

– Bueno, pero el que sea vasco no significa que sea separatista.

– Tengo pruebas de su traición -contestó, con aplomo, Garrido.

– ¿Ah, sí? -dijo escéptico el sargento-. ¡Muéstramelas!

Supongo que el sargento pensaba, lo mismo que yo, que todo eran delirios de una mente calenturienta e imaginativa pero, como por miedo al padre, no se atrevía a despedirle con cajas destempladas, le daba carrete para luego poder justificar que le trató mejor de lo que hubiera tratado a cualquier otro en su lugar, por deferencia a su parentesco con el gobernador militar de la provincia.

– Aquí están -dijo entregando solemnemente el libro que había cogido de la habitación del padre Arizmendi.

– ¿Qué es esto? -preguntó, extrañado, el sargento.

– Es un libro escrito en el dialecto de los separatistas. Aquí vienen las instrucciones para su traición.

Miré la tapa del libro. Era muy antiguo y en su portada aparecía la siguiente leyenda: Linguae Vasconum Primitiae.

– Pero si está en latín -exclamé.

– No seas tonto -me rebatió Garrido-, eso pone ahí para despistar, pero si se lee en su interior, aparece escrito en vascuence.

– Tienes razón, chaval -dijo con respeto el sargento-, esto no está escrito en español. ¿Sabes lo que pone?

– No del todo, pero algunos conocimientos sí tengo, de la época en que mi padre estuvo destinado en Guipúzcoa, y está claro que es un manual de instrucciones para practicar actos de sabotaje. Si no, ¿por qué iban a escribirlo en un idioma que nadie entiende en lugar de escribirlo en cristiano? Pues porque tienen algo que ocultar. Y por eso han intentado disfrazar el título, poniéndolo en latín, pero incluso ahí han fracasado, porque está claro que vasconum tiene relación con los vascos.

– No parece que desvaríes, no señor. Si lo que dices es cierto acabas de prestar un gran servicio a tu país. Se nota que eres un digno hijo de tu padre -añadió el sargento, convencido de que lo que le contaba Garrido no era ninguna historieta, sino la pura verdad, y decidido a compartir de algún modo su gloria-. Tendremos que hablar con ese sacerdote.

– Seguro que usted es capaz de obligarle a confesar su traición -comentó sonriente Garrido.

– No lo dudes ni por un momento, chaval, no lo dudes.

De ese modo, lo que yo creía que era una encerrona, el acudir al puesto de la Guardia Civil, se había convertido en un hecho triunfal. Cuando el sargento Ramos acudió a detener al padre Arizmendi, nosotros íbamos a su lado, y cuando el director del colegio empezó a recriminarnos por nuestra indisciplina y nuestra actitud salvaje y violenta, el propio sargento habló en nuestro nombre, tildándonos de patriotas de cuerpo entero, que pese a lo corto de nuestra edad acabábamos de realizar un impagable servicio al Estado. En los ojos de todos los sacerdotes presentes pudimos observar una mezcla de temor y sorpresa que nos llenó de regocijo. Según parece, ninguno de los sacerdotes sabía que el libro aquel -yo lo supe mucho más tarde pero para entonces la cosa ya no tenía remedio- era el primer libro escrito en vascuence por un sacerdote vasco-francés en el siglo XVI, y si alguno lo sabía, se lo calló cobarde o prudentemente.

Aquella noche Garrido yo nos convertimos en los héroes de nuestros compañeros. La mayor admiración era para Garrido, por descubrir al traidor y conseguir que la Guardia Civil le detuviera, pero la patada que yo había dado al padre Arizmendi también despertaba envidia y elogios. Más de cincuenta veces tuve que explicar cómo lo hice, con aparato mímico incluido, y a más de uno, al imaginarse el gesto de dolor del padre Arizmendi, se le saltaron las lágrimas de la risa.

Tres días después tuvimos noticias del detenido. Nos las comunicó el propio director en el patio, a donde nos obligaron a ir en medio de las clases, hecho insólito ya que no recordaba yo ninguna otra ocasión en la que se hubieran interrumpido. El padre Arizmendi se había colgado de una viga que había en el calabozo del cuartelillo.

– Junto al nefasto pecado de la traición a la patria -dijo enfático el director-, vuestro antiguo profesor cometió el más nefando crimen que se puede cometer, la más grave ofensa a Dios pensable, el darse muerte por su propia mano. Quiera Dios que en el último momento se haya arrepentido, porque si no el alma de nuestro her… -titubeó pero no se atrevió a llamarle hermano-, de vuestro antiguo profesor, estará ardiendo en el infierno. Es un hecho triste pero podéis aprender algo de ello. Quien se aparta del camino recto tarde o temprano acaba mal, ya que si la justicia humana no le descubre, no podrá evitar dar cuentas ante el Juez Supremo.

Aunque debido a su suicidio no se le podía enterrar en lugar sagrado, quizá por caridad o por exigencia del sargento, los hermanos del colegio se hicieron cargo del cuerpo y durante un día le velaron en la capilla, intentando compensar con sus oraciones sus horribles pecados. Garrido y yo no pudimos resistir la tentación morbosa de echar una mirada a su cadáver, orgullosos de nuestra actuación y sin ningún remordimiento por sus consecuencias. Esta vez no sentí miedo, sino una alegría feroz y salvaje. Ahí estaba el enemigo de la patria, muerto, como mi tío, por sus pecados. Todavía recuerdo su cara. Después, a lo largo de mi vida, he visto muchos cadáveres de gente que se había ahorcado y puedo asegurar que la tumefacción que se observaba en el rostro del padre Arizmendi no había sido causada por ningún ahorcamiento.

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