Le había citado el comisario Ansúrez en una cafetería de la Gran Vía, una de las pocas que aún mantenía en Bilbao la costumbre de las terrazas. Aunque se extrañó un tanto, ya que su inmediato superior no era amigo de tratar temas laborales fuera de los muros de la jefatura, Manuel Rojas se encaminó presuroso al lugar indicado. La mañana era bastante agradable, sin nubes en el cielo y con un sol que invitaba a callejear, tal vez por eso el comisario Ansúrez se encontraba sentado en una de las mesas que habían situado en el exterior de la cafetería.
Junto a él se encontraba una persona desconocida para el inspector Rojas. Era un hombre joven, elegantemente vestido o al menos con ropas de marca, lo cual no siempre es sinónimo de lo anterior. Lucía al cuello una inmensa cadena de oro y en su muñeca derecha dos pequeñas pulseras hechas al parecer con el mismo metal. Un poblado bigote y una negra y engominada cabellera completaban su figura. Si lo que vale es la primera impresión, la del inspector Rojas no fue muy favorable.
– Siéntate con nosotros, Manolo -le dijo afectuosamente el comisario nada más verle, mientras le señalaba una silla vacía-. Creo que no os conocéis así que os presentaré. Manolo, éste es el inspector Ángel Caballero. Estuvo varios años con nosotros hasta que fue destinado a Albacete. Ángel, éste es el inspector Manuel Rojas, de homicidios.
– Encantado -dijo el inspector Caballero, extendiendo su enjoyada mano hacia Rojas.
– Lo mismo digo -replicó serio Manuel Rojas-. He oído hablar mucho de ti.
– Supongo que mal -contestó, entre estruendosas risotadas, el inspector Caballero-. Mi leyenda me precede pero es mejor así. Me gusta que todos sepamos dónde estamos y cuál es nuestra situación.
– El inspector Caballero quiere hablar contigo -dijo el comisario dirigiéndose a Rojas-. Quizá debieras atenderle.
– Que hable. Siempre estoy dispuesto a escuchar a un compañero.
– Así me gusta, cordialidad y camaradería entre colegas. Verás, Manolo, se trata de algo muy sencillo. Si no me equivoco ayer detuviste a un tal Andrés Borja Jiménez. ¿Es eso cierto?
– Las noticias, por lo que veo, se extienden fácilmente. Sí, ayer detuvimos a un hombre sin identificar que resultó llamarse como dices. ¿Qué es lo que ocurre con él?
– Bueno, como posiblemente sepas, tu detenido es un gitano que vive en Albacete, es decir, que está bajo mi jurisdicción.
– Que vivía en Albacete ya lo sé, lo de si es gitano o payo no me interesa para nada.
– ¡Qué bien enseñados los tenéis ahora, Ansúrez! -Comentó el inspector Caballero-. Eso sí que es cumplir al extremo los principios constitucionales de no discriminación. Vamos, Manolo, no me vengas con estupideces, tú sabes tan bien como yo que es gitano, eso se nota a la legua, así que no te hagas el listo conmigo.
– Por supuesto que lo sé pero no tiene nada que ver con su detención.
– De acuerdo, de acuerdo, le detuviste porque fue un chico malo no porque fuese de raza calé.
– No fue exactamente un chico malo. Estuvo implicado en una reyerta callejera en la que corrió la sangre.
– Te expresas de un modo muy melodramático. Por lo que tengo entendido no murió nadie y tampoco parece ser que hubiera heridos muy graves. No parece un asunto muy importante.
– Eso lo decidirá el juez. Según nuestras investigaciones puede haber un ajuste de cuentas por medio relacionado con el tráfico de drogas.
– Por supuesto que lo decidirá el juez, yo también soy escrupulosamente respetuoso con la legislación vigente, pero hasta que el asunto se aclare puede pasar mucho tiempo y, mientras tanto, Andrés Borja Jiménez se pudrirá en la prisión de Basauri, lejos de su familia y amigos. No sería justo, Andrés no es un mal chaval pero como es gitano no deja de estar metido en problemas constantemente.
– Ya te he dicho que no ha sido ése el motivo de la detención -contestó enfadado Rojas.
– Lo sé, lo sé, no te alteres, lo que quiero decirte es que Andrés es un ex drogadicto en proceso de rehabilitación. Hace años traficó en pequeña escala pero ya lo ha dejado. Su padre es uno de los patriarcas de la zona y nos está ayudando mucho en la erradicación de esa lacra, por eso necesito que me hagas un pequeño favor.
– ¿De qué se trata?
– De algo fácil, sin problemas. Olvídate del atestado, rómpelo y deja en la calle a Andrés. Ninguno de los participantes en la reyerta le va a denunciar y su ingreso en prisión no serviría para nada más que para llevar la desolación a su familia y hundirle a él nuevamente en el infierno de la droga.
– Me conmueven tus buenos sentimientos, por lo que me han contado de ti nunca hubiera imaginado que tuvieras tan gran corazón.
– Leyenda, todo leyenda como te he dicho antes. Entonces, ¿estás de acuerdo? ¿Me harás ese pequeño favor?
– Ni lo sueñes -contestó Rojas-, ni siquiera sé cómo te has atrevido a planteármelo.
– Yo me atrevo a todo, ya debieras saberlo si te han hablado de mí -dijo Caballero, de cuyo rostro había desaparecido la sonrisa-. Además, ¿qué tiene de malo que lleguemos a acuerdos entre compañeros? Si entre policías no colaboramos, ¿cómo vamos a pedir a la gente que confíe en nosotros?
– Muy bonito lo que dices pero la respuesta sigue siendo no. Además, que yo sepa, en ningún momento me has propuesto un acuerdo, sólo me has hecho una petición.
– ¿Eso quiere decir que estarías dispuesto a llegar a un acuerdo si las condiciones te parecieran interesantes?
En lugar de contestar directamente al inspector Caballero, Manuel Rojas se volvió hacia el comisario Ansúrez, que había estado callado hasta ese momento y le preguntó qué era lo que sabía del asunto y qué opinaba acerca del mismo.
– Por el momento sé lo mismo que tú, Manolo. Ángel me pidió que sirviera de intermediario y eso he hecho. Tú eres el que tiene que decidir. Y si lo que te inquieta es saber si puedes fiarte de él mi respuesta es positiva. Todos en jefatura sabemos por qué tuvo que irse de Bilbao pero si te ofrece un acuerdo puedes estar seguro de que lo cumplirá.
– De acuerdo, no me gusta la idea pero veamos qué ofreces.
– Tengo entendido que estás investigando el asesinato de Irene Vidal -dijo el inspector Caballero, que había vuelto a sonreír.
Las palabras de su colega albaceteño pillaron por sorpresa al inspector Rojas, que durante unos segundos no supo qué replicar. Luego, con el ceño fruncido, le dijo que estaba bien informado.
– Pero no hay nada que pactar. Si tienes alguna información sobre un asesinato tu obligación es transmitírsela al inspector encargado del caso. En un tema tan serio no puede haber componendas -añadió.
– ¿Se puede saber de dónde coño sacáis las nuevas adquisiones del cuerpo, Ansúrez? ¿De algún internado regentado por hermanitas de la caridad? ¿De verdad cree tu protegido que le voy a dar una información importante porque sí, por su cara bonita, sin que él me corresponda? Veo que me he equivocado al contactar con vosotros -finalizó mientras se levantaba de la silla-. Adiós, espero que os hagáis cargo de la ronda, así los fondos reservados os servirán para algo útil, ya que con las ideas de este pimpollo dudo mucho de que los uséis para pagar información.
– Espera un momento, Ángel, vuelve a sentarte. Y tú -añadió dirigiéndose a Rojas- tal vez debieras escuchar al inspector Caballero. Si lo que tiene para ti es bueno tal vez no fuera tan grave acceder a sus deseos. Tú mismo sabes mejor que nadie que el asunto ese del Baroja…
– Borja -le corrigió Ángel Caballero mientras, con cara de satisfacción, volvía a sentarse.
– Baroja, Borja, ¿a quién carajo le importa?, a lo que íbamos, tú sabes mejor que yo, Manolo, que el asunto del Borja no tiene la menor importancia. Sé que tienes razón, que Ángel debiera darnos voluntariamente su información, pero vivimos en una época difícil en la que hasta los mismos policías nos cobramos los favores.
– De acuerdo -contestó resignado-, ¿qué es lo que tienes?
– ¿Soltarás a Andrés Borja?
– Antes quiero saber qué es lo que tienes.
– Lo siento -contestó Caballero-, ése no es el trato. Tú te comprometes a soltar al gitano y yo te daré la información que poseo.
Antes de hablar Rojas miró a Ansúrez, como pidiendo instrucciones, y tan sólo cuando éste asintió con un leve cabeceo dio su conformidad.
– De acuerdo, tú ganas. En cuanto regrese a jefatura daré las órdenes oportunas. Ahora dime qué es lo que tienes para mí.
– No es mucho lo que tengo, lo admito, pero puede servirte para abrir una nueva línea de investigación. Irene Vidal no era trigo limpio, creo que ya sabes eso, pero siempre supo cubrirse las espaldas. Tan sólo una vez estuvo a punto de acabar implicada en problemas serios, cuando vivía en Madrid.
– ¿Qué tipo de problemas? -preguntó Rojas.
– No estoy muy seguro pero tal vez aquí puedas encontrar algo -volvió a hablar el inspector Caballero mientras de un bolsillo de su camisa sacaba una tarjeta y se la entregaba a Rojas.
Se trataba de una tarjeta normal, como las de visita, que tenía incrustada en relieve, con tonos dorados, el dibujo de un sol naciente. Las letras que se habían impreso debajo del dibujo explicaban que se trataba de un club dedicado a las artes marciales. Había también una dirección, correspondiente a un populoso barrio de Madrid.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Rojas cuando tuvo en sus manos la tarjeta.
– Eso tendrás que averiguarlo tú. Tal vez no consigas sacar nada en claro, pero al menos ahora cuentas con algo más que investigar.
– ¿Y crees que con lo que me has entregado cumples tu parte del pacto?
– Yo no te he dicho que te iba a entregar al asesino atado de pies y manos. Te he prometido información y he cumplido. Lo que hagas con ella no es de mi incumbencia. Espero que mantengas tu palabra y sueltes a Andrés Borja -dijo levantándose nuevamente de su silla. Cuando había dado unos pasos se volvió hacia donde estaban Rojas y Ansúrez y volvió a hablar.
– Será mejor que le pegues un tiro en el culo a tu protegido, Ansúrez. Posiblemente sea la única manera de que consigas espabilarlo -dijo antes de desaparecer definitivamente.
– Hijo de puta -masculló Rojas.
– Lo es -asintió Ansúrez-, un hijo de puta listo y peligroso.
– ¿Se puede saber por qué cojones le has apoyado?
– Cálmate, Manolo, y no me hables en ese tono, que sigo siendo tu jefe.
– Lo siento, perdona, pero no entiendo nada. Se supone que éramos nosotros quienes le teníamos agarrado por los cojones y ahora, en cambio, es él quien impone sus condiciones y tú asientes como un corderito.
– La vida da muchas vueltas, Manolo, y no entiendo que te pille de sorpresa. Hace unos días hubiera bebido en nuestra mano pero las cosas han cambiado. Los últimos nombramientos en el ministerio han jugado a favor suyo. Los nuevos mandamases le protegen y ante eso nosotros no podemos hacer nada, tan sólo seguirle el juego.
– Entonces, ¿qué hago?
– Me parece que está claro. Tendrás que ir a Madrid e investigar qué se esconde tras esa tarjeta. Creo que hacia la medianoche sale un autobús así que si te das prisa en hacer la maleta mañana de madrugada puedes estar allí. Por el alojamiento no te preocupes ya que siempre llevo encima las llaves de mi apartamento madrileño, cógelas. No encontrarás nada en la nevera pero tendrás un sitio para dormir y ducharte. En cuanto te hayas aseado ponte en contacto con Enrique Ponce, un amigo destinado en la Secretaría de Estado de Seguridad, y él te proporcionará la ayuda logística que necesites. Así que ya sabes, desaparece de mi vista, que los dos tenemos cosas que hacer.
El lunes siguiente, después de utilizar generosamente la bañera que había instalado el comisario Ansúrez en su piso de Madrid, Manuel Rojas llamó a la Secretaría de Estado y a través del comisario Ponce, que ya estaba al tanto de todo, consiguió un vehículo camuflado y un acompañante, el inspector Alberto Mendoza, que haría de cicerone mientras duraran sus correrías por la villa y corte. Como primera medida indagaron si constaba en los archivos alguna nota o detalle sobre el club de artes marciales al que pertenecía la tarjeta pero la búsqueda fue infructuosa. Si escondían algo lo habían hecho muy bien ya que nada había trascendido públicamente.
Viendo que habían perdido toda la mañana en su inmersión, como auténticas ratas de biblioteca, en los archivos generales, decidieron comer en una cafetería cercana a la Puerta del Sol ya que el club no se hallaba muy lejos, junto a un cine dedicado a la exhibición de películas pornográficas, y tenían intención de visitarlo. Rojas puso al corriente de todo lo sucedido a su colega capitalino. De mutuo acuerdo decidieron que el inspector Mendoza, más conocedor del terreno, llevaría la voz cantante y que Rojas tan sólo intervendría cuando lo considerase estrictamente necesario.
Una chica de rubia cabellera, cuyas negras raíces delataban un claro teñido, y que constantemente se miraba con palpable satisfacción unas uñas rojas a las que se les había difuminado la mitad del esmalte, les atendió solícita desde detrás de un pequeño mostrador que hacía las veces de recepción. Aunque no se le entendía mucho, debido al chicle que mascaba continuamente, consiguieron que avisara al propietario del club. Los dos policías no pudieron evitar, en el transcurso de dicha operación, observar con ojos golosos el contoneo trasero de la joven, mientras se dirigía al interior del local para dar el recado a su jefe.
Poco tiempo después un hombre moreno y de baja estatura, enfundado en un quimono adornado con un cinturón negro y de cuya frente manaban abundantes gotas de sudor apareció por el vestíbulo del club. Mientras la falsa rubia volvía a sentarse detrás del mostrador el karateka se apoyó displicentemente sobre el mismo, sin invitar a los inspectores a pasar a algún reservado u oficina, señal inequívoca de que deseaba terminar cuanto antes.
– Ustedes disculpen, pero dentro de dos semanas son los campeonatos de España y estamos entrenando fuerte, no tenemos mucho tiempo que perder. Me ha dicho la señorita Susana que son ustedes policías y que querían verme.
– Así es -respondió el inspector Mendoza mientras mostraba su acreditación como funcionario, gesto remedado por Rojas-. Antes que nada, ¿le suena el nombre de Irene Vidal?
– No, para nada, ¿por qué tendría que conocerla?
El profesor de artes marciales no se había inmutado para nada al escuchar ese nombre. O era muy buen actor y poseía unos nervios totalmente templados o era cierto que no conocía a la mujer asesinada.
– A mí tampoco me suena de nada -dijo espontáneamente la recepcionista, sin esperar a que nadie le preguntara nada.
– Tal vez si miran ahí -insinuó el inspector Mendoza, señalando con su índice un ordenador personal que reposaba sobre la mesa que había detrás del mostrador.
– Ahora mismo, jefe -respondió la rubia encantada, al parecer, de colaborar con la policía. Luego, con expresión desolada, no tuvo más remedio que confesar que allí no aparecía nadie con ese nombre-. Es que hace tan sólo dos años que hemos comprado este cacharro y anteriormente usábamos un fichero manual que no llevábamos muy al día. Además, sólo conservábamos las fichas de los clientes del momento o de quienes nos debían dinero.
Rojas sacó del interior de su chamarra una fotografía, que enseñó a sus dos interlocutores.
– ¿La reconocen?
– No me es del todo desconocida, pero no soy capaz de decirles por qué -respondió interesado el karateka.
– Déjenme ver -dijo ansiosa la rubia Susana-, sí, sí, creo que lo tengo, ¿no la has reconocido, Eusebio? -añadió dirigiéndose con confianza a su jefe-, tiene que ser ella, está claro.
– Pero bueno, ¿se puede saber de quién hablas? -preguntó Eusebio. Parecía que los dos se habían olvidado de sus visitantes.
– Pues de quién voy a hablar, a veces pareces tonto, hijo, aunque la verdad es que vino pocas veces por aquí, ¿sigues sin reconocerla?, pues está claro, ésta es la amiga de la novia del Músico, ¿te acuerdas del Músico, no?
– Como para no acordarme de ese cabrón -exclamó el karateka-, por poco nos la lía parda, menos mal que nos libramos de él a tiempo.
– Disculpen la interrupción -comentó irónico el inspector Mendoza-, pero nos gustaría conocer la historia de ese músico, su novia y su amiga. No sé si lo he comentado antes pero se trata de una investigación oficial.
– Un asesinato, seguro -dijo la rubia, ilusionada ante la perspectiva.
– Lamento decirle que no -mintió sin rubor Mendoza-, pero aun así necesitamos su colaboración. ¿Les importaría decirnos todo lo que saben de esta mujer?
– La verdad es que es muy poco lo que podemos decirle -contestó Eusebio, adelantándose a su empleada-. Susi tiene razón, la mujer de la fotografía vino algunas veces por aquí pero no era una asidua, solía hacerlo para acompañar a la novia del Músico. Ése sí que era una buena pieza. Trabajaba aquí con nosotros, como profesor de judo. Tenía cualidades pero le gustaba mucho la vida golfa así que no se cuidaba y aunque era cinturón negro no consiguió destacar en el deporte, pero valía como profesor. Tenía labia y se llevaba a los alumnos de calle. Ése fue el problema.
– ¿Qué ocurrió? -volvió a preguntar Mendoza.
– Que nos enteramos de que pensaba traicionarnos y montar, por su cuenta, otro gimnasio. No es que me parezca mal, todo el mundo es libre de montar su propio negocio, ésa es la esencia de la libre empresa, yo mismo, antes de ser dueño de este club trabajé para otro, pero éllo quería hacer de un modo rastrero y aprovechado, llevándose consigo toda la información que había en el club e incluso llevándose con él los clientes. Menos mal que me di cuenta a tiempo, le perdió su vanidad y su exceso de seguridad. Estaba tan convencido de que era irresistible que intentó ligarse a Susi, prometiéndole que iría con él al nuevo club con un excelente sueldo a cambio de sus favores.
– Como si yo fuera a abandonar a mi chiquitín así como así -dijo la aludida mirando con ojos tiernos al sudoroso karateka-. La verdad es que labia no le faltaba pero yo estoy muy enamorada de mi hombretón como para irme con otro. Además, no me fiaba de esa lagarta que siempre iba con él, y mi intuición no me falló, ya sabes en qué lío se metieron después.
– Sí, tuvimos suerte de que no siguiera trabajando con nosotros -asintió Eusebio con ademanes de convencimiento.
– ¿A qué se refieren con eso? -preguntó nuevamente el inspector Mendoza.
– Bueno, la verdad es que en principio se lo montaron a lo grande, a todo tren, incluso constituyeron una cooperativa, para conseguir subvenciones oficiales y dar más apariencia de respetabilidad a su negocio, pero al poco tiempo de ponerse en marcha estalló un escándalo y tuvieron que cerrar. La historia no está muy clara pero parece ser que hubo por medio orgías sexuales con los alumnos e incitación a la prostitución y consumo de drogas. En ningún momento pisó la cárcel, así que supongo que todo se arregló bajo cuerda, pero tuvo que cerrar el invento, de eso sí que estoy seguro.
– ¿Podrían proporcionarnos algún dato de ese músico y de su novia, nombres y direcciones, por ejemplo? -preguntó el inspector Mendoza.
– Desgraciadamente no conservamos ningún dato de aquella época así que no le puedo proporcionar los datos que me pide. Lo único que sí recuerdo es el nombre del Músico, le llamábamos así no porque lo fuera profesionalmente sino porque su nombre era Juan Sebastián, como el compositor. Desgraciadamente no recuerdo cómo se apellidaba, Martínez o Fernández, algo así, pero no sé a ciencia cierta cuál era su apellido -contestó Eusebio.
– ¿Y usted? ¿Recuerda algo más? -le dijo Mendoza a Susi al ver cómo ésta entrecerraba sus ojos en un evidente y espectacular esfuerzo por demostrar que se había concentrado en la pregunta.
– No recuerdo gran cosa pero quizá pueda ayudarles -dijo al fin sonriendo como si estuviera rodando un anuncio de pasta dentífrica-. Como les ha contado Eusebio, el Músico intentó ligar conmigo e incluso me presentó un futuro lleno de placeres y riquezas, sí, sí, menudo futuro me hubiera esperado junto a él, pero bueno, el caso es que insistió e insistió, en el fondo era halagador, y por si cambiaba de opinión me dio una tarjeta del gimnasio que había creado, para que pudiera ponerme en contacto con él. Lo malo es que ha pasado mucho tiempo de aquello pero como acostumbro a no tirar casi nada de ese tipo, postales, cartas, tarjetas, etcétera, quizá lo tenga por algún sitio.
Uniendo la acción a la palabra la enamorada del karateka abrió uno de los cajones inferiores de su mesa y estuvo durante un buen rato revolviendo en su interior, sacando del mismo objetos de los más peregrinos y sin relación ninguna con el trabajo administrativo o las artes marciales hasta que de repente se volvió hacia donde estaban Eusebio y los policías y con la cara radiante expelió un grito triunfal.
– Lo he encontrado, lo he encontrado.
El objeto de su alegría era una tarjeta raída en una de sus esquinas y amarillenta por el paso del tiempo en el que podía leerse un nombre, Gimnasio del Nuevo Sol Naciente, S. Coop., así como un número de teléfono y una dirección correspondiente a una calle de Vallecas. Desde la misma recepción del club llamaron al teléfono que aparecía en la tarjeta pero una voz ronca y hostil les dijo que eso era una carnicería y que dejaran de molestar, colgando acto seguido sin despedirse. Los dos policías, con la anuencia de la recepcionista, se hicieron cargo de la tarjeta y comprobando que no iban a conseguir nada más de su visita se despidieron de sus interlocutores. Estaba claro que ignoraban cualquier cosa acerca del asesinato de Irene Vidal y que la tarjeta era una especie de mensaje críptico difícil de descubrir para quien no tuviera los medios suficientes, pero fácil de descifrar para quien, como un detective o un policía, dispusiera del tiempo y los medios suficientes. Y aunque aún no habían desenredado la madeja, el hecho de que se hubiera reconocido a la mujer de la fotografía era un dato alentador. No sabían hasta dónde podría llevarles finalmente, pero por lo menos se había abierto una línea de investigación.
Sin grandes esperanzas se subieron al coche del inspector Mendoza y se dirigieron a Vallecas, a la dirección que constaba en la tarjeta. Cuando llegaron allí no había vestigios de la existencia de ningún gimnasio. El inmueble no tenía portero pero indagando entre la vecindad descubrieron que efectivamente, hace ya varios años hubo un gimnasio, aunque no funcionó mucho, la verdad es que entre la gente del barrio no tuvo mucho éxito, casi siempre venía gente de fuera, con aspecto fino, ¿me entienden?, se les veía poco acostumbrados a trabajar, vamos, a trabajar con sus manos quiero decir, señoritos y gente así, y tías buenas, muy buenas, que no creo que vinieran a hacer kárate precisamente, no sé si me explico, aunque claro, al final todo se sabe y esas tías en realidad se dedicaban a otro tipo de deporte, si lo hubiera sabido a tiempo les hubiera echado un tiento, aunque me temo que con lo que cobro yo al mes no tendría ni para un casto beso en la mejilla, los pobres ya se sabe, un revolcón que otro con la mujer, que más parece un castigo que otra cosa y cuando se ahorran tres perras a por una de esas drogatas que por cuatro chavos te lo hacen, desesperadas que están para poder picarse, en fin, los pobres además de estar jodidos no podemos joder, así es la vida.
Por más que hablaron con la vecindad todas las respuestas eran del mismo jaez, todos les confirmaban que había habido un gimnasio y que había desaparecido envuelto en una nube de escándalo pero nadie supo darles razón del auténtico motivo ni de la nueva dirección, los propietarios del club nunca se habían preocupado de recoger la posible correspondencia que suele seguir llegando, durante un tiempo, a todo domicilio desalojado ni habían dejado recado de dónde podía serles enviada.
Como estaba oscureciendo y aún le quedaban gestiones por hacer Rojas llamó a Bilbao para comunicar a Ansúrez que por un día más abusaría de su apartamento y pedirle que gestionara ante el departamento de habilitación la concesión de dietas por estancia en la capital. Tras haber escuchado al otro lado del teléfono una serie de exabruptos del tono pero qué te crees tú que es la vida, qué morro le echáis los jóvenes de ahora y en mis tiempos nosotros corríamos con los gastos se despidió del comisario con la tranquilidad de quien sabía que su petición no había caído en saco roto y aceptó el ofrecimiento del inspector Mendoza de conocer un poco la movida nocturna madrileña.
Le despertó una llamada telefónica efectuada por Mendoza a las ocho de la mañana, conminándole a espabilarse y recordándole que tenían una tarea pendiente. Con la boca pastosa y un ligero dolor de cabeza se acordó de que el frigorífico estaba vacío así que después de ducharse, afeitarse y vestirse bajó hasta un bar cercano para desayunar. Junto a un deslavado café y un grasiento pincho de tortilla se tomó un par de aspirinas y se encaminó a la comisaría en la que le esperaba su provisional compañero de fatigas.
Rojas no se explicaba cómo podía estar tan risueño y entero su colega madrileño, tal vez estuviera acostumbrado a ese ritmo de vida o tal vez no hubiera bebido la misma cantidad de alcohol que él, limitándose a observar displicentemente cómo su compañero de provincias hacía el idiota, el caso es que empezó a sentir un gran resquemor y un ineludible deseo de acabar cuanto antes.
Se dirigieron en un vehículo oficial de la policía a la calle Pío Baroja, donde tenía su sede el Registro de Cooperativas. Si, como parecía, el gimnasio del Músico había funcionado como cooperativa, tal vez en el Registro pudieran informarles sobre el asunto. Eso y muchas más cosas le contó Mendoza en el corto espacio de tiempo que duró el trayecto, para desgracia de Rojas que no se sentía muy comunicativo ni con ganas de conversación.
En el Registro pudieron mirar los libros y comprobaron cómo, en efecto, había sido inscrita una sociedad que llevaba el nombre de Gimnasio del Nuevo Sol Naciente, S. Coop., si bien desde el momento de su inscripción no había tenido ninguna actividad registral.
– ¿Qué significa eso? -preguntó el inspector Mendoza al funcionario que les estaba atendiendo.
– Que no nos han comunicado ninguna de las vicisitudes de la propia sociedad susceptibles de ser inscritas en el Registro.
– ¿Eso quiere decir que han podido cambiar de domicilio social sin que ustedes se hayan enterado?
– Así es -contestó de nuevo el funcionario-. En principio, cuando una cooperativa cambia su domicilio social, o modifica sus estatutos, o si cambia su órgano de administración tienen que comunicárnoslo para que lo inscribamos y así esos datos sean públicos. Normalmente lo hacen porque les interesa, para que quien va a contratar con ellos pueda tener la garantía de que su interlocutor es, como les ha asegurado, el Presidente o el gerente de la entidad, por ejemplo, pero si no se preocupan de comunicarnos esas variaciones, no aparecen recogidas en el libro registral.
Tras oír esas explicaciones los dos inspectores examinaron minuciosamente el expediente. No aparecía allí ningún cambio de domicilio, tampoco aparecía la disolución de la sociedad aunque eso podía explicarse perfectamente con lo que acababan de escuchar de boca del funcionario. Sin embargo, había algo que sí podía serles terriblemente útil. La relación de socios fundadores: allí estaban los cinco primeros socios, con sus nombres, apellidos, e incluso con su número de Documento Nacional de Identidad: Rogelio de Agustín Valencia, Carlos Fuentes Ligero y, sobre todo, María Luisa Prieto Gómez, Juan Sebastián López López e Irene Vidal Rueda.
La conexión entre el asesinato de Irene Vidal y el robo de los cien millones que investigaba el padre Vázquez y sobre la que habían estado especulando se hacía más evidente por momentos aunque aún no adivinaba cuál podía ser el nexo de unión entre ambos casos. En cuanto a Juan Sebastián López López, el Músico, una llamada telefónica a Bilbao le proporcionó el dato que le faltaba. El Músico era el proxeneta conocido en la capital vizcaína como el Sebas, el encargado del Club Neskatüak en el que había trabajado María Luisa Prieto Gómez, la compañera del ladrón de los cien millones, el padre Gajate. Por otra parte, visitaron de nuevo a Eusebio y Susi y después de enseñarles la fotocopia del carné de identidad perteneciente a María Luisa Prieto que habían requisado del expediente de la cooperativa, la reconocieron como la novia del Músico y amiga de la asesinada Irene Vidal.
A pesar de los requerimientos del inspector Mendoza para que se quedara esa noche y disfrutara nuevamente del ambiente nocturno Rojas decidió volver lo más pronto posible a Bilbao. Como no había a esas horas conexión aérea cogió nuevamente un autobús y a última hora de la noche apareció en la ciudad. Pese a que ya había anochecido decidió llamar al comisario Ansúrez y explicarle lo que había averiguado para planificar entre ambos los pasos siguientes.
– Así que el Sebas vuelve a entrar en escena -comentó pensativo el comisario tras escuchar las explicaciones de su subordinado.
– ¿A qué te refieres? -preguntó el inspector.
– Además de lo que tú ya conoces sobre su posible amistad con Irene Vidal y María Luisa Prieto, hace unos días tuvimos que hablar con él por su implicación, es cierto que indirecta, en la desaparición de una joven llamada Amaia Marquínez.
– Lo siento, no conozco el caso.
– No tienes por qué, pertenecía en principio a la Ertzaintza y nosotros tan sólo hemos actuado residualmente, pero no deja de ser curiosa esa presencia del Sebas en todos los asuntos que últimamente huelen a podrido en esta ciudad. Quizá tengamos que hacerle alguna visita pero esta vez la haremos sobre seguro, para que no se nos escabulla como en la última ocasión.
Tuvieron que esperar varios días ya que ningún juez quiso proporcionarles una orden de detención o de registro contra Juan Sebastián López López, alias el Sebas, alias el Músico, ya que no contaban a su favor más que con meras hipótesis, lógicas tal vez, pero insuficientes para que los magistrados se decidieran a restringir los derechos del señor López López en cuanto ciudadano. Por fin, después de varios días de espera entró de guardia el magistrado Carlos Arana y éste sí, más porque tenía confianza en el comisario Ansúrez que por propio convencimiento, accedió a firmar las órdenes necesarias.
Sin embargo, cuando Ansúrez y Rojas, acompañados por el secretario del juzgado, se personaron en el local que regentaba el Sebas, éste ya había volado. Lo único que pudo hacerse al respecto fue extender inmediatamente una nueva orden de busca y captura.