NOTA DE LA AUTORA

Los que conozcan bien la ciudad y la universidad de Cambridge sabrán que existe escaso espacio entre el Trinity College y el Trinity Hall, en modo alguno espacio suficiente para abarcar los siete patios y cuatrocientos años de arquitectura que encierra mi St. Stephen's College de ficción.

Estoy en deuda con un estupendo grupo de personas que hicieron lo posible por descifrarme los misterios de la universidad de Cambridge, desde el punto de vista de los docentes: la doctora Elena Shire, del Robinson College, el profesor Lionel Elvin, del Trinity Hall, el doctor Mark Bailey, del Gonville y Caius College, el señor Graham Miles y el señor Alan Banford, del Homerton College.

También me siento especialmente agradecida a los estudiantes y posgraduados que se esforzaron por aclararme los aspectos más destacados de la vida como alumno: Sandy Shafernich y Nick Blain, del Queen's College, Eleanor Peters, del Homerton College, y David Derbyshire, del Clare College. Estoy particularmente en deuda con Ruth Schuster, del Homerton College, quien orquestó mis visitas a supervisiones y clases, organizó mi asistencia a una cena oficial, realizó investigaciones fotográficas adicionales en mi beneficio, y respondió, paciente y heroicamente, a innumerables preguntas sobre la ciudad, los colegios, las facultades y la universidad. Sin Ruth, habría sido una auténtica alma en pena.

Agradezco al inspector Pip Lane, de la policía de Cambridge, su ayuda y sugerencias en detalles de la trama; a Beryl Polley, del Trinity Hall, por presentarme a los chicos de la escalera «L»; y al señor John East, de CE. Computing Services de Londres, por su información acerca del Ceephone.

Y doy las gracias en especial a Tony Mott por escuchar pacientemente la descripción breve y entusiasta del lugar donde se comete un asesinato, identificarlo y darle nombre.

En Estados Unidos, estoy en deuda de gratitud con Blair Maffris, que siempre resuelve mis dudas sobre cualquier aspecto del arte; con el pintor Carlos Ramos, que me permitió pasar un día con él en su estudio de Pasadena; con Alan Hallback, que me proporcionó un curso de introducción al jazz; con mi marido Ira Toibin, cuya paciencia, apoyo y aliento son los principales pilares de mi vida; con Julie Mayer, que nunca se cansa de leer borradores; con Kate Miciak y Deborah Schneider, editora y agente literario, respectivamente, por seguir creyendo en la literatura de misterio.

Si este libro ha salido bien se debe a la entrega desinteresada de este generoso grupo. Todos los errores e incongruencias son de mi exclusiva responsabilidad.

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