Capítulo treinta

Desde tu atalaya, refugiado en ese club que odias porque sabes que durante un tiempo trabajó ahí María Luisa, observas la salida del enemigo, escudriñas su semblante pero no adviertes en él desánimo o abatimiento sino fortaleza y determinación, la fortaleza y determinación que a ti siempre te ha faltado. Tal vez él, dentro de su ignominia, sea incluso más feliz que tú, porque ve las cosas en blanco y negro, sin matices, sin dudas, en definitiva.

El enemigo levanta su vista hacia el frente y se dirige a la puerta del club. Si quisieras en pocos segundos podrías tocarlo pero prefieres seguir escondido, el plan es el plan y por primera vez en la vida estás dispuesto a ir hasta el final, cueste lo que cueste.

Muy pronto desaparece de tu vista, posiblemente porque ha entrado en el local. El alboroto que se produce en el piso de abajo confirma tus sospechas y pocos minutos más tarde, desde la pequeña ventana enrejada que te sirve de mirador, contemplas cómo el enemigo se aleja de allí, en dirección desconocida. Cuando bajas al bar alguien te cuenta lo ocurrido y no puedes evitar una íntima alegría al enterarte de la agresión sufrida por el encargado. Nunca te ha simpatizado el Sebas ni su negocio, has tratado con él porque no hay más remedio, porque te lo ha pedido María Luisa, pero detestas su negocio, esa explotación de las mujeres y del sexo, bueno, del sexo tal vez no, no quieres volver a aquella época en que todo lo relacionado con el sexo era pecado mortal, pero una cosa es la entrega gozosa y voluntaria al ser amado, y otra muy diferente la explotación de la pobreza y la miseria de las mujeres en beneficio propio. Sin embargo, no has podido negarte a los requerimientos de María Luisa y has tratado con afabilidad a ese indeseable proxeneta.

Sí, cuando lo piensas detenidamente te das cuenta de que estás cambiando y que ahora haces muchas cosas que antes nunca hubieras hecho, buenas y malas. Si valoras, por encima de todo, la ruptura con hipocresías burguesas y convencionalismos morales piensas que has hecho lo correcto, pero cuando te paras a pensar en otras cosas te envuelve de nuevo tu sempiterna debilidad, la agobiante duda de si lo que haces está bien o mal. Has asumido el robo de los cien millones porque en realidad no es un robo, es tan sólo la excusa imprescindible para hacer justicia, pero en el camino has ido sembrando una semilla de dolor que te impide vivir en paz.

No hace ni media hora que acabas de colgar el teléfono dejando detrás tuyo una pobre e infeliz mujer llorosa. Intentas convencerte a ti mismo de que era necesario, como te ha dicho más de una vez María Luisa, es imposible hacer una tortilla sin cascar previamente los huevos, pero algo en tu interior te dice que esa tortilla va a tener un sabor muy amargo. Quizá en algún lugar lejano tu antiguo compañero de seminario comprenda tus motivos y los perdone indulgentemente pero eso no te consuela ni te impide pensar que has actuado como un auténtico canalla, dando una pequeña alegría y esperanza a la madre de Jokin Torrente y arrebatándosela bruscamente al cabo de muy poco tiempo.

Tan sólo te mantiene en pie la esperanza de que todo acabará muy pronto y por fin podrás alcanzar, junto a María Luisa, la paz y felicidad que la vida te ha negado durante mucho tiempo, esa paz y felicidad que nunca poseíste del todo, salvo cuando tu padre te estrechaba entre sus brazos, pero que se truncó definitivamente cuando participaste en el asesinato del alcalde de tu pueblo. Aunque interiormente te justificabas diciendo que era necesario, aunque un sacerdote bondadoso te absolvió, aquel hecho, te guste o no reconocerlo, te marcó para siempre. Recuerdas cómo la siguiente vez que estuviste con aquel misterioso activista de acento foráneo le pediste que te encomendara otras misiones, que aunque comprendías la necesidad de la lucha armada tú no estabas preparado anímicamente para ella, y afortunadamente aquel hombre te comprendió, tuviste suerte, eran otros tiempos, piensas estremeciéndote de pavor cuando viene a tu mente la imagen de Yoyes, que intentó seguir tus pasos unos años más tarde, pero en aquella época nadie te consideró traidor, tal vez pusilánime o incluso cobarde, pero no traidor. Con el visto bueno del coordinador de tu grupo abandonaste la célula armada y te integraste en el frente cultural hasta que después de tu ordenación sacerdotal abandonaste la militancia activa en cualquier tipo de organización directamente política.

Así fue hasta que un día, no sabes si calificarlo de hermoso o aciago, una joven de voz sensual e intenso perfume se inclinó en el confesionario y te contó su propósito de asesinar al padre Vázquez, ese cura al que considerabas una escoria y con el que no te tratabas pero que no dejaba de ser tu hermano de orden.

Después de las desagradables experiencias que habías tenido en el pasado te habías convertido si no en un pacifista sí en alguien que rechazaba participar directamente en cierto tipo de actos violentos pero de un modo brutal alguien, una mujer aunque eso sólo tuvo importancia algo más tarde, te había quitado la venda de los ojos y te había mostrado, con toda su crudeza, una realidad de la que tú siempre habías sido víctima. Al principio intentaste quitarle de la cabeza esa idea y honestamente piensas que hiciste lo que estuvo en tu mano pero ella tuvo más capacidad de convicción. No fue el sexo, como seguramente estará pensando con su mente enfermiza de policía torturador el padre Vázquez, sino las revelaciones que María Luisa te hizo lo que te obligó a cambiar de actitud y entregarte, sumiso, a los designios de la que hoy es tu compañera.

Había acudido, como otras veces, a la capilla del colegio y de nuevo su voz sugerente y dulce hizo que el corazón se te subiera a la boca. Pocos días antes te había contado la triste historia de su hermana y aunque aún seguías queriendo convencerla de lo inaceptable de su propósito en tu interior anidaba de nuevo la duda, sus argumentos habían comenzado a minar tu moral, por eso, cuando te dijo de sopetón, sin preparación previa, aunque es difícil imaginarse algún tipo de preparación para esas noticias, que el padre Emilio Vázquez, el ex comisario Vázquez, había participado en los asesinatos de tu hermano Mikel y de tu compañero Jokin Torrente tu resistencia se derrumbó y comprendiste que no sólo no conseguirías nunca que desistiera de sus intenciones sino que había dado la vuelta a la tortilla y te había convencido a ti para que la ayudaras.

Aun así, durante un tiempo intentaste oponerte, rechazando esa idea y alegando con incredulidad que no era posible, que no era cierto, que se trataba de una añagaza para lograr sus propósitos pero te dio tantos datos, algunos incluso desconocidos por las propias familias, que no tuviste más remedio que rendirte a la evidencia y el odio que creías haber desterrado pero que permanecía soterrado en lo más profundo de tu alma resurgió con nueva fuerza cuando te oíste decir que sí, que la ayudarías. Y como si hubiera escuchado unas extrañas oraciones premonitorias de muerte la Providencia fue generosa y puso en vuestras manos la ocasión. Una feligresa se puso en contacto con el colegio para notificarles que su difunto marido había dejado en su testamento un legado de cien millones de pesetas y preguntar cómo y de qué manera deseaban cobrarlo. Era una situación ideal, si robabas ese dinero posiblemente el provincial, para evitar el escándalo, acudiría al único religioso que era especialista en esas lides, al padre Vázquez, como así fue, y empezaría una persecución en la que los papeles estarían invertidos, ya que quien se consideraba a sí mismo el perseguidor no era sino vuestra presa. El dinero era un problema ya que una vez culminada la venganza no habría ocasión de devolverlo pero María Luisa lo tenía todo previsto, parecía mentira que no se te hubiera ocurrido a ti. Huiríais juntos con esos cien millones a uno de esos países sudamericanos en los que la miseria campa por sus respetos. Con ese dinero se podía hacer mucho bien, qué importaba que el bien se hiciera en Euskadi o en Guatemala. Cuando escuchaste esas palabras te reafirmaste en tu decisión y te alegraste profundamente de que aquella mujer te hubiera elegido a ti para compartir sus proyectos.

Fue más tarde, tal vez unidos por los proyectos comunes que poco a poco iban tomando forma, cuando nació la pasión y te sentiste irremisiblemente unido a ella, decidido a compartir su destino. Esa misma mañana, cuando delante de ella te has mostrado vacilante, se ha acercado hacia ti y dulcemente ha calmado tus ansias. De repente, casi sin daros cuenta, os habéis desnudado y, sobre la alfombra, habéis hecho violentamente el amor, como sólo lo hacen, eso pensabas tú hace siglos, los animales. Y luego, mientras aspirabais el humo de unos cigarrillos te ha mirado a los ojos y te ha dicho que estaba deseando que esto acabe.

– ¿Te lo imaginas, tú y yo solos, juntitos, en algún país sudamericano con hermosas playas? Cien millones dan mucho de sí. Aunque la mayor parte de ellos los dediquemos a obras benéficas y a la promoción de justicia, siempre podremos guardar algo para nosotros. Además, quién sabe -te sonrió zalamera-, quizá dentro de poco tengamos una boca más que alimentar.

Lo último que has escuchado te ha pillado totalmente por sorpresa, intentas analizarlo pero eres incapaz de hacerlo, tan sólo se te ocurre hacer una pregunta estúpida.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Supongo que tendría que haberte pedido tu opinión pero pensaba que estarías de acuerdo conmigo. Desde hace cuatro días he dejado de tomar la pildora, quiero quedarme embarazada y tener un hijo tuyo, un hijo nuestro, que nos una todavía más.

No sabes qué contestar pero en seguida reaccionas, un hijo, un hijo de los dos, carne de vuestra carne y sangre de vuestra sangre, un hijo al que educarías en el amor a Dios y a los hombres, en la paz y la honradez, en la justicia y en la solidaridad, un hijo al que educarías para ser feliz, para ser lo que tú no has podido ser hasta ahora, un hijo tuyo, te repites, y contestas que sí pero sin palabras, te limitas a mirarla a los ojos y a besarla tiernamente, mientras os movéis suavemente reanudando vuestros juegos amatorios.

Has pensado en todo eso mientras veías salir al padre Vázquez de la casa que ocupa momentáneamente la madre de Jokin y, de repente, todos tus escrúpulos han desaparecido de tu mente y una sola idea ha vuelto a enseñorearse de ella, Emilio Vázquez debe morir.

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