Capítulo 2

Por fortuna, el brazo estaba unido al cuerpo. Durante los veintinueve años que llevaba en la policía de Cambridge, el superintendente Daniel Sheehan jamás había tropezado con un cadáver desmembrado, y no deseaba gozar de esa dudosa distinción policial en estos momentos.

Después de recibir la llamada desde el cuartel a las siete y veinte, había salido de Arbury con gran aparato de luces y sirenas, contento de tener una excusa para abandonar la mesa del desayuno, donde el décimo día seguido de gajos de pomelo, un huevo pasado por agua y una transparente rebanada de pan tostado sin mantequilla había provocado que regañara a su hijo y su hija adolescentes por su indumentaria y cabello, como si ambos no hubieran vestido el uniforme del colegio, como si sus cabezas no hubieran estado bien peinadas y relucientes. Stephen miró a su madre, Linda le imitó. Y los tres se dedicaron a sus desayunos con el aire martirizado de una familia demasiado tiempo expuesta a los cambios de humor inesperados del dietista crónico.

Había un embotellamiento de tráfico en la glorieta de Newnham Road, y Sheehan solo pudo llegar al puente de Fen Causeway a una velocidad algo superior al paso de tortuga de los demás vehículos, gracias a subir medio coche a la acera. Imaginó el caos en que se habrían convertido a estas alturas todas las arterias que entraban en la ciudad por el sur, y cuando frenó el coche detrás de la furgoneta empleada por los analistas del lugar de los hechos, salió al aire húmedo y frío y dijo al agente apostado en el puente que pidiera por radio más hombres para agilizar el tráfico. Le disgustaban por igual los mirones que los morbosos. Accidentes y asesinatos atraían a la peor clase de gente.

Se tapó mejor con la bufanda azul marino embutida por dentro del abrigo y pasó bajo la cinta amarilla del cordón policial. Media docena de estudiantes estaban inclinados sobre el parapeto del puente e intentaban ver qué sucedía abajo. Sheehan gruñó e indicó al agente con un gesto que los dispersara. Si la víctima era de algún colegio, no estaba dispuesto a permitir que la noticia se divulgara antes de lo debido. Una precaria paz había reinado entre la policía local y la universidad desde la investigación de un suicidio llevada a cabo en Emmanuel el trimestre anterior. No deseaba perturbarla por nada del mundo.

Cruzó el puente hasta llegar a la isla, donde una agente se encontraba de pie sobre una mujer, cuyo rostro y labios tenían el color del lino sin blanquear. Estaba sentada en uno de los últimos peldaños de hierro del puente Crusoe, con un brazo curvado alrededor del estómago y la cabeza apoyada en la otra mano. Vestía un viejo abrigo azul que daba la impresión de colgarle hasta los tobillos, y la parte delantera estaba cubierta de manchitas marrones y amarillas. Por lo visto, se había vomitado encima.

– ¿Encontró ella el cuerpo? -preguntó Sheehan a la agente, que asintió en respuesta-. ¿Quién lo ha visto, hasta el momento?

– Todos, excepto Pleasance. Drake le retuvo en el laboratorio.

Sheehan resopló. Otro fregado en la sección forense, sin duda. Señaló con la barbilla a la mujer del abrigo.

– Consígale una manta y reténgala aquí.

Volvió a la puerta y entró en la parte sur de la isla.

Según el punto de vista, el lugar era, o un sueño convertido en realidad, o la pesadilla de cualquiera que se encargara de examinar el lugar de los hechos. Las pruebas abundaban, desde periódicos desintegrados hasta bolsas de plástico parcialmente llenas. La zona parecía un vertedero, y había como mínimo una buena docena de pisadas, todas diferentes, marcadas en la tierra empapada.

– Joder -masculló Sheehan.

El equipo de analistas había tendido tablas de madera. Empezaban en la puerta y seguían hacia el sur, hasta desaparecer en la niebla. Caminó sobre ellas y procuró esquivar las gotas que caían de los árboles. Su hija Linda las habría llamado gotas de niebla, con aquella pasión por la precisión lingüística que siempre le sorprendía y le inducía a pensar que, dieciséis años antes, se había producido un error en el hospital y habían intercambiado a su auténtica hija por una poetisa de rostro travieso.

Se detuvo en un claro, donde dos lienzos y un caballete estaban apoyados contra un chopo. También había un estuche de madera abierto, y una capa de condensación se iba posando sobre una fila de pinturas al pastel y ocho tubos de pintura. Frunció el ceño y contempló sucesivamente el río, el puente y las nubes de niebla que surgían del pantano como gases. Como tema para un cuadro, le recordó aquellas obras francesas que había visto años atrás en el Instituto Courtauld: puntos, remolinos y manchas de color que solo se podían descifrar desde doce metros de distancia, forzando la vista como un poseso y pensando en el aspecto que tendrían las cosas si fuera miope.

Más adelante, las tablas se desviaban hacia la izquierda, y le condujeron hasta el fotógrafo de la policía y el forense. Se protegían del frío con abrigos y gorras de punto, y se movían como bailarines rusos, porque saltaban de un pie a otro para activar la circulación. El fotógrafo estaba tan pálido como siempre que debía reunir documentación gráfica sobre un asesinato. El forense aparentaba irritación. Se frotaba el pecho con los brazos, daba saltitos y lanzaba repetidas e incesantes miradas hacia la calzada elevada, como si el asesino estuviera agazapado en la niebla y la única esperanza de capturarle fuera precipitarse de inmediato en la masa indistinta.

Cuando Sheehan se acercó y formuló su pregunta rutinaria («¿Qué tenemos esta vez?»), vio el motivo que explicaba la impaciencia del médico. Una alta silueta estaba saliendo de la bruma que se extendía entre los sauces; caminaba con cautela y no apartaba la vista del suelo. A pesar del frío, llevaba el sobretodo de cachemira colgado sobre los hombros como una capa, sin bufanda que desvirtuara la línea impecable de su traje italiano. Drake, jefe del departamento forense de Sheehan, la mitad de un irritante dúo de científicos que le estaban volviendo loco desde hacía cinco meses. Esta mañana hacía ostentación de su gusto por el vestir, observó Sheehan.

– ¿Algo? -preguntó al científico.

Drake se detuvo para encender un cigarrillo. Apagó la cerilla con sus dedos enguantados y la depositó en un frasquito que sacó del bolsillo. Sheehan reprimió un comentario. El muy jodido siempre iba preparado.

– Da la impresión de que el arma ha desaparecido -contestó-. Tendremos que dragar el río.

Maravilloso, pensó Sheehan, y contó los hombres y las horas necesarios para llevar a cabo la operación. Se acercó para echar un vistazo al cuerpo.

– Mujer -dijo el médico-. Apenas una niña.

Mientras Sheehan contemplaba a la muchacha, reflexionó sobre el hecho de que no reinaba el silencio habitual ante una muerte. En la calzada, las bocinas aullaban, los motores rugían, los frenos chirriaban y la gente gritaba. Los pájaros gorjeaban en los árboles y un perro ladraba como un energúmeno, ya fuera de dolor o alegría. La vida continuaba, a pesar de la proximidad y las pruebas de la violencia.

Porque la muerte de la muchacha había sido violenta, indudablemente. Aunque la mayor parte de su cuerpo había sido cubierto con hojas caídas, quedaba al descubierto lo bastante para que Sheehan pudiera ver lo peor. Alguien la había golpeado en la cara. El cordón de la capucha estaba enrollado alrededor de su cuello. El patólogo determinaría en última instancia si había fallecido a causa de las heridas en la cabeza o por estrangulación, pero una cosa era evidente: nadie podría identificarla por el simple método de mirar su cara. Estaba arrasada.

Sheehan se acuclilló para examinarla con más detenimiento. Yacía sobre el costado derecho, con la cabeza hundida en la tierra y su largo cabello caído hacia delante. Tenía los brazos extendidos, con las muñecas juntas pero sin atar, y las rodillas dobladas.

Se mordisqueó pensativamente el labio inferior, echó un vistazo al río, que se encontraba a un metro y medio de distancia, y volvió a mirar el cadáver. La chica vestía un manchado chándal marrón y zapatillas de deporte blancas, con los cordones sucios. Parecía ágil. Parecía en forma. Se parecía a la pesadilla política que había confiado en soslayar. Levantó su brazo para ver si llevaba alguna enseña en la chaqueta. Lanzó un suspiro de desesperación cuando vio que un escudo, coronado con las palabras «St. Stephen's College», estaba cosido sobre su pecho izquierdo.

– La leche -murmuró. Volvió a dejar el brazo como estaba y cabeceó en dirección al fotógrafo-. Ya puede -dijo, y se alejó.

Miró hacia Coe Fen. Daba la impresión de que la niebla se estaba levantando, pero tal vez se debía al efecto de la progresiva luz del día, una ilusión momentánea o un anhelo. De todos modos, daba igual que hubiera niebla o no, porque Sheehan era hijo de Cambridge y sabía lo que había detrás del velo opaco de neblina. Peterhouse. Al otro lado de la calle, Pembroke. A la izquierda de Pembroke, Corpus Christi. Desde allí, hacia el norte, el oeste y el este, se sucedían los colegios. A su alrededor, a su servicio, debiendo su propia existencia a la presencia de la universidad, estaba la ciudad. Y todo ello, colegios, facultades, bibliotecas, negocios, casas y habitantes, representaban más de seiscientos años de difícil simbiosis.

Notó un movimiento a su espalda. Sheehan se volvió y miró a los ojos grises de Drake. Era obvio que el científico forense había sabido lo que se avecinaba. Esperaba desde hacía mucho tiempo la oportunidad de apretarle los tornillos a su subordinado del laboratorio.

– A menos que ella misma se golpeara la cara e hiciera desaparecer el arma, dudo que alguien califique esto de suicidio -dijo.


En su oficina de Londres, el superintendente Malcolm Webberly masticó su tercer puro (uno por cada hora transcurrida) y examinó a sus inspectores detectives, reflexionando sobre la suerte que tenían al desconocer el huevo que iba a tirarles a la cara. Teniendo en cuenta la longitud y el volumen de la diatriba que les había dirigido dos semanas atrás, sabía que podían esperar lo peor. Y se lo merecían, desde luego. Había sermoneado a su equipo durante un mínimo de treinta minutos acerca de lo que llamó con sarcasmo los «Cruzados de las Carreras Campo a Través», y ahora iba a pedirles que se unieran a ellos. Calculó las posibilidades. Estaban sentados en su despacho, alrededor de la mesa. Como de costumbre. Hale estaba dando rienda suelta a su nerviosa energía, y jugaba con un montón de sujetapapeles a los que, al parecer, intentaba dar forma de cota de malla, como si sospechara un inminente enfrentamiento con alguien provisto de mondadientes. Stewart, el compulsivo de la unidad, utilizaba la pausa en la conversación para trabajar en un informe, un comportamiento muy propio de él. Corrían rumores de que Stewart había logrado hacer el amor a su mujer y redactar informes policiacos al mismo tiempo, y con el mismo grado de entusiasmo en ambas actividades. A su lado, MacPherson se estaba limpiando las uñas con un cortaplumas de punta rota, con una expresión de «ya se le pasará» en la cara, mientras, a su izquierda, Lynley se limpiaba las gafas de leer con un pañuelo color nieve, adornado en una esquina con una «A» bordada.

La ironía de la situación hizo sonreír a Webberly. Dos semanas atrás, había puesto de manifiesto la actual propensión del país a la contradicción en materia policial, esgrimiendo como prueba un artículo de Times, que consistía en una revelación sobre la cantidad de fondos públicos destinados al monstruoso funcionamiento del sistema judicial.

– Fíjense en esto -había aullado, agitando el periódico en su mano de una manera que imposibilitaba su contemplación-. Tenemos al Cuerpo de Greater Manchester investigando al de Sheffield bajo sospecha de soborno, por culpa de aquel follón futbolístico de Hillsborough. Tenemos al de Yorkshire en Manchester, investigando las quejas contra algunos oficiales superiores. Tenemos al de West Yorkshire husmeando en la muy seria brigada criminal de Birmingham; Avon y Surrey chafardean en el Guilford Cuatro de Surrey; y Cambridgeshire remueve la mierda en Irlanda del Norte, tocando los huevos al RUC *. ¡Nadie se ocupa ya de su territorio, y es hora de terminar con ello!

Sus hombres habían asentido, dándole la razón con aire pensativo, aunque Webberly se preguntó si alguno le había escuchado. Sus horas eran largas, sus cargas tremendas. Treinta minutos concedidos a las divagaciones políticas de su superintendente eran treinta minutos que apenas podían permitirse. Sin embargo, esta idea se le ocurrió más tarde. En aquel momento, ansiaba el debate, tenía subyugado a su público, necesitaba imperiosamente continuar.

– Basura deleznable. ¿Qué nos ha pasado? Las autoridades locales se acobardan como damiselas ruborosas al menor indicio de problemas con la prensa. Suplican a todo el mundo que investigue a sus hombres, en lugar de responsabilizarse de sus fuerzas, encargar una investigación y decir a los medios de comunicación que, entretanto, coman mierda de vaca. ¿Qué clase de gente es esa, incapaz de lavar la ropa sucia en casa?

Si la exhibición de metáforas llevada a cabo por el superintendente ofendió a alguien, no se molestó en comentarlo. Al contrario, todos se rindieron ante la naturaleza retórica de la pregunta y aguardaron pacientemente a que él mismo la respondiera, cosa que hizo, si bien de una manera indirecta.

– Que me pidan a mí intervenir en esta pantomima. Se van a enterar de lo que vale un peine.

Y ahora había caído en la trampa, a petición de dos partidos diferentes, bajo las órdenes de su propio superior, sin tiempo ni oportunidad para enseñar a nadie lo que valía un peine.

Webberly se apartó de la mesa y caminó hacia su escritorio. Apretó el botón del intercomunicador para hablar con su secretaria. Ruidos de estática y conversación surgieron del aparato. A la primera ya estaba acostumbrado. El intercomunicador no funcionaba bien desde el huracán de 1987. A lo segundo, por desgracia, también se había acostumbrado: Dorothea Harriman solía explayarse con entusiasmo sobre el objeto de su incontenible admiración.

– Te digo que se los tiñe, desde hace años. No hay manera de que ningún maquillaje pueda manchar sus ojos en fotos, y así… -una interrupción de estática-, no me digas que Fergie tiene algo… Me da igual cuántos niños más decida tener…

– Harriman -interrumpió Webberly.

– Las medias blancas le sentaban mejor… Cuando le dio por lucir aquellos espantosos lunares… Los ha dejado de lado, gracias a Dios.

– Harriman.

– … encantadora pamela que lució en Ascot este verano, ¿la viste? ¿Laura Ashley? ¡No! Preferiría caer muerta…

Hablando de muerte, pensó Webberly, y se resignó a emplear un método más primitivo, estentóreo y decididamente eficaz de llamar la atención de su secretaria. Se dirigió a la puerta, la abrió y gritó su nombre.

Dorothea Harriman se materializó en el umbral en cuanto su jefe regresó a la mesa. Se había cortado el pelo recientemente, muy corto en la nuca y en los lados, y un largo flequillo rubio barría su frente, con un toque dorado artificial. Llevaba un vestido rojo de lana, zapatos a juego y medias blancas. Por desgracia, el rojo la favorecía tan poco como a la princesa. Sin embargo, al igual que la princesa, tenía unos tobillos notables.

– ¿Superintendente Webberly? -preguntó, saludando con un cabeceo a los policías sentados alrededor de la mesa. Su mirada era gélida. El trabajo ante todo, declaraba. Se pasaba todo el día entregada en cuerpo y alma a su sagrada misión.

– Si puede dejar de lado su habitual evaluación de la princesa… -empezó Webberly.

La expresión de su secretaria era un ejemplo preclaro de inocencia. ¿Qué princesa?, telegrafiaba su candoroso rostro. Webberly sabía que no debía enzarzarse con ella en una lucha indirecta. Seis años de alabanzas a la princesa de Gales le habían enseñado que fracasaría en cualquier intento de avergonzarla por su actitud. Se resignó y prosiguió.

– Van a enviar un fax desde Cambridge. Ocúpese de ello, ahora. Si recibe alguna llamada de Kensington Palace, me la pasa.

Harriman apretó la parte delantera de sus labios, pero una sonrisa traviesa torció las comisuras de su boca.

– Un fax -dijo-. Cambridge. Perfecto. Enseguida, superintendente. -Y añadió, como andanada de despedida-: Carlos estudió allí, ¿sabe?

John Stewart levantó la vista y se dio unos golpecitos en los dientes con el extremo del lápiz.

– ¿Carlos? -preguntó confuso, como preguntándose si la atención que había dedicado a su informe le había hecho perder el hilo de la conversación.

– Gales -dijo Webberly.

– ¿Galeses en Cambridge? -preguntó Stewart-. ¿Qué ocurre? ¿Hay una reunión de antiguos alumnos?

– El príncipe de Gales -ladró Phillip Hale.

– ¿El príncipe de Gales está en Cambridge? De eso debería encargarse la Rama Especial, no nosotros.

– Jesús. -Webberly arrebató a Stewart el informe y lo utilizó para subrayar con gestos sus palabras. Stewart se encogió cuando Webberly lo enrolló hasta formar un tubo-. Nada de príncipes. Nada de Gales. Solo Cambridge. ¿De acuerdo?

– Sí, señor.

– Gracias.

Webberly observó con alivio que MacPherson había guardado el cortaplumas y que Lynley le miraba fijamente con sus indescifrables ojos oscuros, tan reñidos con su cabello rubio, impecablemente cortado.

– Ha ocurrido un asesinato en Cambridge y nos han pedido que intervengamos -dijo Webberly, y atajó objeciones y comentarios con un brusco y perentorio ademán vertical-. Lo sé, no hace falta que me refresquen la memoria. Me como lo que he dicho. A mí tampoco me gusta.

– ¿Hillier? -preguntó con astucia Hale.

Sir David Hillier era el superior de Webberly. Si una petición de que los hombres de Webberly intervinieran en algo procedía de él, no era una petición. Era la ley.

– No del todo. Hillier ha dado su aprobación. Conoce el caso. Me hicieron una petición directa.

Tres inspectores detectives se miraron entre sí con curiosidad. El cuarto, Lynley, no apartó los ojos de Webberly.

– Claudiqué -siguió Webberly-. Sé que están hasta las cejas de trabajo, así que puedo encargar el caso a alguien de otra división, pero preferiría no hacerlo.

Devolvió su informe a Stewart y miró al inspector, mientras este alisaba las páginas sobre la mesa para devolver a su primitivo estado los bordes doblados. Continuó hablando.

– Han asesinado a una estudiante del St. Stephen's College.

Los cuatro hombres reaccionaron al instante. Un movimiento en la silla, una pregunta reprimida al instante, una mirada en dirección a Webberly para detectar señales de preocupación en su rostro. Todos sabían que la hija del superintendente estudiaba en St. Stephen's. Su fotografía (reía mientras remaba inexpertamente con sus padres en círculos incesantes por el río Cam) descansaba sobre un archivador del despacho. Webberly leyó inquietud en sus rostros.

– No tiene nada que ver con Miranda -los tranquilizó-, pero conocía a la muchacha. Por eso me llamaron, en parte.

– Pero no es el único motivo -dio Stewart.

– Exacto. Las llamadas, fueron dos, no procedían del DIC de Cambridge, sino del rector del St. Stephen's y del vicerrector de la universidad. La situación es delicada para la policía local. El asesinato no tuvo lugar en el College *, de modo que el DIC de Cambridge tiene todo el derecho a ocuparse del caso, pero, como la víctima es una chica del College, necesita la colaboración de la universidad para investigar.

– ¿Es que la universidad no se la prestará? -preguntó MacPherson, incrédulo.

– Prefieren alguien de fuera. Según tengo entendido, se pusieron a parir por la forma en que el DIC local manejó un caso de suicidio el pasado trimestre de Pascua. Falta total de sensibilidad hacia las personas afectadas, dijo el vicerrector, por no mencionar ciertas filtraciones a la prensa. Como esta muchacha es hija de un profesor de Cambridge, quieren que todo se maneje con delicadeza y tacto.

– Inspector detective Empatía -dijo Hale, torciendo la boca. Todos sabían que era un intento, muy mal disimulado, de implicar antagonismo y falta de objetividad. Ninguno ignoraba los problemas matrimoniales de Hale. Lo último que deseaba en aquel momento era que le enviaran fuera de la ciudad en un caso que ocuparía mucho tiempo.

Webberly no le hizo caso.

– Al DIC de Cambridge no le hace ninguna gracia la situación. Es su terreno. Prefieren encargarse del caso. Por lo tanto, quien vaya no espere ser recibido al son de tambores y trompetas. He hablado unos minutos con su superintendente, un tipo llamado Sheehan…


Parece una persona decente, y colaborará. Se ha dado cuenta de que la universidad considera la situación dividida entre ciudadanos y universitarios y le disgusta la idea de que puedan acusar a sus hombres de tener prejuicios contra los estudiantes. Por otro lado, sabe que, sin la colaboración de la universidad, cualquier hombre que envíe se pasará los seis meses siguientes removiendo serrín para encontrar arena.

El sonido de sus ligeros pasos precedió a Harriman. Entregó a Webberly varias hojas de papel en cuya parte superior estaban impresas las palabras «Policía del Cambridgeshire», y en la esquina derecha una corona sobre una divisa. La mujer frunció el ceño al observar la colección de vasos de plástico y ceniceros malolientes diseminados entre carpetas y documentos. Emitió un bufido de disgusto, tiró los vasos a la papelera situada junto a la puerta y se llevó los ceniceros, con el brazo extendido en toda su longitud.

Mientras Webberly leía el informe, comunicó a sus hombres la información pertinente.

– De momento, poca cosa -dijo-. Veinte años. Elena Weaver.

Pronunció el nombre de la muchacha al estilo mediterráneo.

– ¿Una estudiante extranjera? -preguntó Stewart.

– No, por lo que me dijo el director del College esta mañana. La madre vive en Londres, como ya he dicho antes, y el padre es profesor de la universidad; figura en la lista de candidatos a algo llamado Cátedra Penford de Historia, sea lo que sea. Es miembro de la junta del St. Stephen's. Tiene una gran reputación en su especialidad.

– Tratamiento especial para su majestad -intervino Hale.

Webberly continuó.

– Aún no han realizado la autopsia, pero calculan la hora de la muerte entre medianoche y las siete de la mañana. El rostro golpeado con un instrumento pesado, contundente…

– Como siempre -dijo Hale.

– … y después, según el examen preliminar, fue estrangulada.

– ¿Violación? -preguntó Stewart.

– Aún no se han encontrado indicios.

– ¿Entre medianoche y las siete? -preguntó Hale-. Pero usted ha dicho que no la encontraron en el College…

Webberly sacudió la cabeza.

– La encontraron cerca del río. -Frunció el ceño cuando leyó el resto de la información enviada por la policía de Cambridge-. Vestía chándal y zapatillas deportivas, por lo cual deducen que estaba corriendo cuando alguien la asaltó. Cubrieron el cuerpo con hojas. Una pintora aficionada se topó con el cadáver a las siete y cuarto de la mañana. Y, según Sheehan, vomitó en el acto.

– Espero que no sobre el cadáver -dijo MacPherson.

– Arruinaría las posibles pruebas -observó Hale.

Los demás lanzaron silenciosas carcajadas en respuesta. A Webberly no le importó la frivolidad. Años de contacto con el crimen endurecían al más débil de sus hombres.

– Según Sheehan, había suficientes indicios en el lugar de los hechos como para mantener ocupados a dos o tres equipos durante semanas.

– ¿Cómo es eso?

– La encontraron en una isla que suele utilizarse como vertedero. Tienen media docena de bolsas de basura, como mínimo, para analizar, aparte de las pruebas a que se debe someter el cuerpo. -Tiró el informe sobre la mesa-. Hasta aquí llegan nuestros conocimientos. No hay autopsia. No hay copias de interrogatorios. El que se encargue del caso empezará a trabajar desde el principio.

– Es un bonito embrollo -comentó MacPherson.

Lynley volvió a la vida y extendió la mano hacia el informe. Se caló las gafas, lo leyó y, a continuación, habló por primera vez.

– Yo me ocuparé.

– Creía que estaba trabajando en el caso de aquel muchacho destripado en Maida Vale -dijo Webberly.

– Lo concluimos anoche, esta madrugada, para ser preciso. Encerramos al asesino a las dos y media.

– Santo Dios, muchacho, tómate un descanso de vez en cuando -dijo MacPherson.

Lynley sonrió y se levantó.

– ¿Alguien ha visto a Havers?


La sargento detective Barbara Havers estaba sentada ante un ordenador verde, en la sala de Información situada en la planta baja de New Scotland Yard. Miraba fijamente la pantalla. En teoría, estaba buscando información sobre personas desaparecidas (desde hacía cinco años, si debía creer al antropólogo forense), en un intento de apurar las posibilidades que presentaba un esqueleto encontrado bajo los cimientos de un edificio, que acababan de demoler en la isla de los Perros. Era un favor que le había pedido un compañero de la comisaría de Manchester Road, pero su mente no asimilaba los datos que aparecían en la pantalla, ni mucho menos los comparaba con una lista de las dimensiones del radio, cubito, fémur, tibia y peroné. Se rascó ambas cejas con los dedos índice y pulgar, y echó un vistazo al teléfono que descansaba sobre un escritorio próximo.

Tenía que llamar a casa. Necesitaba comunicar con su madre, o al menos hablar con la señora Gustafson, para comprobar que todo estaba controlado en Acton.

Sin embargo, marcar las siete cifras, esperar con creciente angustia a que alguien contestara, y enfrentarse a la posibilidad de que las cosas continuaran tan mal como la pasada semana… Se veía incapaz de hacerlo.

Barbara se dijo que, de todos modos, era absurdo llamar a Acton. La señora Gustafson estaba casi sorda. Su madre existía en un mundo nebuloso de demencia senil. La probabilidad de que la señora Gustafson oyera el teléfono era tan remota como la de que su madre comprendiera que los timbrazos procedentes de la cocina significaban que alguien quería hablar mediante aquel peculiar aparato negro que colgaba de la pared. Si oía el ruido, tanto podía abrir el horno como acudir a la puerta de la calle, o descolgar el teléfono. Y si lo hacía, era improbable que reconociera la voz de Barbara o recordara quién era sin tirarse de los pelos una y otra vez.

Su madre tenía sesenta y tres años. Gozaba de una salud excelente. Lo único que agonizaba era su mente.

Barbara sabía que contratar a la señora Gustafson para que cuidara a su madre durante el día era, a lo sumo, una medida provisional e insatisfactoria. La señora Gustafson, con setenta y dos años, carecía de la energía y los recursos necesarios para cuidar de una mujer cuyo día tenía que ser programado y controlado como el de un bebé. Barbara ya había comprobado en persona tres veces los problemas derivados de conceder a la señora Gustafson la custodia, aunque limitada, de su madre. En dos ocasiones había llegado a casa antes de lo habitual, descubriendo que la señora Gustafson se había dormido en la sala de estar. Mientras la televisión vomitaba un programa con risas grabadas de fondo, su madre flotaba en un desvarío mental, perdida la primera vez al fondo del patio trasero, mientras que en la segunda se balanceaba incesantemente sobre los peldaños delanteros.

El tercer incidente, tan solo dos días antes, había conmocionado a Barbara. Una entrevista relacionada con el caso del muchacho destripado la había llevado cerca de su barrio, y se había presentado en casa inesperadamente para ver cómo iba todo. La casa estaba vacía. Al principio, no experimentó pánico. Dio por sentado que la señora Gustafson había sacado de paseo a su madre. De hecho, experimentó una gran gratitud hacia la anciana por atreverse a controlar a la señora Havers en la calle.

Esta gratitud se evaporó cuando la señora Gustafson apareció sola menos de cinco minutos después. Había ido un momento a casa para dar de comer a su pez.

– Mamá está bien, ¿verdad? -añadió.

Por un momento, Barbara se negó a creer lo que implicaban aquellas palabras.

– ¿No ha ido con usted? -preguntó.

La señora Gustafson se llevó una mano a la garganta. Un temblor sacudió los rizos grises de su peluca.

– Solo he ido a casa para dar de comer a mi pez -dijo-. Apenas uno o dos minutos, Barbara.

Los ojos de Barbara volaron hacia el reloj. Experimentó una oleada de pánico y diversas escenas desfilaron a toda prisa por su mente: su madre tendida en Uxbridge Road, muerta, su madre abriéndose paso entre las multitudes que llenaban el metro, su madre tratando de llegar al cementerio de South Ealing, donde estaban enterrados su hijo y su marido, su madre pensando que tenía veinte años menos y que había reservado hora en un salón de belleza, su madre asaltada, robada, violada.

Barbara salió como una exhalación de la casa, y la señora Gustafson se quedó agitando las manos y gimiendo: «Ha sido por el pez», como si aquello bastara para perdonar su negligencia. Subió al Mini y se precipitó en dirección a Uxbridge Road. Exploró calles y callejones que se entrecruzaban. Paró a personas. Entró en tiendas. Y por fin la encontró en el patio de la escuela primaria local, donde Barbara y su hermano fallecido habían estudiado.

El director ya había telefoneado a la policía. Dos agentes uniformados (un hombre y una mujer) estaban hablando con su madre cuando Barbara llegó. Barbara distinguió rostros curiosos que se apretaban contra las ventanas del edificio. ¿Por qué no?, pensó. Su madre era todo un espectáculo: vestía una bata de estar por casa, muy fina, zapatillas y nada más, salvo las gafas, que no se apoyaban sobre su nariz, sino que llevaba sobre la cabeza. Iba despeinada y despedía un desagradable olor corporal. Farfullaba, discutía y protestaba como una loca. Cuando la mujer policía se dirigió hacia ella, la señora Havers la esquivó hábilmente y corrió hacia la escuela, llamando a sus hijos.

Todo eso había sucedido dos días antes, otra indicación de que la señora Gustafson no era la solución.

Barbara había intentado solucionar el problema de diversas maneras desde que su padre había muerto, ocho meses antes *. Al principio, había llevado a su madre a un centro de día para el cuidado de adultos, el último grito en materia de tercera edad. Sin embargo, el centro no podía quedarse a sus «clientes» después de las siete de la tarde, y el horario de un policía siempre es irregular. De haber sabido que necesitaba hacerse cargo de su madre a partir de las siete, su superior le habría concedido permiso para ello, pero eso habría supuesto cargar al hombre con un peso injusto, y Barbara apreciaba demasiado su trabajo y su asociación con Thomas Lynley para estropearlo todo, concediendo prioridad a sus problemas personales.

A continuación, probó un total de cuatro cuidadores pagados que duraron un total de doce semanas. Probó a un grupo religioso. Contrató a una serie de asistentes sociales. Se puso en contacto con los servicios de Bienestar Social y solicitó ayuda. Y por fin, pensó en recurrir a la señora Gustafson, su vecina, la cual aceptó el trabajo de forma temporal, desoyendo los consejos de su propia hija. Sin embargo, la capacidad de la señora Gustafson para cuidar a la señora Havers se reveló escasa, y aún más escaso el deseo de Barbara de soportar los descuidos de la anciana. Era cuestión de días que algo ocurriera.

Barbara sabía que la respuesta era una institución, pero no podía vivir con el peso de dejar a su madre en un hospital público, conociendo las deficiencias endémicas de la Seguridad Social. Al mismo tiempo, no podía pagar los gastos de un hospital privado, a menos que ganara en las quinielas, como un Freddie Clegg en versión femenina.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta la tarjeta que había guardado por la mañana. Hawthorn Lodge, Uneeda Drive, Greenford, decía. Una sola llamada a Florence Magentry y sus problemas se solucionarían.

– Señora Fio -había dicho la señora Magentry cuando abrió la puerta a Barbara, a las nueve y media de aquella mañana-. Así me llaman mis cariños. Señora Fio.

Vivía en una casa semiadosada de dos pisos, fruto del insípido período de posguerra, a la que llamaba con gran optimismo Hawthorn Lodge. La casa, cuya planta baja era de estuco gris, mitigado por la fachada de ladrillo, ofrecía como características destacadas un maderaje color sangre de toro y una ventana salediza de cinco cristales que daba al jardín delantero, sembrado de gnomos. La puerta principal se abría directamente a una escalera. A su derecha, una puerta daba acceso a la sala de estar, adonde la señora Fio guió a Barbara, hablando sin cesar de las «diversiones» que la casa ofrecía a los cariños que venían de visita.

– Yo lo llamo visitas -dijo la señora Fio, y palmeó el brazo de Barbara con una mano que era suave, blanca y sorprendentemente cálida-. Así parece menos permanente, ¿verdad? Permítame que se la enseñe.

Barbara sabía que buscaba características ideales. Archivó los elementos en su mente. Muebles cómodos en la sala de estar (gastados, pero bien hechos), además de un televisor, una cadena estéreo, dos estanterías cargadas de libros y una colección de revistas grandes y a todo color; las paredes recién pintadas y empapeladas, con alegres cuadros colgados de las paredes; una cocina y un comedor pequeños, cuyas ventanas daban al patio trasero; cuatro dormitorios en el piso de arriba, uno para la señora Fio y los otros tres para los cariños. Dos retretes, uno arriba y otro abajo, de un blanco inmaculado y con accesorios que relucían como la plata. Sin olvidar a la propia señora Fio, con sus gafas de montura ancha, su moderno peinado con raya y su pulcra blusa, cerrada en la garganta mediante un broche en forma de pensamiento. Tenía aspecto de matrona inteligente y olía a limones.

– Ha telefoneado en el momento adecuado -dijo la señora Fio-. Perdimos a nuestra querida señora Tilbird la semana pasada. Tenía noventa y tres años. Tiesa como un huso. Falleció mientras dormía, Dios la bendiga. Con la placidez que una desearía para cualquiera. Estaba conmigo desde hacía diez años menos un mes. -Los ojos de la señora Fio se nublaron en su cara de mejillas redondas-. Bien, nadie vive eternamente, y esa es la verdad, ¿no? ¿Le gustaría conocer a mis cariños?

Los inquilinos de Hawthorn Lodge estaban tomando el sol en el patio trasero. Solo había dos, una mujer ciega de ochenta y cuatro años, que sonrió y cabeceó en respuesta al saludo de Barbara antes de caer dormida, y una mujer de aspecto aterrado, entrada en la cincuentena, que aferró las manos de la señora Fio y volvió a recostarse en su silla. Barbara reconoció los síntomas.

– ¿Es capaz de arreglárselas con dos? -preguntó con toda sinceridad.

La señora Fio acarició despacio el cabello de la enferma.

– No me causan problemas, querida. Dios nos abruma a todos con una carga, ¿verdad? Pero no hay carga imposible de soportar.

Barbara pensó en estas palabras, mientras tocaba la tarjeta guardada en el bolsillo de su chaqueta. ¿Estaba intentando desembarazarse de una carga que no quería soportar, por pereza o malvado egoísmo?

Soslayó la pregunta, repasando las circunstancias que aconsejaban el ingreso de su madre en Hawthorn Lodge. Enumeró los aspectos positivos: la proximidad a la estación de Greenford y el hecho de que solo debería efectuar un transbordo, en Tottemham Court Road, si ingresaba a su madre y alquilaba el pequeño estudio que había logrado encontrar en Chalk Farm; la verdulería que había descubierto dentro de la estación de Greenford, donde podría comprar fruta fresca para su madre cada vez que fuera a visitarla; el parque que distaba una calle del paseo central, flanqueado de espinos, que conducía a la zona de recreo, provista de columpios, balancines, tiovivos y bancos, donde podrían sentarse a contemplar las evoluciones de los niños del vecindario; la hilera de comercios cercanos, una farmacia, un supermercado, una licorería, una panadería, e incluso un restaurante chino con platos para llevar, la comida favorita de su madre.

Sin embargo, mientras pasaba revista a las características que la alentaban a llamar a la señora Fio, ahora que tenía una vacante, Barbara era consciente de que olvidaba a propósito algunos aspectos de Hawthorn Lodge que no había podido pasar por alto. Se dijo que nada podía mitigar el incesante estruendo procedente de la A40, ni el hecho de que Greenford era un barrio encajonado entre la línea férrea y la autopista. Además, había tres gnomos rotos en el jardín de delante. ¿Por qué demonios pensaba en ellos, de no ser por el patetismo que desprendía la nariz mellada de uno, el sombrero roto del segundo y la falta de un brazo del tercero? Y le resultaban escalofriantes las manchas brillantes del sofá, donde cabezas viejas y grasientas se habían apoyado durante tanto tiempo. Y las migajas adheridas a la comisura de la boca de la mujer ciega…

Detalles sin importancia, se dijo, diminutos garfios clavados en la piel de su culpa. La perfección no existía. Además, todos aquellos detalles sin importancia eran insignificantes, comparados con las circunstancias de su vida en Acton y el estado de la casa en que habitaban.

La realidad, con todo, residía en que esta decisión trascendía la oposición Acton-Greenford y el hecho de mantener a su madre en casa o enviarla a otra parte. Toda la decisión apuntaba al núcleo de los deseos de Barbara, que eran muy sencillos: vivir lejos de Acton, lejos de su madre, lejos de las cargas que, al contrario que la señora Fio, no se veía dispuesta a soportar.

Vender la casa de Acton le proporcionaría el dinero suficiente para sufragar los gastos que supondría ingresarla en casa de la señora Fio. Por otra parte, contaría con medios para instalarse en Chalk Farm. Daba igual que el estudio de Chalk Farm midiera poco más de ocho metros de largo por tres y medio de ancho, apenas un cuchitril con una chimenea de terracota y tejas ausentes en el tejado. Tenía posibilidades. Y Barbara solo pedía a la vida la promesa de algunas posibilidades.

La puerta se abrió a su espalda cuando alguien introdujo su tarjeta de identificación en la ranura de apertura. Miró hacia atrás y Thomas Lynley entró, con aspecto descansado, a pesar de la noche pasada con el asesino de Maida Vale.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó el detective.

– La próxima vez que acepte hacerle un favor a un tío, ¿querrá dejarme sin sentido, por favor? Esta pantalla me deja ciega.

– ¿Debo suponer que nada de nada?

– Nada, pero tampoco me he entregado a fondo.

Suspiró, tomó nota de la última entrada que había leído y suprimió el programa. Se frotó el cuello.

– ¿Qué tal Hawthorn Lodge? -preguntó Lynley. Cogió una silla y se sentó a su lado, frente a la terminal.

Barbara hizo lo posible para evitar su mirada.

– Bastante bonito, supongo, pero Greenford está un poco alejado de la línea principal. No sé si mamá se adaptaría. Está acostumbrada a Acton, a la casa. Ya sabe a qué me refiero. Le gusta estar rodeada de sus cosas.

Notó que él la estaba mirando, pero sabía que no le daría consejos. Ocupaban posiciones en la vida tan dispares, que él no se atrevería a sugerir algo. Aun así, Barbara sabía que Lynley estaba al corriente del estado de su madre y de las decisiones que ella debía tomar por ese motivo.

– Me siento como una criminal -dijo con voz hueca-. ¿Porqué?

– Ella le dio la vida.

– Yo no lo pedí.

– No, pero uno siempre se siente responsable hacia el dador. ¿Cuál es el mejor camino?, nos preguntamos. ¿El mejor es el correcto, o solo una vía de escape muy conveniente?

– Dios no nos impone cargas que sean imposibles de sobrellevar -se oyó mascullar Barbara.

– Ese tópico es particularmente ridículo, Havers. Peor que decir que «no hay mal que por bien no venga». Qué tontería. Lo más frecuente es que las cosas vayan a peor, y Dios, si existe, no para de distribuir cargas insoportables a diestro y siniestro. Usted, en especial, debería saberlo.

– ¿Por qué?

– Es policía. -Se levantó-. Nos espera un trabajo fuera de la ciudad. Será cuestión de pocos días. Yo me adelantaré. Reúnase conmigo cuando pueda.

Su invitación la irritó, porque implicaba que comprendía su situación. Sabía que Lynley no se llevaría a otro agente. Trabajaría por los dos hasta que ella pudiera acudir en su ayuda. Muy propio de él. Barbara odiaba su espontánea generosidad. La ponía en deuda con él, y no poseía (jamás poseería) lo necesario para saldarla.

– No -dijo-. Voy a casa a preparar las cosas. Estaré lista dentro de… ¿De cuánto tiempo dispongo? ¿Una hora, dos?

– Havers…

– Iré.

– Havers, es en Cambridge.

Barbara echó la cabeza hacia atrás, leyó una indisimulada satisfacción en los cálidos ojos castaños del hombre. Agitó la cabeza.

– Está completamente loco, inspector.

Lynley cabeceó y sonrió.

– Pero solo de amor.

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