Capítulo veintinueve

Mientras Emilio Vázquez forzaba sigilosamente la cerradura del último domicilio conocido de la misteriosa compañera del padre Gajate, pensaba que cada vez le iba cogiendo más gusto a su recuperada profesión de policía. Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal pero eso no le afectaba en absoluto. Cuando ejercía, primero de inspector y posteriormente de comisario, lo había hecho, en persona o a través de sus subordinados, un montón de veces sin tener por ello remordimiento alguno. Además, como ya no era oficialmente policía, nadie podía acusarle de abusos policiales o registro ilegal, en todo caso de allanamiento de morada, pero sabía que esa posibilidad era muy lejana. De hecho, imaginaba que el registro que iba a hacer sería inútil, pero aun así tenía que hacerlo, no podía dejar resquicio alguno sin investigar.

Las indagaciones previas que había efectuado le habían confirmado su idea primigenia. En el domicilio de María Luisa Prieto ya no vivía nadie. Hacía un par de semanas que no se observaba movimiento alguno y su buzón estaba repleto de impresos publicitarios que nadie se había dignado en retirar. En cuanto a su ocupante antigua poco pudieron decir los vecinos. Era una chica joven que hacía su vida sin meterse con nadie. No había intimado con el resto de los vecinos, aunque era educada y les saludaba cuando se encontraban en la escalera o el ascensor. Por lo demás, nunca cruzaba con nadie más de dos palabras ni asistía a las reuniones de la comunidad. Si recibía a hombres o mujeres nadie lo sabía y, además, el tema le era indiferente a una gran mayoría del vecindario. Respecto al piso, no había sido ocupado todavía por ningún nuevo inquilino. Poco más pudo sacar Vázquez en limpio, pero era suficiente para saber que nadie le iba a molestar cuando entrara y que dicha entrada iba a ser baldía.

El piso estaba prácticamente vacío. Su interior contenía tan sólo los muebles estrictamente indispensables para que el propietario pudiera alardear de que lo arrendaba amueblado, pero nada más. Eran muebles que no mantenían ninguna armonía, traído éste posiblemente de aquí y el otro de acullá, aquél comprado en una liquidación y este otro regalado por un amigo que había decidido cambiar el mobiliario. Vázquez escudriñó hasta el último rincón sin encontrar nada de interés, no quedaba ningún objeto personal de la extraña mujer.

Se sentía decepcionado. Era consciente de que no iba a encontrar nada que le permitiera solucionar de repente el caso, pero sí había esperado encontrar algún indicio que pudiera conducirle a algún otro sitio. Desde que se había hecho cargo de la investigación tenía la sensación de que el padre Gajate y su compañera estaban jugando con él, como el gato con el ratón, de ahí que esperara alguna señal de que el juego continuaba. Quería imperiosamente que continuara, necesitaba seguir en esa historia. Aunque aparentemente fuera un simple muñeco cuyos hilos manejaban, como expertos titiriteros, sus dos presas, sabía que él era un profesional mientras que sus oponentes, antes o después, darían un paso en falso. Por eso deseaba que el juego no terminara ya que era su única posibilidad de solucionar el caso.

Había colocado ya su mano sobre el pomo de la puerta, dispuesto a salir, cuando una idea brotó repentinamente en su cabeza. Fue como una fugaz chispa que surgía de la nada, pero lo suficientemente consistente como para obligarle a desandar sus pasos y reiniciar la búsqueda. Uno por uno fue abriendo todos los armarios que había en la casa y comprobó, satisfecho, que sus oponentes no le habían defraudado, aunque se estaban volviendo cada vez más sutiles. La base de cada uno de los cajones de los armarios estaba protegida por una hoja de periódico. Fue sacándolas todas y extendiéndolas sobre el suelo las miró con detenimiento. Si su instinto no le engañaba ahí tenía que haber una clave. Todas las hojas pertenecían a la misma sección, la de anuncios por palabras, y más concretamente a los de inmobiliarias. Además, el nombre de cada una de las agencias que ofrecían sus servicios había sido subrayado con rotulador rojo. Después de comprobarlo minuciosamente salió de la vivienda sin reponer los periódicos en su sitio. Sabía que no merecía la pena.

Emilio Vázquez nunca hubiera imaginado la cantidad de agencias inmobiliarias que había en Bilbao. Estaban a punto de salirle ampollas en los pies cuando por fin, en la decimotercera o decimocuarta que visitó, reconocieron las fotografías de Ander Gajate y María Luisa Prieto. Sí, esos dos jóvenes habían alquilado allí una vivienda, se les notaba muy formales, al parecer eran novios e iban a casarse dentro de poco, además pagaron cinco meses por adelantado, no, no es lo habitual, pero explicaron que preferían hacerlo así para evitarse preocupaciones, ya que en los próximos meses iban a estar muy ocupados, la boda, ya se sabe, no, el piso no tenía teléfono y ellos no nos han proporcionado ninguno, tampoco nos han llamado para nada desde que les dimos las llaves del piso, ¿así que es usted policía, eh?, yo pensaba que eran más jóvenes, ya sabe, para poder dar mamporros a los chorizos, sí, sí, lo entiendo, pero ya sabe, una ve muchas películas, ¿la dirección?, sí, claro, perdone, en qué estaría yo pensando, aquí tiene, la verdad es que hemos tenido mucha suerte porque era un piso difícil de alquilar, no, por estar estaba en buenas condiciones pero la calle, ya sabe usted la fama que tiene esa calle, aunque por otra parte los jóvenes no tienen los prejuicios de las personas mayores y lógicamente el dinero es el dinero, sobre todo cuando uno va a casarse y, claro, cuesta mucho más barato un piso en esa zona que en la Gran Vía, es algo normal, ¿no cree usted?

La vivienda estaba ubicada en la zona denominada La Palanca, lo más parecido a un barrio chino que se puede encontrar en Bilbao. Justo enfrente del portal se encontraba situado el Club Neskatilak, en el que había desempeñado sus servicios profesionales la compañera del padre Gajate. Parecía demasiado obvio como para ser una coincidencia, pero no le quedaba más remedio que asumirlo con tranquilidad mientras fueran ellos dos quienes marcaran las pautas del juego. Al dirigirse hacia el portal comprobó, con satisfacción no exenta de melancolía, que los transeúntes se apartaban a su paso. Posiblemente, a pesar del tiempo transcurrido, aún se le notaba en su aspecto el aura de policía matón que durante tantos años le había adornado.

No esperaba encontrar a la pareja pero no pudo evitar su asombro cuando, pocos segundos después de pulsar el timbre, se abrió la puerta de par en par, dejando ver la arrugada cara de una anciana que tenía todo el aspecto de ser contemporánea de Fernando VII

– ¿Qué desea? -le preguntó con un hilo de voz la señora-. Le advierto que no tengo dinero, así que no podré comprarle nada. Apenas me llega para comer -añadió no con amargura sino con la resignación de quien constata un hecho tal vez lamentable, pero cierto.

– No se preocupe por eso, señora, no vengo a venderle nada. Tan sólo estoy buscando información.

– ¿Qué clase de información? -preguntó la señora, después de invitarle a entrar en la casa y ofrecerle asiento en una pequeña salita-. Soy una anciana que no sabe nada de nada. Tan sólo espero que Dios se apiade pronto de mí y me lleve junto a los míos.

– Soy sacerdote -dijo Vázquez, al que la alusión a la providencia divina le había indicado que posiblemente estaba hablando con una mujer piadosa- y estoy buscando a dos amigos que han vivido aquí. Tal vez usted sepa algo de ellos -añadió, sacando sendas fotografías y enseñándoselas.

– ¡Qué alegría, padre! -exclamó la señora, levantándose de su silla para besarle la mano, con gran embarazo de Emilio Vázquez, que en su corta vida sacerdotal no había sido obsequiado con ese obsoleto gesto de respeto-, perdone que no le haya reconocido pero, claro, así vestido, de persona normal, no es fácil adivinarlo. Aunque ya estoy acostumbrada, hoy en día la mayoría de los sacerdotes visten de paisano, como el padre Ander. Y hasta las monjas, como la propia sor María Luisa. Yo lo comprendo, porque mi hijo también era así, pero qué quiere, a mí me gustaban más con alzacuello y toca.

Estaba claro que la señora conocía a la pareja, ya que el padre Ander tenía que ser Ander Gajate y en cuanto a sor María Luisa, no había ninguna duda de que era la misteriosa mujer que había cobrado el talón y que, posiblemente para ganarse la confianza de la señora, se había hecho pasar por monja, pero ¿por qué demonios una mujer como ella quería ganarse la confianza de esa pobre anciana?

– Observo que ha reconocido las fotografías.

– ¿Qué?, ah, sí, tiene razón, perdone, pero me pongo a hablar y se me va el santo al cielo. Ay, el cielo, cuándo me llevará allí el Señor, para besar de nuevo a mi marido y a mi pequeñín. Pero perdone, padre, las fotografías, sí, claro que les he conocido, son el padre Gajate y sor María Luisa, una monja muy simpática y moderna, muy de hoy.

– ¿Me podría decir de qué les conoce, y desde cuándo?

– Sí, cómo no. A la hermana la conocí hace muy pocos días, me la presentó el padre Gajate. En cuanto a él le conocí hace muchos años, era compañero de mi hijo en el seminario. Se portó muy bien con nosotros cuando nuestro hijo murió, ¿sabe? Fue como un ángel para nosotros pero, desgraciadamente, nada ni nadie consiguió mitigar nuestro dolor. Mi hijo era un buen hijo, un chico formal y cariñoso, muy religioso, y desde chiquitín había querido ser sacerdote, ¿sabe? Pero no pudo ser. Su vida se truncó y ya nada volvió a ser lo mismo.

– ¿Qué es lo que ocurrió exactamente? -preguntó Emilio Vázquez, interesándose por la muerte del antiguo seminarista compañero de Ander Gajate, consciente de que aunque las coincidencias existan, su compañero de congregación no le había enviado ahí para que escuchara, sin más, una triste historia.

– No lo sé exactamente porque nadie decía lo mismo. La policía acusó a mi niño de cosas horrorosas, que si iba con mujeres de la vida, a locales de mala fama, y que una noche se escapó del seminario, se emborrachó y, en una trifulca, perdió la vida.

– ¿Y no fue así?

– Es imposible, padre, ya le he dicho que mi niño era un buen hijo y un joven profundamente religioso. Su máxima ilusión era ser sacerdote, ¿cómo iba a hacer una cosa así? Aunque nunca entendí por qué la policía dijo eso, nunca había pensado que los policías pudieran mentir, seguramente se equivocarían, ¿cree usted que la policía miente?, es difícil de creérselo.

– Tal vez sí, o tal vez estuvieran equivocados, esas cosas ocurren.

– Sí, seguramente sucedió eso, se equivocaron y por eso dijeron lo que dijeron. Como tienen tanto trabajo con la delincuencia que hay, los pobrecitos de ellos no se dieron cuenta de su error, pero eso cambió nuestras vidas. Mi marido empezó a beber y un mal día, estando borracho, se estrelló con su coche contra un autobús y murió al instante, dejándome sola y triste, tan sólo con mis recuerdos.

– Antes me ha dicho que hay versiones diferentes sobre la muerte de su hijo. ¿Me puede contar alguna otra?

– Bueno, tiempo después de la muerte de mi chico vino a visitarme el padre Ander, aunque entonces todavía no había sido ordenado, y me dijo que todo era falso, que no había muerto en una reyerta en una casa de ésas, sino que lo había asesinado la policía. Como usted comprenderá me pareció algo increíble, ¿cómo va a matar la policía a alguien? La policía está, precisamente, para lo contrario, para detener a los criminales, ¿no es así? Pero el padre Ander insistía en que lo que decía era la pura verdad y yo no sabía a qué atenerme. Al fin y al cabo el padre Ander era también seminarista, compañero de mi hijo, un hombre entregado a Dios, ¿cómo iba a mentirme? Supongo que todos, policías y seminaristas, estaban equivocados pero a mí eso me da igual, lo único que deseo es reunirme con mis seres queridos. Si la Santa Madre Iglesia no lo considerara pecado mortal haría tiempo que me habría ido con ellos voluntariamente.

– ¿Qué es exactamente lo que le dijo el padre Ander?

– Que mi hijo estaba trabajando, junto a otros creyentes, en un grupo contrario al régimen, defensor de las libertades y de la democracia, y que querían derrocar al Caudillo. Sinceramente se lo digo, no le creí. ¿Cómo unos católicos iban a estar en contra de un gobierno que siempre había defendido a la Iglesia, un gobierno que había derrotado en la guerra a los asesinos de curas y monjas? ¿No recordaban que en la república las izquierdas quemaban Iglesias? Nosotros, mi marido y yo quiero decir, no nos hemos metido nunca en política, siempre hemos sido gente de orden, por eso mismo pensábamos que las cosas estaban bien como estaban, ¿cómo no íbamos a estar agradecidos a un régimen que nos había traído la paz y que defendía la moral y el orden? Es cierto que mi chico empezó a aprender vascuence y que quería que le llamáramos Jokin en lugar de Joaquín, como le habíamos bautizado, pero de ahí a pensar que era un subversivo hay un abismo, aunque en fin, perdone estas divagaciones de vieja chocha, pero tengo pocas oportunidades de desahogarme.

Con una nueva pregunta Emilio Vázquez confirmó sus sospechas. El difunto hijo de la señora se llamaba Joaquín (o Jokin) Torrente Uriarte y era el compañero de Ander Gajate del que le habían hablado los inspectores Romero y Castrofuerte, el chavalín que había muerto tras un encuentro con la policía, cuando intentaba llenar el Casco Viejo bilbaíno de pintadas subversivas. ¿Era ése el mensaje que quería remitirle el padre Gajate? Parecía absurdo, porque en aquella época aún no había estado en Bilbao ni siquiera de visita, pero sin embargo era evidente. Su hermano en Dios había querido que conociera, de viva voz y a través de un testigo cualificado, la historia de Joaquín Torrente.

Miró a la anciana deseando explicarle la verdad, deseando decirle cómo y por qué murió su hijo, pero no se atrevió. Al fin y al cabo, aunque él no era culpable pudiera haberlo sido. De haber estado destinado en Bilbao en esas fechas tal vez hubiera participado en su asesinato y, de todos modos, ¿para qué le iba a servir a aquella mujer la verdad? El evangelista había dicho eso de «la verdad os hará libres» pero también los evangelistas podían equivocarse. Ningún bien podía hacerle a aquella pobre mujer conocer la auténtica versión de los hechos así que en lugar de sincerarse decidió seguir interrogándola.

– ¿Durante todos estos años ha estado en contacto con el padre Gajate?

– No, la verdad es que no le había visto en muchos años, pero no tengo nada que reprocharle, no señor. Al principio venía muy a menudo, era y sigue siendo un chico muy cariñoso, pero poco a poco dejó de venir y lo entendí. Hay que comprender que los sacerdotes se deben a sus feligreses, siempre hay problemas que atender, miserias que paliar, enfermos que cuidar. Qué le voy a decir que usted no sepa, la gente piensa que un cura se limita a decir misa todos los días pero hacen mucho más, ¿no lo cree usted así?

– Por supuesto -replicó Vázquez-, pero me gustaría conocer cuándo reanudaron ustedes sus relaciones.

– Lo siento pero no lo he entendido bien.

– Quiero decir que cuándo volvió a ver al padre Gajate.

– Ah, sí, ahora lo entiendo. Hace muy pocos días, no llegará al mes. Vino a visitarme al asilo. Me dijo que no sabía que estaba allí y que cuando se enteró decidió venir a verme. Yo le dije que no se preocupara por eso, que estaba muy bien atendida y que las monjitas eran muy cariñosas y amables pero él insistió en venir a verme a diario y yo se lo agradecí infinitamente, ya que por fin podía estar con alguien que había conocido a mi hijo, ¿sabe?, y eso para mí era muy importante.

»Luego, a los pocos días, vino acompañado por una monja que se dedica a labores de asistencia social, la hermana María Luisa, la de la fotografía, y me dijeron que me habían encontrado un piso para que pudiera vivir sola e independiente. Al principio me daba un poco de miedo porque hacía mucho tiempo que residía en el asilo y no estaba segura de ser capaz nuevamente de arreglarme por mi cuenta, sin la compañía de nadie, los recuerdos y la soledad pesan mucho, ¿sabe?, pero él me aseguró que vendría todos los días a verme y ha cumplido su promesa. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz.

– Entonces, ¿viene a visitarla todos los días?

– Todos los días -dijo con inusitada firmeza la anciana.

– Y hoy, ¿ha venido a visitarla?

– Aún no, todavía no es la hora -respondió la anciana, ojeando un reloj que colgaba en una de las paredes-, pero vendrá con seguridad, todas las tardes viene, algunas veces acompañado por la monjita.

Emilio Vázquez pidió permiso a la anciana para quedarse un rato en la casa, esperando al padre Gajate, ya que hacía tiempo que no se veían y deseaba estar con él, dijo, siendo contestado afirmativamente por su anfitriona, incapaz de negar nada a un sacerdote católico y empeñada en servirle un vasito de vino, es vino dulce, como el que se utiliza en la eucaristía, no le hará daño, insistió tanto la buena señora, deseosa de agasajarle, que a Emilio Vázquez, acostumbrado a bebidas mucho más fuertes, no le quedó más remedio que beber el infecto brebaje.

Llevaba poco más de media hora intentando apurar la generosa copa que le había ofrecido la anciana cuando sonó el teléfono. La anfitriona del padre Vázquez no debía estar acostumbrada a recibir llamadas, ya que se sobresaltó ostensiblemente al oír el agudo repiqueteo del aparato y vaciló unos segundos antes de descolgarlo.

– Sí, soy yo. Sí, efectivamente, está aquí un conocido suyo, un sacerdote muy amable que me ha preguntado por usted. ¿Cómo?, sí, entiendo, yo, bueno, bueno, que Dios le bendiga, a usted y a la hermana María Luisa, sí, adiós, adiós.

Aunque el padre Vázquez no podía oír al interlocutor de la anciana, de las palabras de ésta se desprendía claramente que quien había llamado era Ander Gajate. El muy cabrón le vigilaba, pero ya se le acabaría su suerte, mientras tanto era consciente de bailar al son de la música que su hermano en Cristo, curiosa expresión para designar a ese hijo de puta, tocaba.

Sumido en sus pensamientos no se percató de que la anciana acababa de colgar el teléfono. Tan sólo cuando la vio acercarse hacia donde él estaba, anegada en lágrimas, volvió a la realidad.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó solícito.

– No, nada, no debe preocuparse por mí, soy tan sólo una vieja chocha a la que cualquier contratiempo le afecta -respondió haciendo un vano esfuerzo por cortar el incesante lagrimeo.

– No se avergüence por eso, llorar es sano, más de una vez es lo único que nos puede tranquilizar, lo único capaz de desahogarnos, pero hablar también es bueno, quizá si me cuenta la conversación pueda calmarse, esbueno contar con un amigo al que poder narrarle nuestras cuitas.

– Es usted muy amable -contestó entre hipidos la anciana- y seguramente tiene razón, un hombre como usted tiene que estar acostumbrado a escuchar las miserias de la gente.

– Así es -contestó lacónico el padre Vázquez.

– La verdad es que esa llamada me ha trastornado mucho, aunque entiendo perfectamente lo que ha pasado. Era el padre Ander, ¿sabe usted? Me ha comunicado muy amablemente que no podrá venir esta tarde y que, bueno, que no podrá venir a verme nunca más. Al parecer lo destinan a las misiones, al África, allí hay mucha pobreza, ¿sabe?, y los pobres negros desconocen las bondades de la palabra de Dios. Es un gran sacerdote el padre Ander, sacrificarse por esos salvajes, aunque también son hijos de Dios, por supuesto, por eso le he dicho que hace bien, que le entiendo, pero me voy a quedar sola, muy sola -finalizó, más hablando para sí que para el padre Vázquez.

– ¿Le ha dado algún recado para mí?

– ¿Para usted? Ah, sí, perdone, soy una egoísta, sólo pienso en mí y me olvido de los demás, lo siento. Sí, me ha preguntado por usted y al decirle que estaba aquí, haciéndome compañía, me ha dicho que se verán pronto, muy pronto, que el cáliz está a punto de consumarse, ¿o ha dicho consumirse? La verdad es que no soy muy culta y hay muchas cosas que no entiendo, lo siento.

– No tiene importancia, ¿le ha dicho algo más, cuándo o dónde nos veremos?

– No, tan sólo me ha dicho que va usted por buen camino, que debería volver al lugar de partida. Tan sólo eso, luego es cuando me ha dado la noticia -dijo volviendo a llorar.

Emilio Vázquez salió de la casa en silencio, sin despedirse de la inconsolable anciana que, arrebujada en su butaca, rumiaba en silencio su pena. Por primera vez desde que había empezado toda la historia odió fervientemente a su adversario, con un odio que le recordaba tiempos y momentos ya superados. Cuando llegó a la calle observó de nuevo, enfrente suyo, la entrada del Club Neskatilak. Era obvio que el padre Gajate le había estado espiando y el dichoso club era un buen escondite. Sin pensárselo dos veces encaminó sus pasos hacia el local, penetrando en su interior.

– Hombre, mirad quién está aquí, nuestro cura favorito -dijo, burlón, el encargado, que le había reconocido nada más verle.

– Estoy buscando a Ander Gajate -replicó sin dar ningún tipo de explicación.

– Lamento defraudarle pero usted es el único sacerdote que nos ha honrado con su visita en los últimos días.

– ¿Cómo sabe que Ander Gajate es también sacerdote?

– Elemental, querido Sherlock, los cuervos siempre van en pareja como los guardias civiles.

– Muy bonita la broma pero no estoy con humor para aguantar gilipolleces. El padre Gajate está aquí y voy a encontrarlo.

– Me temo que no. Por si usted no lo sabe esto es propiedad privada, y no se puede entrar aquí así como así. ¿Ve usted ese cartel? -añadió señalándole un ladrillo de cerámica, colgado sobre el pequeño ambigú que hacía las veces de barra de bar, y que llevaba inscrita la inscripción «reservado el derecho de admisión»-. Pues ya lo sabe, dése la vuelta y largúese. No le queremos aquí. Usted ya no es policía y, aunque lo fuera, necesitaría una orden de registro. Así que venga, vayase de una puta vez.

Emilio Vázquez miró en torno suyo. A su alrededor se estaban arremolinando unos cuantos clientes, que quizá no lo fueran. Además, no tenía sentido empecinarse en realizar un registro, seguramente el pájaro había levantado el vuelo y, por otra parte, volverían a ponerse en contacto pronto, muy pronto, si no había mentido a la anciana. De todos modos había algo que quería hacer, que necesitaba hacer, y lo hizo. Acercándose al encargado le asestó inopinadamente una patada tan fuerte en la entrepierna, justo en medio del organismo que permite a los hombres reproducirse, que le dejó tendido en el suelo, aullando de dolor. Hacía tiempo que no se sentía tan bien, pensó, olvidándose por unos cuantos segundos de su condición sacerdotal.

– Tranquilos, tranquilos, que ya me voy -dijo, sonriendo, a los presentes-, esto ha sido tan sólo una broma de viejos conocidos. Por cierto, si alguno de ustedes conoce al padre Ander Gajate puede decirle que la que va a recibir él será cien veces más fuerte. Queden ustedes con Dios.

Salió pacíficamente del local, sin que nadie le siguiera, y encaminó de nuevo sus pasos a la agencia inmobiliaria. Si lo que le había comunicado por teléfono Ander Gajate a la anciana era cierto, de nuevo tendría allí alguna pista, aunque no sabía a ciencia cierta cuál. Cuando entró por la puerta aún se encontraba allí la joven que le había atendido. A Vázquez no se le escapó que su llegaba había desencadenado síntomas de evidente nerviosismo en la empleada, que antes de ser interpelada se puso a hablar desordenadamente. La extrañeza de Emilio Vázquez se disipó cuando recordó que en su visita anterior se había hecho pasar por policía.

– Lo siento, señor comisario -aunque no se había hablado para nada del rango policial de su visitante la joven optó prudentemente por concederle uno elevado-, yo no sabía nada, me dijeron que era una broma, el alquiler del piso está totalmente en regla, si quiere le puedo proporcionar copia de todo.

Premisa básica en el trabajo policial era que cuando un testigo pensaba que el policía lo sabía todo, éste debía afirmar que sí, que lo sabía todo, pero que preferiría oír la historia completa de manos de su interlocutor, para cotejar versiones.

La joven empleada sacó un periódico de debajo del mostrador y enseñándole una fotografía, volvió a hablar con Vázquez.

– Cuando esta mañana hablé con usted no sabía lo que había ocurrido, palabra, si no se lo hubiera contado todo de pe a pa, aunque bueno, no hay mucho que contar, no vaya usted a pensar cosas raras. Fue ella la que me alquiló el piso, pero me dijo que si venía un policía preguntando por la pareja de la fotografía que usted me mostró, le indicara que eran ellos quienes habían alquilado el piso. Me aseguró que no había nada extraño en ello, que era todo legal y se trataba de una broma, ya que era un asunto personal, no de la policía. Además, el jefe de la agencia me dijo que la señora era una buena cliente y muy conocida además en la alta sociedad de Bilbao, así que no puse ninguna pega y lo hice, pero claro, yo no sabía lo que iba a suceder, aunque no creo que tenga nada que ver conmigo ni con la agencia -dijo esto último más en el tono de quien espera que le quiten un peso de encima que de quien se siente seguro de lo que afirma.

Mientras escuchaba las palabras de la joven Vázquez le había arrebatado el periódico de las manos. Tanto en portada como en páginas interiores el asesinato de Irene Vidal había merecido los honores de ser considerada la noticia más importante del día y diversas fotografías de la difunta jalonaban a profusión el reportaje. Estaba claro que había una conexión, una relación más íntima de lo que pensaba entre Irene Vidal y sus dos perseguidos, aunque no conseguía entender el motivo. Si, como sospechaba, todo el asunto se sustentaba en una venganza, ¿qué pintaba en él Irene Vidal? Y su asesinato, ¿tenía alguna relación con el padre Gajate y su amiga? Deseó fervientemente que no y rezó implorando a Dios por ellos pero cada día era más policía y sabía que ése no era un hecho normal. Había un nexo claro, no sabía si fuerte o débil, entre la desaparición del padre Gajate y la muerte de Irene Vidal y, le gustara o no, tenía que investigarlo pero debía, así mismo, obrar con prudencia. Si el comisario Ansúrez y el inspector Rojas habían confiado en él, proporcionándole datos sobre el padre Gajate y su compañera, y le habían hecho partícipe de lo ocurrido con Irene Vidal, él tenía que corresponderles. Por eso lo primero que hizo cuando salió de la agencia fue telefonear al inspector encargado del caso.

Manuel Rojas escuchó con atención las explicaciones de Emilio Vázquez. A él también le pareció inquietante e interesante la posible conexión entre la desaparición de Ander Gajate y el asesinato de Irene Vidal pero no sabía qué conclusión sacar de ese hecho. Tal vez por influencia del padre Vázquez o tal vez por el poso que hubiera dejado en él la educación recibida cuando era niño, se le hacía cuesta arriba pensar que el padre Gajate estuviera implicado en un asesinato. Sin embargo, la relación era evidente y fuera cual fuese el motivo de la misma tenía que descubrirlo.

Durante unos instantes se entretuvo pensando lo que debía hacer. Aunque Emilio Vázquez, a su modo, y quizá de un modo no muy agradable, era una leyenda en la jefatura, y aunque en su primer contacto se había mostrado como un compañero amable, Rojas no había estado de acuerdo, en ningún momento, con la sugerencia del comisario Ansúrez de que pidiera su colaboración para la resolución del asesinato que tenía entre manos sin embargo, en esos momentos estaba cambiando de opinión. El padre Vázquez se estaba revelando como un hombre con reflejos, que no había perdido sus antiguas facultades y, por otra parte, si al final resultaba que estaba implicado un religioso, siempre podría usarle como escudo si la situación se tornara oscura, por eso, tras agradecerle la información, le preguntó si tenía algo que hacer.

– Te lo comento porque en estos momentos me disponía a salir de jefatura para entrevistarme con Carmelo Iztueta, uno de los cuñados de Irene Vidal, hermano de su marido.

Emilio Vázquez contestó que todo lo que tenía entre manos podía esperar y que estaba deseando acompañarle, por lo que quince minutos más tarde se subió al vehículo camuflado de la policía en el que había ido a recogerle el inspector y, juntos, se dirigieron hasta las oficinas centrales de las empresas Iztueta.

Carmelo Iztueta se encontraba sentado en el mismo sillón que hasta su muerte había usufructuado Irene Vidal. Por lo que parecía el traspaso de poderes había sido inmediato y el cuñado ni siquiera había cambiado el mobiliario. Les recibió con una sonrisa en los labios y el sempiterno gesto de bienvenida de quien sabía que por familia y posición no tenía nada que temer de una pareja de policías.

– Mi secretaria me ha informado de que desean ustedes interrogarme acerca del asesinato de mi cuñada -lo dijo en un tono informal, como si esa situación fuera la más habitual del mundo, pero destacando las distancias que había entre ellos.

– Interrogatorio no es la palabra más adecuada -protestó Rojas-, se trata, tan sólo, de una charla informal acerca de su cuñada, por si pudiera usted proporcionarnos algún dato que nos sirviera en nuestra investigación.

– Juro que yo no la he matado -contestó risueño Iztueta, llevándose una mano al corazón en evidente gesto burlesco.

– Ni se nos ha pasado por la cabeza pensar en esa posibilidad -mintió con naturalidad Rojas- pero comprenda que al ser uno de sus parientes más cercanos es lógico que acudamos a usted para intentar recopilar datos sobre su vida.

– En lo de pariente tal vez tengan ustedes razón, pero no así en lo de cercano. Mi trato con ella era el imprescindible y esta afirmación sirve para el resto de mi familia.

– ¿Sus relaciones no eran buenas?

– Ni buenas ni malas, prácticamente no había más trato que el meramente imprescindible por cuestiones sociales o de imagen.

– ¿A qué se refiere exactamente? -volvió a preguntar Rojas.

– Miren, ya somos mayorcitos y no tenemos que disimular, además supongo que ustedes ya habrán averiguado suficientes cosas como para que yo me chupe el dedo. Mi familia, por suerte o por desgracia, en estos tiempos uno ya no está seguro de nada, es de las más conocidas no sólo en Bilbao sino en todo Euskadi. Tenemos un apellido que nos marca y, nos guste o no, nos debemos a él. ¿Sabe usted por qué mi difunto hermano mayor se llamaba Alejandro?

– Lo desconozco en absoluto.

– Fue cosa de un tatarabuelo mío o algo así, el primer Iztueta que creó un imperio económico. Puso a su primogénito el nombre de Alejandro en recuerdo de Alejandro Magno, el rey macedonio que conquistó gran parte del mundo conocido en su época y dejó escrito que mientras el apellido Iztueta significara algo, los primogénitos debían llevar ese nombre. Yo mismo se lo he puesto a mi hijo mayor, aunque cada vez que lo pienso detenidamente creo que le he hecho una gran putada. En fin, las tradiciones son las tradiciones y si se rompieran supondrían un auténtico escándalo familiar. Desgraciadamente el tataranieto, o lo que sea, del admirador del emperador griego le salió rana.

– ¿Se refiere usted a su hermano?

– Por supuesto, ¿a quién si no? Me imagino que están al tanto de ciertas intimidades familiares. Mi hermano era una gran persona pero no valía para dirigir una empresa, mucho menos para gestionar un auténtico grupo industrial. En realidad no valía para nada, es lamentable decirlo pero es cierto.

– Sin embargo, por lo que nosotros sabemos, durante muchos años estuvo al frente de las empresas familiares y, por lo que salta a la vista, no debió hacerlo mal.

– Craso error, amigos míos, craso error. Alejandro estuvo al frente del conglomerado familiar tan sólo nominalmente, en realidad lo dirigíamos mis primos y yo, con la atenta vigilancia, eso sí, de mi madre. Si lo desean lo pueden comprobar fácilmente. Cualquier persona que pinta algo en el mundo empresarial de este país les podrá decir que ese hecho era vox populi.

– Entonces, si era algo tan conocido, ¿por qué se mantenía esa ficción? -intervino por primera vez en la conversación Emilio Vázquez.

– Porque se llamaba Alejandro, curioso, ¿no creen? Él era el primogénito y mi madre nunca hubiera consentido que quedara oficialmente postergado. Aunque todo el mundo supiera que no pinchaba ni cortaba, su nombre era el que figuraba por encima de cualquier otro.

– Supongo que eso a usted le incomodaba -dijo Rojas.

– En absoluto, se ejerce más poder cuando se está en la sombra que cuando se está en una vitrina. No lo olvide nunca si quiere llegar a ministro de Interior -añadió riéndose.

– ¿Y qué pinta su cuñada en toda esa historia? Al fin y al cabo hemos venido a hablar de ella -dijo Vázquez- y, por lo que sabemos, al morir su hermano fue quien aparentemente asumió el control de sus empresas.

– Mi cuñada, sí, tienen razón, ella es el busilis de esta historia, por lo menos les ha proporcionado un cadáver para jugar a policías y criminales.

– No me parece un tema como para frivolizar alegremente -replicó Vázquez.

– Tienen razón, lo siento, pero es que cada vez que surge el tema de Irene no puedo evitar el ser frivolo. Miren, como ustedes sabrán ya posiblemente y, en caso contrario no tardarán en enterarse, mi hermano Alejandro era homosexual. Eso hoy en día no tiene gran importancia y yo, personalmente, no le concedo ninguna pero en el ambiente en que nos movemos hay mucha hipocresía y, por otra parte, mi madre fue educada de un modo muy convencional, así que se decidió que había que mantener las formas. ¿Se imaginan ustedes a Alejandro Iztueta como líder de la Coordinadora Gay? Yo sí, lo admito, pero este país sigue siendo pequeño y provinciano y ese hecho hubiera causado un escándalo de proporciones mayúsculas, así que mi madre le planteó un ultimátum: podía hacer su vida discretamente pero tenía que casarse, al menos de cara a la galería.

»Mi hermano, ya les he dicho, era un buen tipo que odiaba la hipocresía, pero no tuvo más remedio que plegarse a los deseos de mi madre, en parte por cariño y en parte por miedo. El problema era buscarle novia. Juro que nunca me he reído tanto como cuando intenté ejercer de casamentero, pero todas las candidatas fueron desechadas. No podía pertenecer a ninguna de las familias con las que tratábamos, eso era evidente. No porque se destapara la peculiaridad de mi hermano, que era harto conocida, sino porque comprendíamos que la mujer que se casara con él tendría que buscarse la vida por otro lado, ¿me entienden? -dijo con gesto que intentaba ser obsceno- y, por encima de todo, se trataba de mantener las formas. A nadie le escandalizaría que su mujer se la pegara con otro, salvo que su mujer perteneciera a una de las familias de siempre de Bilbao.

»Así que no había más remedio, había que buscarla fuera del país, pero no era nada fácil. Por fin resultó que después de mucho buscar y buscar fue él en persona quien la encontró. Un día nos vino diciendo que había encontrado una chica en Madrid y que quería casarse con ella. No era de familia conocida ni con poder económico, pero era guapa, elegante y sabía usar correctamente los cubiertos así que fue admitida en la familia.

– ¿Así, sin más? ¿No se preocuparon de saber nada sobre ella?

– Naturalmente, era algo lógico, ¿no creen? Puse a trabajar a unos detectives que la abrieron de arriba abajo, sin dejar nada por escudriñar.

– ¿Y descubrieron algo interesante?

– Por supuesto, pero me temo que por ahora no se lo voy a contar, sólo me limitaré a decirles que si mi madre hubiera tenido acceso a lo que averiguamos la boda nunca se habría producido.

– Le advierto que se trata de un asesinato, no puede usted ocultarnos nada.

– Amigo mío, usted mismo ha dicho que ésta es una conversación informal así que les diré lo que yo crea conveniente, y si desean hacerla oficial les advierto que tan sólo hablaré con el comisario Ansúrez, que casualmente es amigo de la familia, un buen amigo, si se me permite el decirlo, así que o se atiene a mis normas o damos la charla por concluida. Ustedes deciden.

– De acuerdo, nos olvidaremos momentáneamente de ese asunto -dijo Rojas, visiblemente molesto- aunque pudiera ser importante, lo que sí parece claro es que la mujer de su hermano, como usted ha insinuado anteriormente, se buscó la vida por su cuenta.

– Así es, y no se lo reprocho, cualquiera hubiera hecho lo mismo.

– ¿Conoce usted los nombres de sus amantes, o de algún amigo más íntimo?

– ¿Que si conozco los nombres de sus amantes? Vaya usted al club de golf o al Marítimo y pida la lista de socios y clientes. Tache la mitad de los nombres al azar y de los que queden sin tachar posiblemente el cincuenta por ciento hayan saboreado los placeres que escondía mi cuñada en su cuerpo. Incluso quiso montárselo conmigo pero yo conocía demasiadas cosas acerca de ella como para dejarme enredar.

– Y entre esa larga lista de posibles amantes, ¿había alguno especial, alguno que fuera algo más que una simple aventura?

– Ahí, sintiéndolo mucho, no podría ayudarles aunque quisiera. Tal vez tuviera un favorito pero ese hombre, de existir, es desconocido para mí.

– ¿Qué tal sentó en su familia que a la muerte de su hermano Alejandro asumiera el control su viuda?

– Estupendamente, sobre todo si tienen ustedes en cuenta que en ningún momento mi cuñada asumió el control de ninguna de nuestras empresas.

– No lo entiendo, yo estuve aquí no hace mucho hablando con ella -tomó por segunda vez la palabra Emilio Vázquez- y en todo momento me dio la impresión de que estaba al cargo de sus negocios.

– Usted lo ha dicho, tuvo la impresión de que estaba al cargo, y de eso se trataba, de dar la impresión. Como ya he dicho antes, en todo momento mis primos y yo, bajo la supervisión férrea y estricta de mi madre, hemos tenido el control del consorcio familiar.

– Comprendo que a su hermano no le quedara más remedio que acatar sus órdenes, pero me extraña mucho que su cuñada lo aceptara. Me imagino que tenía argumentos contundentes para atarla en corto -dijo Rojas.

– Si está usted insinuando algún tipo de chantaje se equivoca de medio a medio, podría haberlo hecho pero no era necesario. Miren, quizá me he explicado mal antes y he dado la impresión de que mi hermano era un pelele que decía a todo que sí, pues bien, esa idea no se corresponde a la realidad. El único motivo de que él no controlara efectivamente las empresas de la familia se debía única y exclusivamente a que no tenía acciones en ninguna de ellas. Mi hermano, de joven, tuvo un ramalazo de rebeldía, entre nosotros les diré que en el fondo siempre le he envidiado por eso, y exigió con anticipación que se le traspasara todo lo que podría corresponderle por herencia. Mis padres, que siempre fomentaron nuestra iniciativa, atendieron su petición y le entregaron una cantidad tanto en metálico como en acciones que hizo de él un hombre rico e independiente y, hasta cierto punto, tal vez feliz. Desgraciadamente le fueron mal los negocios y se arruinó por completo. No tenía nada suyo, así que volvió al redil y la familia le acogió amorosamente, al fin y al cabo era un Iztueta, y su nombre de pila Alejandro, pero se quedó definitivamente sin participación alguna en el patrimonio familiar. No obstante, siendo un Iztueta debía mantener un buen nivel tanto de vida como profesional y social así que se le nombró consejero delegado de unas cuantas empresas y se le otorgaron unos emolumentos astronómicos. Posteriormente a su muerte esas prebendas las heredó su viuda, ya que por encima de todo nos gusta guardar las formas, ya lo he repetido varias veces. Y así finaliza la historia, mi hermano y su mujer, en el fondo, eran dos pobres de solemnidad.

– Si eran tan pobres, ¿cómo es que su hermano dejó en su testamento una manda de cien millones de pesetas para una orden religiosa? -preguntó el padre Vázquez.

Por primera vez desde que había empezado la conversación Carmelo Iztueta dejó entrever un rictus de disgusto en su expresión, pero en seguida recobró la compostura y contestó con su habitual tono abierto y distendido.

– En realidad él dejó algo que no tenía y yo, por mi parte, me opuse a que se pagara esa cantidad pero mi madre se empeñó en abonarla. Decía que si su hijo había querido donar esa cantidad al colegio de religiosos en el que se educó nosotros debíamos favorecer ese deseo. Ya les he dicho que mi madre es todo un carácter, el auténtico baluarte de los Iztueta.

– Por lo que nosotros sabemos su hermano no era muy religioso, parece raro que a última hora cambiara de opinión. Además, su mayordomo nos ha dicho que en ningún momento expresó su deseo de volver a la Iglesia.

– Lo que diga el mentecato de su mayordomo no me interesa para nada, por si ustedes no lo saben les diré que había sido uno de los primeros amantes de mi hermano y todavía piensa, el pobre imbécil, que si no hubiera sido por los condicionamientos sociales habrían vivido juntos eternamente, amándose y siendo felices y comiendo perdices. En cuanto a lo de si mi hermano era religioso o no, no creo que haya que darle excesiva importancia. En mi familia todos hemos sido educados en la fe católica y vamos a misa y bautizamos a nuestros hijos. Fachada o no, pertenece a nuestras conciencias, y entre creer o no creer en algo lo primero siempre parece más positivo, aunque luego no hagamos ni puto caso a los preceptos de la Iglesia. Quizá mi hermano, en algún momento de angustia ante el final que veía inminente, quiso ponerse a bien con Dios, por si existiera, y decidió ser magnánimo con un dinero que, por otra parte, no le pertenecía.

– ¿Sabe usted si hubo algún motivo especial para que el talón de cien millones se extendiera en el banco que se eligió para ello? -preguntó Rojas.

– El banco lo designó mi cuñada pero que yo sepa no hay ninguna razón especial, es tan sólo uno más de los muchos bancos con los que trabajamos habitualmente. Y si no tienen nada más que preguntar, les ruego que me disculpen, no quisiera ser grosero pero creo que les he concedido una parte importante de mi tiempo y, como ustedes comprenderán, tengo muchas cosas que hacer, así que si no tienen inconveniente me gustaría que me dejaran solo.

– Una última pregunta -dijo Rojas.

– Si es sólo una, adelante.

– Su cuñada, ¿tenía enemigos?

– ¿Y quién nos los tiene, usted acaso? Claro que tenía enemigos, tantos como amantes o quizá más. Pero si usted quiere saber si había recibido amenazas de algún tipo o si alguien la perseguía, lamento decirle que lo desconozco. Puedo decirles solemnemente que yo no soy el asesino, pero desgraciadamente no se me ocurre ningún candidato alternativo.

Cuando salieron de la oficina había anochecido así que Rojas se ofreció a transportar en coche a su compañero hasta el colegio en el que residía. No habían llegado aún a su destino cuando el sacerdote pidió al policía que parara y le conminó a salir del vehículo. Justo enfrente podía verse una sucursal del banco que había abonado los cien millones.

– ¿No querías saber el motivo de que se eligiera ese banco? Quizá ahí tengas la respuesta.

El inspector Rojas dirigió su mirada a un cartel en el que con un vistoso fondo multicolor el banco anunciaba que por cada imposición de medio millón de pesetas la entidad regalaría un juego de maletas de primera calidad.

– Quizá ahí esté la respuesta. Cien millones no se pueden meter en un simple sobre -dijo el padre Vázquez-, pero en cambio a nadie le extrañaría ver salir de aquí a una pareja con un hermoso juego de maletas.

– Pero eso significaría que la asesinada y tus dos pájaros estaban conchabados en ese asunto -exclamó Rojas.

– No necesariamente, a ella pudiera haberle dado igual utilizar un banco u otro, pero es una posibilidad -contestó el padre Vázquez-, por eso se hace cada vez más necesario encontrarles. No me gusta nada decírtelo pero creo que tendréis que dictar orden de busca y captura contra los dos. El asunto, lamentablemente, se ha escapado de mis manos.

Había sido un día muy duro; por eso cuando llegó al colegio su primera intención fue meterse en la cama y dormir, pero antes de hacerlo se presentó en su celda el padre Cuesta. El provincial de la orden le agradeció lo que estaba haciendo, sin embargo, añadió, tenía que rogarle que se olvidara del caso. Habían llegado a sus oídos ciertos rumores que implicaban una muerte violenta y creía más prudente quedarse al margen.

Vázquez miró a su superior. Aunque no le conocía mucho sabía que era un hombre recto y honesto, y que por encima de su propia persona valoraba, sobre todo, la misión que en su opinión tenía la orden. No era hombre pusilánime que sacrificara a uno de sus hermanos por miedo al escándalo, por eso pensó que si le estaba pidiendo que abandonara eso significaba que estaba convencido de que su continuidad en el caso iba a traer más perjuicios que beneficios. Sin embargo, no podía acceder a su petición y cuando habló sus palabras estaban impregnadas de tristeza.

– Lo siento, padre, pero lamentándolo mucho no me es posible acceder a su ruego. Yo no quería incubar ese huevo pero la serpiente ha salido de su interior y no hay fuerza humana ni, me temo, divina capaz de devolverla al redil.

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