Capítulo veinte

Emilio Vázquez comprobó minuciosamente los papeles que le había proporcionado el inspector Castrofuerte y se reafirmó en su idea de que no tenía nada que ver ni con la muerte del hermano del padre Gajate ni con la de su compañero. Si tenía las manos manchadas de sangre no eran precisamente esas dos muertes las que le salpicaban. Aun así continuaba pensando que no estaba desencaminado al relacionar el pasado del padre Gajate con la situación actual. Era evidente que aunque quizá no hubieran llegado a enfrentarse directamente estaban situados en bandos opuestos y, de algún modo, entre ellos, o entre lo que representaban, se había producido una clara confrontación. Llevaba años intentando huir de ese pasado pero mirara por donde mirara siempre le surgía al paso.

Decidido a seguir el método que se había impuesto se acercó hasta la localidad natal del sacerdote desaparecido. Dudaba mucho de que la madre de Ander Gajate fuera capaz de aportarle algún dato esclarecedor pero una conversación con ella podría ser extremadamente útil para ir configurando una imagen cada vez más nítida de su presa. Un autobús de cercanías le dejó en la plaza del pueblo y una vez allí, preguntando, le encaminaron sin problemas hasta el caserío en el que había nacido y vivido el padre Gajate.

Agradeció a Dios el que aún se mantuviera en forma pese a los años transcurridos desde que dejó el cuerpo de policía, ya que el caserío se encontraba en las afueras del pueblo, en la ladera de un monte. Aun así, completamente sudado, pudo comprobar la hospitalidad de la madre del sacerdote. Un vaso de agua fresca al principio, para mitigar el acaloramiento, y un vaso de vino después, para entonarse, fueron las ofrendas con las que Josune Sarasola, viuda de Gajate y auténtico baluarte del clan familiar, agasajó a su visitante.

– Gracias, se lo agradezco profundamente -contestó el padre Vázquez, ya repuesto tras haber dado un primer sorbo al vaso de vino.

– No hay de qué, es lo que haría por cualquier persona, cómo no voy a hacerlo tratándose de un hombre de Dios.

El padre Vázquez, contra su costumbre, había ido vestido de sacerdote tradicional, con sotana y alzacuello. Pocas veces vestía de esa guisa, no ya por el anacronismo que tal vestimenta suponía ni porque eso permitiera que se le identificara sin ninguna duda con su profesión, al fin y al cabo era sacerdote y no renegaba de ello, sino básicamente por comodidad. No acababa de acostumbrarse a esa ropa que impedía sus movimientos y le coartaba a la hora de andar y correr, pero había estimado con buen tino que la mujer a la que iba a visitar sería más proclive a su persona si le veía embutido en una negra sotana.

Miró en torno suyo y comprobó con satisfacción que todo estaba tal y como lo esperaba. Se hallaban sentados en el interior de una espaciosa cocina, en unas sillas de madera alrededor de una mesa estrecha y alargada. Un mantel de cuadros rojos y negros había sido colocado precipitadamente sobre un hule viejo, mientras que de la enrojecida chapa de la cocina se desprendía un agradable calorcillo que inundaba toda la estancia. Posiblemente la calefacción había llegado al resto del caserío pero allí, en los dominios de aquella mujer, se seguía utilizando el método tradicional.

Le gustaba lo que veía. Estaba convencido de que si golpeara con sus dedos el borde del vaso en el que había sido depositado el vino que estaba bebiendo posiblemente no vibrara con un tintineo musical, pero si ese mismo vaso cayera al suelo no se haría añicos con mucha facilidad. En cuanto a la mujer que tenía enfrente, pese al delantal que le colgaba por encima de su viejo vestido y al arcaico moño que adornaba su cabeza, exhalaba un aire de dignidad que hacía mucho más difícil el trabajo que el padre Vázquez se había adjudicado. Lo único que quizá no encajara era el joven que se había sentado en una esquina, observándoles en silencio. La espesa barba que ocultaba su rostro y la camiseta que vestía, adornada con dibujos y leyendas alusivas a un conocido grupo local de rock radical le hacían parecer fuera de lugar. Y sin embargo era su casa y, si miraba más fijamente, parecía estar integrado totalmente en ella, como si formara parte indisoluble del paisaje doméstico. La mujer se lo había presentado como su hijo Iker, el hermano pequeño del padre Gajate.

– Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no tiene inconveniente -dijo el padre Vázquez rompiendo bruscamente, a su pesar, el silencio que se había cernido sobre la cocina.

– ¿Cómo voy a negarme a la petición de un sacerdote? -protestó con sinceridad Josune Sarasola, viuda de Gajate-. Pregunte lo que quiera que yo, dentro de mi ignorancia, intentaré contestarle.

– Me llamo Emilio Vázquez y soy sacerdote en la misma orden, y en el mismo colegio, en que lo es su hijo Ander. No sé si habrá oído hablar de mí.

– No, lo siento, pero mi hijo es muy reservado para esas cosas. Además, le veo muy poco. No piense que es un mal hijo, ni mucho menos, pero claro, como él dice, hay gente mucho más necesitada que yo a la que él debe atender con prioridad. ¿Se dice así, Iker? -preguntó a su hijo.

– Así es, amá, pero contesta con tranquilidad. El padre sabe que somos humildes labradores y perdonará nuestra falta de cultura.

– Tienes razón, hijo. Pues lo que le iba diciendo, Ander es un buen hijo, y cuando se metió sacerdote me dio una gran alegría. En esta casa siempre hemos sido muy católicos y fieles cumplidores de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.

– Su hijo, ¿siempre quiso ser sacerdote?

– Siempre, siempre, no. Como todos los niños quiso ser otras cosas, bombero, torero, cantante, incluso enterrador. La vocación le vino más tarde aunque, eso sí, desde que hizo la primera comunión no faltó a la iglesia ningún domingo ni fiesta de guardar y a menudo ayudaba al padre Patxi, nuestro párroco, a oficiar la santa misa. Yo creo que de eso, del contacto con el párroco, le vino la afición.

– ¿Alguna vez le ha comentado si se había arrepentido de dar ese paso?

– No entiendo.

– Quiere decir si alguna vez Ander te ha dicho que se ha arrepentido de haberse hecho sacerdote -le explicó el hijo pequeño.

– Nunca, válgame Dios, nunca. Siempre le he visto feliz, primero en el seminario y luego en el colegio, de sacerdote. Es lo que él ha querido ser y lo que le ha hecho feliz. Hemos sufrido mucho en esta familia, ¿sabe usted?, y no puedo negar que tener un hijo sacerdote nos reconforta del todo.

– ¿Cuánto tiempo hace que no habla con él?

– Es curioso que me haga esa pregunta, llevaba mucho tiempo sin saber nada de él, ya le digo que eso no es extraño, es una persona muy ocupada, por desgracia hay mucha miseria y pobreza en el mundo que aliviar, pero hará unos tres días me llamó por teléfono y estuvimos hablando durante largo rato.

– ¿Notó algo raro en esa conversación? ¿Le pareció nervioso o preocupado?

– No, le vi como siempre. Preocupado sí, estaba preocupado, pero eso es algo habitual en él. Yo siempre le digo que se tranquilice pero él siempre me dice lo mismo, amá, hay mucha gente necesitada en el mundo, y no podemos estar contentos y felices mientras no hagamos lo imposible para mitigar su sufrimiento. Yo no entiendo mucho pero pienso que tiene razón, no está bien que haya gente sufriendo. Lo sé porque nosotros también hemos sufrido lo nuestro.

– Quizá al padre le interese saber lo último que te dijo -comentó el hijo pequeño al observar que su madre se callaba.

– Ah, sí, es verdad, se me había olvidado, lo siento. Sí que me dijo algo raro, justo un momento antes de colgar. Me dijo, precisamente, que dentro de unos días vendría a verme un sacerdote compañero suyo y que me haría algunas preguntas. Me imagino que estaba pensando en usted.

– Supongo que sí.

– Me dijo también que contestara con sinceridad a todo lo que me preguntara, menudo consejo, le dije, ¿pues cómo cree él que contesto yo a la gente, y más tratándose de un sacerdote? ¿Cuándo me has visto a mí andar con mentiras?, le dije, pero él volvió a insistir en que me preguntara lo que me preguntara le respondiera siempre diciéndole la verdad y otra cosa que me extrañó mucho, no entiendo en qué estaría pensando, fue que me pidió que fuera cual fuera la pregunta no me extrañara y contestara sin enfadarme. La verdad, no entiendo por qué tendría que enfadarme, pero como insistió se lo prometí. Así que pregunte lo que quiera, que no me voy a enfadar.

– Su hijo sabía que seguramente tendría que hacerle algunas preguntas delicadas y, presumiblemente, quería prepararla. Antes ya le he hecho una pregunta similar pero me gustaría volver a hacérsela: en los últimos tiempos, ¿le ha dicho su hijo que deseaba abandonar el sacerdocio?

– No, nunca. Mi hijo es sacerdote y lo es para siempre.

– ¿Se lo ha dicho él en persona?

– Soy su madre y lo sé, le conozco lo suficiente como para saber que nunca va a abandonar los hábitos.

– La gente cambia.

– Mi hijo no -replicó con firmeza Josune Sarasola.

– ¿Sabe si echa en falta la convivencia con una mujer?

– ¿Una mujer? Mi hijo es sacerdote, sus votos son muy importantes para él. ¿Cuándo se ha visto que los sacerdotes anden con mujeres?

– Bueno, ahora hay una clara tendencia entre los más jóvenes a predicar la voluntariedad del celibato. De hecho, aunque no está oficialmente permitido, en algunos lugares y ambientes se tolera la existencia de sacerdotes casados.

– Dios mío, Dios mío, no sé adonde vamos a ir a parar. Sacerdotes casados, ¿has oído eso, Iker?

– Sí, amá, y no me parece mal. Un sacerdote es un hombre como otro cualquiera.

– Un hombre como otro cualquiera, un hombre como otro cualquiera, sandeces -rezongó la madre- ¿eso es lo que os han enseñado en la escuela? Un sacerdote no es un hombre como otro cualquiera sino un hombre de Dios.

– Así es -comentó conciliador el padre Vázquez-, pero su hijo tiene razón, un sacerdote puede llegar a pensar que los votos que ha hecho constituyen una carga muy pesada. Constantemente se producen situaciones de este tipo y todos los años el Vaticano autoriza la secularización de un gran número de sacerdotes. En cuanto a su hijo, no quisiera decepcionarla pero me parece que ha entrado en ese camino.

– ¿Qué está usted insinuando?

– Mire, señora, voy a ser totalmente sincero con usted. Hace varios días que su hijo ha desaparecido. No viene por el colegio ni ha dado señales de vida en la vivienda que comparte con otros compañeros. No sabemos dónde está, de lo único que estamos seguros es de que por medio hay una mujer. Y también, debe usted saberlo, que ha desaparecido una importante cantidad de dinero que estaba bajo su custodia.

– Mi hijo no es ningún ladrón ni mujeriego -tronó la mujer. Intentaba contenerse, recordando las enigmáticas palabras de su hijo, pero era evidente que tenía que hacer un gran esfuerzo para no enfadarse.

– Yo no he dicho que lo sea, me limito a contarle lo que ha sucedido por si usted me puede ayudar a encontrarle.

– Quizá le hayan secuestrado -replicó tímidamente la madre-, desgraciadamente esas cosas ocurren a menudo, y nadie está a salvo, ni siquiera los sacerdotes, recuerde lo que sucedió en El Salvador.

– Me temo que no es así. Por los datos que tenemos su hijo desapareció voluntariamente, sin ser coaccionado.

– Si es así, ¿qué quiere que yo haga? -habló totalmente abatida la madre del sacerdote-, está visto que para los pobres no puede haber felicidad en este mundo. Mi único hijo sacerdote traicionando a la propia Iglesia -finalizó desconsolada.

– No debiera juzgarle tan duramente -dijo Vázquez, en un vano intento por consolar a su interlocutora-, sólo Dios conoce lo que pasa por la mente de los hombres. Ser sacerdote es duro y tal vez su hijo no lo ha soportado, pero eso no significa que se haya convertido en un indeseable. Posiblemente haya tenido sus motivos para actuar como ha actuado y a nosotros nos corresponde intentar ayudarle, intentar sacarle del bache en el que puede estar metido.

– ¿Y qué es lo que podemos hacer?

– Lo primero de todo intentar encontrarle. ¿Le habló en algún momento de la mujer con la que se ha fugado?

– No, por Dios, no lo hubiera consentido.

– Bueno, en ese caso lo único que podemos hacer es esperar. Es posible que vuelva a telefonearla y, si es así, intente convencerle para que se ponga en contacto conmigo o con alguien del colegio.

– Descuide, que así lo haré. Mi chico es un buen chaval y si ha hecho cosas raras será por algún buen motivo o por estrés, eso que está tan de moda entre la gente de dinero.

El padre Vázquez declinó el sincero ofrecimiento de quedarse a cenar una buena porrusalda y despidiéndose de su anfitriona se dispuso a salir. Antes de que lo hiciera el hermano pequeño, que apenas había intervenido en la conversación, se ofreció a llevarle hasta el pueblo.

– Ha oscurecido y el camino puede ser peligroso cuando no se conoce bien. Si quiere le acerco hasta la plaza y allí podrá coger un autobús.

Vázquez aceptó la oferta y poco después se acomodaba en el asiento delantero de un viejo pero correoso Land-Rover. El joven demostró que hacía ese camino varias veces al día y que incluso podía hacerlo con los ojos cerrados pese a las curvas que orlaban lo que ningún optimista hubiera denominado carretera. Una vez en el pueblo le condujo hasta la plaza, aparcando junto al edificio del ayuntamiento.

– Si le apetece, podríamos tomar un par de vinos -dijo jovial el hermano del padre Gajate.

– ¿Por qué no? -contestó el padre Vázquez. Era evidente que no se trataba de una invitación producida por un repentino acceso de simpatía. Si el hermano del padre Gajate le invitaba a tomar un vino era porque quería hablar con él, así que lo mejor era acceder y averiguar qué quería decirle.

Salieron del Land-Rover y se dirigieron hacia un bar en cuyo cartel exterior podía leerse la palabra herriko taberna [5].

– ¿Sabe lo que es esto? -preguntó el joven señalando el cartel.

– Perfectamente -contestó el ex policía. Más de una vez había entrado en ese tipo de locales en busca de algún colaborador de la banda terrorista.

En el interior del local no había ninguna mesa libre pero con un simple movimiento de cejas el acompañante del padre Vázquez consiguió que cuatro amigos que estaban jugando al mus abandonaran la partida y pusieran la mesa a su disposición. Estaba claro que Iker Gajate no era un cualquiera, debía de tener poder entre esa gente.

– ¿Tinto? -preguntó escuetamente y al comprobar que el padre Vázquez asentía en silencio se dirigió dando grandes voces al camarero-: Endika, beltza bi [6] -luego, volviendo su vista a unos carteles que aparecían colgados de las paredes habló de nuevo con el padre Vázquez-. ¿Ve esos carteles? Las fotografías que aparecen en ellos son de militantes vascos, muertos o encarcelados. El primero de arriba, a la izquierda, es mi hermano Mikel, el mayor. Fue uno de los primeros miembros de la organización asesinados por la policía española. Quién sabe, quizá le matara usted.

– No, no fui yo, aunque podría haberlo sido. De todos modos eso son historias antiguas.

– Sabe, en cierto modo me gusta usted, tiene cojones a pesar de haberse metido a cura, pero se equivoca si cree que hablo de historias antiguas, para nosotros todo esto -señaló con la mano extendida el cartel- sigue estando vivo, dolorosamente vivo.

– El odio no es un buen consejero, antes o después habrá que parar esta locura.

– Es posible pero ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Tal vez usted?

– No tengo capacidad para eso y, además, estoy retirado. Hace tiempo que dejé de ser policía, ahora sólo soy un simple cura.

– Cura sí pero simple no -replicó sonriente Iker Gajate-. Está usted buscando a mi hermano.

– Tan sólo obedeciendo las órdenes del provincial de nuestra congregación.

– Lo sé, mi hermano me lo ha contado.

– Así que está en contacto con usted.

– Más o menos, no es que me llame a todas horas pero sí lo hace con cierta asiduidad. De hecho siempre hemos tenido una buena relación. Aunque yo no soy especialmente religioso tampoco soy totalmente descreído. En realidad, teniendo en cuenta el ambiente en el que me he criado se me hace difícil dar el paso al ateísmo aunque no me gusta mucho la idea institucional de la Iglesia. Sin embargo, el tener un hermano sacerdote te proporciona cierta tranquilidad. El ver a alguien próximo a ti que se entrega con dedicación y alegría a una causa te hace pensar que quizá haya algo de cierto en ella. En política se produce un efecto parecido, por eso nosotros les llevamos ventaja.

– No sé a quiénes se refiere con ese nosotros y con ese les, pero dedicar la vida a una idea no la convierte necesariamente en justa.

– Es posible, pero para alguien dedicado a una causa se trata de vencer, no de convencer. No obstante, prefiero no desviarme del asunto, estábamos hablando de mi hermano Ander. Ha desaparecido y usted le busca. Además, se ha llevado una importante cantidad de dinero y se encuentra acompañado de una mujer. Si quiere que le sea totalmente sincero lo de la mujer no me preocupa, incluso le alabo el gusto, pero lo del dinero es otra cosa. Entiéndame, no tengo prejuicios pequeñoburgueses acerca del dinero, lo que no acabo de comprender es que mi hermano lo haya robado. No es una acción propia de él.

– Quizá tenga algún motivo.

– Posiblemente lo tiene, de eso estoy seguro, lo que no acabo de saber es si sus motivos son lo suficientemente adecuados, por lo menos desde mi punto de vista. No veo a mi hermano cogiendo ese dinero sencillamente para irse a Río a vivir con una tía.

– Yo tampoco lo veo así pero es una posibilidad. De hecho es lo único que sabemos seguro.

– No hay nada totalmente seguro en este mundo. ¿Quién iba a pensar que un hombre de fuertes convicciones religiosas iba a hacer lo que ha hecho mi hermano? Y sin embargo, contra todo pronóstico, se ha atrevido a dar ese paso. Yo sé que le ha costado mucho pero no por temor a defraudar a la Iglesia sino por temor a defraudar a nuestra madre. Créame, eso ha sido lo más fuerte de todo. Y sin embargo, ha vencido ese miedo y ha actuado del modo que lo ha hecho. No conozco sus motivos, eso lo admito, pero estoy convencido de que existen. Y no sólo existen sino que pronto los conocerá usted también. Él sabe que usted le está buscando.

– Hace tiempo que lo suponía.

– Y también sabe que usted lo sabe.

– ¿Vamos a jugar al juego de yo sé que tú sabes que yo sé o tiene algún mensaje que darme?

– Hay un mensaje. No se esfuerce en buscarle porque cuando llegue el momento él aparecerá y se resolverá todo. Quizá no a su gusto, esto último no me lo ha dicho él, lo he deducido yo, pero cuando llegue el momento todo se aclarará.

– Entonces tenía yo razón, en su acción hay un claro componente de venganza por algo que yo he hecho o por lo que he sido.

– Pudiera ser, a tanto no llego, aunque se supone que en el ánimo de un sacerdote no pueden anidar los deseos de venganza. De todos modos, lo que algunos llaman venganza otros tal vez denominen justicia.

– Usar palabras bonitas no cambian los hechos.

– Lo sé, pero no me corresponde a mí juzgar. Sólo soy un mensajero, usted es quien debe asimilar el mensaje y, si me disculpa, creo que no tenemos nada más de qué hablar. Yo me quedaré aquí durante un rato para solucionar unos asuntos pero creo que usted debe irse cuanto antes. Me he hecho cargo de su seguridad y no le ocurrirá nada mientras permanezca aquí, pero comprenda que entre nosotros no es usted persona grata -finalizó Iker Gajate abandonando la cordialidad que le había acompañado durante toda la conversación.


Cuando el padre Vázquez traspasaba la puerta del local has visto cómo tu hermano miraba hacia la puerta que separa la barra de la taberna de la cocina y te guiñaba un ojo, con un gesto de camaradería que tú sabes que proviene del afecto que te tiene, no de que te comprenda realmente. Desde tu puesto de observación has vigilado atentamente la conversación entre tu hermano pequeño y tu hermano en Cristo, aunque pensar esto último pueda parecer un sarcasmo, pero sigues usando inconscientemente el lenguaje adquirido tras años de profesión religiosa.

No has podido escuchar el contenido de la conversación pero imaginas perfectamente lo que se han dicho ambos contertulios, y sabes que ninguno de los dos te puede comprender.

Tu hermano está muy alejado de ti, sus intereses, sus obsesiones, son distintas a las tuyas aunque puedan tener la misma raíz.

En cuanto al padre Vázquez sabes que está desconcertado y que sospecha algo pero por más que investigue será difícil que llegue, por sí solo, a descubrir la verdad. Es un verdugo que pronto se va a convertir en víctima y lo intuye, pero no podrá cambiar su destino. Quizá se haya arrepentido pero no es tan sencillo borrar las culpas de toda una vida. No, lo sabes por experiencia, porque no estás seguro de que algún día tú seas capaz de borrar las tuyas.

Mientras tanto te escondes detrás de una puerta y esperas el momento de asestar el golpe definitivo.

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