Capítulo nueve

El desenmascaramiento del traidor aumentó el prestigio que teníamos en el colegio. Desde aquel momento, Garrido fue el líder indiscutible entre los alumnos y yo, como lugarteniente suyo, participaba del respeto que se le tenía y compartía su gloria. Entre los sacerdotes y profesores más que respeto había cierto temor por aquellos dos estudiantes que habían causado la desgracia del padre Arizmendi. No se nos miraba con mucha simpatía, excepto por parte de dos de los curas que habían sido capellanes en el Ejército Nacional, pero se nos dejaba en paz y se nos toleraban cosas que a cualquier otro alumno le hubieran supuesto un fuerte castigo e incluso la expulsión, pero todo empezó a cambiar con la llegada de Fernandito.

En primer lugar estaba el nombre, Fernandito, ni siquiera Fernando. Cuando todos teníamos a orgullo que, a imitación de Garrido, tan sólo usábamos el apellido, a Fernando Alonso esas cosas no le interesaban e insistía en que le llamáramos Fernandito, así, en diminutivo. Cuando alguno de nosotros se rió por tal hecho no se enfadó y ni siquiera se inmutó, se limitó a sonreír y a comentar que éramos unos pardillos.

– No tenéis personalidad, pensáis que al usar el apellido sois ya mayores cuando lo que os ocurre es todo lo contrario, os identificáis totalmente con vuestros padres, sois la sombra de ellos, siempre cobijados bajo sus pantalones. Seguro que cuando os acostáis y rezáis vuestras oraciones empezáis a gritar «papaíto, papaíto, ven» -añadió atiplando la voz en lo que era un evidente gesto burlesco-. Yo, en cambio, al preferir que me llamen Fernandito en lugar de Alonso, consigo que no me confundan con mi padre, que tiene el mismo apellido pero se llama Aurelio. Soy yo mismo, alguien con personalidad propia, no como vosotros, que parecéis un grupo de borregos incapaces de actuar por vosotros mismos.

Estas palabras y otras de similar jaez nos dejaban atónitos. Ni siquiera nos rebelábamos contra ellas ni tomábamos represalias contra lo que evidentemente era un menosprecio hacia nuestras personas, tal era la influencia que ejercía sobre nosotros. Aunque no éramos conscientes de ello nos enfrentábamos, por primera vez en nuestras vidas, con la disidencia, con lo más parecido que podía haber en aquel lugar a un espíritu crítico, y eso nos desconcertaba por completo. Era capaz de darle la vuelta a las cosas y demostrarnos que lo que para nosotros había sido un logro, el pensar que ya éramos mayores porque usábamos el apellido en vez del diminutivo del nombre, no era sino una muestra de que todavía éramos unos niños que seguían colgados de los pantalones paternos. Y como en este caso, anecdótico pero significativo, en muchos más. Fernandito actuaba por su cuenta, no tenía ningún miedo a que el grupo le marginara, sino que más bien al contrario, llevaba a la práctica sus ideas sin importarle las opiniones de los demás. Y esa actitud, curiosamente, hizo que cada vez se congregara más gente en torno suyo, debilitando el liderazgo que hasta ese momento había ostentado Garrido sin oposición alguna.

Pronto se formaron dos bloques, el que encabezaba Fernandito y aquél que todavía manejaba mi amigo, pero que cada vez era menos numeroso. Poco a poco la gente fue olvidándose del padre Arizmendi y los estudiantes, volubles como veletas, empezaron a girar en torno a la novedad, Fernandito. La gran diferencia entre los dos, sin embargo, estribaba en que a Fernandito no le interesaba para nada nuclear en torno suyo al alumnado, no tenía ninguna vocación de jefe, o quizá secretamente despreciaba a sus compañeros y pensaba que no merecía la pena intimar con ellos por eso, poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y nuestros compañeros, apartándose de la novedad, acudieron de nuevo al redil que pastoreábamos Garrido y yo aunque las cosas nunca volvieron a ser como antes, ahora sabíamos que nada dura eternamente y que en cualquier momento otro alumno podía intentar su-plantarnos. Para evitarlo, y desaparecidos en teoría los resquemores del principio, intentamos congraciarnos con Fernandito e integrarle en lo que cabía, ya que seguía siendo un solitario, en nuestro grupo.

Al principio no nos hizo mucho caso pero al poco tiempo empezó a relacionarse más con nosotros dos. Posiblemente su opinión sobre nosotros era mejor que la que tenía acerca de los demás. Al fin y al cabo Garrido y yo no éramos unos borregos, como había calificado a nuestros compañeros, sino que estábamos por encima de ellos, éramos quienes les mangoneábamos, y eso hizo que tuviera por nosotros un cierto respeto, no exento de ironía y condescendencia. Muy pronto nos consideró dignos de ser receptores de sus confidencias. Era hijo de un diplomático y por eso, desde muy pequeño, había vivido en distintos países y hablaba varios idiomas. Había estado en Francia, en Alemania, en Cuba y en Paraguay, y más de una vez nos contaba hermosas historias sobre esos lugares. Una de ellas, que repetía muy a menudo, versaba sobre un enfrentamiento que tuvieron en Paraguay contra un grupo de indios armados hasta los dientes, que querían asesinarles para robarles el chocolate. «Allí gusta mucho el chocolate», nos decía, y a mí, que también me gustaba mucho pero tenía pocas oportunidades de comerlo, se me ponían los ojos como platos.

– En Paraguay no hay indios -replicó una vez, despectivo, Garrido.

– Mira que eres ignorante -contestó Fernandito, desdeñoso-. Claro que hay indios, o qué piensas tú, ¿que indios sólo hay en las películas del Oeste?, pues te equivocas del todo. América está llena de indios y se supone que yo de esto sé más que tú, porque he estado allí y tú no. Los indios del Paraguay, además, son los más feroces. Hablan un idioma muy extraño, que sólo entienden ellos, y que no tiene palabras sino silbidos y ruidos guturales. Son muy morenos, con el pelo verde y algunos llegan a medir tres metros y a pesar doscientos kilos. Cada uno necesita una vaca entera para alimentarse diariamente, pero lo que más les gusta es el chocolate y cuando no tienen, matan a la gente para robárselo.

– Eso es mentira, no hay nadie así -decía indignado Garrido al oír esas historias y otras parecidas.

– Bueno, pues será mentira -contestaba siempre flemático Fernandito, como buen hijo de diplomático que era-, no vamos a enfadarnos por eso, pero te recuerdo que yo he estado en Paraguay (o en Tanganica, Inglaterra o Austria, depende de qué estuviera hablando) y tú no.

De su estancia en diversos países extranjeros Fernandito no sólo había traído un bagaje idiomático importante y su capacidad fabulatoria, sino algo más. Era el único con el desparpajo y el descaro suficientes para hablar de chicas en aquel ambiente tan cerrado y asfixiante, en el que se llevaba a rajatabla aquello de no tener pensamientos impuros.

– ¿Alguna vez habéis estado con mujeres? -nos preguntó un día de sopetón a Garrido y a mí.

– Pues claro que sí -respondí yo todo inocencia-, tengo un montón de primas a las que antes veía muy a menudo.

– Tú eres tonto -contestó Fernandito-, me estoy refiriendo a otra cosa, a hacerlo, ¿lo entiendes?

– ¿Hacer qué? -pregunté.

– No le hagas caso, no está diciendo más que cochinadas -intervino Garrido, que no era precisamente pacato, pero al que le molestaba siempre el protagonismo de Fernandito.

– Ah, estás hablando de eso -respondí-. No, claro que no, esas cosas en las que tú estás pensando son pecado.

– ¿Y eso qué importa? ¿Todavía creéis a vuestra edad que los niños vienen de París? Desde luego, sois unos criajos que no tienen ni idea de nada.

– ¿Y tú, tú lo sabes todo? Lo único que haces es hablar por hablar, se te va la fuerza por la boca.

– ¿Eso piensas? ¿Queréis comprobar que sé de lo que estoy hablando? ¿Os apetece ver unas fotografías de mujeres desnudas?

Aunque pensábamos que Fernandito se había marcado un farol ambos nos quedamos estupefactos. Fotografías de mujeres desnudas, eso era imposible y sin embargo, quién sabe, tal vez fuera cierto. Mi padre decía que los países europeos eran una reedición de Sodoma y Gomorra y que España era la única nación que cumplía con la ley de Dios. Si eso era verdad entonces no tendría nada de extraño que alguien que hubiera vivido en esos países corruptos tuviera en su poder ese tipo de fotografías.

Quería decirle que sí a gritos, pero no me atrevía. La sexualidad naciente que había en nosotros estaba fuertemente contrarrestada por el hondo sentimiento de pecado que nos habían inculcado. Fue Garrido quien, no tanto por auténtica desinhibición como por no ceder ante Fernandito, habló para asumir el reto.

– De acuerdo, bocazas. Enséñanos esas fotos, si es verdad que existen, cosa que dudo.

Fernandito se sonrió con esa sonrisa que indicaba, mejor que sus palabras, que pensaba que éramos unos pazguatos, y nos dijo que le acompañáramos a su habitación. Esa era otra cosa que causaba envidia a muchos de sus compañeros, el tener una habitación para él solo. Su padre seguramente tenía mucho dinero o influencia, seguramente las dos cosas. Cuando entramos fue directamente hacia un baúl que había al pie de la mesa y empezó a revolver en el fondo del mismo. Tardó muy pocos segundos en encontrar lo que buscaba y en pasárnoslo por delante de los morros.

Yo nunca había visto algo así y comprobé, con cierta satisfacción, que Garrido estaba tan sorprendido como yo. En las fotografías podían verse mujeres totalmente desnudas, con los pechos al aire y nada que tapara lo que había entre sus piernas. La mayoría de ellas tenían en los labios una sonrisa picarona, pero eso era en lo que menos nos fijábamos. Era la primera vez que veíamos algo así y no podíamos retirar nuestros ojos de las fotografías. Aquellas mujeres, sin duda, estaban condenadas al infierno y nosotros también, por admirarlas embobados, pero su belleza era celestial. Nos quedamos mudos de asombro, sin saber qué decir, sólo mirando fijamente aquellas tetas y coños que nos estaban diciendo que había algo más lejos de nuestro pequeño y estrecho mundo, lejos de aquel colegio en el que no sólo la palabra sexo era tabú sino que la mera alusión a las mujeres era anatema.

– Ya veo que os gusta -dijo Fernandito rompiendo el silencio sepulcral que se había adueñado de la estancia-, pues todavía falta lo mejor. ¿Queréis verlo?

Los dos dijimos que sí. Si nuestra alma estaba condenada, no merecía la pena pararse en barras. Queríamos ver todo lo que Fernandito pudiera enseñarnos, y nuestro compañero no nos defraudó. Tras del aperitivo, como lo llamaba él, nos sirvió el plato fuerte. Y tanto que fuerte, eso sí que era el no va más, eso sí que era algo que no sólo nunca habíamos visto sino que ni siquiera habíamos imaginado en nuestros más lujuriosos momentos. No eran simples fotos de mujeres desnudas, no, eran fotos de hombres y mujeres cometiendo auténticos actos impuros. Hombres y mujeres desnudos abrazándose, hombres desnudos encima de mujeres sin ropa en pleno acceso carnal, tanto por delante como -parecía increíble y totalmente asqueroso- por detrás. Mujeres que en su boca se habían introducido la cola -entonces la llamábamos así, eso de pene ni siquiera sabíamos que venía en el diccionario- del hombre. E incluso mujeres que acariciaban y besaban a otras mujeres. Durante un largo rato estuvimos mirando y manoseando en silencio las fotografías, como si quisiéramos impregnarnos de su esencia, de aquel olor a maldad que destilaban, olor a maldad que nos tenía embriagados por completo. Sólo las risotadas que de repente dio Fernandito rompieron el hechizo.

– Me parece que vais a tener que iros a vuestro dormitorio, necesitáis cambiaros de pantalones -añadió sin dejar de reírse.

En ese preciso instante nos dimos cuenta los dos de que los habíamos manchado. La excitación había sido tan intensa que casi sin percatarnos, sin ser conscientes por extraño que parezca, nos habíamos corrido. Llenos de vergüenza, y procurando que no nos viera nadie, fuimos a hacer lo que nos había aconsejado Fernandito. Aquella noche apenas dormí, y cuando por fin lo hice mis sueños estuvieron poblados por seres mitad mujer mitad demonio que hacían conmigo las mismas cosas que las mujeres de las fotografías hacían con sus acompañantes. Cuando me desperté pude observar que había vuelto a manchar mis calzoncillos y lo mismo le había ocurrido a Garrido, según me confesó cuando nos encontramos en el comedor a la hora del desayuno.

La semana siguiente nos la pasamos los dos solos, cuchicheando entre nosotros y sin hacer caso de nuestros compañeros pero evitando, sobre todo, coincidir con Fernandito, cosa que a él no le afectaba para nada. No vino en nuestra búsqueda ni nos hizo ningún comentario sobre lo sucedido. Hasta que transcurridos siete días fuimos nosotros quienes nos acercamos a él, serviles y claudicantes. Fernandito no se extrañó ni nos hizo ningún comentario, parecía como si nos hubiera estado esperando.

– Fernandito -le dijo Garrido cuando nos quedamos los tres a solas-, nos gustaría ver otra vez las fotos.

– Ya me lo imaginaba, son buenas, ¿verdad? -respondió sonriente-. Por mí no hay ningún problema, pero hay que tener mucho cuidado, no sea que alguien nos descubra, así que esperad a que sea la hora de acostarse, y entonces venid a mi habitación, os estaré esperando.

Durante toda la tarde estuvimos intranquilos, deseando que el reloj avanzara a una velocidad mucho mayor de la acostumbrada y por fin, cuando ya todo el mundo se dirigió a su dormitorio, nosotros, sin perder apenas un segundo, nos dirigimos a la habitación de Fernandito. Nuestro anfitrión nos estaba esperando, envuelto en un batín, y con un fajo de fotografías escondidas en el interior del libro de religión, como si deliberadamente quisiera unir el sacrilegio al pecado.

– Habéis sido muy puntuales -nos comentó con una ironía que no estábamos en situación de apreciar-, pero no conviene precipitarse, no vaya a ocurrir lo del otro día. Estas cosas hay que tomárselas con calma, necesitan cierta preparación.

– ¿De qué estás hablando, qué preparación se necesita para ver unas fotografías de mujeres desnudas y gente haciendo porquerías? -replicó hoscamente Garrido, que oscilaba entre el deseo de ver de nuevo las fotos y el resentimiento hacia el protagonismo que estaba teniendo Fernandito.

– Pues claro que hace falta preparación, cómo se ve que no sabéis nada de estas cosas. ¿No recordáis lo que os pasó la otra vez? ¿Queréis que se repita?

– No, claro que no -respondí yo sin esperar a que Garrido hablara.

– Entonces hacedme caso a mí, que entiendo de estas cosas. Lo primero que tenéis que hacer es desnudaros.

– Ni hablar, eso nunca -contestó Garrido.

– En ese caso lo mejor es que os larguéis de aquí.

– Bueno, bueno, no es para tanto -dije yo conciliador-. Estoy dispuesto a desnudarme si tú también lo haces. Al fin y al cabo más de una vez nos hemos bañado desnudos en el río.

Como respuesta a mis palabras Fernandito se despojó del batín y se quedó como Dios le había traído al mundo, sólo que más desarrollado en ciertas partes. Con mucha vergüenza pero decididos a hacer todo aquello que nos ordenara, Garrido y yo también nos quitamos la ropa. Cuando estuvimos los tres totalmente desnudos, nuestro anfitrión extendió una manta sobre el suelo y nos dijo que nos sentáramos en ella. Así lo hicimos y empezó lo que Fernandito denominó nuestra iniciación. No era la primera vez que yo me masturbaba, y supongo que tampoco lo era para Garrido, pero Fernandito nos abrió también un nuevo mundo en ese aspecto. Con tranquilidad, con premiosidad incluso, nos fue explicando cómo hacerlo, deteniéndonos a descansar en los momentos álgidos para que durara más la erección, masajeándonos de un modo desconocido para nosotros que hasta aquella vez siempre lo habíamos hecho de un modo brusco y rápido, con el objeto de acabar cuanto antes. Según Fernandito, en cambio, esas cosas había que hacerlas muy lentamente, para que nos proporcionaran más placer y durante más tiempo. Y, desde luego, no le faltaba razón. No sólo nos enseñó a masturbarnos sino a hacérnoslo los unos a los otros, acariciándonos y toqueteándonos los órganos genitales. Yo no sabía entonces si lo que estábamos haciendo en aquella habitación era lo que los curas consideraban el nefasto pecado de Sodoma, pero me imaginaba que era algo muy gordo, un verdadero pecado mortal. Hubo un momento -creo que lo hizo a posta- en el que Fernandito comentó que si nos moríamos en ese instante iríamos derechos al infierno, y esas palabras, en lugar de retraernos, nos excitaron mucho más y nos obligaron a continuar la sesión hasta que, ya desfallecidos, volvimos a nuestro dormitorio poco antes de que saliera el sol.

Aquella fue sólo la primera de muchas sesiones. Siempre que podíamos nos escapábamos hasta la habitación de Fernandito y repetíamos el ritual. Poco a poco nos fuimos despegando de los demás compañeros y sólo estábamos con Fernandito, cada vez más sometidos a él y más dispuestos a obedecerle. Todo con tal de que nos permitiera acceder a lo que él mismo llamaba el tesoro de las mil y una noches.

– ¿No estáis ya aburridos de hacer siempre lo mismo? -nos dijo un día al despedirnos de él tras haber pasado un rato en su habitación dedicándonos a lo que se había convertido en nuestro pasatiempo favorito.

– No, ¿por qué? -pregunté ingenuamente-, ¿no estarás pensando en que no volvamos a hacerlo nunca más? -añadí aterrado.

– No, claro que no, pero tenemos que hacer algo más. Esto está bien, pero hay cosas mejores. ¿No os gustaría hacer lo que está haciendo este hombre? -nos preguntó enseñándonos una de las fotografías en las que podía verse a un hombre penetrando a una mujer.

Garrido y yo nos miramos sin atrevernos a decir palabra alguna. Cuando habíamos llegado a lo que considerábamos la cima Fernandito nos retaba a seguir escalando. ¡Claro que nos gustaría, pero no merecía la pena soñar con imposibles! Además, se atrevió a decir por fin Garrido, para hacer esas cosas teníamos que esperar a estar casados.

– Seguís siendo unos pipiólos pese a mis enseñanzas -dijo Fernandito al escuchar esto último-, no hace falta estar casado para acostarse con una mujer. ¿No habéis oído hablar nunca de los prostíbulos, de las casas de putas?

Sí, por supuesto que habíamos oído hablar de los prostíbulos. Eran lugares a los que iban hombres viciosos y sinmoral, generalmente de clase baja, para acostarse con mujeres poco honradas a las que la gente llamaba putas, a cambio de dinero. Más o menos ésa era la idea y Fernandito asintió complacido al escuchar nuestra contestación.

– Veo que por lo menos sabéis lo que son, pero no hace falta ser un viejo verde para ir a una de ellas. Nosotros mismos podríamos ir en cualquier momento, ya casi tenemos bigote y, bien vestidos, podemos disimular nuestra edad y conseguir que nos dejen entrar. Lo único que tenemos que hacer es perder el miedo y animarnos. Claro que si no os atrevéis…

Acababa de tocar el punto flaco de Garrido. Mi orgulloso amigo había aceptado en los últimos tiempos estar por debajo de Fernandito pero nadie podía decirle que no era valiente. Si Fernandito era lo suficientemente atrevido como para irse de putas, él, Antonio Garrido, el hijo del coronel Garrido, no era ningún cobarde al que le asustaran las mujeres. Aunque pensaba que Fernandito no era capaz de hacer lo que decía, él estaba dispuesto a acompañarle. Así las cosas a mí no me quedaba dónde elegir. O seguía con ellos dos o me quedaba solo y con el rabo entre las piernas. No lo dudé ni un instante y dije, en voz bien alta para que no hubiera ningún equívoco, que podían contar conmigo.

Garrido tenía que haber sabido que Fernandito acostumbraba cumplir lo que prometía, y pocas semanas después nos dijo que el domingo siguiente nos íbamos a Madrid, para estrenarnos por fin en un prostíbulo que él conocía. Como se había disipado la euforia del primer momento empezamos a ponerle inconvenientes, pero pega que poníamos pega que Fernandito nos echaba por el suelo. Si le decíamos que la dirección del colegio no iba a permitirnos ausentarnos ese fin de semana, Fernandito decía que ya nos habían concedido el permiso. Un jefazo de Falange, amigo de su padre, había convencido al director de que nos diera permiso para asistir a un acto en homenaje a José Antonio Primo de Rivera que se celebraba en el Valle de los Caídos. Si le decíamos que no teníamos dónde alojarnos, Fernandito ya nos había conseguido acomodo en la casa del embajador del Paraguay, que era amigo de su padre. Y si le decíamos que esas mujeres cobraban mucho y nosotros no teníamos dinero, nos comentó sonriendo que a nosotros no nos iban a cobrar nada.

– Les gusta la carne tierna e inexperta y os lo harán gratis -nos dijo en tono paternal, con esa pizca de cinismo que le proporcionaba el haber andado por el mundo.

No hubo manera de negarse y ese fin de semana tomamos un autobús para dirigirnos a Madrid. Aunque no nos cabía el miedo en el cuerpo, el hecho de ir a Madrid, con absoluta libertad y sin nadie que nos mangoneara, nos producía una sensación de libertad y autosuficiencia que nos llenaba de orgullo. Además, cuando llegamos a la casa que poseía el embajador del Paraguay, que estaba situada en pleno barrio de Salamanca, nos enteramos de que la teníamos para nosotros solos y a nuestra entera disposición, ya que sus propietarios iban a estar fuera de Madrid durante algunos días. Era algo a lo que Fernandito parecía estar acostumbrado, pero para Garrido y para mí era todo un auténtico acontecimiento y, aunque estábamos nerviosos pensando en el motivo último de nuestro viaje a la capital, disfrutamos como unos salvajes.

Recién instalados, Garrido, que ansiaba volver a tomar la iniciativa, descubrió un repleto mueble bar y nos retó a que le acompañáramos en lo que él denominaba una gran «orgía alcohólica».

– Entre los legionarios es muy normal beber hasta caer rendidos al suelo, como señal de hombría. Y alguna vez, cuando mi padre estaba al mando de un tercio de la Legión, les acompañé en sus juergas, como uno más -nos dijo, en un intento de contrastar sus experiencias cuarteladas con las mundanas de Fernandito y conseguir, si no sobrepasarle, colocarse a su altura por lo menos.

– Por mí puedes beber lo que quieras -le respondió este último-, los dueños son muy tolerantes y la casa está a nuestra entera disposición, pero a mí en estos momentos no me apetece. Prefiero leer un poco y acostarme, porque mañana va a ser un día muy importante.

– ¡Bah, excusas! -contestó despectivo Garrido-, no eres más que un cuentista. Sólo sabes hablar y sobar fotografías guarras, pero cuando hay que comportarse como un auténtico hombre, como un soldado, te echas para atrás. Eres un blando.

– Como quieras -dijo, tranquilo, Fernandito-, no vamos a discutir por eso. Mañana por la mañana volveremos a hablar con más sosiego.

Tal como había dicho, Fernandito se fue a su habitación y nos dejó a nosotros dos solos. Nuestro nuevo jefe me había decepcionado y en esos momentos comprendía que Garrido, pese a todo, seguía siendo el auténtico caudillo. Por eso, cuando me invitó a compartir con él su orgía, asentí entusiasmado, en la creencia de que gracias a la ingesta desmesurada del coñac y el anís del embajador paraguayo, iba a convertirme en un envidiado y envidiable caballero legionario.

Lo único que yo había bebido hasta entonces -y sospecho que lo mismo le ocurría a Garrido- era un poco de vino mezclado con agua en las comidas, así que al tomar el primer sorbo de coñac la quemazón que noté en la garganta me hizo toser estrepitosamente y pensar que me estaba asfixiando. Otro tanto le ocurrió a Garrido, al que se le puso la cara roja. Pero en vez de admitir lo que nos había sucedido y optar por seguir el camino de Fernandito y acostarnos, los dos callamos como mudos. Ambos esperábamos que fuera el otro quien diera la orden de retirada, para así no aparecer como débiles, pero al no hacerlo ninguno de los dos continuamos bebiendo. Y la cosa fue mucho mejor. Una vez pasada la primera experiencia desagradable nuestra garganta se fue acostumbrando a la nueva bebida y la euforia se instaló en nuestras mentes.

– Fernandito es idiota, mira que irse a la cama en vez de quedarse aquí, bebiendo como hacen los hombres de verdad -repetía constantemente Garrido, mientras yo le daba calurosamente la razón.

Tanto el que las palabras de Garrido fueran, según transcurría el tiempo, lo más parecido al balbuceo de un tartamudo como el hecho de que yo me pusiera a hipar como un poseído no nos preocuparon. Al principio nos parecía que era un efecto beneficioso del alcohol, que nos hacía ser más graciosos y comunicativos. Pero al cabo de un rato todo empezó a girar a mi alrededor. Por increíble que pareciera la casa estaba dando vueltas en torno mío y yo era incapaz de pararla por más que lo intentaba. Intenté pedir ayuda a Garrido, pero cuando me acerqué a él comprobé que estaba ocupado vomitando encima de una gran maceta que había en un rincón del salón. Después me debí de quedar dormido porque ya no recuerdo nada más.

A la mañana siguiente nos tuvo que despertar Fernándito.

– Venga, gandules, levantaos. ¿Se puede saber qué hacéis ahí, dormidos sobre la alfombra?

No sé cómo se sentiría Garrido pero a mí era como si toda la Legión me estuviera pateando al unísono la cabeza. El sueño no me había mejorado sino todo lo contrario, me sentía fatal. La boca pastosa, la cabeza ida y las sienes a punto de estallar.

– Me estoy muriendo, Fernandito -exclamé torpemente mientras unos lagrimones se escapaban de mis ojos.

– De eso nada -contestó riéndose cruelmente mi amigo-, lo que os ocurre es que habéis cogido una resaca de ordago a la grande. Eso os pasa por haberos pasado con la bebida, ya os lo advertí, para beber, como para muchas cosas, es necesario tener cierta preparación, cierta capacidad de asimilación y, sobre todo, saber qué momento es el más adecuado, pero a vosotros lo único que os interesaba era impresionarme con vuestra hombría. Pues nada, sois muy hombres, pero no podéis teneros en pie.

– No fui yo, fue cosa de Garrido -intenté excusarme torpemente.

Mi compañero de borrachera debía de estar peor que yo porque no protestó ni cuando Fernandito nos echó el sermón ni cuando yo le traicioné culpándole por lo sucedido. Fernandito al final se apiadó de nosotros y nos preparó un café bien cargado, otra de sus habilidades. Seguramente era el único alumno del colegio que sabía preparar café. Nos sentó como un tiro pero en algo nos alivió, así como las dos aspirinas que nos obligó a tragar por persona.

– De todos modos, aunque esto os puede ayudar, tan sólo el paso del tiempo os podrá aliviar por completo. Todavía no se ha inventado nada que cure los efectos de una buena borrachera, así que paciencia y procurad descansar todo lo que podáis, que esta noche va a ser vuestra gran noche.

Hicimos lo que Fernandito nos dijo, no tanto por sumisión a sus órdenes como porque no nos encontrábamos con ganas ni fuerzas para hacer otra cosa. Y si lo intentábamos, el dolor de cabeza, que se duplicaba, nos hacía desistir inmediatamente. Solamente el pensar que esa noche teníamos que hacer un esfuerzo físico nos producía escalofríos. En esos momentos en lo que menos pensábamos era en las mujeres que Fernandito nos había prometido.

Aunque no teníamos muchas ganas nuestro amigo nos obligó a comer algo y poco a poco nos fuimos despejando. Una ducha de agua fría y unos nuevos cafés nos devolvieron la apariencia humana. Seguíamos hechos un desastre pero por lo menos la cabeza no nos martilleaba y los ojos no tenían ese tono rojizo que nos había hecho parecer monstruos de ultratumba.

– Tenéis mejor aspecto -dijo Fernandito-, pero me temo que vamos a tener que cambiar de planes. De hecho ya lo tengo todo dispuesto.

– ¿Ah, sí? -contesté sin ganas de decir nada especial, y con la esperanza de que nuestro estreno sexual se aplazara indefinidamente.

– Por supuesto, hay que pensar en todo para que nada pueda írsenos de las manos. Se me ha ocurrido que quizá pudiera crear problemas la estancia de tres quinceañeros en una casa de ésas. Además, posiblemente, vosotros os sentiríais intimidados en ese ambiente y las cosas no funcionarían, por eso he decidido cambiar de idea.

– Ya me parecía a mí que lo tuyo era mucho ruido y pocas nueces. Al final todo ha quedado en agua de borrajas.

– Estás muy equivocado, Garrido, como casi siempre. Yo sólo prometo lo que sé que soy capaz de cumplir. Os dije que vendríamos a Madrid a tener relaciones carnales con mujeres y las tendremos, sólo que no vamos a ir a ningún burdel, sino que las mujeres vendrán aquí, a esta casa. He hablado con el chófer de un diplomático amigo de mi padre, que luchó con los rojos y al que mi padre salvó de ser fusilado, y él nos traerá a tres de las mujeres más hermosas de la capital. Así que más vale que os vayáis poniendo guapos, porque dentro de un par de horas, más o menos, estaréis en la cama con ellas haciendo lo que habéis visto hacer en las fotos que os enseñé.

Fueron las dos horas peores de mi vida. No sabía qué deseaba más, si que el reloj se parara y el tiempo no transcurriera, o que esas dos horas pasaran en un soplo y enfrentarme a los acontecimientos. Al final el tiempo se me hizo eterno y eso no aplacó mi angustia sino que la centuplicó. Por fin, cuando sonó el timbre, Garrido y yo nos miramos con la cara que debieran tener los corderos al ser conducidos al matadero si supieran que en muy poco tiempo iban a servir de cena para los seres humanos. Nos quedaba la esperanza de que Fernandito no hubiera oído el timbre, pero era una vana esperanza. Su oído era perfecto y no se demoró más que unos escasos segundos antes de abrir la puerta.

Garrido y yo habíamos hablado varias veces entre nosotros sobre cómo serían esas mujeres dedicadas al oficio más viejo del mundo. Lo único que sabíamos, aparte de varios nombres para definirlas encontrados en un viejo diccionario -prostitutas, putas, meretrices, rameras, parecía mentira de cuántos modos se las podía denominar-, era las consecuencias que, según los curas, podía traernos nuestro contacto con ellas. Unas mujeres así, capaces de contagiarnos la tuberculosis, quebrarnos la médula espinal y transmitirnos enfermedades horripilantes debían de ser, ellas también, espejo de aquellos horrores ante los que podíamos sucumbir. Por eso, cuando las vimos, enmudecimos de asombro, sin saber qué decir ni cómo tratarlas.

Eran tres auténticas bellezas, una rubia de ojos grises y dos morenas de ojos verdes. Con la experiencia que más tarde he adquirido no me cuesta calificarlas como putas de lujo pero entonces, con quince años y sin saber nada de mujeres, aquello era una auténtica visión celestial, las huríes que Mahoma había prometido a los musulmanes que morían en combate. Si no hubiera sido sacrilegio me habría cambiado automáticamente de religión, pero incluso en aquellos momentos la noción de pecado se iba debilitando. ¿Cómo no ceder a la tentación cuando estaba delante tuyo, con forma de mujer esbelta de largas piernas, labios sensuales y pechos que se balanceaban suave y rítmicamente? Muchas veces he pensado con posterioridad lo que pudo gastar Fernandito aquel fin de semana y sinceramente creo que bastante más de lo que era el sueldo de un obrero durante varios meses. Por curiosidad, cuando más adelante estuve en disposición de hacerlo, investigué a Fernandito y a su familia y descubrí que su padre, efectivamente, viajaba mucho, pero que no era precisamente diplomático, aunque nunca fue molestado por ninguna autoridad, ni extranjera ni española.

– ¿Qué os parecen? -nos preguntó Fernandito, con el mismo tono con el que un carnicero pregona su mercancía-, ¿a que no os lo esperabais? Pues venga, dejad de mirar y empezad a actuar. Cada uno que coja a una de las chicas y se la lleve a su cama. Yo me iré con ésta -dijo agarrando a una de las morenas por la cadera y llevándosela a su habitación, mientras la sobaba por todo el cuerpo, sobre todo por las zonas que nosotros considerábamos prohibidas, sin pudor alguno.

– ¿Qué os ocurre a vosotros?, ¿no os gustamos?, pues no estamos nada mal, mirad por aquí -dijo provocativamente la rubia al ver que Garrido y yo nos habíamos quedado en silencio, sin capacidad de reacción, mientras se despojaba de la blusa y dejaba al aire dos pechos redondos e inmensos, que nos apuntaban desafiantes como cañones.

– No se trata de eso -respondí entre balbuceos-, sólo que no tenemos experiencia, somos novatos.

– Pues eso habrá que arreglarlo, no podemos permitir que dos jovencitos tan guapos como vosotros continúen siendo vírgenes -dijo mientras se acercaba a donde estaba yo y agarrándome por el cuello unía sus labios a los míos, haciéndome casi perder el conocimiento con lo que fue mi primer beso de verdad.

Fue también la primera vez que oí la palabra virgen aplicada a un hombre. Hasta entonces, en nuestra ignorancia, la virginidad era algo que relacionábamos con la madre de Dios, ni siquiera con el sexo, aunque ya empezábamos a distinguir lo que significaba la virginidad en las mujeres. Pero en un hombre, que alguien nos calificara de vírgenes, eso era totalmente nuevo para nosotros y, de algún modo, excitante. Me olvidé de todo y me dejé llevar por la rubia que así, inopinadamente, se había convertido en mi compañera y mi dueña. Creo que desde entonces tengo fijación por las rubias, no como consecuencia de algún esnobismo o paletismo que me hace preferir a las de tipo nórdico en vez de a las mujeres latinas, sino porque mi primera mujer de verdad fue rubia.

Aunque mi nerviosismo era patente, la rubia -en ningún momento me dijo su nombre, aunque en mis sueños siempre la he llamado Marlene, no hace falta explicar los motivos- consiguió que poco a poco me fuera tranquilizando. No habló ni me pidió nada, sino que comprendiendo la situación y tomándome a su cargo fue ella la que llevó las riendas. Casi sin darme cuenta me despojó de las ropas y se quitó las suyas, quedándose totalmente desnuda y acostándose junto a mí, en la cama. Con una mano que de suave parecía inexistente me fue acariciando el pene mientras frotaba sus tetas contra mi pecho y jugueteaba con su lengua contra la mía. Aunque todo lo hacía con una dulzura y una lentitud considerable mi erección fue automática y casi sin darme cuenta me corrí manchándole las manos y la sábana. Al verme totalmente avergonzado me sonrió y me dijo que me tranquilizara.

– No tiene importancia, es normal la primera vez. No te preocupes y relájate, que empezaremos de nuevo y será mucho mejor, porque de este modo vas a aguantar mucho más. Tenemos toda la noche por delante -añadió mientras recogía mi pene, que se había quedado completamente flaccido, y se lo introducía en la boca, dándole calor y consiguiendo que poco a poco fuera resucitando.

Curiosamente esa alusión a que teníamos toda la noche por delante no me intimidó, como hubiera pensado una hora atrás, sino que me produjo una inmensa satisfacción. Estaba dispuesto a ser un alumno aplicado ya que la profesora se lo merecía, por eso atendí gustoso a sus explicaciones e hice lo que ella me indicaba. Aprendí a acariciarla con mis torpes manos y a besarla con mi inexperta lengua, y cuando me dijo que introdujera esta última por su húmedo y resplandeciente coño no lo dudé ni un momento y sorbí sus jugos como si del mejor champán se tratara.

– Creo que ya estás preparado -me dijo al cabo de un rato-, así que vamos a dejar los jugueteos e ir al grano. Ven, ponte encima mío y acerca tu cosita a la mía -dicho así parecía cursi, pero había que vivirlo, y lo viví, vaya que si lo viví. Era la primera vez que follaba y todo salió estupendamente. Esta vez tardé en correrme y cuando lo hice toqué el cielo con la punta de los dedos. Ella también disfrutó, o eso me pareció en su momento, ya que muchas veces he pensado que siendo tan buena como era quizá fingiera, pero siempre me queda la esperanza de pensar que haya sido auténtico.

Después de aquello seguimos jugueteando, aunque no la volví a penetrar ya que no me quedaban fuerzas, pero no era necesario. Había sido la noche más maravillosa de mi vida y me había convertido, por fin, en un hombre. Ese mismo día tomé la decisión de no meterme a sacerdote, así que en el futuro, si quería dar gusto a mi padre, no me quedaba más remedio que tomar el camino de las armas. Pero todavía tenía tiempo para pensar en ello.

Cuando me desperté la rubia ya había desaparecido. Lo lamenté un poco, pero no demasiado. No necesitaba tener una nueva sesión para ser el hombre -sí, hombre, no niño- más feliz del mundo. Fui a ducharme y después de vestirme me acerqué hasta la cocina, con la intención de prepararme el desayuno, pero antes de entrar allí oí ruidos en la habitación que ocupaba Garrido. Fernandito y él estaban hablando sigilosamente, en voz muy baja, como si no quisieran que nadie -es decir, yo, ya que era la única persona que aparte de ellos dos estaba en la casa se enterara, lo que me picó un poco y despertó mi curiosidad. Si acababa de licenciarme en sexo, perfectamente podía graduarme en espionaje. Si al principio tenía algún tipo de escrúpulos desaparecieron al pensar que quizá estaba siendo marginado de algo importante. Sólo había un modo de saberlo, así que acerqué el ojo y el oído a la puerta entreabierta y me dispuse a escuchar y ver.

Al parecer a Garrido no le habían ido las cosas tan bien como a mí. Su experiencia con la segunda morena había sido nefasta. Parecía totalmente hundido y tenía los ojos rojos, señal de que había llorado. Quizá al enterarme de eso debía de haber abandonado mi espionaje, pero algo me incitaba a quedarme, tal vez el modo que tenía Fernandito de consolarle, acariciándole el pelo del mismo modo que había hecho la rubia conmigo cuando me corrí por primera vez. Quizá las palabras que le susurraba al oído, diciéndole que eso no tenía importancia, que a veces, muchas veces, la primera vez sale mal, pero que eso no significa nada.

– Entonces, ¿por qué al idiota de Vázquez le ha ido tan bien? -dijo destilando rabia y dejándome totalmente sorprendido. Nunca hubiera esperado ese comportamiento de la persona a quien consideraba mi mejor amigo. Estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda y a pensar que decía eso sin sentirlo, tan sólo movido por su humillación, pero decidí seguir escuchando. Ya no lo consideraba un vil acto de espionaje. Si ellos sabían cómo me había ido a mí, yo tenía derecho a saber cómo les había ido a ellos.

– No tiene nada que ver, eso no significa nada -contestó dulcemente Fernandito mientras le revolvía el pelo-, a veces lo único que indica es que hemos equivocado el camino. Estar con una mujer no es el único modo de disfrutar con el sexo, ¿no lo sabías? Los espartanos, de quienes no se puede poner en duda su hombría y virilidad,acostumbraban hacerlo entre hombres, quizá ése sea tu camino, quizá así disfrutes por fin del sexo y no quedes en vergüenza, como esta noche.

– ¿Qué estás diciendo? -protestó Garrido-, yo no soy maricón.

– ¿Y quién ha dicho que lo seas? -le replicó serenamente Fernandito, mientras le desnudaba casi sin que se percibiera de ello Garrido-, ¿acaso te pintas o vistes como las mujeres?, ¿tienes la voz atiplada?, ¿eres un melindroso incapaz de pelearse con los demás? ¿No has descubierto tú solo a un enemigo de España?

– Sí, es verdad.

– Entonces, ¿de qué tienes que preocuparte? Está claro que no eres maricón, pero eso no significa que no puedas disfrutar a su modo, ¿por qué ibas a privarte de algo bueno y bello? En Esparta sólo los generales podían acceder a este placer, no la chusma. Y lo mismo ocurre entre los emires del Islam.

Para entonces, una vez admitido por Garrido que hacer ciertas cosas no era ser maricón, se puso sin miramientos y sin oposición en manos de Fernandito, que después de desnudarle por completo hizo lo propio. Yo estaba como petrificado pero por nada del mundo quería perderme lo que iba a pasar, lo que a fin de cuentas pasó. Primero Fernandito acarició todo el cuerpo de Garrido y luego, con sus manos, empezó a masturbarle. El pene de Garrido fue adquiriendo un tamaño descomunal y Fernandito acabó por metérselo en la boca, chupándoselo con frenesí. De vez en cuando lo sacaba y aprovechaba para besar a su pareja, de un modo mucho más intenso de lo que yo recordaba de la rubia. Por último, Garrido puso los ojos en blanco y se corrió dentro de la boca de Fernandito. No pude evitar una mueca de asco pero afortunadamente estaban tan embebidos en lo suyo que no notaron que alguien les estaba vigilando.

No me quedé allí para ver cómo acababa la cosa. Había visto más que suficiente y preferí retirarme a tiempo antes de que alguno de los dos me descubriera. Nunca supe lo que ocurrió ni hasta dónde llegaron aquella noche y aunque más de una vez, mientras me masturbaba en solitario he especulado sobre ello me moriré sin saberlo a ciencia cierta.

Загрузка...