Capítulo treinta y cuatro

Sabes que todo va a terminar. Esta vez no es un mero presentimiento, esta vez lo puedes oler en el ambiente, lo puedes percibir en la propia María Luisa, a la que notas extremadamente nerviosa. Las personas nunca acaban de sorprendernos, piensas con cierta ternura. Ella, la mujer de nervios templados, la compañera que te ha estado tranquilizando permanentemente desde que empezó toda la historia, está hecha un manojo de nervios, inquieta e intranquila, y no hay modo humano ni divino de calmarla o, si lo hay, tú lo desconoces.

Has intentado consolarla, con caricias y arrumacos, pero te ha rechazado de un modo destemplado, con insólita brusquedad. Luego se ha arrepentido y te ha dicho que lo siente, que lo siente muchísimo, pero que no puede evitarlo, que sabe que todo va a finalizar en breve y que eso le hace perder un poco la serenidad, pero muy pronto todo volverá a ser como antes, te ha dicho esforzándose en ser cariñosa, aunque tú has adivinado ese esfuerzo, has comprendido que sus palabras eran forzadas, pero aun así le has dicho que no tiene importancia, que eso nos pasa a todos a menudo, es lógico que ella, que es una persona fuerte y decidida, flaquee cuando todo está a punto de acabar, y descargue la tensión vivida antes de que el plan trazado llegue a su culminación.

Le has dicho todo eso porque crees en ello o quizá porque quieres creer en ello ya que de nuevo han vuelto las dudas que te han acongojado sempiternamente. Además, y eso sí que es intuición, algo te dice que las cosas no van a ser tan simples como creías, que al final algo saldrá mal y todo se irá al infierno, a ese infierno en el que no crees del todo porque sabes por experiencia que el infierno no está más allá de la muerte sino aquí, entre todos nosotros.

Y sin embargo, el día no había empezado mal pero una llamada, una sencilla llamada telefónica ha bastado para nublarlo. ¿Cuántas veces has pensado que el teléfono es un aparato odioso? Habrá gente, admites, que no pueda pasarse sin él pero para ti ha sido, casi siempre, el mensajero de las malas noticias. Contemplas el moderno diseño del aparato y su vivo color rojo y piensas que eran más auténticos antaño, cuando todos lucían un inequívoco color negro premonitorio de las noticias que iba a transmitir. Sí, vuelves a pensar, ha bastado una llamada telefónica para que la cariñosa y decidida María Luisa se haya convertido en un ser irreconocible que a duras penas mantiene un atisbo de autocontrol.

Pero si malo es que suene el teléfono aún peor es que suene el timbre del portero automático. No estaba previsto que nadie fuera a visitaros pero, de repente, esa previsión se ha roto y por el telefonillo una voz de hombre avisa que tiene que subir, que es urgente. Es la propia María Luisa quien abre la puerta y ves cómo entra en casa el Sebas, el hombre que fue chulo de María Luisa y que os ha estado ayudando, aunque tú no le tienes ninguna simpatía y deseas fervientemente que desaparezca de vuestras vidas. No viene solo, le acompaña una joven que parece tener muy mal aspecto. Apenas se tiene en pie y es incapaz de balbucear palabra alguna; si no la sujetara fuertemente el Sebas por la cintura, la chica se caería al suelo.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunta ansiosa María Luisa y tú, de repente, sientes un fuerte ramalazo de celos, al comprender que le preocupa más lo que pueda sucederle al Sebas que a ti mismo.

– Las cosas se han complicado -responde el proxeneta mientras acerca el cuerpo inerte de la muchacha a una de las habitaciones y la tira bruscamente sobre la cama-. Ponme algo de beber y que sea fuerte, lo necesito -añade.

Sin entender nada, o quizá entendiéndolo todo, asistes estupefacto a la actitud sumisa que acaba de adoptar María Luisa con su ex chulo y ves cómo se dirige hacia la cocina para llenar un vaso con hielo y ginebra. Totalmente inseguro y sin saber qué postura adoptar decides acercarte a la habitación donde se encuentra tumbada la joven para ver en qué la puedes ayudar y, también, para pensar con más calma.

La joven no se ha movido para nada desde que el Sebas la arrojó sobre la cama. Te acercas a ella y la examinas, afortunadamente tu labor social te ha hecho adquirir unos conocimientos mínimos de primeros auxilios y te ha hecho conocer otro tipo de cosas. Le buscas el pulso y compruebas que está bajo mínimos. Le miras la muñeca y observas que tiene unos cuantos pinchazos muy recientes, no lo suficiente para delatarla como adicta pero sí para saber que lo que le ocurre no es normal.

– Esta chica está drogada -les dices al Sebas y a María Luisa cuando excitado vuelves a la cocina-. Tenemos que hacer algo.

– ¡Mierda! -exclama el chulo, y dirigiéndose a María Luisa añade-: dile a tu curita que mantenga cerrada la muy si no quiere tener problemas.

– Ya has oído, Ander, tranquilízate, no pasa nada, te lo explicaremos todo a su debido tiempo -te dice la mujer, intentando mantener un tono neutral.

– ¿Pero nos os dais cuenta de que esa chica puede morir? -gritas cada vez más nervioso y exasperado-. Os repito que tenemos que hacer algo.

– ¡Cállate de una puta vez y obedece!

No ha sido el Sebas quien ha pronunciado esas palabras sino tu amada María Luisa y asimilar eso te ha costado unos cuantos segundos en los que has permanecido estático, incapaz de reaccionar, mascando amargamente el sabor de la noticia presentida, comprobando cómo todo era falso, cómo María Luisa nunca ha estado enamorada de ti, comprendiendo que todo era una farsa en la que has desempeñado un triste papel de bufón. La miras a la cara y ves cómo en sus ojos no hay sino destellos de odio y ferocidad y eso, curiosamente, te hace recuperar la calma. Ya nada te ata a ella, vuelves a ser tú mismo, Ander Gajate Sarasola, con tus dudas y tus indecisiones, pero el mismo hombre que después de probar la violencia consiguió salirse de ella. Y ese descubrimiento te da fuerzas y tomas una decisión.

– No voy a permitir que la chica fallezca por culpa nuestra -dices mientras te acercas al teléfono, ese teléfono tan denostado pero que también puede darnos la vida-. Ahora mismo voy a llamar a una ambulancia.

Sin embargo, como siempre, tus intenciones son buenas pero los resultados no te acompañan. No has cogido todavía el teléfono cuando de repente algo plano y metálico, la culata de una pistola tal vez, te ha golpeado en la cabeza y has caído al suelo mientras un halo negro te envolvía hasta que casi instantáneamente has perdido la consciencia.

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