Capítulo veintidós

El padre Vázquez se había acostumbrado a madrugar, siguiendo a rajatabla los preceptos establecidos por el santo fundador de la congregación, que establecían rezos a diferentes horas del día, incluyendo aquellas previas al amanecer, por eso para cuando le llamó el comisario Ansúrez estaba desayunado, aseado y vestido, preparado para afrontar una nueva jornada.

Su antiguo colega le había citado en el Instituto Anatómico-Forense, lo que le llenó de aprensión, no tanto por visitar dicho establecimiento como por el motivo de quedar en lugar tan poco mundano. Ansúrez, aunque era partidario de las escenificaciones sorprendentes, no le habría hecho ir hasta allí para tomar simplemente un café en paz y armonía. Seguramente querría mostrarle algo y ese algo, por fuerza, tenía que ser un cadáver. Si uno va a una pastelería espera encontrar pasteles, si se va al Instituto Anatómico-Forense lo que parece razonable encontrar son cadáveres, así de sencillo. No pudo evitar hacer elucubraciones acerca del propietario de lo que posiblemente era un cuerpo sin vida, ¿el desaparecido padre Gajate?, ¿su inquietante y desconocida compañera? Era absurdo plantearse hipótesis, se dijo, pronto, muy pronto, sabría lo que había ocurrido.

El comisario le estaba esperando junto a la puerta del recinto. Al lado suyo se encontraba un joven que le fue presentado como Manuel Rojas, inspector adscrito al Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, bajo las órdenes directas del propio Ansúrez. Tras los saludos de rigor entraron directamente al depósito.

Un taciturno empleado vestido con bata blanca les precedió hasta una sala en la que, junto a una camilla, les esperaba uno de los médicos forenses que desempeñaba sus funciones en aquel lugar. Un amplio paño blanco tapaba piadosamente lo que, visto desde la distancia, parecían ser los contornos de un ser humano. Ansúrez, que era el único que daba la impresión de controlar la situación, presentó a sus acompañantes, el doctor Lorenzo, el inspector Rojas, el señor Vázquez, antiguo comisario de policía y colaborador ocasional, tanto gusto, encantado.

Obedeciendo un imperceptible gesto del comisario el forense retiró el lienzo que cubría el cadáver y lo dejó al descubierto.

– ¿La reconoces? -preguntó Ansúrez a su antiguo colega, señalando el cuerpo de la mujer que reposaba sobre la camilla.

A pesar de que el bisturí de los forenses había penetrado en el cadáver el padre Vázquez asintió. Sabía quién era la difunta, aunque sólo la había visto una vez en su vida. Se trataba de Irene Vidal, la generosa mujer cuyo donativo había sido, si no la verdadera causa, sí la espoleta que había originado la desaparición del padre Gajate. Miró fijamente, casi obsesivamente, el cuerpo exánime de lo que había sido una hermosa mujer y comprobó que la muerte le había devuelto su auténtica edad. Ya no era una cuarentona que se conservaba espléndidamente y con la cual cualquier varón heterosexual de exigentes gustos hubiera deseado encamarse, sino un despojo humano al que se le notaban la edad y los estragos que la vida le había producido.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Vázquez, después de finalizar el examen que había realizado a la víctima.

– Estrangulamiento -contestó el doctor Lorenzo, con eficaz economía de palabras.

– La encontró ayer por la tarde la empleada de la limpieza en el despacho de su oficina -añadió el inspector Rojas-, tendida en el suelo junto a un diván y ya muerta. Sobre su cuello tenía anudado un pañuelo.

– De Loewe -apostilló Ansúrez, con morbosa satisfacción-. ¿Te das cuenta? Esto parece ser un crimen de alto standing, pañuelos de Loewe, perfume de Paco Rabanne. Estas cosas en nuestra época no pasaban, entonces los delincuentes olían a chorizo de Pamplona y vino peleón.

– ¿El pañuelo estaba intacto? -preguntó Vázquez.

– Intacto y perfumado -contestó risueño Ansúrez, con una alegría que parecía fuera de lugar en aquel local-. Posiblemente envolvía una cuerda más fuerte y resistente, los del Gabinete de Identificación ya están trabajando en ello.

– ¿Hubo resistencia?

– No han aparecido indicios -dijo el inspector Rojas-, seguramente estaba con alguien conocido que le colocaría el pañuelo en el cuello como parte de algún juego sexual.

– Hay indicios de relaciones sexuales previas al fallecimiento -indicó el médico al escuchar las palabras del inspector Rojas-. Por lo que hemos podido comprobar en las horas previas tuvo relaciones completas con tres hombres.

– Por lo menos sus últimos momentos debieron de ser placenteros -comentó Ansúrez, al que esos sucesos parecían ponerle extrañamente feliz-. Bueno, doctor, creo que aquí ya no pintamos nada. Gracias por su colaboración y hasta la próxima -finalizó estrechándole la mano antes de salir del local, acompañado por el inspector Rojas y el padre Vázquez.

Una vez en la calle se dirigieron hacia un bar cercano para, en torno a unos cafés, hablar sobre el asunto. La pregunta que pugnaba por salir de la boca del padre Vázquez era por qué le habían hecho ir hasta allí, pero prefirió callársela, ya que intuía la respuesta.

– Creo que conocías a la fallecida -comentó Ansúrez, como si le hubiera adivinado el pensamiento.

– Ya veo que os habéis movido rápidamente en este corto espacio de tiempo. Sí, en efecto, la conocía aunque no profundamente. La visité hace unos días para hacerle unas preguntas sobre el asunto que ya conocéis, el de la desaparición de mi compañero de congregación.

– Entiendo, ¿qué pintaba en todo ese asunto?

– Era la persona que extendió el talón de cien millones cobrado por la mujer que acompañaba al padre Gajate. Según me dijo se limitó a seguir las instrucciones de su difunto marido, que había sido alumno del colegio.

– ¿Notaste algo extraño mientras estuviste con ella?

– La entrevista no duró mucho tiempo pero en ese intervalo no encontré nada anormal en su actitud. Me dio la impresión de ser una mujer fría y calculadora, que sabía lo que quería e iba directa al grano. En ningún momento la vi inquieta.

– ¿Ni siquiera por haberse desprendido de cien millones de pesetas, así como quien silba una tonadilla?

– No daba la sensación de suponer algo especial para ella. Se limitaba a cumplir las instrucciones de su difunto marido del mismo modo que hubiera hecho con un contrato pendiente con un consorcio industrial japonés. Al menos esa es la impresión que me causó. De todos modos, por lo que nos ha explicado el médico forense, el crimen tiene todas las trazas de ser de tipo sexual.

– En realidad eso no está nada claro -terció el inspector Rojas, tomando por primera vez la palabra-. Lo que nos ha dicho el doctor Lorenzo es que la víctima tuvo relaciones sexuales plenas poco antes de fallecer, pero de eso no se desprende inequívocamente que fuera un tema sexual. Está, eso sí, el asunto del pañuelo con el que fue asesinada, que puede dar a entender una pulsión de tipo fetichista pero que quizá signifique, tan sólo, que el asesino era conocido de la señora Vidal, posiblemente uno de sus amantes, lo que le facilitó colocar el pañuelo sobre su cuello y… -finalizó con un expresivo gesto, sin sentir la necesidad de acabar la frase que sus dos contertulios podían perfectamente completar con su imaginación.

– Creo que tiene razón -admitió Vázquez-, las cosas no son tan sencillas.

– Sí, el inspector Rojas es un hombre muy brillante, impertinente pero brillante -apostilló el comisario Ansúrez-, por eso quería que os conocierais. Él se va a encargar de la investigación del asesinato y me gustaría que le ayudaras.

– Olvidas que estoy retirado.

– No, no lo olvido, pero tampoco olvido que acabas de reiniciar tus antiguas actividades y que nosotros sí te estamos ayudando.

– Eso es diferente, no he vuelto por gusto sino obedeciendo un mandato del provincial de la orden.

– Sea por lo que sea el caso es que has regresado a tu antigua actividad. Además no te pido, lógicamente, que te hagas cargo de una investigación por asesinato, ni es posible procedimentalmente ni nuestro amigo -dijo señalando al inspector Rojas- lo consentiría. La ayuda que te pido es de otro tipo. Aunque sea indirectamente y de un modo muy leve te has relacionado con la difunta y su entorno. Eres además sacerdote, lo que en algunos ambientes sigue significando algo, si no desde un estricto punto de vista religioso sí desde un punto de vista social. Eso es lo que te pido, que hagas, si llegara el caso, de algo parecido a un introductor de embajadores.

– Comprendo. Sigo sin ver su necesidad pero accederé a tus deseos.

– Te lo agradezco de verdad, y no sólo de un modo retórico sino práctico -añadió el comisario mientras apuraba su café y dejaba las monedas justas encima de la mesa a cuyo alrededor estaban sentados, como dejando el camino expedito para levantarse y salir de allí en cualquier momento-. El inspector Rojas va a ir ahora mismo a entrevistar al mayordomo de la mujer asesinada. Si le acompañas no harás el viaje en balde. Quizá lo que te tiene que contar te sea útil en tus investigaciones.

De un modo tácito los tres hombres dieron por terminada la reunión y se levantaron de la mesa. Ya en la puerta el comisario se despidió de los otros dos, que sin necesidad de dirigirse la palabra caminaron juntos hasta el lugar en el que Rojas había aparcado su automóvil.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Vázquez tras entrar en el vehículo.

– A la casa de la difunta -contestó escuetamente el inspector Rojas mientras arrancaba el motor y desaparcaba.

La fina llovizna que caía sobre la ciudad había incitado a todos sus pobladores a sacar sus vehículos formando un atasco de considerables proporciones por lo que un recorrido que habitualmente se hacía en cinco minutos les llevó casi media hora. Por fin un malhumorado Rojas, que por discreción había preferido no hacer sonar la sirena y resignarse al atasco, llegó a la altura de un portal de la Gran Vía barrocamente decorado y aparcó junto a él, en doble fila. Pocos metros más adelante vio la emboinada figura de un agente de la OTA, la Ordenación de Tráfico y Aparcamiento, que vigilaba y controlaba a los automóviles que habían aparcado en la zona. Acercándose a él le mostró su acreditación como inspector del Cuerpo Nacional de Policía, conminándole a vigilar su vehículo y explicándole que estaba de servicio y, por tanto, aunque hubiese dejado el coche en doble fila, se molestaría terriblemente si se le ocurría ponerle una multa. Cuando comprobó que el empleado municipal había entendido y aceptado sus órdenes encaminó resuelto sus pasos hacia el interior del portal.

– Privilegios del puesto -comentó socarrón al padre Vázquez-, seguro que usted lo entiende perfectamente.

Vázquez asintió en silencio y acompañó al inspector hasta el interior de un ascensor en el que hubiera entrado toda la plantilla de un equipo de fútbol. Con menos ruido que el que se produce al apagar una vela el ascensor se puso en marcha y les condujo hasta el ático del edificio, cuya totalidad estaba ocupada, según explicó Rojas a su acompañante, por la difunta Irene Vidal.

Una doncella correctamente uniformada y ataviada con una cofia negra que proporcionaba un oportuno toque de luto a su atuendo les abrió la puerta y les condujo hasta un inmenso salón, repleto de cuadros con escenas de caza y dos esculturas que supuestamente representaban a figuras mitológicas. Se sentaron en dos mullidos butacones y pocos segundos después se abrió de nuevo la puerta, dando paso a la elegante figura de un hombre ya mayor, posiblemente en las proximidades de los setenta años, con el pelo completamente blanco y unas manos finas producto de horas de manicura, que vestía como los mayordomos de las películas inglesas.

El padre Vázquez había visto hacía pocos días un reportaje en la televisión vasca sobre el último mayordomo de Euskadi y comprendió, al instante, que aquel programa había mentido. En todo caso se trataría del anteúltimo mayordomo de Euskadi porque el último lo tenía a la vista. Se fijó también en el semblante cariacontecido y de profunda tristeza que el mayordomo era incapaz de ocultar, como un reflejo de los viejos tiempos en que había amos y siervos y éstos reverenciaban a los primeros.

El inspector Rojas, en cambio, dejando de lado las sutilezas que parecían obligatorias en aquel ambiente, explicó en seguida al mayordomo el motivo de la visita. Como inspector encargado del caso quería hacerle unas preguntas. Le acompañaba un sacerdote que recientemente había tratado con la fallecida y que, casualmente, se encontraba con él tratando sobre otros asuntos y al enterarse de las gestiones que tenía que hacer tuvo la amabilidad de ofrecerse para acompañarle. Si el mayordomo sabía que aquélla era una situación irregular, se abstuvo de comentarlo ofreciéndose, por el contrario, a contestar con sinceridad cualquier pregunta que se le hiciera sobre el terrible y luctuoso suceso.

– ¿Cuándo se enteró del fallecimiento de la señora? -preguntó el inspector.

– Más o menos a medianoche -respondió, imperturbable, el mayordomo-. Fueron ustedes quienes nos dieron la noticia llamando directamente aquí. Hasta ese momento no teníamos noticia alguna del hecho.

– ¿No les extrañó que no hubiera llegado a esa hora a casa? ¿Tenía hábitos irregulares?

– Ni una cosa ni otra. Habitualmente la señora cenaba a las nueve de la noche en punto, pero no era nada raro que cenara fuera de casa o que cambiara de planes.

– ¿Cuando ocurría eso les avisaba?

– Generalmente sí.

– Y ese día, ¿les llamó para decir que iba a llegar más tarde?

– No, no lo hizo.

– ¿No les preocupó ese hecho?

– ¿Por qué nos iba a preocupar? -contestó calmadamente el mayordomo, mostrando de inequívoco modo su extrañeza ante esa gente incapaz de penetrar en el modo de vida de la alta sociedad-. La señora era una persona adulta que sabía lo que hacía y lo que quería, no una adolescente a la que hay que vigilar y controlar. Era dueña de su vida y no tenía por qué darnos cuenta de sus horario de entradas y salidas.

– De todos modos fue asesinada, así que la situación no era normal.

– Una situación desagradable, desde luego -dijo el mayordomo, negándose a realizar otro tipo de valoraciones-, pero desconocida para nosotros y sobre la que poco o nada podíamos hacer.

– ¿Les sorprendió lo sucedido?

– Por supuesto, señor. Ésta es una familia antigua, de las de más abolengo de Vizcaya, y nunca había ocurrido algo así. Aunque bueno, ella no era una Iztueta de origen sino tan sólo por matrimonio -añadió con indisimulada satisfacción.

– Parece que no simpatizaba usted con ella.

– Válgame Dios -protestó el mayordomo-, ¿quién soy yo para simpatizar o antipatizar, si se dice así, con la señora? Desde el momento en que se casó con don Alejandro Iztueta se convirtió, para mí, en la señora y como a tal la he tratado siempre.

– Escuche, no nos interesa para nada su comportamiento profesional ante sus patronos. No sé si lo ha asimilado del todo, pero por si acaso volveré a explicárselo: estamos investigando la comisión de un asesinato, y no sólo está usted autorizado a decir la verdad sino que está obligado a ello.

Como si la repetición de la palabra asesinato fuera el ábrete Sésamo que removiera las interioridades del mayordomo, éste mudó repentinamente de expresión y los setenta años que se le adivinaban por su aspecto afloraron envejeciéndole repentinamente. Pidió permiso para sentarse, ya que hasta aquel momento había pertenecido respetuosamente de pie, dignamente erguido como le correspondía por su oficio, y habló entre susurros.

– Era una buscona -dijo.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el inspector.

– Lo que se entiende comúnmente cuando se usa una palabra. Buscona, ramera, furcia, creo que la lengua castellana posee un número casi infinito de sinónimos que podrían aplicársele. Además, era de Madrid.

– Bueno, no creo que eso sea tan grave -contestó el inspector, que había nacido en un pueblito de la provincia de Madrid.

– En general no, pero los Iztueta siempre han emparentado con familias británicas o vascas, nunca de otros lugares.

– Los tiempos cambian -dijo sonriendo Emilio Vázquez.

– Lo sé, padre -contestó el mayordomo usando el respetuoso título eclesial que en aquellos momentos parecía fuera de contexto-, pero cuando empiezan a derrumbarse las tradiciones es el fin de todo. Yo mismo -dijo con añoranza- soy miembro de una especie en extinción. Si conservo mi empleo aquí es tan sólo porque así lo dejó expresado don Alejandro en su testamento, y porque los hermanos del señor tienen a bien pagar mi sueldo.

– ¿No se encarga de ello la señora?

– En absoluto. Yo siempre he estado al servicio de la familia Iztueta, no tenía nada que ver con esa advenediza. Continúo aquí por lealtad a la memoria del señor y a su familia, no por otra cosa. Quizá para ustedes sea difícil entenderlo, pero si yo hubiera abandonado a la señora el escándalo que se habría producido entre los allegados a la familia hubiera sido mayúsculo.

– Entiendo -dijo el inspector, sin entenderlo en absoluto-. Creo que la señora llevaba una vida un tanto desordenada, me refiero al tema de los hombres.

– Le había comprendido perfectamente -dijo el mayordomo-, no era necesario que se explicara. Pues sí, la señora no podía pasarse sin su ración de sexo, como se dice hoy en día, le gustaban los hombres y ella debía de gustarles, según parece.

– Pero no a usted -apostilló el inspector Rojas.

– Dios me ha enviado por otros caminos -respondió el mayordomo más al padre Vázquez que al inspector-. Admito que no me gustaba como mujer pero, sobre todo, no me gustaba como persona.

– ¿Solía traer aquí a alguno de sus amantes?

– No, de ninguna manera -contestó con gesto escandalizado el mayordomo-, nunca se le ocurrió profanar el hogar de los Iztueta. Tenía su propio apartamento.

– ¿Sabe usted dónde está ese apartamento?

– Por supuesto. Una de mis funciones era también cuidar de que allí todo estuviera en orden. Como he supuesto que sería de interés para ustedes me he permitido la libertad de traerles las llaves. En el propio llavero está escrita la dirección del piso -añadió sacando un llavero de uno de los bolsillos de su pantalón y entregándoselo a Rojas.

– ¿Conoce usted la identidad de alguno de sus amantes?

– Lo siento pero no, lo llevaba con total discreción. Quizá alguien más cercano a ella lo supiera pero no los miembros del servicio doméstico de la casa.

– ¿Su difunto marido, el señor Iztueta, conocía esas aficiones de la señora?

– Así es.

– ¿Y nunca decidió ponerles fin? ¿Nunca pensó en divorciarse, por ejemplo?

– No, la familia no lo hubiera aceptado. Por otra parte, al señor le interesaba que su mujer estuviera satisfecha ya que él no podía complacerla.

– ¿Estaba enfermo?

– No exactamente. Don Alejandro era un gran señor, que amaba los placeres y la belleza, pero entre sus cánones de belleza no se incluían los encantos femeninos.

– Entiendo, así que era homosexual.

– La expresión es un tanto brutal pero acertada -contestó el mayordomo.

– ¿Su familia lo sabía?

– Así es, por eso admitieron su matrimonio con esa mujer, pese a que nadie conociera sus orígenes ni sus antecedentes familiares. Sabían que no tendría descendencia, lo pactaron con ella según tengo entendido, y ante terceras personas estaban casados y hacían una vida normal.

– Todo un catálogo de hipocresía -dijo el inspector.

– Yo más bien lo llamaría buenas maneras -protestó suavemente el mayordomo-, pero supongo que cada uno puede usar la palabra que considere más ajustada al caso.

– Me imagino que siendo un hombre religioso, de fe católica, sufriría internamente ante ese desgarro de su personalidad. Actualmente se es más tolerante pero hace años ser homosexual no estaba bien visto por la sociedad y la Iglesia lo consideraba pecado mortal -habló por primera vez el padre Vázquez.

– Siento contradecirle -respondió sonriendo el mayordomo-, pero el señor era ateo. Se había alejado de la religión en su juventud, quizá como rechazo a la intolerancia eclesial en ese aspecto, eso es posible, pero nunca volvió al redil, como suelen decir ustedes.

– Tal vez en sus últimos momentos, presintiendo la cercanía de su muerte, volviera sus ojos a Dios. Recuerde que donó cien millones al colegio en el que había estudiado.

– Sobre esa donación no puedo decir nada, sus motivos tendría y a los demás sólo nos cabe respetar su voluntad, pero respecto al otro asunto puedo asegurarles rotundamente que en ningún momento volvió al seno de la Santa Madre Iglesia, sino que falleció jurando y perjurando contra un dios cruel que permitía que la gente muriera a causa del amor.

– No entiendo -dijo el padre Vázquez.

– El señor tenía el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, ya saben, el sida, y murió como consecuencia de ello, sin arrepentirse de nada. Lo sé porque murió en brazos de la única persona que siempre le había amado de verdad -finalizó el mayordomo sin poder evitar que sus ojos se abrieran en un torrente de lágrimas.

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