Capítulo diecinueve

En el ayuntamiento de Sopelana nadie conocía al padre Gajate ni a su compañera. El hecho de que una foto de ambos apareciera en el interior de un sobre con el membrete municipal no era nada extraño, le dijeron. A cualquier persona que apareciera por allí y se le diera algún tipo de documentación se le proporcionaba, si lo pedía, un sobre para que la pudiera llevar más cómodamente. Es posible que alguno de los dos hubiera pasado por allí pero, si así había ocurrido, nadie recordaba su aspecto. Parecida respuesta obtuvo en los bares y locales comerciales en los que enseñó las fotografías de la pareja. Fue el párroco de la localidad el único que, curiosamente, le dio una pequeña pista.

– ¿Cómo ha venido usted hasta aquí? -preguntó al padre Vázquez tras haber echado un vistazo a la fotografía de la mujer.

– En metro, ¿por qué me lo pregunta? -respondió Vázquez.

– Porque me temo que no es usted muy observador -contestó socarrón el párroco-. Si vuelve a la estación podrá contemplar varios carteles en los que se denuncia la desaparición de esta joven.

Cuando el padre Vázquez volvió a la estación comprobó la veracidad del aserto del párroco. En una de las paredes del metro podía verse un cartel en blanco y negro sobre el que destacaba una fotografía más bien defectuosa de la compañera del padre Gajate con una patética descripción al pie de la misma dando cuenta de su desaparición y rogando a todo el que la viera que llamara a un número de teléfono. El padre Vázquez reconoció inmediatamente ese número telefónico, era el del propio colegio. En el cartel había algo más, se decía que todo aquel que aportara algún dato de importancia sería gratificado con la cantidad de cien mil pesetas. En principio aparecía, en cifras, la cantidad de cien millones pero con un rotulador rojo se habían tachado los tres últimos ceros, como si se hubiera corregido lo que parecía ser un claro error de imprenta. El único que sabía que no había error alguno en aquel cartel era el propio padre Vázquez. Estaba claro que todo aquel montaje estaba destinado a su persona pero era incapaz de averiguar algo concreto a través suyo. Lo que sí parecía evidente era que la pareja escondida quería tomarle el pelo o tal vez algo peor.

En el fondo el cartel reafirmaba una de sus sensaciones primitivas. De lo único que había estado seguro el padre Vázquez desde que inició su peculiar investigación era de que detrás del fondo había una mujer, pero aún no conocía con exactitud qué papel desempeñaba en toda la trama. No se trataba del típico y tópico cherchez la femme, sino que sospechaba que esa figura femenina tenía una importancia que hasta el momento había sido incapaz de desvelar. A pesar de lo que había insinuado a los compañeros de piso del padre Gajate, él no creía que se tratara de un simple encoñamiento. Había indagado entre los religiosos de la comunidad escolar y el sacerdote desaparecido no tenía problemas específicos en tal sentido, por lo menos sus problemas no eran mayores que los de cualquier ser humano que asume conscientemente la condición de célibe. No, no podía descartar que se hubiera enamorado súbitamente de una mujer, pero eso no era suficiente para explicarlo todo, tenía que haber algo más. Por otra parte, independientemente de la relación que tuvieran la mujer y el padre Gajate, y la influencia de esa relación en el robo de los cien millones y la posterior huida de la pareja, había un dato inquietante y revelador. Desde que empezó la investigación le habían estado enviando señales, adelantándose a sus pasos, jugando con él. ¿Se trataba tan sólo de un elemento de distracción, de burla incluso, contra él en cuanto investigador accidental del asunto, independientemente de quién fuera, o era tal vez una provocación calculada contra Emilio Vázquez, sacerdote y ex policía, por algún motivo que aún se le escapaba? No tenía respuesta a esta pregunta pero su experiencia le decía que debía estar siempre preparado para lo peor. Incluso a raíz de esa pregunta podía hacerse algunas más: ¿querían con esos señuelos confundirle y obstaculizar su investigación o estaban jugando con él a la espera de tomar contacto de algún modo más concreto? ¿Estaban deseando inconscientemente ser atrapados, como ocurre con algunos criminales en serie de personalidad desequilibrada, o tenían otros designios en sus cabezas? Y por último, en el caso de que la trama estuviera dirigida a él en persona por algún motivo desconocido, ¿quién de los dos estaba interesado en él, el padre Gajate o su hermosa compañera? ¿O tal vez ambos?

El padre Vázquez pensó que quizá debiera indagar acerca de ambas posibilidades. De la mujer no sabía nada, tan sólo lo que posiblemente no era sino un nombre de guerra, Verónica, y que tenía una hermana fallecida. De su hermano en Cristo sabía algo más pero si se paraba a considerarlo más a fondo, en realidad no era gran cosa lo que de él conocía. Si alguno de los dos, o ambos a dúo, tenían alguna cuestión pendiente con él debía averiguarlo, no sólo por el bien de la investigación sino por el suyo propio.

Respecto a la mujer era poco lo que podía hacer en esos instantes. Era posible que estuviera perdiendo facultades y que tanto el Sebas, el encargado del Club Neskatilak, como Mónica, la puta con la que había hablado, le hubieran mentido y supieran más de lo que habían admitido, pero eso no le preocupaba. Siempre tendría tiempo de apretarles las clavijas, directamente si fuera necesario o a través del comisario Ansúrez. Por el momento continuaría con su primitiva línea de investigación y dedicaría su atención al sacerdote desaparecido.

Hizo varias llamadas telefónicas y a la cuarta consiguió contactar con el comisario Ansúrez. No le podía atender en persona pero estaría encantado de volver a echarle una mano, por los viejos tiempos, exclamó. Si se acercaba a la jefatura daría las órdenes necesarias para que fuera atendido de inmediato. Además, añadió, todavía hay aquí mucha gente que te recuerda y estima.

Cuando entró por la puerta de la calle Gordóniz y se identificó ante el policía nacional que estaba detrás del mostrador aparecieron inmediatamente dos miembros de la Brigada Antiterrorista, los inspectores Romero y Castrofuerte. Antonio Romero era un viejo conocido del padre Vázquez, de la época en la que ambos trabajaban en la Brigada Político Social. A su lado Ernesto Castrofuerte parecía un chiquillo recién salido de la academia, aunque llevaba varios años de trabajo policial bajo sus espaldas.

– Cuando Ansúrez me dijo que ibas a venir por aquí no podía creérmelo -dijo Romero después de abrazar a Emilio Vázquez-. Mira, éste es Emilio Vázquez -añadió dirigiéndose a Castrofuerte-, te he hablado de él muchas veces, mi antiguo jefe, el que dejó este negocio y se metió a cura. Emilio, te presento a mi compañero, el inspector Ernesto Castrofuerte.

– Encantado -dijeron al unísono los dos, estrechándose las manos.

– ¿Cómo te va la vida de cura? Todavía me parece imposible que dieras ese paso, sobre todo con lo que te gustaban las mujeres -dijo guiñándole un ojo, mientras con las manos hacía un ostensible gesto obsceno.

– Y me siguen gustando -respondió con un deje nostálgico-, pero todo eso pertenece al pasado. Ya te expliqué mis razones en su momento y la verdad, no quisiera parecer ofensivo, pero no me apetece volver otra vez sobre lo mismo. ¿Y tú qué me cuentas?

– Ya ves, sigo de inspector. Los de ahora me usan para lo mismo que me usaban los de antes, sólo que no se atreven a ascenderme a comisario, por el qué dirán y esas cosas, mi nombre ha salido en la prensa más de lo conveniente, pero que se jodan si creen que eso me importa un huevo, ya me cuido yo de compensar la falta de ascenso profesional con otro tipo de prebendas. Y que conste que todo esto te lo digo bajo estricto secreto de confesión, no vayas a piar mis palabras ante oídos inconvenientes -finalizó entre grandes risotadas.

Mientras estaban hablando se habían acercado a una de las dependencias del edificio, en la que se encontraban las oficinas de los dos inspectores. Su aspecto había cambiado radicalmente desde que Vázquez les abandonara. El antiguo cuchitril había sucumbido a los designios de la modernidad. Muebles funcionales, limpieza absoluta y ordenadores, sobre todo ordenadores. La tecnología como nuevo soporte de la lucha contra el crimen.

– Me ha dicho Ansúrez que necesitabas nuestra ayuda -dijo Romero después de haberse aposentado en la oficina-. La verdad es que me ha extrañado, porque me ha contado en qué estabas metido y no veo qué tiene que ver con nosotros.

– Bueno, si Ansúrez te ha contado de qué va la cosa, mejor, así no tenemos que perder el tiempo en prolegómenos. Se trata de una idea que me ha venido a la cabeza. Tal vez el problema no sea estrictamente la desaparición del padre Gajate, ni siquiera el robo de los cien millones de pesetas, sino algo relacionado conmigo directamente.

– ¿En qué te basas para pensar eso?

– En que continuamente me está dejando pequeñas señales, como si fueran mensajes que me envía para facilitar la búsqueda. Da la impresión de que quiere que le encuentre.

– Eso suena más a un desequilibrio metal que a otra cosa, y por lo que me ha contado Ansúrez no parece ser ése el caso.

– Y posiblemente no lo es, no creo que de repente el padre Gajate se haya convertido en un perturbado, ni siquiera que la mujer que le acompaña le haya sorbido el seso de un modo tal que le haya cambiado por entero la personalidad. No, tiene que haber algo diferente y he pensado que quizá se encuentre en su pasado, sobre todo si está relacionado con el mío.

– ¿Os conocíais de antes? -preguntó Romero.

– No, creo que no, al menos no me suena de nada.

– Entonces, ¿cuál es exactamente tu idea?

– Verás, se trata de un cura de ideas progresistas.

– Sí, conozco el paño -le interrumpió desabridamente el inspector Romero.

– No lo pongo en duda -se sonrió involuntariamente el padre Vázquez, recordando viejos tiempos- y es posible que hace años anduviera metido en actividades de grupos clandestinos. Al fin y al cabo entró en el seminario en tiempos de la dictadura.

– Vaya, veo que te has reciclado a base de bien, tú también usas esa expresión.

– Sólo por motivos técnicos, Antonio. Además, tenemos que admitir que los tiempos han cambiado y quizá nuestros métodos no eran los más correctos ni respetuosos.

– Sí, ya sé que te entraron problemas de conciencia y por eso cambiaste de vida, pero no me jodas, Emilio, siempre hicimos lo que teníamos que hacer.

– Tal vez tengas razón pero hace tiempo que desistí de discutir sobre esos asuntos. Si no te importa me gustaría acabar de explicarte mi idea.

– Desembucha.

– Como te he dicho, el padre Gajate fue seminarista en la época anterior a la muerte de Franco y conociendo tanto sus ideas como por dónde respiraba la Iglesia en aquellos tiempos, no sería nada raro que hubiera estado metido hasta el cuello en actividades subversivas e ilegales. Si eso fue así quizá, sin que yo lo sepa, hayamos colisionado de algún modo y en estos momentos, por un afán de venganza o de justicia desmedida quiera jugar conmigo al gato y al ratón.

– Esto no es un juego, Emilio -dijo el inspector Romero.

– Lo sé, para nosotros nunca ha sido un juego, pero a él no le guían los mismos motivos que a nosotros. Si hay algo que le está incitando a jugar conmigo, quiero saber qué es.

– Creo que se podrá hacer alguna cosa a ese respecto -contestó Romero mirando inquisitivamente a su compañero.

– Desde luego -respondió a la muda pregunta el inspector Castrofuerte-, pero nos llevará algo de tiempo.

El más joven de los dos inspectores se acercó a los ordenadores y con una agilidad hija a partes iguales de la práctica y de la preparación empezó a teclear velozmente, de modo que ni Vázquez ni Romero eran capaces de seguir con la vista sus evoluciones.

– Estos chavalines están muy preparados en eso de la informática, pero a la hora de dar hostias son unos merengues del carajo -comentó riéndose Romero.

– Si quieres hacemos la prueba -contestó siguiéndole la broma el inspector Castrofuerte, sin dejar de teclear en ningún momento.

– No he encontrado nada -volvió a decir el inspector Castrofuerte cuando por fin dejó de hurgar en el ordenador.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Vázquez algo desilusionado-, ¿que está totalmente limpio?

– No, tan sólo que está limpio en estos momentos -replicó el inspector Castrofuerte-. Con las amnistías que se otorgaron tras la muerte de Franco muchos datos desaparecieron, supongo que estarás al tanto.

– Déjate de chorradas, que yo viví a tope esa época -contestó, enfadado, el padre Vázquez-. Desaparecieron teóricamente, pero todos sabemos que sólo teóricamente. Esos datos existían, por lo menos cuando yo abandoné el cuerpo existían, y me extrañaría mucho que no siguieran existiendo.

– Por supuesto que siguen existiendo -contestó ufano Castrofuerte-, pero ahora existe una Ley de Protección de Datos, así que no nos ha quedado más remedio que sumergir muy profundamente aquéllos en los que estás interesado. Pero con un buen equipo de inmersión todo puede solucionarse.

– Como verás -dijo Romero-, sí que nos hemos adaptado a la nueva era.

– Tardaremos algo de tiempo -volvió a hablar Castrofuerte-, pero creo que al final quedarás contento.

– Tengo todo el tiempo del mundo -contestó Vázquez.

– En ese caso, pongamos de nuevo manos a la obra -dijo satisfecho Castrofuerte, encantado de poder demostrar a esa vieja gloria lo que él y sus instrumentos eran capaces de hacer.

Mientras volvía a teclear frenéticamente su ordenador explicaba a sus acompañantes, con claro espíritu didáctico y para amenizar la espera, lo que estaba haciendo, qué era una red, en qué consistía el correo electrónico, de cuántos megas podía disponer, pero cuando observó que los dos viejos amigos se dedicaban a charlar de sus cosas sin prestarle la menor atención optó por seguir trabajando en silencio.

– Bueno -dijo volviéndose hacia donde estaban sus dos compañeros-, por fin he conseguido lo que deseabais.

El padre Vázquez y el inspector Romero cesaron bruscamente su charla y acudieron presurosos a donde se hallaba el inspector Castrofuerte que se había levantado de su silla y permanecía de pie junto a la impresora. Durante varios segundos fue apilando los folios en una bandeja y luego, cuando la actividad cesó, se los entregó a Vázquez.

– Si quieres te hago un somero resumen de lo que vas a encontrar en esos papeles -dijo Castrofuerte.

– Dime.

– Bueno, tenías razón. Ander Gajate es un viejo conocido nuestro, y cuando digo viejo lo digo con toda propiedad ya que sus antecedentes se remontan a la época anterior a la muerte de Franco. De hecho no se le conocen actividades políticas con posterioridad a la amnistía de 1977.

– ¿Has encontrado algo que le pueda relacionar conmigo?

– En principio creo que no. Tendrás que cotejar fechas y situaciones, al fin y al cabo nadie mejor que tú para saber en qué has andado metido, pero a simple vista, y por lo que me ha contado Antonio, lo que él hacía no eran asuntos en los que tú hubieses estado muy interesado.

Activismo cultural, organización de mesas redondas sobre derechos humanos, apoyo a trabajadores en huelga, firma de manifiestos en pro de presos políticos, artículos en éusquera para revistas clandestinas y de escasa tirada, en fin, nada importante. El padre Gajate era tan sólo una mosca cojonera, como se dice ahora, no un auténtico peligro para el régimen.

– ¿No aparece nada relacionado con actividades terroristas?

– Bueno, tú mejor que yo sabes que en aquellos tiempos a todos los que no comulgaban con la situación se les colgaba el sambenito de terroristas así que los datos que hay son poco fiables. Se sospechaba de su proximidad a ETA y quizá realizara alguna actividad de apoyo o simpatía pero, en todo caso, sería puramente marginal, en ningún momento fue acusado de colaboración con banda armada. Aunque puede haber una relación indirecta.

– ¿Cuál?

– Un hermano suyo, su hermano mayor, fue miembro de la organización terrorista y murió en un enfrentamiento con la policía, pero según los datos que tenemos tú en ese momento no estabas destinado en el País Vasco.

– Él puede pensar que sí.

– Hasta ahí no llegan mis máquinas -contestó Castrofuerte alzando los brazos en un cómico gesto-, todavía no se ha inventado el ordenador capaz de adivinar los pensamientos, pero es una posibilidad que deberías investigar.

– ¿Alguna cosa más de interés?

– Sí, hay otra muerte. Un compañero suyo de seminario, un tal Joaquín Torrente, falleció abatido por disparos de la Policía Armada una noche que había ido a colocar carteles subversivos en el Casco Viejo. Conociendo a tu amigo es posible que esa noche le hubiera acompañado, pero nunca se pudo probar nada. El rector del seminario juró y perjuró que ninguno de sus pupilos, salvo el difunto, claro está, había abandonado esa noche los acogedores muros del seminario. Ya lo sabes, con la Iglesia hemos topado y todas esas cosas.

– Sí, lo sé, pero no me suena. Salvo por mera coincidencia nunca me he dedicado a perseguir a niñatos que colocaban pasquines en las paredes, mi trabajo era diferente.

– Lo sé, pero esa es la información que te podemos proporcionar. Lo lamento si no te sirve para nada.

– No, no, os estoy muy agradecido. Todo es útil, lo único que tengo que hacer es seguir trabajando con los datos que me habéis dado. Bueno, muchas gracias de nuevo, pero lamentándolo en el alma os tengo que dejar.

El inspector Antonio Romero le acompañó hasta la puerta de la calle pero antes de despedirle con un abrazo se puso serio e intentó darle un consejo.

– Ya sé que eres perro viejo, Emilio, pero ten cuidado, ten mucho cuidado. Diga lo que diga la gente joven como Castrofuerte, no todo está en los ordenadores. Quienes hemos vivido mucho lo sabemos. Haz caso a tu instinto, podría salvarte la vida. Quizá ese curita no se haya cruzado nunca en tu camino pero si está lanzándote continuos mensajes no es por mera frivolidad, de eso puedes estar seguro. Y recuerda, el que golpea primero golpea dos veces.

– Hace tiempo que procuro vivir al margen de los golpes.

– Eso es imposible, Emilio, y tú lo sabes. Los golpes que hemos dado, y los que hemos recibido, nos han marcado para siempre.

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