Capítulo veinticuatro

Hoy tampoco has podido hacer el amor pero, afortunadamente, a ella no le ha importado. Te ha mirado sonriendo, con esa calma que tranquiliza tu espíritu mejor que mil sermones y te ha besado en los labios, suave, cariñosamente, más como una novia romántica que como una amante y compañera de cama.

– Es normal -te ha dicho-, han ocurrido muchas cosas en poco tiempo, pero todo pasará y las aguas volverán a su cauce. Y tú y yo seguiremos amándonos por toda la eternidad.

Te ha sonado rara esa palabra, eternidad, pronunciada por sus labios, cuando ella siempre dice que es atea, atea sin remisión, pero tú en tu interior piensas que no es así, ¿cómo va a ser atea la mujer que te ha hecho encontrar el amor que Dios nos donó a los hombres como su mejor y más hermoso bien? No, ella no puede ser atea, quizá lo piense así debido a la indignación, al asco y la rabia que le producen todas las miserias e injusticias de las que ha sido testigo, pero en el fondo de su alma antes o después acabará reconociendo que Dios es otra cosa, que Dios es lo que tú y ella sois, dos cuerpos abrazándose y amándose, con alegría y con paz, aunque en estos momentos no disfrutéis ni de esa alegría ni de esa paz.

En una cosa tiene razón, de repente han sucedido demasiadas cosas y aunque todavía conserváis en vuestras manos el control de los acontecimientos empezáis a fatigaros, a temer que quizá pronto lo perdáis.

Lo primero de todo ha sido la visita del padre Vázquez, aún sigues llamándole así aunque reniegues de su condición sacerdotal y sólo veas en él al brutal policía de otros tiempos y tal vez, ya no estás seguro de nada, de éstos, a tu madre. Sospechabas que antes o después llegaría, te lo había comentado tu nueva y maravillosa compañera y tú mismo lo sabías sin necesidad de que nadie te lo explicara, pero hubieras deseado que esa entrevista se aplazara e, incluso, que nunca se hubiera producido, sin embargo, no te ha quedado más remedio que afrontar los hechos del mejor modo posible. Cuando la has telefoneado se ha puesto a llorar, amarga e inconsolablemente, y sólo por eso has odiado mucho más al ex policía aunque en tu interior admites que parte de ese odio debieras dirigirlo a tu propia persona. Has intentado tranquilizarla, diciéndole que no haces nada malo, que sigues siendo sacerdote y servidor de Dios, pero que ahora hay muchos sacerdotes que piensan como tú, que se sirve mejor al Señor y al pueblo de Cristo con nuevas actitudes, incluso casándose, hay miles en esa situación, amá, le has dicho, y son felices y con ellos sus fieles y el propio Dios. Tal vez porque antes que nada es madre ha asentido y se ha despedido de ti más calmada y echándote un lejano beso a través del cable telefónico, un beso que te ha sabido a poco pero que todavía no puedes recibir en persona, ni siquiera estás seguro de que ese día esté cercano.

Y después de eso, a la mañana siguiente, la noticia de la muerte de Irene Vidal, la benefactora o, mejor dicho, la viuda del benefactor del colegio. Lo has oído en la radio y nada más escuchar la noticia has comentado con tu compañera, no sabes por qué resabios religiosos te cuesta denominarla tu mujer, qué consecuencias pudiera tener en vuestros planes. Esperáis que ninguno aunque es una nefasta coincidencia.

En el fondo tampoco te extraña si piensas en las palabras del propio Cristo, más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Quizá esa mujer y su difunto marido fueran los desprendidos benefactores de una congregación religiosa pero ese hecho no es suficiente para engañarte, sabes que detrás de cada fortuna, como dijo Honoré de Balzac, hay un crimen, y aunque no lo haya nadie amasa una inmensa fortuna sin dejarse pelos en la gatera ni sin pisar a los que están debajo. Posiblemente con ese extraordinario donativo pretendían también ganarse el cielo, como si pensaran, en su arrogancia de millonarios, que eso también se consigue con dinero. Tal vez el dinero que ahora está en tus manos esté teñido en sangre, piensas, pero aun así rezas en la intimidad un responso por los dos, el marido fallecido de muerte natural y la mujer asesinada, y ruegas a Dios que se apiade de su alma y, también, que se apiade de la tuya, porque de repente te das cuenta de que aunque sea una maldita coincidencia por donde pasas corre la sangre, siempre por una buena causa pero corre la sangre.

De repente, aunque la muerte de Irene Vidal no tiene nada que ver contigo, ha activado tu memoria, esa memoria que tan útil te fue de estudiante pero que ahora desearías erradicar de cuajo y que resurgiendo sin que la hayas llamado te retrotrae a tiempos que nunca has olvidado, a tiempos que nunca olvidarás.

La muerte, siempre presente en tu conciencia, esa muerte que nunca buscas pero que siempre, por lo que se ve, encuentras. Tu padre, tu hermano, tu compañero Jokin, sobre todo tu compañero Jokin. Quizá esa muerte te afectó más porque estabas presente o, tal vez, porque sabes que podrías haber sido tú el muerto. Esa muerte la llevas muy dentro de ti y te incita a continuar la lucha en el punto en que la dejasteis.

Has visto cara a cara a la señora de la guadaña y decides que sea tu esclava, no tu enemiga. Te sigue repugnando matar, las admoniciones de tu madre y de aitá Patxi, las últimas palabras de tu padre aún resuenan en tus oídos pero por una vez te rebelas, piensas que están equivocados y te involucras cada vez más en la lucha armada, el único modo posible de liberar a tu pueblo y conseguir que no vuelva a haber más muertes estériles como las de tu padre, Jokin o tu hermano, incluso que no haya más muertes como las del guardia civil ejecutado -no asesinado sino ejecutado, ésa es la palabra que consideras más adecuada al hecho, tu hermano nunca fue un criminal- por Mikel. Eso es lo que piensas, y eres sincero.

Pocos días después aquel extraño activista cuyo acento delata su origen no euskaldun te cita en un bar de un populoso barrio de Bilbao, uno de esos barrios que ha crecido descontroladamente al albur de una emigración proporcionadora de mano de obra barata y sumisa. No habéis tomado nada ya que al verte llegar te ha introducido en su destartalado coche y te ha dado un paseo por todo el barrio, como queriendo mostrarte sus miserias, la pobreza que asoma por todos sus rincones, como explicándote tácitamente, sin necesidad de palabras, por qué está él en la lucha, como queriendo sacarte de tu romanticismo étnico, así lo denominará más adelante, cuando ya tengáis confianza, para introducirte en la otra cara del problema, y tú observas todo con ojos asombrados, eso no tiene nada que ver con lo que has vivido hasta ahora, junto a la injusticia de no poder hablar en tu idioma, de no poder ondear tu bandera adviertes otra injusticia, la de quienes viven en casas repletas de humedad, la de quienes transitan por calles embarradas, ya que el alcantarillado aún no ha hecho acto de presencia, la de quienes apenas tienen un salario digno para vivir y por eso, cuando tu acompañante te pregunta, mirándote fijamente a los ojos, sin pestañear, si quieres colaborar con ellos dices que sí con entusiasmo, aunque no sabes del todo qué hay detrás de la palabra ellos, pero imaginándotelo, sabiendo que es la misma organización por la que dio su vida tu hermano Mikel.

Tu primer trabajo es fácil. Se trata de proporcionar información sobre un comerciante del pueblo, un tal Florencio Etxenagusia -aunque él lo escribe Echenagusía, en español-, un comerciante del pueblo al que acaban de nombrar hace escasos meses alcalde. No será nada difícil porque es un hombre muy conocido en la localidad, incluso apreciado cuando la gente olvida la política, hasta tu madre suele hablar bien de él. Se trata del padre del chico con el que solías pelearte a menudo en la escuela, el chico que una vez dijo públicamente que tu padre era un delincuente porque estaba en la cárcel. Parece como si por una ironía del destino el padre debiera cargar con los pecados del hijo en lugar de al contrario, como dice la Biblia.

Pero no, rechazas esa idea, no se trata de ningún acto de venganza, sino de estricta justicia, Florencio Etxenagusia es un alcalde nombrado por el gobierno de la dictadura, un peón más del régimen que oprime al pueblo y a los trabajadores, alguien que se ha convertido en cómplice de la ocupación de su propia patria, que ni siquiera le ha enseñado a su hijo el éusquera, la lengua nacional. Además, te han dicho que se trata de darle un escarmiento, ya va siendo hora de que los colaboradores del régimen vayan aprendiendo que su acomodaticia y traicionera postura no sólo les puede proporcionar beneficios y prebendas sino que también les puede acarrear problemas.

Durante varios días tomas nota de sus idas y venidas, en su comercio, en la casa consistorial, en la sociedad donde a menudo cena con los amigos, te extraña que un hombre como ése se junte para cenar con viejos amigos de tu padre, hombres de los que conoces su irreprochable patriotismo, no acabas de entenderlo bien, quizá ellos se estén adocenando y sean incapaces de distinguir el amigo del enemigo, eso te convence aún más de la necesidad de que haya un revulsivo, de la necesidad de crear y sostener una organización como la de tu hermano Mikel que mantenga impertérrita y elevada la antorcha de la libertad.

Compruebas que es un hombre monótono que no toma ninguna medida de seguridad, quizá se siente confiado, tal vez en su interior no sea él mismo consciente de que es un opresor del pueblo, una bestia infame, incluso es posible que piense que su amistad con muchos de sus paisanos no afectos al régimen extiende un manto de impunidad sobre su persona, por eso no varía de rumbos ni de horarios, puntual siempre como un reloj suizo.

Cuando te vuelves a encontrar con tu contacto en la organización, esta vez en una céntrica cafetería de Bilbao, ya no son necesarias las excursiones sociológicas, estás exultante, te consideras por fin integrado en la vanguardia popular, lo anterior, las actividades culturales y propagandísticas, aunque tuvieran sus riesgos, como pudiste comprobar con la triste muerte de Jokin, no eran sino minucias burguesas, ahora en cambio es diferente, ahora participas más activamente en la lucha de verdad, ahora eres uno de los hombres que va a cambiar Euskadi y, quién sabe, tal vez el mundo.

Durante cerca de un mes no vuelves a tener noticias de la organización y por fin, leyendo el periódico, te das cuenta de la magnitud de lo sucedido. Con gran despliegue tipográfico el más importante periódico local comunica a sus lectores el asesinato, a manos de un comando, de don Florencio Echenagusía, acaudalado comerciante que había sido nombrado recientemente alcalde de un pueblo del interior. El periódico, afecto al régimen como todos, ensalza las virtudes cívicas del muerto y escupe su basura fascista contra los autores de lo que denomina deleznable crimen.

Tú sabes que eso no es cierto, que en esa acción no hay ningún crimen sino un estricto acto de justicia, aunque si de ti hubiera dependido la sentencia no habría sido la pena capital, te sigue repugnando el derramamiento de sangre, pero no puedes ni quieres revolverte contra tus hermanos; si han obrado así seguro que tenían sus motivos, piensas aferrándote a tus principios, aunque un regusto amargo te recorre todo el cuerpo.

La noticia la has conocido por el periódico pero pronto la escucharás en persona, en la voz de tu propia madre que te telefonea para comentarte el hecho.

– Han asesinado al Florencio -te dice con voz entrecortada, casi a punto de llorar y tú no comprendes que tu madre pueda llorar por ese cerdo-, no sé adonde vamos a ir a parar, eso no es lo que quería tu aitá, Ander.

Tú intentas calmarla e incluso explicarle que quizá el Florencio se lo tuviera merecido, que no se puede juzgar frivolamente a quienes no habían sido sino el brazo armado del pueblo, tal vez la mano ejecutora de Dios.

– No lo sé, Ander, no lo sé -recita inconsolable su madre, quizá más pensando en su familia que en el propio muerto-, pero esto no puede seguir así, no podemos matarnos los unos a los otros, tu hermano, el alcalde, ¿cuántos más caerán? El Florencio, a pesar de sus ideas no era mala persona. Tú no lo sabes porque eras pequeño, pero cuando tu padre estaba en la cárcel nos dejó dinero para evitar que el banco nos embargara el caserío por deudas, y nunca pudimos devolverle ese dinero ni nos lo exigió.

Lo dicho por tu madre te reafirmó en tus ideas. Seguramente ese cabrón había proporcionado el dinero a tu familia para conseguir su adhesión o, por lo menos, su neutralidad. El típico truco capitalista de la compraventa de lealtades. Pues contigo la cosa le había salido rana, si al principio habías lamentado su muerte cada vez estabas más tranquilo al respecto.

Para contentar a tu madre y sobre todo, no tienes más remedio que reconocerlo, por cierta curiosidad morbosa, asististe al funeral. ¡Qué diferencia con el de tu hermano Mikel! En el de Florencio Etxenagusia todo era pompa y boato. Sobre el féretro habían colocado la bandera española, la del águila imperial y el yugo y las flechas, y junto a la viuda e hijos del alcalde, enlutados y llorosos, podían verse erguidas las figuras de los gobernadores civil y militar de la provincia así como la de un hombre de fino bigote cano que alguien identificó como director general de la Seguridad del Estado.

Prácticamente no se veía a casi nadie del pueblo, ni siquiera a aquellos olvidadizos e inconsecuentes patriotas que no desdeñaban echar una partida de mus o cocinar una cazuela de bacalao con el fascista ejecutado, tan sólo algunos ancianos y alguna mujer como tu madre habían acudido a la misa y al posterior enterramiento. Prudentemente sondeaste a la gente del pueblo pero salvo algún joven excitable casi nadie quiso ser explícito ni expresar sus sentimientos, pese a que te conocían desde que eras un niño de pecho. Llevabas ya dos años fuera del pueblo y la gente no quería comprometerse o comprometerte. Tan sólo observaste un generalizado sentimiento de tristeza, no tanto por la muerte del alcalde, cuanto por la vuelta de un fantasma que todo el mundo consideraba pretérito y olvidado, el de la muerte en las calles, la violencia, la guerra civil en suma.

A pesar de que te apetecía en lo más íntimo quedarte a dormir en el caserío, como cuando eras pequeño, no lo hiciste, quizá porque sospechabas que serías incapaz de sostener la mirada de tu madre y de responder a sus palabras. Huiste del pueblo lo más pronto que te fue posible y te refugiaste en la soledad de tu habitación del seminario, intentando convencerte a ti mismo de que habías hecho lo correcto, que no había otro camino posible.

Pensabas que no ibas a poder dormir, que Dios te iba a llamar en pleno sueño para pedirte cuentas por la sangre derramada del hermano, como le pidió a Caín cuando asesinó a Abel, pero extrañamente no ocurrió así, nada más tocar las sábanas te quedaste dormido, como dicen que duermen los niños en su radical inocencia.

A la mañana siguiente, movido por un impulso, según te levantaste de la cama saliste del seminario y te acercaste a una iglesia de un barrio, una iglesia desconocida para ti, buscando urgentemente un sacerdote que te escuchara en confesión y delante de él descargaste toda tu tensión, todos tus temores y tus dudas y, por fin, le pediste la absolución.

– ¿Estás arrepentido de lo ocurrido? -te dijo la voz ronca del sacerdote, delatora de que el único vicio que se permitía era el tabaco.

– No lo sé, padre, no lo sé. íntimamente creo que he hecho bien, que he hecho lo correcto, pero no puedo dejar de lamentar la muerte de un ser humano, sobre todo si en cierto modo soy responsable de ella.

– No puedo darte la absolución. Ya sabes que para que eso ocurra tienes que mostrar arrepentimiento y propósito de la enmienda.

– Lo sé, padre, y si lo que siento no es estrictamente arrepentimiento no sé qué puede ser.

– ¿Tienes intención de reparar el daño causado?

– ¿Cómo podría devolver la vida a un muerto?

– Eso no se puede hacer, pero ¿has pensado acaso en entregarte?

– Eso nunca, es muy duro lo que me pide -contestaste.

– Recuerda que Nuestro Señor Jesucristo reprueba la violencia, su mensaje es de paz y perdón, incluso para nuestros enemigos. No olvides cómo reconvino a san Pedro cuando sacó la espada para defenderle de quienes iban a detenerle y cómo reparó el daño causado por el santo apóstol.

– Sí, padre, lo recuerdo, pero también recuerdo que luego no le entregó a los sicarios de Pilatos ni le reprochó el amor que sentía por su pueblo.

Durante unos escasos segundos el silencio más absoluto se enseñoreó de la iglesia. A través de la rejilla del confesionario oías jadear calladamente al sacerdote y adivinabas la lucha que tenía en su interior. Por fin, una quebrada voz de fumador rompió el silencio.

– Ego te absolvo -oíste decir al sacerdote, y ya no escuchaste nada más.

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