Capítulo 1

Elena Weaver despertó cuando la segunda luz de la habitación se encendió. La primera, que descansaba sobre su escritorio, a unos cuatro metros de distancia, solo había logrado molestarla un poco. Sin embargo, la segunda luz, dispuesta de manera que le diera de lleno en la cara desde la mesita de noche, fue tan eficaz como un redoble de tambor o una alarma. Cuando irrumpió en su sueño (una intromisión muy desagradable, considerando el tema que su subconsciente había tejido), se incorporó en la cama como impulsada por un resorte.

No había empezado la noche en esta cama, ni tan solo en esta habitación, de modo que parpadeó unos momentos, perpleja, y se preguntó por qué habían sustituido las cortinas rojas lisas por aquel espantoso estampado de crisantemos amarillos y hojas verdes, diseminados en un campo de lo que parecían helechos. Estaban corridas sobre una ventana que no estaba donde debía, al igual que el escritorio. De hecho, no tendría por qué haber un escritorio, y mucho menos sembrado de papeles, cuadernos, varios volúmenes abiertos y un enorme ordenador.

Este último objeto, al igual que el teléfono colocado a su lado, lo aclaró todo. Estaba en su habitación, sola. Había llegado antes de las dos, y después de quitarse la ropa se había desplomado exhausta sobre la cama. Había logrado conciliar cuatro horas de sueño. Cuatro horas… Elena emitió un gruñido. No era de extrañar que se hubiera creído en otra parte.

Saltó de la cama, se calzó unas peludas zapatillas y se puso el albornoz verde de lana tirado en el suelo al lado de sus téjanos. De tan viejo había adquirido una suavidad plumosa. Su padre le había regalado una bonita bata de seda cuando se matriculó en Cambridge un año antes (de hecho, le había regalado un guardarropa entero, que había desechado en su mayor parte), pero había dejado la bata en casa de su padre, aprovechando una de sus frecuentes visitas de fin de semana, y si bien lo llevaba en su presencia, para apaciguar la angustia con que el hombre parecía espiar cada uno de sus movimientos, no lo utilizaba en ningún otro momento. Ni en Londres, en casa de su madre, ni en el colegio. Prefería el viejo albornoz verde. Acariciaba su piel desnuda como si fuera terciopelo.

Se dirigió a la ventana y descorrió las cortinas. Aún no había amanecido, y la niebla que flotaba sobre la ciudad como un miasma opresivo desde hacía cinco días aún parecía más espesa esta mañana; se apretujaba contra los batientes de las ventanas y tejía sobre los cristales un encaje de humedad. Sobre el alféizar descansaba una jaula, con una botellita de agua colgada de un lado, una rueda de ejercicio en el centro y una madriguera en la esquina derecha del fondo. En su interior se encontraba aovillado un montoncito de pelo del tamaño de una cuchara, de color coñac.

Elena dio unos golpecitos sobre los helados barrotes de la jaula. Acercó la cara, captó los olores entremezclados de papel de periódico desmenuzado, virutas de cedro y excrementos de ratón, y sopló con suavidad en dirección al nido.

– Ratoncito -dijo. Tabaleó de nuevo sobre los barrotes de la jaula-. Ratoncito.

Un brillante ojo marrón se abrió en el montoncito de pelo. El ratón alzó la cabeza y olfateó el aire con el hocico.

Tibbit. -Elena sonrió cuando los bigotes del animalito se agitaron-. Buenos días, ratoncito.

El ratón salió de su refugio y se acercó a inspeccionar los dedos, con la esperanza de recibir su banquete matutino. Elena abrió la puerta de la jaula y lo cogió, apenas siete centímetros de viva curiosidad en la palma de su mano. Lo depositó sobre su hombro, y el ratón empezó a investigar de inmediato las posibilidades que presentaba su cabello. Era muy largo y lacio, de color idéntico al pelaje del animal. Por lo visto, esas características le ofrecieron la promesa de un escondite, porque se deslizó muy contento entre el cuello de la bata y la nuca de Elena. Se agarró a la tela y procedió a lavarse la cara.

Elena le imitó. Abrió el armarito donde guardaba la jofaina y encendió la luz que colgaba sobre el mueble. Se cepilló los dientes, se recogió el cabello sobre la nuca con una goma y buscó en el ropero el chándal y un jersey. Se puso los pantalones y pasó a la cocina.

Dio la luz y examinó el estante que corría sobre el fregadero de acero inoxidable. Coco Puffs, Weetabix, Corn Flakes. Esta visión molestó a su estómago, así que abrió la nevera, sacó un cartón de zumo de naranja y bebió directamente del envase. El ratón puso punto final a estas abluciones matutinas y emergió de nuevo sobre su hombro, impaciente. Elena, sin dejar de beber, le acarició con el dedo índice la cabeza. Los diminutos dientes del ratón mordisquearon el filo de su uña. Basta de mimos. Se estaba impacientando.

– Está bien.

Elena rebuscó en la nevera, arrugó la nariz al oler la leche que se había estropeado, y encontró el tarro de mantequilla de cacahuete. La punta de un dedo untada en la mantequilla era el banquete matinal del ratón, que se lanzó sobre la golosina en cuanto Elena se la acercó. Aún estaba eliminando los residuos de su pelaje cuando Elena volvió a su habitación y le dejó sobre el escritorio. Se quitó la bata, se puso el jersey y comenzó a hacer ejercicios.

Sabía la importancia del precalentamiento antes de su carrera diaria. Su padre se lo había machacado con monótona regularidad desde que había ingresado en el club Liebre y Sabuesos de la universidad, en el primer trimestre. Aun así, lo consideraba mortalmente aburrido, y la única forma de completar la serie de ejercicios consistía en combinarlos con otra cosa, como fantasear, preparar tostadas, mirar por la ventana o leer algún fragmento de literatura del que hubiera huido durante mucho tiempo. Esta mañana combinó el ejercicio con tostadas y mirar por la ventana. Mientras el pan se doraba en la tostadora colocada sobre la estantería, se dedicó a desentumecer los músculos de las piernas y los muslos, los ojos desviados hacia la ventana. La niebla estaba creando un torbellino remolineante alrededor de la farola situada en el centro del Patio Norte, lo cual garantizaba una carrera desagradable.

Elena vio por el rabillo del ojo que el ratón correteaba de un lado a otro sobre el escritorio, se detenía para alzarse sobre sus patas traseras y olfateaba el aire. No era tonto. Varios millones de años de evolución olfativa le aseguraban que había más comida en perspectiva, y quería su parte.

Elena miró hacia la estantería, y vio que la tostada ya había saltado. Rompió un trozo para el ratón y lo tiró dentro de la jaula. El animal se precipitó al instante en aquella dirección; sus diminutas orejas reflejaban la luz como si fueran de cera transparente.

– Bueno -dijo Elena, y atrapó al animal mientras avanzaba entre dos volúmenes de poesía y tres ensayos críticos sobre Shakespeare-. Di adiós, Tibbit.

Frotó su mejilla contra el pelaje antes de devolverlo a la jaula. El trozo de tostada era casi tan grande como él, pero consiguió arrastrarlo con tenaces esfuerzos hacia la madriguera. Elena sonrió, tabaleó sobre la parte superior de la jaula, cogió el resto de la tostada y salió de la habitación.

Cuando la puerta de cristal del pasillo se cerró a su espalda con un siseo, se puso la chaqueta del chándal y subió la capucha sobre su cabeza. Bajó corriendo el primer tramo de la escalera «L», voló sobre el rellano agarrada a la barandilla de hierro forjado y aterrizó acuclillada, descargando el peso de su cuerpo sobre las piernas y los tobillos, en lugar de las rodillas. Bajó el segundo tramo a paso más vivo, cruzó el vestíbulo como una exhalación y abrió la puerta. El aire helado la golpeó como un torrente de agua. En respuesta, sus músculos se tensaron. Los obligó a relajarse y corrió sin moverse del sitio, mientras agitaba los brazos. Aspiró profundas bocanadas de aire, que sabía a humus y a madera quemada, pues la niebla procedía del río y los pantanos. Su piel se cubrió al instante de una película húmeda.

Atravesó corriendo el extremo sur del Patio Nuevo y trotó por los dos pasajes que conducían al Patio Principal. No había nadie. No se veía ninguna habitación iluminada. Era maravilloso, estimulante. Se sintió desmedidamente libre.

Y le quedaban menos de quince minutos de vida.


Cinco días de niebla goteaban de árboles y edificios, dibujaban sendas húmedas sobre las ventanas, creaban charcos en el pavimento. Ya fuera del St. Stephen's College, los faros de un camión relampaguearon en la neblina, dos diminutas brasas de color naranja, como ojos de gato. Las farolas victorianas de Senate House Passage proyectaban largos dedos de luz amarilla entre la niebla, y las agujas góticas del King's College desaparecían en un telón de fondo cuyo color recordaba a una bandada de palomas grises. Más allá, el cielo aún conservaba el aspecto nocturno. Faltaba una hora para que amaneciera por completo.

Elena salió de Senate House Passage y tomó King's Parade. La presión de sus pies sobre el pavimento enviaba temblores a su estómago, propagados mediante los músculos y huesos de sus piernas. Apretó las palmas contra las caderas, justo donde él las había colocado anoche, solo que ahora su respiración era firme, no rápida, ansiosa y concentrada en la frenética oleada de placer. Aun así, casi podía ver su cabeza echada hacia atrás. Casi podía verle, concentrado en la pasión, la fricción, en el desmesurado deseo del cuerpo de Elena. Casi podía ver su boca formando las palabras «oh Dios oh Dios oh Dios oh Dios», mientras empujaba con las caderas y la apretaba contra él cada vez con más fuerza. Y después, los labios que susurraban su nombre y el salvaje latido de su corazón. Y su respiración, agitada como la de un corredor.

Le gustaba pensar en eso. Estaba soñando en aquellos instantes cuando la luz de su cuarto la despertó poco rato antes.

Trotó por King's Parade hacia Trumpington, entrando y saliendo de los charcos de luz. Alguien estaba preparando el desayuno no muy lejos, porque el aire transportaba el débil aroma a bacon y café. Su garganta se cerró a modo de respuesta, y aumentó la velocidad para escapar del aroma. Pisó un charco de agua helada, que mojó su calcetín izquierdo.

Giró en Mili Lane en dirección al río. La sangre se agolpaba en sus venas y, a pesar del frío, había empezado a sudar. Un reguero de sudor resbaló entre sus pechos y descendió hacia la cintura.

La transpiración es la señal de que tu cuerpo está trabajando, le decía su padre. Transpiración, por supuesto. Su padre nunca decía «sudor».

Tuvo la impresión de que el aire refrescaba a medida que se acercaba al río. Esquivó dos carretones polvorientos, empujados por el primer ser vivo que veía en las calles esta mañana, un obrero vestido con un anorak verde lima. Depositó un morral sobre la barra de un carretón y levantó un termo, como si le dedicara un brindis. Al final del sendero se internó en la pasarela que cruzaba el río Cam. Los ladrillos estaban resbaladizos. Corrió un momento sin moverse de sitio y se subió la manga de la chaqueta para ver qué hora era. Cuando se dio cuenta de que había olvidado el reloj en su habitación, maldijo por lo bajo y corrió por el puente para echar un breve vistazo a Laundress Lane.

«Maldita sea. ¿Dónde está?» Elena escudriñó la niebla. Dejó escapar un resoplido de irritación. No era la primera vez que debía esperar, y si su padre seguía en sus trece, no sería la última.

– No permitiré que corras sola, Elena, y menos a esas horas de la madrugada, junto al río. No volveremos a hablar de este asunto. Si te molestaras en escoger otra ruta…

Pero ella sabía que daba igual. Si elegía otra ruta, él inventaría otra objeción. No debió decirle jamás que corría, para empezar. En aquella ocasión, le pareció una información inofensiva. «Me he hecho socia del club "Liebre y Sabuesos", papá.» Y él consiguió convertir el hecho en otra muestra de su devoción hacia ella. Al igual que cuando se apoderó de sus trabajos antes de la supervisión. Los leyó con el ceño fruncido; su postura y expresión decían bien a las claras: «Fíjate en lo muy preocupado que estoy, fíjate en lo mucho que te quiero, fíjate en cuánto valoro haberte recuperado. Nunca volveré a abandonarte, querida». Y después los criticó, la guió a través de introducciones, conclusiones y puntos que debían ser clarificados, convocó a su madrastra para que le proporcionara mayor ayuda, se reclinó en su butaca de cuero, con un brillo de entusiasmo en los ojos. «¿Te das cuenta de que formamos una familia feliz?» Le daba retortijones.

Su aliento se convertía en nubes de vapor. Esperó más de un minuto, pero nadie surgió de la sopa gris que era Laundress Lane.

«Déjalo pasar», se dijo, y corrió hacia el puente. A su espalda, en el Estanque del Molino, las formas de cisnes y patos se recortaban en la atmósfera brumosa, mientras que en la orilla sudoeste las ramas de un sauce se hundían en el agua. Elena lanzó una última mirada hacia atrás, pero nadie corrió a su encuentro, de modo que prosiguió su camino.

Calculó mal el ángulo al bajar por la pendiente de la esclusa y notó un leve tirón en un músculo de la pierna. Se encogió de dolor, pero no se paró. Había hecho un tiempo desastroso (aunque ni siquiera sabía cuál), pero tal vez recuperaría unos segundos cuando llegara a la calzada elevada. Recuperó el paso de antes.

La calzada se estrechó hasta convertirse en una franja de asfalto, con el río a la izquierda y la amplia extensión de Sheep's Green, oculta por la niebla, a la derecha. En este punto, las gigantescas siluetas de los árboles se elevaban por encima de la niebla, y las barandillas de las pasarelas practicaban surcos blancos, cuando las luces ocasionales procedentes del otro lado del río lograban taladrar la oscuridad. Mientras corría, los patos se deslizaban en silencio desde la orilla al agua. Elena buscó en el bolsillo el último fragmento de tostada, que desmenuzó y tiró en dirección a las aves.

Los dedos de sus pies chocaban contra el extremo de las bambas. Le dolían las orejas de frío. Se ciñó la cinta de la capucha debajo de la barbilla, sacó un par de mitones del bolsillo de la chaqueta, se los puso, sopló sobre sus manos y las apretó contra su cara helada.

Delante de ella, el río se dividía en dos partes (el cuerpo principal y un arroyo sombrío) cuando rodeaba la isla de Robinson Crusoe, una pequeña masa de tierra erizada en su extremo sur de árboles y vegetación, en tanto el extremo norte se dedicaba a reparar los botes de remos, canoas, bateas y demás embarcaciones de los colegios. Una hoguera se había encendido en la zona hacía poco, porque Elena distinguió sus restos en el aire. Alguien habría acampado ilegalmente en la parte norte de la isla por la noche, dejando atrás los restos de madera carbonizada, extinguidos al poco tiempo por el agua. Olía diferente de un fuego fallecido de muerte natural.

Elena, picada por la curiosidad, miró entre los árboles mientras corría paralela al extremo norte de la isla. Canoas y botes de remos amontonados, de madera reluciente y mojada por la niebla, pero no había nadie.

El sendero empezó a subir hacia Fen Causeway, que señalaba el final del primer tramo de su carrera. Como de costumbre, acometió el ascenso con renovadas energías. Respiraba con fuerza, pero notaba la presión cada vez mayor en su pecho. Cuando ya se estaba acostumbrando a su nueva velocidad, les vio.

Dos siluetas aparecieron frente a ella, una agachada y la otra tendida sobre el sendero. Eran amorfas, semiocultas por las sombras, y daba la impresión de que temblaban como hologramas vacilantes, iluminadas desde atrás por la luz oscilante y filtrada procedente de la calzada elevada, a unos veinte metros de distancia. La silueta acuclillada, tal vez al oír los pasos de Elena, se volvió hacia ella y levantó una mano. La otra siguió inmóvil.

Elena forzó la vista. Sus ojos saltaron de una silueta a la otra. Vio el tamaño. Vio las dimensiones.

Townee, pensó, y corrió hacia delante.

La figura acuclillada se irguió, se alejó de Elena y pareció desaparecer en la niebla más espesa arremolinada cerca de la pasarela que comunicaba el sendero con la isla. Elena se detuvo y cayó de rodillas. Extendió la mano, palpó y se encontró examinando lo que parecía tan solo una vieja chaqueta rellena de harapos.

Se volvió, confusa, con una mano apoyada en el suelo, para levantarse. Reunió aliento para hablar. En ese momento, la pesada bruma se astilló frente a ella. Captó un fugaz movimiento a su izquierda. Recibió el primer golpe.

La alcanzó de pleno entre los ojos. Un rayo atravesó su campo visual. Su cuerpo cayó hacia atrás.

El segundo golpe fue descargado contra su nariz y mejilla. Perforó la piel y rompió el hueso cigomático como si fuera de cristal.

Si hubo un tercer golpe, la muchacha no lo sintió.


Pasaban de las siete cuando Sarah Gordon frenó su Escort en la amplia zona de calzada situada a la derecha del departamento de Ingeniería de la universidad. Pese a la niebla y el tráfico matinal, había cubierto la distancia desde su casa en menos de quince minutos, lanzada por Fen Causeway como si la persiguiera una legión de demonios. Puso el freno de mano, salió a la húmeda mañana y cerró la puerta.

Del maletero del coche sacó su equipo: una silla plegable, un cuaderno de bocetos, una caja de madera, un caballete y dos lienzos. Dejó estos objetos en el suelo, a sus pies, e investigó el maletero, preguntándose si había olvidado algo. Se concentró en los detalles (los carboncillos, pinturas al temple y pinceles de la caja), y trató de ignorar las crecientes náuseas y el hecho de que los temblores debilitaban sus piernas.

Permaneció unos momentos con la cabeza apoyada sobre la sucia cubierta del maletero y se obligó a pensar tan solo en la pintura. Era algo que había meditado, empezado, desarrollado y terminado incontables veces desde su niñez, de forma que los elementos eran como viejos amigos. El tema, el lugar, la luz, la composición, la elección de los medios exigían toda su concentración. Intentó entregarse a ella. El mundo de las posibilidades se estaba abriendo. Esta mañana representaba un renacimiento sagrado.

Siete semanas antes había señalado este día, trece de noviembre, en el calendario. Había escrito «Hazlo» sobre aquel pequeño cuadrado blanco de esperanza, y ahora se disponía a terminar con ocho meses de inactividad, utilizando el único medio que conocía para recobrar la pasión con que en otro tiempo había acometido su obra. Si al menos pudiera reunir la valentía necesaria para sobreponerse a un revés sin importancia…

Cerró la cubierta del maletero y recogió su equipo. Cada objeto encontró su lugar preciso en sus manos y bajo los brazos. Ni tan siquiera se produjo el momento de pánico al preguntarse cómo había logrado transportar todo en el pasado. Y el hecho de que algunos actos parecían automáticos, como ir en bicicleta, le dio ánimos por un instante. Regresó por Fen Causeway y bajó la pendiente hacia la isla de Robinson Crusoe, diciéndose que el pasado había muerto, que había venido a enterrarlo.

Durante demasiado tiempo había permanecido como atontada frente a un caballete, incapaz de pensar en las posibilidades curativas inherentes al simple acto de crear. A lo largo de aquellos meses no había creado otra cosa que los medios de contribuir a su destrucción, coleccionando media docena de recetas de somníferos, limpiando y engrasando su vieja pistola, poniendo a punto el horno de gas, trenzando una soga con sus bufandas, creyendo en todo momento que su inspiración había muerto. Pero todo había concluido, al igual que las siete semanas de creciente temor, a medida que el trece de noviembre se aproximaba.

Se detuvo en el pequeño puente tendido sobre el estrecho arroyo que separaba la isla de Robinson Crusoe del resto de Sheep's Green. Aunque ya había amanecido, la niebla era espesa, y se extendía ante su campo visual como un banco de nubes. El canto vigoroso de un reyezuelo macho adulto surgió de un árbol suspendido sobre ella, y el tráfico de la calzada elevada pasó con el apagado estruendo irregular de los motores. Oyó el «cuac-cuac» de un pato cerca del río. El timbre de una bicicleta cascabeleó al otro lado del parque.

A su izquierda, los cobertizos donde se reparaban las embarcaciones seguían cerrados a cal y canto. Delante, diez peldaños de hierro subían al puente Crusoe y descendían a Coe Fen, en la orilla este del río. Vio que habían dado una capa de pintura nueva al puente, un hecho que no había observado hasta entonces. Si antes era verde y naranja, con la herrumbre al descubierto en algunos puntos, ahora era marrón y crema; el crema pertenecía a una serie de balaustres entrecruzados que brillaban a través de la niebla. El puente parecía suspendido sobre la nada. La niebla alteraba y ocultaba todo cuanto lo rodeaba.

Suspiró, a pesar de su determinación. Era imposible. No había luz, esperanza ni inspiración en este desolado y frío lugar. Que le den morcilla a los estudios nocturnos del Támesis ejecutados por Whistler. A la mierda lo que Turner hubiera hecho con este amanecer. Nadie creería que ella había venido a pintar esto.

De todos modos, este era el día que había elegido. Los acontecimientos habían dictado que viniera a esta isla a pintar. Y pintaría. Recorrió el resto del puentecillo y abrió la chirriante puerta de hierro forjado, dispuesta a desdeñar el frío que parecía infiltrarse en cada órgano de su cuerpo.

Pasada la puerta, notó que el barro se adhería ruidosamente a sus zapatos de lona, y se estremeció. Pero solo era el frío. Y se internó en el bosquecillo creado por alisos, sauces y hayas.

Gotas de condensación caían de los árboles sobre la alfombra de hojas otoñales, con un sonido similar al de una papilla que burbujeaba lentamente. Una gruesa rama estaba atravesada en el camino, pero justo al otro lado se abría un pequeño claro bajo un chopo, que proporcionaba una buena vista. Sarah siguió avanzando. Apoyó el caballete y las telas contra el árbol, abrió la silla plegable y dejó el estuche de madera al lado. Apretó el cuaderno de bocetos contra el pecho.

Pintar, dibujar, pintar, bosquejar. Notó los fuertes latidos de su corazón. Sus dedos parecían quebradizos. Hasta las uñas le dolían. Sintió desprecio por su debilidad.

Obligó a su cuerpo a acomodarse en la silla plegable de cara al río, y contempló el puente. Tomó nota de cada detalle, con la intención de verlos como líneas o ángulos, un simple problema de composición que debía resolver. Su mente empezó a evaluar lo que los ojos abarcaban, como un acto reflejo. Tres ramas de aliso enmarcaban el puente, con sus hojas otoñales inclinadas bajo el peso de gotas de rocío, y lograban captar y reflejar la escasa luz que se filtraba. Formaban líneas diagonales que, primero, se alzaban sobre la estructura, para luego descender perfectamente paralelas a la escalera que conducía a Coe Fen, donde las luces lejanas de Peterhouse brillaban a través de la masa remolineante de niebla. Un pato y dos cisnes dibujaban formas brumosas en el río, cuyo gris era tan intenso (reproducción de la atmósfera reinante) que las aves flotaban como suspendidas en el espacio.

Pinceladas rápidas -pensó-, vigorosas impresiones; utiliza el carboncillo para acentuar la profundidad.

Ejecutó su primer trazo en el cuaderno, después un segundo, y luego un tercero, hasta que sus dedos resbalaron y soltaron el carboncillo, que se deslizó sobre el papel y cayó en su regazo.

Contempló el confuso revoltijo que había creado. Arrancó el papel y empezó por segunda vez.

Mientras dibujaba, notó que sus tripas empezaban a aflojarse, notó que las náuseas ascendían lentamente hacia su garganta.

– Oh, por favor -susurró, y miró a su alrededor, consciente de que no tendría tiempo de llegar a casa, de que no podía permitirse el lujo de indisponerse en este momento y lugar. Examinó su boceto, se fijó en las líneas torpes, inadecuadas, y lo convirtió en una bola de papel arrugado.

Inició un tercer dibujo y se concentró en mantener firme su mano derecha. Intentó reproducir el ángulo de las ramas de aliso, mientras intentaba contener su pánico. Intentó copiar la red que formaban los balaustres del puente al entrecruzarse. Intentó sugerir el dibujo del follaje. El carboncillo se partió en dos.

Se levantó. Se suponía que no debía ser así. Se suponía que la inspiración creativa surgía. Se suponía que el lugar y la hora del día desaparecían. Se suponía que retornaba el deseo. Pero no era cierto. Se había extinguido. Puedes, se dijo con furia, puedes y lo harás. Nada puede detenerte. Nadie se interpone en tu camino.

Sujetó el cuaderno bajo el brazo, cogió la silla plegable y se encaminó al sur de la isla, hasta llegar a una pequeña lengua de tierra. Estaba llena de ortigas, pero desde allí se apreciaba una panorámica diferente del puente. Este era el lugar.

La tierra era margosa, sembrada de hojas. Arboles y matorrales formaban una red de vegetación tras la cual, a cierta distancia, se alzaba el puente de piedra de Fen Causeway. Sarah abrió la silla plegable en este punto. La dejó caer al suelo. Dio un paso atrás y tropezó con lo que parecía una rama oculta bajo un montón de hojas. Considerando el lugar, tendría que haber estado preparada, pero la sensación le causó un sobresalto.

– Maldita sea -se dijo, y apartó el objeto de una patada. Las hojas salieron despedidas. Sarah notó que su estómago se revolvía. El objeto no era una rama, sino un brazo humano.

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