Capítulo treinta y tres

Mi llegada al País Vasco coincidió con una oleada de atentados a gran escala que nos obligó a todos los que estábamos metidos en los grupos antiterroristas a emplearnos a fondo. Uno de mis primeros trabajos fue el interrogatorio de una chica joven de la que se sospechaba que era colaboradora de los terroristas. Habíamos recibido un soplo sobre un próximo atentado y pensábamos que la detenida podría proporcionarnos la información necesaria para evitarlo.

La muchacha era menuda y rubita, me recordaba en cierto modo a Marisa y a otras mujeres que habían pasado por mi vida, y emanaba un aire de fragilidad que nos inducía a pensar que el trabajo iba a ser pan comido; sin embargo, pronto comprobamos que estábamos totalmente equivocados. De sus labios no salía ninguna información que nos sirviera gran cosa, estaban completamente sellados. Pronto comprendimos que voluntariamente no nos diría nada.

Se trataba de evitar un atentado así que decidí echar toda la carne en el asador. Me encerré con ella en un cuartucho y le di un breve repaso. Ninguna parte de su cuerpo quedó indemne y rematé la faena violándola con la pistola reglamentaria, pero conseguí lo que quería, nombres, lugares y situaciones.

Dos días después la muchacha apareció ahorcada en su celda, se había suicidado al no poder superar las vejaciones que había sufrido. Posteriormente averiguamos que no tenía ninguna relación con ETA, tan sólo podía acusársele de amistad con algún que otro simpatizante de las organizaciones próximas al grupo terrorista. Fue un golpe, pero no fue el peor, ya que simultáneamente a esa noticia otra de signo diferente nos azotó en la cara. Tres compañeros nuestros fueron ametrallados y muertos en el acto por los componentes del comando que intentábamos descubrir interrogando a la joven. Eran tres hombres con los que había convivido, tres hombres con los que había tomado copas y hablado de política y mujeres. En mi pecho surgió un fuerte resentimiento aunque aún no sabía contra quién dirigirlo. Suponía que los familiares y amigos de la joven a la que había torturado sentirían lo mismo por mí pero intentaba engañarme diciéndome que no era la misma cosa, lo que ellos hacían lo hacían por maldad mientras que lo que yo hacía lo impulsaba el patriotismo pero, en realidad, ¿en qué consistía mi patriotismo? De vez en cuando se me aparecían los fantasmas de Clara y Marisa, de Julián, incluso de Fernandito y el tío Serafín, y el único modo de escaparme de ellos era concentrarme más y más en el trabajo, olvidándome del resto de las cosas, olvidándome de vivir.

Aparentemente no todo eran malas noticias. Tan sólo tres días después de que mis compañeros cayeran acribillados en un atentado efectivos de la Guardia Civil detuvieron a los cuatro componentes del comando asesino, en lo que la prensa calificó de brillante servicio del benemérito cuerpo. Esa noticia debiera habernos alegrado pero causó el efecto contrario. Era mucha casualidad que justo al cabo de pocos días del atentado se detuviera al comando etarra, un comando del que aparentemente no se sabía nada, tan sólo extrañas afirmaciones de que se estaba preparando un atentado y de que una joven rubia y menudita conocía algo sobre el asunto. Casualmente habían sido miembros de la Guardia Civil quienes, desinteresadamente y con afán colaborador, nos habían pasado el soplo de las extrañas y peligrosas vinculaciones de la joven con los terroristas.

Algunos de los inspectores a mi mando se negaban a ser mal pensados, no podían creer que desde otro cuerpo policial se estuviera jugando con nosotros pero mi opinión era muy diferente. Si yo mismo, cuando me había convenido, había actuado de ese modo, ¿por qué no lo iban a hacer los demás? Fui indagando y conseguí averiguar ciertas cosas que nos pusieron los pelos de punta, como que algunos compañeros nuestros habían servido de cebo para la caza y captura de terroristas. Uno de esoscasos fue el de nuestros colegas asesinados. Nosotros pusimos los muertos y otros se llevaron los honores. Desgraciadamente, nos dijeron cuando pedimos explicaciones, no se pudo evitar sus muertes pero en compensación hicieron bonitos discursos en sus funerales. En cuanto a mí no convenía que diera muchas vueltas al tema porque a algún periodista amigo se le podía ocurrir dar publicidad al caso de la joven suicidada así que no me quedó más remedio que agachar la cabeza y dejar las cosas como estaban.

Tal vez mi rencor se hubiera disipado con el tiempo, al fin y al cabo yo mismo reconocía que había hecho cosas peores, si al fondo de todo no vislumbrara la mano de un antiguo conocido. Había intentado evitarlo desde que fui enviado a Bilbao pero sabía que antes o después me toparía con él. La ocasión llegó con motivo de la festividad del Santo Ángel Custodio, patrono de la policía. No pude evitar, por más que quise, asistir a la recepción que por parte de la Guardia Civil se ofrecía a los cargos del Cuerpo Nacional de la Policía. Y allí me encontré, cuarenta años después, con Antonio Garrido, que había hecho la carrera militar y ahora, con el grado de coronel del ejército, acababa de ser destinado a Bilbao como jefe de la Guardia Civil.

Todavía no me explico por qué, se empeñó en que nos perdiéramos de la vista del resto de los asistentes y nos reuniéramos en su despacho. Allí, junto a una bandera preconstitucional y un gran retrato de Franco a cuyo lado, la fotografía del Rey, más pequeña, aparecía como en un segundo plano, me escudriñó con ojos inquietos y nerviosos, sin saber a ciencia cierta qué actitud tomar. Mientras tomaba aliento para dirigirme la palabra escudriñé a gusto su oficina. Era austera totalmente, tan sólo papeles y más papeles podían verse encima de la mesa, adornada por dos únicas fotografías, una en la que se le veía con el unforme de gala junto a una mujer vestida de novia y otra en la que se les veía a los dos con el comisario Ansúrez en una recepción que les había concedido el mismísimo general Franco.

– Han pasado muchos años -dijo al fin, rompiendo el hielo.

– Sí, muchos -contesté escuetamente, sin querer facilitarle las cosas.

– Veo que estamos aún en la misma lucha contra los enemigos seculares de España.

– ¿De verdad? ¿Estás seguro de eso? Yo hace ya muchos años que dejé de creer en milongas, exactamente desde que me abrieron los ojos las traiciones de quienes creía y consideraba amigos. Hace tiempo que sólo lucho por mí mismo y por unos pocos fantasmas que de vez en cuando vienen a mi cabeza, pero te equivocas si crees que estamos en el mismo bando, tú y yo no tenemos nada en común. Tal vez transitoriamente realicemos funciones parecidas pero nada más.

– Siempre fuiste un pusilánime y un cero a la izquierda, al abrigo de los demás.

– ¿Eso piensas? Pues me alegra saberlo porque tal vez yo fuera un don nadie pero nunca fui un traidor. Ni un asesino -añadí, aunque quizá no debiera haber dicho esto, teniendo en cuenta mi hoja de servicios.

– ¿Seguro? No me hagas reír que han llegado a mis oidos muchas historias acerca de tus asuntos, así que no intentes darme lecciones de moral. Yo, al menos, lo que he hecho, bueno o malo, siempre ha sido con miras más altas, el poder servir a mi patria a través del ejército.

– Ya, y para que tú pudieras llegar a coronel yo debí sufrir la deshonra de la expulsión del colegio y tuve que acabar de policía.

– Observo que te reconcome el rencor. No me extraña, siempre fuiste un envidioso y un resentido.

– Dejémonos de chorradas, nada va a cambiar el odio mutuo que nos tenemos así que sólo quiero decirte una cosa: estoy enterado de la jugarreta que nos hiciste así como de que has mandado seguir a mis hombres y a mí mismo también. Eso tiene que acabarse, ¿entiendes?

– Eres un estúpido, ¿todavía no te has dado cuenta de que aquí tengo yo la sartén por el mango? Haré lo que me salga de los cojones sin que una cucaracha como tú se atreva a decirme lo que debo hacer.

– Veo que te vas a doblar del peso de las medallas -dije cambiando de tercio y señalando las que lucía ostentosamente en el pecho-, ¿cuántos muertos has necesitado para conseguirlas?

– Tengo lo que tú no tendrás nunca, mamarracho, el honor de servir al ejército y la gloria de sus condecoraciones.

Si el coronel Garrido había forzado esta entrevista para sondearme e intimidarme no le estaban saliendo bien las cosas. Tal vez fuera un militar importante acostumbrado a ver temblar a la gente delante suyo, pero yo le llevaba ventaja. Mientras él estaba habituado a andar en ambientes selectos y a que el trabajo sucio se lo hicieran terceras personas yo me había revolcado en la mierda lo suficiente como para impartir lecciones en un máster.

– Veo que estás casado -dije sonriente, mientras señalaba las fotografías-. ¿Tienes hijos?

– No, no los tengo -barbotó.

– Lo suponía -volví a decir sonriendo.

– No hay nada que suponer -gritó irritado el coronel-. Mi mujer tuvo un aborto y a consecuencia de eso no pudimos tener más hijo.

– Vaya, se ve que estaba equivocado, yo pensaba que no tenías hijos por la misma razón que te impidió tener relaciones con una prostituta y te llevó a los brazos, y otras partes del cuerpo, del compañero al que asesinaste.

Tal vez esa fuera la razón de su convocatoria, tal vez el auténtico motivo fuera averiguar hasta qué punto yo estaba al tanto de lo ocurrido con Fernandito. El caso es que enrojeció hasta el punto de que temí -o más bien deseé- que le diera una apoplejía y, como si le hubiera picado una víbora se levantó de su asiento y sacando su arma reglamentaria me puso el cañón en la frente. Mientras sentía el frío contacto del metal contra mi piel, mi antiguo compañero dijo lo que posiblemente había estado deseando decirme todo el rato, el mensaje que yo debía asimilar y acatar.

– ¡Hijo de puta! -chilló-. Como vayas hablando por ahí de ciertas historias completamente falsas te juro que no encontrarás ningún lugar en el mundo capaz de esconderte. Vete de la lengua y te arrancaré con mis propias manos tu mezquino corazón. Así que ya sabes, aléjate de mi vista y de mi camino, y mucho cuidado con lo que dices o sabrás quién es el coronel Garrido.

– Hace tiempo que lo sé -dije aprovechando que Garrido acababa de enfundar nuevamente su arma- pero no te preocupes. Tengo aún menos ganas que tú de que se crucen nuestros caminos.

Cuando salí de su despacho nadie se acercó para decirme que me veía raro pero yo me sentía totalmente descompuesto. Acababa de enfrentarme brutalmente con mi destino y sabía que por mucho que los dos quisiéramos evitarlo antes o después volveríamos a vernos. Lo que había empezado con la injusta delación y posterior asesinato de un sacerdote vasco iba a terminar en la tierra de aquel sacerdote. Ironías del destino o, tal vez, designios del propio Dios.

Los meses siguientes a aquella desagradable entrevista transcurrieron sin nada significativo que mencionar, con el trabajo rutinario de todos los días, peligroso muchas veces y movido siempre pero para quienes llevábamos años metidos en ese negocio claramente rutinarios.

Fue precisamente en un control normal de la policía cuando detuvimos a un ciudadano que llevaba varios meses en busca y captura. Esta vez no había error posible, era un conocido miembro del comando que había efectuado los últimos atentados en la margen izquierda del Nervión y su captura fue uno de nuestros más grandes éxitos. Nada más enterarse de la misma el coronel Garrido quiso apropiarse del detenido y posiblemente lo habría conseguido, ya que entre los asesores del ministro del Interior Garrido era un dios, si no hubiera habido en esos momentos cierto rifirrafe político entre los altos cargos del propio ministerio que, de rebote, me favorecieron.

El etarra detenido no era ningún blando pero fuimos lo suficientemente persuasivos como para obligarle a cantar. Además, y eso era mucho más importante, había sido un auténtico inconsciente que llevaba encima suyo una cantidad de documentación totalmente valiosa para nuestros intereses. Gracias a ello pudimos localizar a otros dos miembros del comando e intervenir sus teléfonos.

La intervención la efectuamos sin la previa autorización judicial. Estábamos convencidos de que, en caso de haberla solicitado, se nos hubiera contestado afirmativamente, tal era el cúmulo de datos concluyentes que poseíamos, pero nos temíamos que si alguien sospechara de la importancia del caso acabarían por quitárnoslo de las manos, sobre todo si tenemos en cuenta que al final los vencedores en el combate por el predominio ministerial habían sido los valedores de mi antiguo compañero de escuela. Fue una buena decisión ya que pudimos trabajar sin agobios ni ansiedades y finalmente, casi un año después, recogimos los frutos. Se avecinaba un atentado que pretendía conmocionar a toda la sociedad y yo era el único que tenía todos los datos en la mano.

Siete días antes de la fecha para la que estaba previsto el atentado me reuní con el teniente Rica, uno de los acólitos de Garrido al que la prensa había implicado en un oscuro asunto de tráfico de drogas. La reunión, a indicaciones mías, fue en un lugar secreto inmunizado contra todo tipo de escuchas ilegales. José Rica acudió vestido de civil, siguiendo mis instrucciones, y una vez que estuvimos los dos perfectamente instalados le conté a grandes rasgos lo que habíamos descubierto, guardándome los datos imprescindibles para poder seguir controlando toda la madeja. Cuando, después de revisar personalmente los documentos y datos que le había permitido ver, el teniente comprobó la veracidad de mis asertaciones, le hice una propuesta.

– Convendría -añadí- que nos reuniéramos con la víctima algunos días antes para prevenirle y, si es posible, contar con su colaboración en la caza de los terroristas. Aún no conozco la identidad del objetivo etarra pero en cuanto la descubra, que será muy pronto si mis informantes no me han engañado, se la comunicaré. Eso sí, debe quedar muy claro que no deseo que nadie más que nosotros dos y el coronel Garrido estén al tanto de la operación y se entrevisten con la víctima.

– ¿A qué viene eso? -preguntó suspicaz el teniente.

– No quiero que haya mucha gente metida en el ajo para que no se desbarate la operación. No es que tenga miedo a las infiltraciones pero el que evita el peligro evita la tentación, o como se diga. Además, hay un tema personal. No sé hasta qué punto goza usted de la intimidad del coronel pero debo confesarle que nuestras relaciones no son muy buenas debido a historias pasadas. He estado reflexionando sobre ello y aunque nunca podré considerarle un buen amigo creo que él tuvo razón la última vez que nos vimos cuando me dijo que estábamos embarcados en la misma nave y que debíamos colaborar. Sería absurdo que teniendo ambos importantes responsabilidades en la lucha contraterrorista por mezquindades personales y lejanos malentendidos perjudicáramos los intereses superiores de la patria.

– ¿Puedo repetir eso a mi coronel? -me preguntó el teniente, un tanto emocionado al oír ese discurso.

– Por supuesto que sí -le dije, indicándole que era el momento de despedirnos, no fuera a salirme con la frasecita de que ése quizá fuera el comienzo de una hermosa amistad.

Unos días después llamé por teléfono a Julio Blanco Rodríguez, un empresario bilbaíno desconocido para el gran público pero cuyos tentáculos abarcaban gran parte de las finanzas no ya vascas sino españolas y europeas engeneral. Sin necesidad de entrar en pormenores le expliqué que estaba en una lista que se había encontrado a un activista de ETA detenido y que aunque no parecía que fuera a sufrir un atentado de modo inminente le rogaba que accediera a tener una entrevista conmigo. Así mismo le pedí que la mantuviera totalmente en secreto.

– Por esta conversación no se inquiete -le dije-, ya que me he preocupado previamente de que no se pueda intervenir, pero le ruego que no se vaya de la lengua, por su bien y por el nuestro.

Esa misma noche, sin darles tiempo para que me prepararan ninguna jugarreta, avisé al teniente Rica y, a través suyo, al coronel Garrido de los términos de nuestra entrevista. Para que todo pareciera natural la posible víctima no debía cambiar en nada sus hábitos. Todos los jueves iba a cenar con su mujer a un conocido restaurante bilbaíno. Era al parecer una costumbre que mantenían desde la época de su noviazgo y que muy pocas veces, por viaje o enfermedades, habían roto. Aunque la mayoría de las veces cenaban solos no era extraño que de vez en cuando se sentaran a su mesa, siempre la misma, algunos amigos a los que previamente habían invitado a compartir con ellos cuchillo y mantel. El teniente Rica estuvo de acuerdo conmigo en que el local era discreto y que, aun en el caso de que otras personas les vieran, nadie tendría por qué extrañarse de la cita. Los invitados serían diferentes pero la situación reproduciría la de cualquier jueves.

La cena solía empezar a las nueve de la noche y a las nueve menos cinco de un poco ostentoso Mercedes salían don Julio Blanco Rodríguez y señora que, mientras el vehículo conducido por su chófer particular se alejaba, entraban como todos los jueves en el local. Muy poco después, a las nueve menos tres minutos, otro vehículo se detenía frente a la puerta del restaurante y de su interior surgieron las figuras del coronel Garrido y del teniente Rica, así como la mujer del primero. Por lo que podía comprobarse el coronel había decidido dar más verosimilitud a la reunión llevando a su propio cónyuge.

Aquella noche todo el mundo fue extremadamente puntual, incluso los terroristas. A las nueve y diez un comando irrumpía en el local y tras conseguir fácilmente que todos los asistentes se paralizaran llenos de pánico, se acercaron a la mesa en la que estaban tranquilamente sentados el industrial y sus contertulios, esperando al último invitado, un comisario de policía llamado Emilio Vázquez, y les ametrallaron brutalmente. No fueron necesarias muchas ráfagas para acabar con las vidas de los cinco comensales, que se desplomaron como muñecos de guiñol a los que se les hubiesen cortado las cuerdas. En el fondo eso es lo que eran, ni más ni menos.

Tan sólo una cosa había cambiado con respecto al plan de los terroristas. Aquella noche, cuando salieron del restaurante, un contingente policial que se encontraba bajo mis órdenes les estaba esperando. Sin perder el tiempo en darles una absurda voz de alto disparamos contra ellos, matándolos a todos en menos tiempo que el que ellos habían utilizado para hacer lo mismo con el empresario y sus invitados. La operación apenas duró unos segundos pero según declaraciones a la televisión de los testigos presenciales, parecía que había sido eterna.

Minutos después el juez de guardia ordenaba el levantamiento de los cadáveres, nueve en total, y yo me dirigí al Gobierno Civil para preparar, junto al gobernador, el borrador de un comunicado así como la posterior rueda de prensa que tendría lugar. A la opinión pública se le informó de que el objetivo del comando terrorista era tan sólo el señor Blanco Rodríguez y que, por una desgraciada casualidad, se encontraban comiendo con aquél dos importantes miembros de la Guardia Civil a los que se les concedió, a título postumo, la medalla al mérito militar. Casualmente, un contingente policial se hallaba en las cercanías del lugar del atentado, dedicado a menesteres muy diferentes, cuando al tener rápida noticia de lo sucedido se desplazó hasta el restaurante llegando tarde para evitar el atentado pero consiguiendo localizar a los terroristas. Por desgracia, en el tiroteo que se produjo al verse descubiertos los asesinos, murieron todos, no quedando vivo ninguno de ellos. La actuación policial se había ajustado en todo momento a la legalidad y así lo corroboraban las primeras diligencias judiciales y forenses.

La versión que recibió el gobernador y que con buen criterio decidió no hacer pública era diferente. El comando asesino había sido detectado hacía tiempo por efectivos de la policía a mi mando pero el coronel Garrido me quitó el caso de las manos alegando que él y sus hombres estaban más capacitados y preparados para culminarlo felizmente. Ciertos documentos que aparecieron en su despacho y que había introducido en unas carpetas preparadas al efecto el teniente Daniel Arroyo, un antiguo hombre de confianza de Garrido postergado tras la ascensión del teniente Rica y que, por dicho motivo, no puso objeción alguna a colaborar conmigo, avalaba esa versión. Mis hombres y yo habíamos sido, según la misma, marginados del caso y tan sólo por un golpe de suerte pudimos llegar, desgraciadamente tarde, a la escena del crimen. Fue ésta la que se impuso entre las altas esferas, aceptándose sin duda alguna, acrecentando de rebote mi prestigio y consolidando el apoyo que tenía por parte de los mandos del Cuerpo Nacional de Policía dedicados a la lucha contra el terrorismo.

La auténtica versión, la que nunca se publicó ni llegó a oídos de los jerarcas del ministerio sólo la conocía yo, porque todo había transcurrido de acuerdo a lo por mí planeado, como homenaje a las enseñanzas que había recibido en su momento del bueno de Julián Sánchez. La verdad es que yo sabía que el atentado estaba previsto para ese día, a esa hora y en ese lugar, y que envié al coronel Garrido y a su teniente al matadero. La muerte de la esposa del coronel no estaba prevista pero, como solía decirme Julián en los buenos tiempos, novato, las cosas son como son y no hay que darle más vueltas o se nos reblandecerá la sesera. Sin embargo, pese a los sabios consejos de mi añorado compañero, la sesera se me reblandecía por momentos.

No se trataba de que cual Pablo de Tarso camino de Damasco en su caballo viera repentinamente la luz, no. Yo llevaba muchos años haciendo un tipo de vida y un trabajo a los que me había acostumbrado y que, en cierto modo, me satisfacían pero era igualmente cierto que de vez en cuando algunas experiencias me hacían rememorar hechos del pasado que me inquietaban, incluyendo la lucha interior entre los dos destinos que me ofrecía mi padre, la milicia y el sacerdocio.

Los dos se habían truncado por la intervención traidora y ruin de Garrido y a causa de ello había encaminado mis pasos hacia la labor policial, con los resultados conocidos. No todo era culpa de Garrido, eso es cierto, hay muchos policías totalmente honrados y muy pocos que hayan seguido mi camino, pero incluso aceptando esa premisa Garrido seguiría estando en mi punto de mira. Quizá si no hubiera conocido gracias a él la maldad y la traición no las habría tomado como mis más constantes compañeras.

Con la muerte -o el asesinato, las palabras no importan- de Garrido había cerrado impensadamente un ciclo. Conocer a Garrido había cambiado mi vida, parecía lógico que su muerte, producida en gran parte gracias a mi intervención, significara algo en mi existencia. El círculo se había cerrado pero después de los años transcurridos ya no estaba en el mismo punto de partida. A veces había pensado qué habría ocurrido si no hubiera conocido a Garrido pero en seguida me olvidaba de ese pensamiento, recordando lo que solía decirme Julián cuando me entregaba a ese tipo de elucubraciones.

– Si esto, si lo otro y si lo de más allá -parodiaba con un falso tono de irritación mis palabras-. Y si mi abuela tuviera cojones hubiera sido mi abuelo, pero como no los tenía se limitó a parir ocho hijos y a alimentarlos lo mejor que pudo y supo.

La muerte de Garrido, sintiendo mucho las demás que había originado, supuso una auténtica liberación y al liberarme de quien, sin yo percibirlo muchas veces, era el auténtico fantasma de mi pasado pude, por fin, encauzar nuevamente mi vida. Abandoné la policía y al cabo de un tiempo, no inmediatamente sino tras mucho reflexionar, di una satisfacción a mi padre a título postumo y me ordené como sacerdote olvidándome, o al menos eso creía, de todo un pasado de muerte o violencia, en la confianza de que esa parte de mi vida nunca resucitaría.

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