Capítulo treinta y cinco

Cuando en mis manos, rey eterno, os miro

y la blanca púrpura levanto

de mi atrevida indignidad me espanto

y la piedad de vuestro pecho admiro


Mientras el padre Vázquez levantaba la hostia en el momento de la consagración no podía evitar que los primeros versos del soneto de Lope de Vega le vinieran a la cabeza. La noche anterior había recibido el mensaje prometido en el confesionario por la compañera del padre Gajate y, en pocos instantes, saldría de la iglesia para dirigirse al domicilio que aquélla le había indicado. Por fin iba a acabar el caso y podría descansar definitivamente pero tenía miedo, mucho miedo. No miedo físico, con ese había aprendido a convivir perfectamente en el transcurso de los años, sino otro tipo de miedo que era incapaz de definir.

Nada más levantarse, antes incluso de desayunar, decidió oficiar una misa para recordarse a sí mismo que pese a todo seguía siendo un sacerdote, no un policía, aunque los versos del fénix de los ingenios, asimilados como propios, le recordaba que nadie puede escapar de su pasado y que antes o después, aunque Dios lo perdone todo, nuestras obras nos pasan factura.

Finalizó rápidamente aquella misa que por su horario no había contado con ningún feligrés y tras desayunar ligeramente salió del colegio, encaminando sus pasos hasta el lugar que se le había dicho. Era una dirección de Deusto así que decidió realizar el camino andando. El corto paseo por el puente, a esa hora tan temprana, contribuiría a calmarle y a refrescarle las ideas. Antes de acceder al portal vio abierta una cafetería y entró en ella para tomar un café, no tanto porque su desayuno hubiera sido liviano como por la necesidad que tenía de relajarse antes de entrar en materia. Era una necesidad que nunca había tenido cuando trabajaba como policía. Quizá, después de todo, pese a haberse sentido los últimos días como pez en el agua, no había vuelto a asumir por entero su antigua profesión. Esta idea, pese a delatar una carencia, tuvo para él un efecto sedante. Pagó su consumición, salió a la calle y tras inhalar de modo exagerado el frío aire que se respiraba en ella se dirigió, con paso decidido, al domicilio que le habían indicado por teléfono.

Fue María Luisa quien le abrió la puerta. Vázquez la reconoció por las fotos pero no hubieran sido necesarias. Sobre todo notó cómo permanecía el perfume que la había acompañado hasta el confesionario. Una gran sonrisa acompañaba al penetrante aroma mientras educadamente le indicaba que entrara.

– Por fin nos vemos en persona, padre. Ya tenía ganas.

– El placer es mutuo -contestó Vázquez-, pero no he venido aquí para andarnos con lisonjas. Me dijo usted que me iba a devolver el dinero y que podría hablar con el padre Gajate.

– Lo segundo lamento decirle que no es posible porque nuestro común amigo ha decidido que no quiere hablar con usted. Está dispuesto a arreglar lo del dinero, ya que no quiere llevar sobre su conciencia un robo de tal magnitud a sus hermanos de religión, pero tiene otros planes para su futuro y ustedes y su congregación no entran en esos planes.

– Aun así me gustaría charlar con él, no para convencerle de nada sino para intercambiar impresiones, simplemente.

– Ya le he dicho que lo siento -volvió a decir María Luisa, encogiéndose de hombros escépticamente- pero la decisión de Ander es firme y nada ni nadie le hará cambiar. ¿Desea ver el dinero y acabamos todo esto cuanto antes?

Mientras hablaba, la joven había sacado de un armario un juego de dos maletas, una de ellas más grande que la otra, y las había dejado caer ostensiblemente sobre la moqueta. Emilio Vázquez las reconoció como las ofertadas por el banco que pagó el talón de cien millones a los clientes que abrieran una libreta o cuenta corriente nueva. Su intuición no le había fallado.

– Supongo que estará dentro de esas maletas.

– No cabe la menor duda de que es usted un gran detective.

Un indicio de que no había vuelto a ser, a pesar de todo, el policía de antaño fue que no le molestó el tono inequívocamente zumbón de la respuesta de su anfitriona. Se limitó a pedirle las llaves de las maletas.

– No están cerradas -contestó la mujer.

Vázquez, comprobando la veracidad de esas últimas palabras, cogió una de las maletas y la abrió. Allí, delante suyo, podían observarse apilados ordenadamente un gran número de billetes nuevos y relucientes de diez mil pesetas. El sacerdote sacó unos cuantos fajos y los hizo crujir suave, amorosamente, entre sus dedos.

– Me temo que ha habido un error, señorita -dijo por fin, tras varios segundos de silencio en los que lo único que podía escucharse era el sonido que surgía del manoseo de los billetes.

– No entiendo, padre. ¿A qué error se refiere? -preguntó inocentemente María Luisa.

– Creo que sí lo sabe pero si prefiere oírlo de mis propios labios no tengo inconveniente en explicárselo. Estos billetes son falsos.

– El cura es listo, pero no le va a servir de nada tanta listeza.

Vázquez miró hacia el lugar desde donde había salido aquella nueva voz. Por la puerta que comunicaba el salón con el pasillo acababa de introducirse un viejo conocido, el Sebas. En su mano derecha, asida firmemente, podía verse una pistola.

– Bueno, pater, se acabó la historia. Alégrese porque muy pronto podrá reunirse con su dios.

– ¿Por qué toda esta historia, y por qué los billetes falsos?

– Es usted increíble, padre, va a morir en menos que canta un gallo y aún se preocupa por saber qué es lo que ha pasado. Sinceramente no le merece la pena conocerlo, salvo que sea usted masoquista porque el papel que ha desempeñado en lo sucedido ha sido el de un auténtico pardillo.

– De todos modos me gustaría conocerlo.

– Yo te lo diré -oyó por detrás suyo una nueva voz, acompañada de un sonido parecido al de una botella de champán al descorcharse.

Mientras el recién llegado pronunciaba esas palabras Emilio Vázquez pudo ver cómo el Sebas y María Luisa caían al suelo, ambos con sendas heridas abiertas a la altura del pecho de las que manaba un reguero de sangre. Cuando se volvió vio que detrás suyo, con una pistola que llevaba incorporado un silenciador, se encontraba el comisario Ansúrez.

– Siempre a tiempo, como el séptimo de caballería -dijo risueño, sin que la visión de los dos cadáveres le afectara lo más mínimo.

– Te estoy totalmente agradecido aunque no comprendo cómo has podido llegar tan a tiempo -contestó el padre Vázquez.

– Me temo que estás desentrenado, amigo mío, simple trabajo policial, ni más ni menos que simple trabajo policial. Pero sentémonos si quieres oír toda la historia.

Cuando los dos estuvieron aposentados en sendos butacones que había en el salón el comisario volvió a retomar el hilo de su discurso.

– Quizá me excomulguen por esto pero soy policía ante todo así que, como estaba meridianamente claro que tu curita y su chica iban a por ti y que te estaban dando pistas suficientes para que tú sólito te metieras en el matadero se me ocurrió poner un micrófono en el confesionario que habitualmente usas en la capilla del colegio. Tú hubieras hecho lo mismo hace unos años por mucho que ahora te escandalices por esa práctica. Además, y como es lógico, tus conversaciones telefónicas estaban intervenidas. El resto fue fácil, me hice con un juego de llaves de esta vivienda una vez que conocí su dirección y esperé el momento oportuno.

– Como oportuno sí que ha sido -dijo el padre Vázquez- pero todavía hay algunos cabos sueltos.

– Por ejemplo…

– Por ejemplo, qué pintaban en todo esto el Sebas e Irene Vidal, y dónde está el padre Gajate. Y, por supuesto, qué pinto yo en todo esto. Cuando has disparado a estos dos infelices has dicho que me lo ibas a contar todo.

– Y eso es lo que pienso hacer. Todo tiene su origen en el difunto Alejandro Iztueta. Como te contó su hermano, para guardar las apariencias su familia decidió que debía casarse y tuvo la mala suerte de hacerlo con una mujer nada recomendable, la difunta Irene Vidal, que estaba conchabada con el Sebas, más conocido en ciertos ambientes madrileños como el Músico y con su chica, María Luisa, también conocida por Verónica en esos mismos ambientes. Estaba claro que los tres decidieron exprimir al máximo al señor Iztueta y, mientras vivía, lo consiguieron pero no contaban con su inesperada muerte.

»Al fallecer Alejandro Iztueta los tres pudieron comprobar cómo no tenía nada suyo, lo que significaba que no había herencia. El golpe principal fue para Irene pero sus dos cómplices también lo sintieron ya que estaban decididos a explotar al máximo el matrimonio de su amiga, tal vez con el desagrado de ésta, pero aun así estaban los tres embarcados en la misma nave. A Irene Vidal la familia Iztueta le permitió seguir llevando el mismo tren de vida que cuando vivía su marido e incluso la colocaron, nominalmente al menos, al frente del consorcio familiar, pero eso no era suficiente para ella y, por otra parte, no estaban muy seguros de que la tolerancia familiar durara mucho tiempo así que, sabiendo que la matriarca del clan era una mujer muy religiosa, inventaron un falso legado de Alejandro Iztueta a vuestro colegio. Cien millones no era lo que habían soñado pero era mucho más dinero del que habían visto en toda su vida.

– Y para esa, me imagino, contaban con la complicidad del padre Gajate.

– No, en eso te equivocas. Tu curita tendrá muchos defectos pero no estaba metido en el ajo, era tan sólo una víctima más de ese trío. Sencillamente averiguaron que era él habitualmente quien se hacía cargo de las finanzas comunitarias y decidieron utilizarle aunque para ello tú eras una pieza indispensable.

– Creo que sé por dónde van los tiros pero no comprendo cómo llegaron a saber ciertas cosas.

– Bueno, vayamos por partes. En principio conocían más o menos al padre Gajate ya que una de las chicas que trabajaba con el Sebas había participado en las reuniones de un grupo de drogadictos que bajo su supervisión intentaban salir del agujero. Esa chica no lo consiguió, lamentablemente, pero llegó a recopilar un cúmulo de datos sobre su caritativo benefactor que sirvió al trío para poner en marcha su maquinaria. El problema era cómo conseguir que el padre Gajate se hiciera voluntariamente cómplice de sus maquinaciones y ahí entrabas tú. De alguna manera averiguaron que había en la comunidad un sacerdote con un oscuro pasado policial, represivo y torturador por usar las mismas palabras que tu curita, y consiguieron camelarle con el señuelo de la venganza. El resto es historia sabida.

– No tan sabida -protestó Vázquez-, aún hay cabos sueltos, como la muerte de Irene Vidal.

– Eso está claro -respondió Ansúrez-, cien millones siempre cunden más entre dos, sobre todo si forman pareja, que entre tres, así que el Sebas decidió darle el pasaporte a la tercera pata del banco. Lo malo es que un banco con dos patas tiene muy poca estabilidad. El problema del Sebas fue que se pasó de listo. De hecho ideó un plan que de sofisticado que era no podía funcionar, demasiado rocambolesco para mi gusto. Su idea inicial era que el padre Gajate y tú murierais de manera que pareciera que os habíais asesinado mutuamente y, cuando la policía llegara, encontraría tres cadáveres y dos maletas totalmente calcinadas, de ese modo se pensaría que el dinero había sido destruido en un incendio. Para evitar suspicacias algunos de los billetes buenos quedarían incólumes, acrecentando la teoría de la destrucción del dinero.

– Has hablado de tres cadáveres, ¿de quién sería el tercero?

– Esa era la guinda del calenturiento pastel mental del Sebas. Como teóricamente él estaba fuera de juego lo único que había que solucionar era la tapadera de su chica, ya sabes, María Luisa o Verónica, como prefieras, así que no se le ocurrió mejor idea que secuestrar a una joven con características físicas parecidas para hacerla perecer en el incendio que se provocaría tras vuestro asesinato y conseguir que todos pensáramos que era su chica quien había fallecido, con lo que no sería perseguida por la policía. Ingenioso pero, como te he dicho, demasiado sofisticado. El pobre imbécil tuvo que involucrar en ese asunto a una de sus putas y una cosa llevó a otra, hasta el hecho de asesinar a un dentista para que no pudieran averiguar la auténtica identidad de la mujer que iba a ocupar el lugar de María Luisa, ¡cómo si hoy en día no hubiera métodos más avanzados para conseguirlo!, en fin, un auténtico desastre. Además, la desconfianza que tenía Irene Vidal hacia sus dos cómplices la llevó a dejar un indicio que si bien no era concluyente no por ello dejaba de atraer la atención hacia ellos dos. La verdad es que no teníamos ninguna prueba suficiente para detenerlos pero sí para someterlos a vigilancia.

– Después de oírte pienso que todo encaja pero no puedo evitar el estar completamente sorprendido.

– ¿Cuál es el motivo de tu sorpresa?

– Como te he dicho pienso que todo encaja pero aun así creo que me ocultas algo. No es posible que por un mero ejercicio de deducción hayas llegado a esas conclusiones. Supongo que llevaríais tiempo controlando a ese trío y que yo he sido un simple cebo que os ha conducido hasta ellos.

El comisario Ansúrez, haciendo caso omiso de las últimas palabras pronunciadas por su antiguo colega se levantó de su butaca y se dirigió hacia una de las dos grandes ventanas que proporcionaban una gran luminosidad al salón. La abrió y miró ensoñadoramente hacia el infinito.

– Parece mentira -dijo ajeno al comentario del padre Vázquez-, cualquier persona que viera el hermoso cielo que luce sobre esta asquerosa ciudad diría que disfrutamos de un día perfecto y que la vida es bella, sin embargo aquí estamos, charlando tranquilamente mientras a nuestros pies reposan dos cadáveres.

Sin alejarse de la ventana Ansúrez dejó de mirar a su través y volviéndose fijó sus ojos de nuevo en Vázquez. Cuando volvió a hablar su tono se había endurecido y la pistola que hasta ese instante había reposado indolentemente en su mano apuntaba al corazón del sacerdote.

– Has perdido cualidades, Emilio, pero no eres tonto del todo. Efectivamente sé demasiadas cosas, más de las que hubiera podido averiguar en estos últimos días pero no quiero dejarte sumido en la ignorancia. Lo sé todo porque yo he sido el instigador del plan. ¿Te extraña? Pues es verdad, jamás se me ocurriría mentirle a un condenado a muerte. Yo tenía amistad con la familia Iztueta y conocía sus entresijos, también tenía controlados al Sebas y a María Luisa y, por último, te conocía a ti directamente y había tenido acceso al historial del padre Gajate, así que era el único que tenía en sus manos todos los triunfos de la baraja. Todo el plan fue idea mía, hasta las alucinaciones que he achacado al imbécil del Sebas. Cuando le insinué que si secuestraba a una joven de parecido aspecto físico al de María Luisa ésta quedaría libre de cualquier posterior investigación pensó que yo era un auténtico genio. Era un perfecto idiota y no lamento para nada su muerte. La de la joven sí es lamentable pero desgraciadamente necesaria.

– No veo el motivo.

– No tienes imaginación, con el secuestro y muerte de la chica el Sebas estaba, si cabe, más en mis manos. En fin, afortunadamente todo va a concluir y el plan se mantiene sólo que con algún muerto más. Dentro de poco habrá un incendio en esta vivienda que calcinará vuestros cadáveres así como gran parte de los cien millones, de los falsos, por supuesto, y al cabo de unos días el comisario Ansúrez, tras una ardua investigación, comunicará al juez de guardia sus conclusiones, básicamente parecidas a las que ya te he narrado, con la sutil diferencia de que en ellas aparecerá como héroe y no como villano.

– ¿Por qué lo has hecho? -preguntó el padre Vázquez-, ¿por el dinero? ¿Tanto has cambiado? Si los recuerdos no me traicionan tú eres de los pocos policías de mi época que nunca se pringó en ningún asunto sucio.

– Lo sé, y siempre lo llevé con orgullo pero, no, no ha sido por dinero. Lo he hecho por Alicia.

– ¿Por Alicia? ¿Quién es Alicia?

– Es irónico, vas a morir por causa de una mujer a la que ni siquiera conoces, pues bien, yo te lo diré, Alicia era la mujer del coronel Garrido y, por si no lo recuerdas, murió en un atentado que tú pudiste haber evitado pero que preferiste que siguiera adelante. ¿Sorprendido? No debieras estarlo, yo no soy un funcionario ministerial al que lo único que le interesa son los resultados de un operativo contra una organización terrorista, yo soy un buen policía que sabe atar cabos y llegar a conclusiones. Tu historial, Emilio, siempre te precedió y aunque nunca tuviste problemas con la justicia algunos cuantos colegas conocíamos parte de tus andanzas. No fue muy difícil para mí descubrir tus malas relaciones con Garrido, que se remontaban a la época de la infancia, y tu resentimiento actual contra él por haberte hecho alguna que otra putada de gran calibre. Tampoco me fue difícil presionar al teniente Arroyo, entre nosotros debo confesarte que una vez se propasó con una de las chicas del Sebas a la que causó graves lesiones y desde entonces come en mi mano, y con todos los datos juntos comprendí que tú eras el causante, tal vez indirecto pero primordial, de la muerte de Alicia.

»¿No dices nada? -preguntó Ansúrez comprobando que Vázquez permanecía en silencio-, ¿no sientes curiosidad por llegar al final del asunto? ¿O tal vez lo has adivinado ya? Si piensas lo que me imagino estás en lo cierto, tú siempre has creído que todo este asunto provenía de un intento de venganza y era cierto, sólo que te equivocabas de vengador. El padre Gajate era un infeliz al que engañamos fácilmente, yo, Antonio Ansúrez Galdós, soy el auténtico vengador. Tal vez para conseguirlo he hecho cosas innobles pero mi objetivo final era justo, acabar con la persona que asesinó a Alicia, a mi amada y adorada Alicia.

«Supongo que conocerás mejor que yo las peculiaridades del coronel Garrido, su absoluta indiferencia por todo lo relativo al sexo, posiblemente debido a alguna inclinación heterodoxa pero que, como militar que era, controlaba férreamente. La verdad es que nunca dio que hablar acerca de ello e incluso intentó cambiar radicalmente de vida cuando se casó pero tras el fallido embarazo de su mujer nunca volvió a hacer uso del matrimonio. Eso lo sé porque ella misma me lo dijo. La pobre Alicia pasó unos años muy malos culpabilizándose por la situación hasta que nos conocimos e intimamos.

»Tú sabes que desde que murió Carmen no he estado con ninguna mujer, salvo esporádicos escarceos con profesionales, pero con los hijos ya mayores y fuera del cascarón me sentía solo, terriblemente solo. Quizá nuestro encuentro fue el de dos soledades pero el caso es que nos enamoramos como dos chiquillos. Nunca hubiera creído que a nuestra edad pudieran revivir sentimientos que consideraba totalmente periclitados pero eso mismo fue lo que sucedió. Tal vez el hecho de ver próximo el final del camino nos hizo amarnos más apasionadamente si cabe pero, en fin, no quiero parecer demasiado almibarado así que concluiré en seguida. Yo amaba a Alicia, la mujer del coronel Garrido y, por tu culpa, ella murió así que te juzgué, te condené y en pocos segundos voy a ejecutar la sentencia. ¿Ya tienes todas las respuestas que querías?

– Más o menos, lo que no entiendo es por qué has tenido que matar a tanta gente inocente, no hubiera sido difícil pegarme un tiro en cualquier momento.

– Lo pensé pero eso no me garantizaba la impunidad que me puede garantizar el plan que he ideado. Además, matarte de un tiro es muy fácil, te mueres y se acabó todo, igual hasta vas a ese cielo que predicas en los sermones dominicales. No, amigo mío, no, nunca pensé ponerte fáciles las cosas, antes de morir tenías que saber que por tu culpa había muerto mucha más gente. Esas muertes caerán sobre tu conciencia tanto como sobre la mía. Además, ¿de qué serviría vengarse si el objeto de la venganza muere sin saber cuál ha sido el motivo? Es como cuando se le gasta una broma a un amigo, si no se da cuenta de que está haciendo el ridículo la broma pierde toda su gracia. Pero dejémonos de chacharas. He venido a matarte y eso es lo que voy a hacer.


La cabeza te duele terriblemente, como aquella vez en que de niño te tomaste tres sorbos de la botella de anís que guardaba tu madre en el armario, pero eso te alegra, si sientes dolor es que estás vivo, no has muerto como pensabas cuando, tras recibir el golpe, te sumergiste en una honda negrura. Y sin embargo, quizá fuera mejor estar muerto, ahora que has comprobado que eres un auténtico desastre, un verdadero muñidor de la mala suerte, no, de la mala suerte no, de la mala muerte, piensas haciendo un macabro juego de palabras.

Siempre has intentado evitarla pero al final siempre ha sido tu compañera, primero tu padre, luego tu hermano Mikel, Jokin, el alcalde de tu pueblo, siempre huyendo pero siempre vencido, siempre rodeado por sangre derramada violentamente. Y ahora esto, a pesar del dolor lo recuerdas todo con extraordinaria precisión, has sido como un muñeco que manejaban a su antojo, ¡y pensar que te ilusionaba la idea de tener un hijo con María Luisa!, no se puede ser más necio ni más ingenuo.

Con un gran esfuerzo de voluntad, ya que parece que la cabeza te va a estallar de un momento a otro, gateas hasta acercarte a la joven que ha traído el Sebas y le tomas el pulso aunque no hay pulso, una idea se abre paso en tu cabeza a despecho del dolor, la joven está muerta, la han matado, no sabes si directamente o por omisión pero está claro que la han matado, tal vez si hubieras sido más listo habrías podido evitarlo, o tal vez no, pero ya da igual, estás en la habitación con su cadáver y ni siquiera tienes la fuerza suficiente para que de tus ojos broten unas lágrimas de piedad. Y si lloraras, lo sabes, llorarías por ti, por tu vida, siempre a merced del viento, siempre a remolque de los acontecimientos y siempre eligiendo la postura errónea. Quizá debieras haber hecho caso a tu padre pero seguiste los pasos de tu hermano, quizá nunca hubieras debido ordenarte sacerdote pero fuiste incapaz de negarte a la petición acongojada de tu madre, quizá nunca debieras haber oído los cantos de sirena de esa mujer pero para una vez que vislumbraste otro tipo de vida era una trampa en la que caíste como un pardillo. Siempre te has considerado básicamente bueno pero el infierno, recuerdas, está empedrado con buenas intenciones y tú eres uno de los operarios que con más ahínco ha colaborado en asfaltarlo.

Ahora, aunque algo tarde, comprendes que el padre Vázquez no era tu enemigo o que, por lo menos, no lo era como lo hubiera sido hace un montón de años, posiblemente a él le han manipulado del mismo modo que a ti, posiblemente no ha tenido otras opciones en la vida; pero es demasiado tarde para preguntárselo aunque le estés oyendo hablar, alucinaciones seguramente pero no, no son alucinaciones, aunque el dolor no se ha disipado está haciendo sitio a otras sensaciones y poco a poco estás recobrando la plena consciencia. El sentido del oído vuelve a manifestarse al cien por cien y escuchas sin dificultad la conversación que está teniendo lugar en el salón, entendiéndolo todo, asimilándolo todo, Emilio Vázquez y tú sólo habéis sido dos comparsas en un mezquino juego de dinero y venganza, dos estúpidas marionetas que habéis bailado al son que os tocaban y de repente ya no dudas, de repente surge de tu interior una fuerza hasta el momento inédita y plenamente sereno, sabiendo a lo que te expones entras en el salón y sin atender la voz de alto que te da ese hombre desconocido que ha sido el causante de los últimos sucesos te abalanzas sobre él intentando arrebatarle la pistola, pero antes de que lo consigas notas una quemazón en tu tripa y adivinas más que ves cómo la sangre derramada brota, ensuciando la moqueta y acabando con tu vida, con esa vida que has desperdiciado miserablemente. Y de repente te sientes feliz, extrañamente feliz, por fin tus sufrimientos han acabado y entras en un túnel luminoso, como los descritos por las personas que han sufrido experiencias cercanas a la muerte, los científicos no se ponen de acuerdo, unos dicen que no es sino una hormona que produce alucinaciones y otros que es real, pero a ti eso te importa poco porque al final del túnel acabas de ver a tu padre, que te saluda sonriente, y te diriges hacia él.


La brusca irrupción en el salón del padre Gajate pilló de improviso tanto al comisario Ansúrez como a Emilio Vázquez y su acometida contra el policía, por inesperada, trastocó los términos de la reunión. Sacrificando su vida Ander Gajate acababa de salvar la de Emilio Vázquez. Era irónico, pensó este último. Una de las razones por las que había ocurrido todo era el deseo de venganza del padre Gajate y ahora éste impedía, a costa de su vida, que otra persona llevara a cabo su propia venganza. Todo esto lo pensó mientras aprovechando el barullo que se había formado conseguía arrebatar la pistola al comisario. Cuando éste se levantó las tornas habían cambiado.

– Decididamente el Sebas además de imbécil era un inepto. Ni siquiera fue capaz de matar a tu curita.

– Todo ha terminado, Antonio -dijo Vázquez-. Siento lo que ha ocurrido pero ya ha habido demasiadas muertes, así que no tengo más remedio que avisar al inspector Rojas.

– Hace unos años no lo hubieras sentido, hace unos años me hubieras detenido sin más o, tal vez, me hubieras pegado un tiro pero el tiempo que has sido sacerdote te ha reblandecido. Lo siento pero no me vas a detener.

– Ahora soy yo quien tiene la pistola.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Dispararme a quemarropa? No me hagas reír que no es el momento adecuado.

Mientras hablaba, el comisario Ansúrez se dirigió calmosamente hacia la puerta, uniendo la acción a la palabra en lo que era un claro desafío a Emilio Vázquez. Éste arqueó las piernas y asió firmemente el arma con sus dos manos, como si estuviera en una galería de tiro, pero pronto relajó el gesto y guardó la pistola en un bolsillo de su chaqueta.

– Me temo que tienes razón, ya no soy el de antes, por suerte para ti y posiblemente para mí. Tengo que avisar al inspector Rojas pero si quieres irte vete, no te detendré. En cierto modo tienes razón, no toda la culpa es tuya.

Ansúrez, por toda respuesta, desanduvo el camino hecho y se acercó hasta la ventana. El cielo seguía estando completamente azul y los rayos del sol convertían la estancia en un dechado de luminosidad.

– No se ve ni una nube -dijo el comisario mirando más allá de la ventana-. Parece mentira cómo nos engañan la literatura y el cine. En cualquier obra que se precie a una situación como ésta acompañan, inevitablemente, espesos y negros nubarrones, en cambio nosotros disfrutamos del más bello día que ha podido verse en las últimas semanas. Aunque quizá sea mejor así. No está nada mal contemplar un cielo luminoso antes de que todo oscurezca a nuestro alrededor para siempre. Pero hablemos de otra cosa, no es el momento adecuado para hacer alardes de romanticismo trasnochado. Muy agradecido por ofrecerme esa oportunidad -cambió de tercio mirando esta vez fijamente a Vázquez-, es mucho más de lo que yo haría por ti, pero ¿adonde voy a ir? No, no tengo escapatoria o, mejor dicho, sí la tengo, mi última escapatoria.

Sin que Emilio Vázquez pudiera evitarlo el comisario Ansúrez inclinó su cuerpo por el vano de la ventana y se lanzó al vacío. Cinco pisos de altura aseguraban, sin lugar a dudas, el resultado fatal de su anunciada fuga. El sacerdote se acercó a la ventana pero ya era tarde. Debajo suyo pudo observar cómo la gente se arremolinaba alrededor de lo que ya no era sino un cadáver.

Tenía que llamar al inspector Rojas y a una ambulancia pero no había ninguna prisa, lo único que podía hacerse ya era recoger los restos y levantar un atestado. Miró fijamente hacia el límpido cielo azul, como buscando a ese Dios que aparentemente se había olvidado de los hombres e hizo algo que llevaba mucho tiempo sin hacer, se puso a rezar.

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