Disciplinadamente, aunque sin ganas, el padre Emilio Vázquez se dispuso a cumplir las órdenes recibidas de su provincial. Durante unos días colgaría sus hábitos y volvería a la calle, esa calle en la que tan bien se había desenvuelto durante años. Más de una vez había sentido una punzada de nostalgia al recordar sus correrías; por eso, al principio, había intentado oponerse a los deseos de su superior, porque no sabía cómo podría reaccionar si volviera, aunque fuera indirectamente, a su antiguo mundo. Sensaciones contradictorias se agolpaban en su mente. Por un lado estaba la sensación de que ese aspecto de su vida había sido tenebroso y poco cristiano, pero por otro lado admitía que cuando rememoraba las satisfacciones y el placer, la sensación de prepotencia que le había proporcionado su antiguo trabajo, se le generaba un agradable cosquilleo por todo el cuerpo.
Como primera medida decidió acudir a la casa que compartía el padre Gajate con otros tres compañeros, los padres Argoitia, Etxebeste y Montalbán. Apenas había tenido trato con ellos, pero no se hacía muchas ilusiones sobre su colaboración. Si el trato con los religiosos que aún vivían en el colegio, generalmente más conservadores, no era muy bueno por mor de su pasado, sospechaba que la opinión que pudiera tener sobre su persona el grupo de sacerdotes que desempeñaban su apostolado en uno de los barrios más deprimidos de Bilbao no iba a ser halagüeña precisamente.
En la congregación se habían tomado en serio lo del voto de pobreza así que en vez de proporcionarle un coche, como había solicitado al aceptar hacerse cargo de la investigación, le aconsejaron que usara el transporte público. Obediente y resignado se subió a un autobús pero, desconocedor como era de las diferentes líneas de autobuses que cruzaban la ciudad, se apeó en Rekalde, muy cerca de donde anteriormente estuvo ubicada la comisaría de Abando. Sin permitirse ni siquiera desviar la vista hacia allí efectuó el resto del camino, una cansada cuesta, andando.
Se dice que a muchos sacerdotes, cuando van vestidos de seglares, sin sotana ni alzacuellos, se les sigue notando su condición clerical. Al padre Vázquez en cambio, lo que se le notaba claramente era su condición policial. Las miradas furtivas que le dirigían los transeúntes, algunos de los cuales desviaban su camino para no tropezar con él, así lo delataban. Incluso un grupo de gitanas que presumiblemente se dirigían al centro de la ciudad para vender su cargamento de flores y pañuelos de papel renunció a ofrecerle su mercancía. Hubo un momento en que al padre Vázquez se le escapó una sonrisa y comprendió que estaba disfrutando nuevamente de la sensación de sentirse temido y respetado.
La vivienda de los sacerdotes estaba en la tercera planta de un edificio que pedía a gritos la demolición. El portal olía a orines y las paredes de las escaleras (no había ascensor) estaban adornadas por pintadas que sin ser artísticas sí eran tremendamente expresivas. Las alusiones al sexo, favorables, y al gobierno y los maderos, totalmente desfavorables, se repartían equitativamente las preferencias de sus autores. El padre Vázquez apenas necesitó subir tres peldaños para empezar a sentirse en su salsa. Estaba más acostumbrado a ese ambiente que al de los palacios episcopales.
Cuando llamó a la puerta se le abrió en seguida. En aquella casa nunca preguntaban de quién se trataba ni espiaban por la mirilla para escudriñar alguna presencia hostil. Ésa era la casa de los curas y estaba abierta a toda la comunidad. No temían a ningún vecino y la gente confiaba en ellos. Era una ventaja, pensó el padre Vázquez, porque tal vez, si hubieran sabido quién tocaba el timbre, no le habría permitido pasar al interior de la vivienda.
Había escogido una hora en la que se suponía que los tres compañeros del padre Gajate estaban en casa y había acertado. El sacerdote que le había abierto, el único que no tenía barba y bigote, le invitó a pasar a una pequeña salita en la que, junto a un pequeño televisor de modelo antiguo, posiblemente en blanco y negro, podían verse un montón de estanterías con libros de temática religiosa y política, así como de autores cuyos nombres delataban su origen sudamericano o africano. Esparcidos desordenadamente por la sala podían encontrarse un sofá y varias butacas, cada una de padre y madre diferentes, como si las hubieran ido recogiendo de aquellos muebles que los feligreses no querían tener más en sus casas y en vez de tirarlos sin más se los habían cedido a los curas, pobrecillos, que tengan donde sentarse, pensarían ellos, creyendo que así ya llevaban ganada una parcela de cielo.
Las butacas, pese a su aspecto cutre y desvencijado, eran cómodas e invitaban a la placidez y la charla entre amigos. Por eso cuando el sacerdote que le había recibido le presentó a sus dos compañeros se dirigió hacia él en términos afectuosos.
– Sea bienvenido a nuestra humilde casa. No tenemos muchos bienes materiales que ofrecerle, pero sepa que estamos a su disposición. No recuerdo haberle visto antes por el barrio, pero no obstante su cara no me es del todo desconocida.
– Es posible. Me llamo Emilio Vázquez, padre Emilio Vázquez, y soy compañero suyo de fe y congregación. Supongo que el provincial les habrá anunciado mi visita.
Los tres sacerdotes se miraron entre sí. De sus rostros habían desaparecido las anteriores expresiones de amor fraternal, que habían sido sustituidas por ceños fruncidos y semblantes sombríos. Estaba claro que, lo ordenara el provincial o el propio cardenal primado, la visita no era de su agrado.
– Sí, por supuesto que hemos recibido su llamada, pero no entendemos qué es lo que quiere de nosotros -contestó uno de los barbudos, que parecía más un ayatolá islámico que un sacerdote católico.
– Se trata de la desaparición de su compañero de vivienda, el padre Gajate. El provincial me ha encargado de su búsqueda, ya que tengo cierta experiencia en estos temas.
– Sí, hemos oído hablar de lo que usted llama experiencia -contestó el padre Montalbán, que era el cura lampiño que le había abierto la puerta.
– Y si la va a utilizar en la búsqueda de Ander ya puede despedirse de nuestra colaboración -remató el padre Asier Etxebeste, que hasta ese momento había estado callado.
– Sé lo que piensan de mí y aunque no pueda decir que no me importe, porque mentiría, creo que no viene al caso. Como les he dicho, el padre provincial me ha encargado, me ha ordenado estaría mejor dicho, que averigüe el paradero del padre Gajate y, aunque no me agrada hacerlo, precisamente porque quiero olvidarme de ese aspecto de mi pasado que ustedes acaban de recordarme, he aceptado obligado por el voto de obediencia. Esta situación me hace a mí aún menos gracia que a ustedes pero tenemos que afrontarla como seres adultos y razonables, si nuestros prejuicios no lo impiden. La cuestión es muy sencilla: salvo que ustedes tengan otra información el padre Gajate ha desaparecido y debemos encontrarle.
– ¿Por qué es necesario encontrarle? -preguntó, todavía hostil, el padre Montalbán-. El padre Gajate es, como usted acaba de decir, una persona adulta, mayor de edad, y si ha tomado la decisión de irse sus motivos tendrá. No veo en qué nos puede eso afectar a nosotros.
– ¿Ni siquiera están interesados en saber qué le ha ocurrido? ¿Tan poco les interesa lo que pueda haber sido de su compañero?
– No tergiverse nuestras palabras -respondió el ayatolá-, claro que nos interesa saber lo que ha sucedido con nuestro compañero, pero por encima de todo respetamos sus decisiones. Si ha decidido, por su propia voluntad, marcharse de aquí está en su derecho. Seguramente algún día llamará para explicarnos sus motivos, porque además de compañeros somos amigos, pero si no lo hace no va a pasar nada. Es su vida y punto, no somos quienes para interferir.
– ¿Tampoco si al escaparse se ha apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas, donativo de una feligresa viuda a la comunidad?
El padre Vázquez escudriñó el semblante de los tres sacerdotes y comprobó, con satisfacción, que la bomba que había lanzado súbitamente estaba surtiendo efecto. Aunque no quisiera reconocerlo, disfrutaba con la situación. La misma actitud de hostilidad que le demostraban sus contertulios le hacía crecerse, como en aquella otra época que inocentemente pensaba haber dejado atrás.
– Eso no es posible -contestó, acalorado, el padre Argoitia, mesándose con furia su patriarcal barba.
– Lo siento pero es totalmente cierto. Si no se fían de mí pueden llamar al colegio, al padre rector, que está al tanto de todo. No queremos que la noticia se extienda, pero estoy autorizado a usarla en caso de necesidad. Ya lo ven, no se trata de una simple huida motivada por la necesidad de cambiar de vida. Se trata también de un robo a la comunidad.
– No hable así -protestó el padre Montalbán-, hace que todo parezca sórdido.
– Y lo es, pero no he creado yo la situación. No soy yo quien se ha llevado los cien millones, porque debo añadirles que el talón ha sido cobrado, sino el padre Gajate. Es necesario que le encontremos, tanto por su bien como por el nuestro. No queremos que haya un escándalo, por eso en vez de recurrir a la policía me he hecho cargo yo de la investigación, pero si no actuamos con rapidez la situación se nos puede escapar de las manos.
– El escándalo, eso es lo único que preocupa a la congregación, el evitar que se produzca un escándalo. ¡Hipócritas de mierda! -se explayó el padre Etxebeste.
– Claro que nos preocupa el escándalo, y a ustedes también debiera preocuparles. Si todo sale a la luz en la congregación posiblemente quedemos como unos panolis a los que se les engaña y roba fácilmente, seremos objeto debromas y chistes pero nada más. Su compañero, en cambio, ¿cómo quedará? Como un ladrón sin más, y ese estigma abarcará a todo lo que él haya tocado, como si fuera un rey Midas al revés. Imaginemos por un momento que no se haya quedado con ese dinero para él sino para apoyar algunas asociaciones y causas en las que está metido. ¿Qué creen ustedes que pensará la gente? ¿Que es un moderno Robin Hood que roba a los ricos para dárselo a los pobres? No, la gente pensará que tanto él como sus colaboradores son unos despreciables ladrones y nada más. Así que sigan cerrando los ojos y no se preocupen por el posible escándalo.
– Bueno, bueno -dijo el padre Montalbán, algo más conciliador-, quizá debamos empezar de nuevo. ¿No es posible que el padre Gajate haya sufrido un accidente?
– Sí, claro que hemos pensado en esa posibilidad, pero por el momento no se ha confirmado. Nos hemos puesto en contacto con todos los hospitales y clínicas de Bilbao y hasta el momento no hemos tenido noticias de él. Vamos a seguir intentándolo en el resto de centros hospitalarios del País Vasco, pero prácticamente sin esperanzas de encontrarle. La hipótesis más probable es la de su desaparición voluntaria. El cobro del talón así parece indicarlo.
– ¿Cobró ese dinero en persona? -preguntó el padre Etxebeste.
– No, no lo cobró él directamente, pero desgraciadamente no sabemos aún quién lo hizo.
– Entonces, pudiera ser que él fuera la víctima del robo y no el ladrón -respondió, casi alegre, el padre Argoitia-. Quiero decir que alguien podría haberle malherido o quizá asesinado para así poder quitarle el talón -finalizó algo más triste al percatarse de que su teoría exculpatoria tenía el inconveniente de que si era cierta quizá su amigo estuviera muerto.
– Es otra posibilidad -respondió el padre Vázquez-, tiene usted cualidades para ser un buen policía.
– ¡Oiga, sin ofender! -saltó colérico el aludido.
– Era sólo una broma -contestó, sonriente, el ex policía-, no debería perder los nervios tan a menudo. Eso no es bueno para nadie y menos para un sacerdote. En cuanto al meollo de su pregunta no la podemos descartar, por supuesto, pero en estos tres días lo razonable es que se hubiera descubierto su cadáver o que por su propio pie hubiera acudido a un hospital o consulta médica.
– No necesariamente -insistió el sacerdote con aspecto de ayatolá y madera de policía-. El asesino podría haberle escondido para evitar que se descubriera lo sucedido.
– ¡Muy bien pensado! A este paso voy a acabar por hacerle mi ayudante -contestó socarrón el padre Vázquez-, pero en principio he desechado la idea. Tal vez hubiera tenido sentido en caso de ser un crimen premeditado pero nadie conocía, salvo que el propio padre Gajate se hubiera ido de la lengua, la existencia de ese talón. En caso de haber sucedido un robo hubiera sido uno normal, como tantos que hay, con el fin de agarrar lo que se pudiera, y con la inmensa suerte de que por una vez en la vida el botín habría merecido la pena. En un caso así, en el que agresor y agredido no se conocen, el criminal no se preocupa en esconder el cuerpo de la víctima. No, sin poder descartarla al cien por cien, no creo en esa hipótesis. En mi opinión el padre Gajate está bien vivo y conoce el destino del dinero.
– En ese caso, y admitiendo por un momento que tiene razón, ¿qué es lo que nosotros podemos hacer?
– Ustedes convivían con el padre Gajate, incluso han reconocido que sus relaciones eran de amistad, ¿no habían notado nada extraño últimamente, alguna indicación de lo que pensaba hacer?
– Sinceramente no -respondió el padre Montalbán-. Su actuación en los últimos tiempos fue absolutamente normal, no había nada especialmente raro en él. Quiero decir con esto que el padre Gajate era habitualmente muy vehemente. Todo aquello que le pareciera una injusticia, las situaciones de miseria y pobreza, las proclamas xenófobas, la brutalidad policial también, ¿por qué no?, le hacían estallar; pero eso, en él, no era nada anormal. En realidad lo normal debiera ser, precisamente, que ese tipo de cosas nos hicieran estallar a todos, pero ésa es otra historia, me temo.
– Entonces, ¿no hubo nada auténticamente especial, que les hiciera pensar a ustedes que había algo más que lo acostumbrado?
– Nada de nada.
– ¿En qué tipo de actividades estaba últimamente metido?
– En nada que tuviera que ocultar. Dirigía, o mejor dicho colaboraba, ya que nunca aceptó considerarse un dirigente porque ni la palabra ni el concepto le gustaban, pese a que por su dedicación así le consideraran quienes trabajaban junto a él, un grupo pacifista surgido en el entorno del colegio. También colaboraba a menudo con Amnistía Internacional, y grupos antirracistas y de acogida a sectores marginales. Como usted verá, no se trata precisamente de grupos mafiosos que se financien por medio del robo y la extorsión, aunque a algunos sectores no les disgustaría para nada presentarlos bajo ese matiz.
– ¿Y con todas esas actividades le quedaba tiempo para dedicarse a la religión? -preguntó irónicamente el padre Vázquez.
– Si piensa que trabajar con quienes más ayuda y solidaridad necesitan no tiene nada que ver con el mensaje de Cristo me temo que, por segunda vez en su vida, ha equivocado su camino. Nunca pensé que le diría esto a alguien como usted, pero le queda mucho por aprender -dijo el padre Etxebeste, saliendo de su habitual mutismo.
– Tal vez tenga razón, pero ya soy un poco mayor para eso.
– Nunca es tarde si la dicha es buena. Ya conoce el refrán, arrepentidos los quiere Dios, y en nuestro caso ese refrán debiera tener más sentido.
– En otro momento aceptaré gustoso discutir sobre Teología con ustedes, pero ahora quisiera volver a centrarme en el tema. Hay una cosa que me gustaría saber, ¿cuál era su relación con las mujeres?
– ¿Qué quiere decir con eso de su relación con las mujeres? -preguntó el padre Montalbán.
– Me parece que me han entendido perfectamente. Todo el mundo sabe lo que a veces, para un sacerdote joven, puede suponer el celibato, el voto de castidad. Si el padre Gajate era tan vehemente como ustedes dicen quizá también en este asunto hubiera podido comportarse con cierta impetuosidad, quizá el fantasma del sexo hubiera podido arrastrarle a cometer alguna locura.
– No sé qué quiere decir con eso -protestó el padre Argoitia-. Le aseguro que nosotros estamos a favor de la tesis del celibato opcional y no hubiéramos visto nada de malo en que nuestro compañero decidiera convivir con una mujer.
– No me salgan con eso del celibato o no celibato y otras leches parecidas. Por si no lo sabían yo he llegado a follar en un mes más de lo que mucha gente lo hará en toda su vida. No les estoy preguntando sobre las ideas del padre Gajate, les estoy preguntando si ha podido llegar a encoñarse de tal modo que sea capaz de robar cien millones de pesetas. Por si no lo he comentado antes, ya es hora de que lo sepan. El talón bancario fue cobrado por una mujer.
– Eso no significa nada -dijo el padre Montalbán-. Esa mujer pudiera ser una familiar o una simple amiga. No tiene por qué haber sexo por medio.
– Claro que no, pero muy grande tiene que ser su grado de intimidad para dejar en sus manos un talón al portador por valor de cien millones de pesetas. Si lo hubiera cobrado alguien de su familia, cosa que no descarto, todo puede ser más fácil, por lo menos sabremos adonde acudir, pero mientras tanto conviene que toquemos todas las teclas, así que vuelvo a preguntarles, y espero que me contesten con total sinceridad, si había en la vida del padre Gajate alguna mujer en especial, alguien con quien tuviera una relación de pareja, en el sentido más convencional del término.
– No -contestó con firmeza el padre Montalbán-, o por lo menos, si la hay, nosotros no la conocemos.
– ¿No recibía llamadas de mujeres o se reunía de vez en cuando con alguna?
– Se nota que usted no sale del claustro. Para usted el sacerdocio no es más que un modo de evadirse de un pasado poco claro, lo cual no es en sí condenable aunque suponga una actitud estéril, pero para nosotros el sacerdocio es algo más, es implicarnos en la vida de los demás, sobre todo en las de los más necesitados. Claro que Ander recibía llamadas de mujeres. En esta casa el teléfono no deja de sonar durante todo el día y gran parte de la noche, pero las llamadas que recibía eran de mujeres maltratadas por el marido, de mujeres que habían perdido su puesto de trabajo por quedarse embarazadas, de mujeres que habían abortado por miedo a no poder atender dignamente a su hijo, de mujeres violadas. Ésas son las mujeres que nos llaman, no encontrará aquí ninguna top-model que nos haya sorbido el seso -contestó el padre Argoitia-. No sería fácil hacerle una lista pero si se la pudiéramos proporcionar y quisiera investigarlas una por una iba a tener trabajo hasta el día del juicio final.
– Le hemos dicho la verdad -añadió el padre Montalbán-. Lamentablemente no sabemos ni podemos averiguar dónde está el padre Gajate.
– Lo sé y les estoy muy agradecido. Sólo quisiera pedirles un último favor.
– Usted dirá.
– Me gustaría registrar la habitación del padre Gajate.
– ¿Así, sin orden de registro? -preguntó sonriente el ayatolá.
– Sí, sin orden de registro -contestó encogiéndose de hombros.
– Entonces, adelante. Está usted en su casa.