Mientras decides cuál es el siguiente paso que vas a dar recuerdas, y tus recuerdos te hacen aún más dolorosa la incertidumbre que te siguen causando tus actos. Quizá debieras haberte quedado en la teoría, quizá la práctica no sea tan buena, pero has hecho lo que creías que tenías que hacer y no merece la pena que sigas atormentándote, echando la vista atrás.
Todo tiene un sentido, o debe tenerlo, y tú piensas en tu padre, al que apenas conociste. Te ves a ti mismo preguntando a tu madre.
-Amá [1], ¿dónde está el aitá [2]?
Y ella siempre te responde lo mismo, en viaje de negocios, o visitando a un pariente enfermo, o de caza. Pero tú no te quedas tranquilo y vuelves a la carga, siempre con la misma pregunta en la boca.
– ¿Por qué no está nunca con nosotros? ¿Es que no nos quiere, como los demás padres a sus hijos?
– No digas eso nunca, cariño. Claro que nos quiere, más que a nada en esta vida, pero tiene muchas obligaciones que no puede desatender.
Tú sigues sin entender, pero las cariñosas palabras de tu madre consiguen tranquilizarte, aunque continúas echando en falta las caricias de tu padre, las caricias de aquellas manos que a través de esas fotografías que ahora se han quedado sepias se adivinan fuertes y tiernas a un tiempo. Hay sobre todo una fotografía en especial, una fotografía en la que se ve a tu padre con otros dos amigos, jóvenes y sonrientes. Están en la cima del Gorbea y al fondo se ve una bandera con dos cruces, una de ellas en forma de aspa.
– ¿Qué bandera es ésta, amá? -preguntas a tu madre y ella, temerosa, te dice que guardes esa fotografía, que no se la enseñes a nadie, porque puede ser peligroso.
Tú no entiendes por qué una bandera tiene que ser algo peligroso, pero obedeces a tu madre, impresionado por el miedo que destilan sus ojos y extrañado de que esa bandera no se vea en ningún otro sitio. Tu hermano mayor te ha dicho que esa bandera es la ikurriña, la bandera de los vascos, pero que no se puede ondear porque está prohibida. A ti te extraña que una cosa tan bonita como una bandera pueda estar prohibida, pero si te lo ha dicho tu hermano Mikel piensas que seguramente será verdad. Otro día llegas a casa llorando. Un compañero te ha dicho en el colegio que es mentira que tu padre esté siempre fuera de casa por culpa de los negocios, que no tiene ningún negocio sino que está en la cárcel, que todo el pueblo lo sabe. Tú te has peleado con él, pese a que te lleva tres años, y te ha partido el labio y una ceja. Te has asustado por la sangre, más aparatosa que preocupante, pero has aguantado el tipo como un hombrecito, sólo has llorado al llegar a casa, buscando el consuelo de tu madre, deseando escuchar sus dulces palabras en esa lengua que no puedes hablar delante de tu profesor, no entiendes por qué, si es el idioma en que tu madre te cantaba hermosas nanas para que te durmieras cuando eras pequeño y en el que rezas todas las noches al Niño Jesús para que el aitá vuelva pronto a casa, pero aunque no lo entiendas has aprendido a controlarte y a no hablarlo más que en tu propia casa, con los tuyos.
Menos hoy, hoy te ha podido la excitación y como eras incapaz de expresar todo lo que te salía del alma te has pasado al éusquera, y el profesor te ha escuchado. No sólo te ha castigado por la pelea sino que has recibido una ración especial de golpes en los nudillos con una vara tan fina que se te incrustaba en la piel, despellejándotela. Pero eso no ha sido lo peor, las heridas del cuerpo sanan antes o después, lo peor son las heridas del alma, las heridas lacerantes que te han causado las palabras del profesor, cuando te ha hecho ponerte en medio de la clase, a ti que por cualquier nimiedad te mueres de vergüenza, y señalándote con el dedo te ha puesto como ejemplo de lo más vil y perverso que puede haber sobre la faz de la Tierra.
– Miradle -ha dicho con voz tronante-, mirad a vuestro compañero, que se pelea como un pendenciero y se niega a hablar en el idioma de la civilización y la cultura. Con su obstinación enfermiza en hablar en un dialecto atrasado y su predisposición a la violencia es el vivo ejemplo de aquellos seres descarriados que nunca serán nada en la vida, nada de nada. Seguramente acabará ingresando en una prisión, como le ha sucedido a su propio padre.
No has aguantado más y has salido corriendo de clase, sin pensar en que te caerán nuevos castigos, en busca del regazo materno donde podrás llorar a gusto, porque no hay nada más duro que tener que aguantarte las lágrimas cuando lo único que deseas es, precisamente, llorar, llorar hasta hartarte, hasta quedarte dormido en los brazos de tu madre.
Y tu madre, que nunca te ha fallado, te dice que es verdad, que es cierto que tu padre está en la cárcel, pero que no tienes por qué estar avergonzado, el aitá no está en la cárcel porque sea un ladrón o un asesino, el aitá es un hombre de bien, un hombre honrado víctima de las injusticias de otros hombres que algún día, con la ayuda de Dios, desaparecerán.
Entonces, tu hermano mayor Mikel, siempre tan callado e introvertido, rompe su habitual silencio y casi arrastrando las palabras te dice que no sólo no tienes que estar avergonzado sino que, más bien al contrario, tienes que estar orgulloso. Y atreviéndose a desobedecer a la amá, que le pide a gritos que se calle, continúa hablando lenta y premiosamente, pero con una firmeza que tú nunca habías visto en él hasta ese momento.
– El aitá está en la cárcel por defender a Euskadi.
– ¿Qué es Euskadi? -preguntas tú al oír esa palabra nueva para ti, esa palabra que no has oído nunca hasta ese momento.
– Es lo que ha traído la desgracia a esta casa.
– No, amá, eso no es así -reprende suavemente el hijo a la madre, ante tu extrañeza, al ver cómo ella asiente en silencio a lo dicho por tu hermano mientras dos lagrimones descienden silenciosamente por sus mejillas-, Euskadi no ha traído la desgracia a esta casa, la desgracia a esta casa y a todas las casas de nuestra tierra la han traído quienes prohiben hasta su mera mención. Ya es hora de que Ander lo sepa.
– Es pequeño todavía -dice tu madre, pero tú protestas, quieres saber por qué tu padre está en la cárcel, y al final ella cede, pero es incapaz de explicarte nada, vuelve a ser tu hermano mayor el que toma la palabra.
– Euskadi es nuestra tierra, el país de los vascos. Pero es algo más, es que ningún profesor pueda castigarte por hablar en la lengua de nuestros antepasados, es el poder salir a la calle con la bandera que nuestro padre colocó en lo alto del Gorbea, es que nadie tenga miedo a decir lo que piensa.
Mikel sigue hablando pero ya no le escuchas, quizá tu madre tenga razón, quizá ciertos conceptos estén fuera de tu alcance, pero con lo que has comprendido lo tienes bastante claro; si tu padre está en la cárcel por defender esas cosas él no es un criminal, en todo caso lo serán quienes le han hecho prisionero, pero no él. Tienes ganas de proclamarlo a los cuatro vientos, sin embargo otra cosa que acabas de aprender es que eso no es posible, precisamente tu padre está en la cárcel por proclamarlo, pero esa noche cuando te acuestas sonríes feliz y duermes de un tirón, soñando con tu padre.
Al día siguiente algo ha cambiado en ti. No vuelves al colegio atemorizado sino alegre, fuerte, satisfecho, dispuesto a comerte el mundo. Y coincides en el recreo con el chico que ayer te pegó y te dijo que tu padre está en la cárcel, pero ya no le tienes miedo. Te has acercado a él y le has dicho que tu padre es un gran hombre que está en la cárcel por defender a su pueblo, y que el único ladrón es su padre, un comerciante que a todo el mundo engaña con el peso, como se rumorea por el valle. Ves cómo tus compañeros te jalean alegres, cómo te apoyan, y ves cómo el otro chico vuelve a pegarte, pero hay algo dentro en ti que te hace crecer y pese a la diferencia de edad esta vez eres tú el que castiga, eres tú el que golpea, sientes en tu cuerpo la fuerza de tu padre, la fuerza de esas manos gruesas como palas que estás deseando que te acaricien, y tu contrincante se retira lloroso mientras sangra por la nariz.
El castigo es de los que hacen época, pero no te importa porque piensas que tu padre está aguantando un castigo mucho mayor por el único delito de luchar por su patria, y sonríes pensando que él estará orgulloso de ti. Y cuando oyes a tu madre chillarte y decirte que eres un loco inconsciente que no le das más que disgustos, sabes que aunque no se atreva a expresarlo con la boca, con los ojos está diciendo que está orgullosa de ti y que no lo olvidará nunca, que algún día le contará al aitá cómo le has defendido. Tu hermano Mikel, con su mutismo de siempre, sólo pronuncia cuatro palabras, pero tú no necesitas más para saber que es el mejor hermano del mundo.
– Muy bien hecho, chaval.